Читать книгу Integridad electoral - Pippa Norris - Страница 8
Integridad electoral. Concepto
ОглавлениеSiguiendo el trabajo de Van Ham (2014), la literatura académica ha acuñado un concepto de integridad electoral más bien en términos negativos (lo que no es, es decir, manipulación electoral sistemática) que positivos (lo que es o debería ser). Por ejemplo, Birch (2011) utiliza la noción electoral malpractice —que se puede traducir como procedimiento electoral abusivo— que incluye la manipulación del marco legal establecido, la administración electoral y las opciones de voto disponibles. Por su parte, Schedler (2002) ha popularizado la idea del menú de manipulación electoral, que se encuentra a disposición del que gobierna.1 En años más recientes, los académicos han generado una importante cantidad de trabajos describiendo cómo los gobernantes violan la integridad electoral mediante combinaciones de los elementos disponibles de dicho menú.
Otros enfoques optan por términos positivos. De estos el más conocido es el que retoma la noción de elecciones libres y justas las cuales, como se entiende, son una aproximación —un atajo informativo, si se prefiere— a los estándares internacionales como los adoptados por el Consejo Interparlamentario en París el 26 de marzo de 1994 cuando en su punto primero se afirma que: “En cualquier estado, la autoridad del gobierno solo puede derivar de la voluntad de los ciudadanos expresada en elecciones genuinas, libres y justas que se celebran en intervalos regulares y mediante sufragio universal, secreto e igual”.2 La idea de que la elección debe ser “libre y justa”, como bien nos cuentan Elklit y Svensson, la han utilizado los “representantes de Naciones Unidas, periodistas, políticos y politólogos por igual” (1997, p. 32). Es más, durante muchos años el término elecciones libres y justas era —y puede que para la mayor parte de la población lo siga siendo— el resumen para aceptar que una elección ha sido o no íntegra. En cualquier caso, la noción “libres y justas” tiene diferentes significados —si se quiere, de matiz— para distintos autores. Por ejemplo, los mencionados Elklit y Svensson definen “libres” como lo contrario a la coerción y vinculan que las elecciones sean “justas” a que sean imparciales. En cambio, en un estudio más reciente, Bishop y Hoeffler (2014) tienen un enfoque más temporal cuando distinguen entre “libertad” —entendida como las reglas y el proceso que llevan a la elección— y “justicia” que sería un resultado del día de la elección.
La definición que utilizamos aquí es la de Pippa Norris, quien entiende integridad electoral como el conjunto de principios y prácticas relativo a las elecciones que se acuerdan bajo el paraguas de convenios internacionales y normas globales, y que siguen estándares universales sobre elecciones que se aplican a todos los países del mundo durante todo el ciclo electoral. Este ciclo incluye el periodo preelectoral, la campaña, el día de las elecciones y las repercusiones de los resultados (Norris, 2014).
Esta es una definición positiva y general en la que tanto los principios apuntados por el Consejo Interparlamentario como los conceptos de contiendas “libres y justas” —con independencia de la preferencia que se tenga de los significados— tienen cabida. De la definición destacan varios elementos que merecen desarrollarse con cierta amplitud. En específico, en los próximos párrafos se abordan las normas globales y universales aplicadas durante todo el ciclo electoral.
Lo primero que cabe destacar es el papel fundamental que juegan las normas globales en la definición de integridad electoral. Si las elecciones respetan las convenciones, los tratados y las normas electorales internacionales, entonces son legítimas. El artículo 21.3 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 es la base de dichas normas globales que legitiman el apoyo internacional a las elecciones y la asistencia electoral. El artículo 25 del Pacto Internacional de las Naciones Unidas para los Derechos Civiles y Políticos (ICCPR) de 1966 explica los acuerdos sobre las normas globales que rigen la conducta de las elecciones. Así, la resolución de la Asamblea General de la ONU 64/155 del 8 de marzo de 2010 relativa al “Fortalecimiento del papel de las Naciones Unidas para mejorar las elecciones periódicas y genuinas y la promoción de la democratización” recoge la declaración más concisa de tales normas, si bien la ONU venía pronunciándose sobre dicho asunto desde 1991. En los años siguientes, la comunidad internacional ha desarrollado normas globales a las que se han sumado instrumentos legales, convenciones y estándares de trabajo a seguir. Un ejemplo en este sentido son las misiones de observación electoral de la Organización de los Estados Americanos (OEA). La OEA inició las misiones de observación en 1966 y en los últimos años ha estandarizado el proceso de observación (Martinez i Coma, Nai y Norris, 2016).
El segundo componente del concepto se centra en la noción de universalidad, debido a que, siguiendo a Norris (2014), es aplicable tanto a las democracias largamente establecidas como al resto del mundo. Los problemas de integridad electoral no solo son un reto al que se enfrentan las nuevas democracias o autocracias electorales. Sin ánimo de ser exhaustivo, los problemas de integridad pueden surgir, tanto en el momento de formalizar el registro de los votantes —Estados Unidos, Kenia—, como en la delimitación de las fronteras electorales —Estados Unidos, Malasia—, o con problemas de financiación de los partidos —Argentina, Brasil, España— y la regulación de los medios —Italia, México—. Cuando los principios de integridad se vulneran, se quebranta la calidad de las elecciones.
Un tercer elemento a considerar —que no se trata en Norris (2014)— también se deriva de la universalidad. La definición incluye todo tipo de elecciones nacionales y subnacionales, definidas ampliamente como gubernamentales, locales, regionales, etc. Si bien es cierto que los objetivos de los trabajos originales de Norris (2014, 2015, 2017) son la comparación de elecciones entre países bajo la definición arriba señalada, no es menos cierto que en casi todos los países se celebran elecciones en diferentes niveles administrativos y que la integridad de dichas elecciones puede variar sustantivamente —como se ve en otros capítulos de este libro para elecciones subnacionales de México, Rusia y la India—. Además, siguiendo el criterio de universalidad, dicha definición es perfectamente aplicable a elecciones no nacionales.
En cuarto lugar, debemos tratar la naturaleza cíclica del concepto. Las elecciones se celebran en un día concreto en el que se concentra toda la atención mediática y, en menor medida, académica. Así, la mayor cobertura de los medios suele atender los problemas que se dan en el día de la votación mostrando las largas filas que deben hacer los votantes o la intimidación que algunos de estos sufren. Sin embargo, para llegar al día de la elección, hay mucho trabajo antes y después en cuanto a la organización de la elección. No es casual entonces que la comunidad internacional conciba la asistencia y la observación electoral centradas en el día de la elección, o en periodos más o menos circunscritos a la cobertura de la campaña electoral. Es así que, desde la perspectiva de estos organismos, las elecciones son un proceso continuo o un ciclo electoral que cubre todas las etapas del proceso: desde el diseño y la aprobación de la legislación, hasta la selección y formación del personal electoral; desde la planificación electoral o el registro de electores y de partidos políticos, hasta la nominación de partidos o el establecimiento de las condiciones de la campaña electoral; desde la logística para el día de la elección, hasta el conteo, la declaración y publicación de resultados, o la resolución de disputas.
La evaluación del ciclo electoral, en consecuencia, requiere del análisis y consideración de todas las fases por dos razones fundamentales. En primer lugar, porque todos los componentes del ciclo electoral son importantes —aunque en diferentes grados— y están vinculados de forma tal que el éxito de uno no garantiza el del otro, aunque sí lo puede condicionar. En segundo lugar, por las posibilidades que ofrece el “menú de la manipulación” de Schedler referido arriba: cada eslabón de la cadena se puede romper, socavando la integridad electoral. Las distintas fases del ciclo se recogen en la gráfica 1.1.
Este modelo está perfectamente incorporado en la práctica de los organismos internacionales. Por ejemplo, los reportes de las misiones electorales de la OEA en los que se hacen propuestas de mejora y reformas se reconocen todas estas dimensiones —añadiendo la perspectiva de género y defensa de las minorías (Martinez i Coma, Nai y Norris, 2016)—. Otros organismos, como el International Institute for Democracy and Electoral Assistance (International IDEA), utilizan cientos de indicadores para evaluar la integridad de una elección, agrupados la gran mayoría en las categorías del ciclo electoral. En los últimos años, los académicos han generado un importante número de trabajos describiendo cómo los gobernantes violan la integridad electoral mediante combinaciones de los elementos disponibles de dicho menú.
A esta explicación de la integridad electoral,3 debemos incorporar cuatro consideraciones más.
En primer lugar, las violaciones de la integridad electoral que más llaman la atención y suelen llegar a los titulares de los medios son las más flagrantes. Es más probable, y lógico, que sepamos que en un país determinado se dan casos de violencia o intimidación al momento de ir a votar que asuntos más sutiles aunque estos también afecten la integridad de la elección, por dar un caso, la pequeña enmienda en un artículo de una ley determinada. En nuestra concepción del fenómeno, sin embargo, si solo estudiamos los peores casos, esto es, las violaciones de “primer orden” —que suelen conllevar la represión de votantes o candidatos—, daremos una visión limitada y parcial del problema. Ciertamente, las dificultades en las autocracias pueden generar mayor atención, pero los problemas de “segundo orden” también son muestra de dificultades universales que dañan la legitimidad de una contienda electoral en cualquier país.
Consideremos la manipulación de los distritos electorales, el gerrymandering. En muchos países, los distritos electorales están establecidos en la Constitución o en leyes básicas que requieren un amplio consenso para cambiarse. Por ejemplo, en España, los distritos electorales (las provincias) las define la Constitución. En otros países, en cambio, la situación es distinta. Así, en las elecciones generales de Malasia de 2013, el partido Barisan Nasional (BN) obtuvo el 60% de los escaños (222) con el 47% de los votos. La coalición de oposición, el Pakatan Rakyat (PR), obtuvo el 40% de los escaños con el 51% de los votos (The Economist, 2014). Esta manipulación, como se entiende, viola el principio de “una persona, un voto”. En cambio, en Noruega, el Partido Laborista obtuvo el 32% de los votos y aproximadamente el mismo número de escaños. Los conservadores consiguieron el 28% de los votos y el 28% de los escaños. De hecho, en Noruega, la diferencia entre el porcentaje de votos obtenidos y el porcentaje de escaños que se consiguen es inferior al 1%. Si el gerrymandering es una forma de manipulación electoral, esta es menor en Noruega que en Malasia.
La comparación, se puede argumentar, es algo injusta, puesto que los niveles de desarrollo entre Malasia y Noruega no son equiparables. Sin embargo, si comparáramos el caso de Noruega con el de Estados Unidos, veríamos que no es así: con niveles parecidos de renta, el segundo caso atestigua una importante cantidad de literatura académica —e. g. Ansolabehere, Persily, Brunell, entre muchos— que señala la importancia del problema de gerrymandering, mientras que las referencias para el caso noruego son casi inexistentes. En cambio, en Estados Unidos, los distritos electorales se redibujan cada diez años con la información actualizada del censo. Pero el nuevo dibujo se hace a nivel estatal donde conviven organismos electorales independientes y partidistas. Así, Brunell y Manzo (2014) muestra, con datos de 47 estados después del ciclo de reescritura de las fronteras electorales, que aquellos estados en los que el proceso de reescritura estaba controlado por organismos partidistas, el redistriteo viola con mayor frecuencia y proporción el principio “una persona, un voto”. En resumen, el gerrymandering es solo una opción más del menú de la manipulación electoral.
En segundo lugar, al analizar el papel de los principios, valores y estándares internacionales, se observa que la integridad electoral va más allá de las nociones centradas exclusivamente en disposiciones legales nacionales que, por definición, son más restrictivas. Las malas prácticas pueden ser intencionales o accidentales; legalmente válidas o directamente ilícitas; derivadas de violaciones de los derechos democráticos, o debidas a falta de capacidad técnica; o resultado de una suma de todo lo anterior. En este sentido, utilizar un enfoque (de derecho) internacional es muy útil para acercarse al concepto de integridad electoral. Las irregularidades electorales a menudo quebrantan las leyes de un país. Sin embargo, las leyes domésticas a su vez pueden utilizarse para imponer restricciones indebidas a los candidatos o partidos de la oposición; pueden negar el derecho a votar a ciertos grupos; restringir las libertades fundamentales de asociación o expresión; o manipular la competencia electoral. Aunque estas prácticas sean legales, violan las normas, valores y principios internacionales.
Tercero, en tanto que el concepto de integridad electoral va más allá de la etiqueta habitual de elecciones “libres y justas”, la definición que empleamos permite incorporar una serie de valores normativos sobre la calidad de las contiendas que se pueden juzgar. De esta forma, principios que subyacen en la integridad electoral —eficacia, eficiencia, inclusión, transparencia, igualdad, honestidad, precisión— se pueden incorporar. De este modo, y desde esta perspectiva, situaciones como registros de votantes mal administrados, el acceso desigual a medios y fondos, o leyes que limitan el acceso al voto pueden socavar la integridad electoral de igual forma que las restricciones en la libertad de expresión o en el conteo de los votos.
En cuarto lugar, podemos decir que la comunidad internacional ha llegado a un acuerdo que se refleja, por ejemplo, en la “Declaración de principios para la observación internacional de elecciones” aprobada por la ONU en 2005, y en los respectivos códigos de conducta, directrices, tratados y convenciones publicados por asociaciones multilaterales que llevan a cabo misiones de observación electoral respecto a los principios que se deben observar en las elecciones. De hecho, la progresiva estandarización de las misiones de observación electoral y el trabajo que acerca de ello están realizando algunas organizaciones son buena muestra de este esfuerzo. No obstante, y a pesar de la existencia de normas globales, no todos los aspectos importantes de la integridad electoral se recogen en los acuerdos internacionales. Y esto tiene dos vertientes a considerar que vamos a ilustrar con uno de los asuntos centrales de este libro: la financiación electoral.
La primera vertiente es que en algunos casos no hay acuerdos mínimos o normas comunes de qué es o no aceptable. Considérese la financiación de las campañas electorales. Lo que en muchos países es legal en otros no lo es. Hay países en los que un donante puede ser anónimo y dar cierta cantidad con un límite predeterminado (por ejemplo, España). En otros casos no se permiten las donaciones anónimas, pero apenas hay límites. Hay países en los que conviven las donaciones públicas con las privadas. Otros en los que se debe optar por un tipo u otro. Aunque se volverá sobre este asunto en el capítulo 10 de este libro, parece claro que la ausencia de un punto de referencia complica la comparación.
La segunda vertiente es la dificultad de la observación de varios de estos elementos. Si nos centramos en el ciclo electoral, vemos cómo el cumplimiento o la vulneración de algunas de las dimensiones son fácilmente observables. En el ejemplo del gerrymandering anteriormente expuesto, solo hay que seguir la traslación de los votos en escaños y observar si ha habido cambios o no en las fronteras electorales en los últimos tiempos. Lo mismo sucede si de repente se decide excluir a una parte de la población del censo electoral y se les retira el derecho a voto, como les sucedió a los estonios no étnicos en 1992 cuando se les quitó el derecho de voto. Este grupo representaba el 40% de la población (Järve y Poleschuk, 2013). Es claro que esta actuación es fácil de detectar, y censurar. Ahora bien, ¿qué sucede cuando la vulneración es menos visible o se descubre a posteriori? La gran mayoría de los escándalos de corrupción vinculados al financiamiento electoral se descubren después de que se han celebrados las elecciones, si es que se descubren. Es lógico entonces que los asuntos de financiación de las campañas son menos frecuentes en la investigación académica que en otras dimensiones del ciclo electoral.
Esto no solo tiene consecuencias para la investigación sino también para como entendemos la integridad electoral: si está compuesta por diferentes dimensiones y unas son más claramente observables que otras, lo más probable es que la visión que estemos dando sea parcialmente sesgada hacia aquello de lo que tenemos evidencia.
En definitiva, el concepto de integridad electoral es claramente multidimensional, dado que involucra los distintos estadios del ciclo electoral y captura aspectos capitales tales como la competencia, la gobernabilidad y la administración. Una de las razones que explica esta multidimensionalidad proviene del hecho de que los investigadores utilizan diversas perspectivas teóricas y de investigación. Por ejemplo, algunos investigadores se centran en las características legales de la elección mostrando las leyes domésticas más relevantes y los medios utilizados para ignorarlas o violarlas. Otros analizan las elecciones desde una perspectiva de administración pública y se enfocan en las causas y efectos de la mala administración electoral (Alvarez, Atkeson y Hall, 2012). Por su parte, los teóricos de la democracia suelen fijar su atención en aspectos como la competición y la participación (Munck, 2009; O’Donnell, 2001), mientras que Norris (2014) y otros comparatistas vinculan las normas y convenciones internacionales con el comportamiento real y evalúan la integridad de una elección a la luz de dichas normas. En cualquiera de estos casos, el punto de comparación es un estándar abstracto, complejo, multidimensional y latente. Lo que hacemos es comparar las situaciones reales de la elección contra dicho estándar.