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FERNANDO DE ROJAS
(Hay memorias suyas hasta el año 1538)

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La primera edición conocida de La Celestina o Comedia de Calisto y Melibea, es de Burgos, 1499; pero la obra debió ser compuesta hacia 1490. En sus primeras ediciones salió a luz comprendiendo 16 actos. Después, a partir del año 1502, apareció añadida hasta comprender 21, y se duda si estos cinco actos posteriores son obra del mismo autor, Fernando de Rojas, que presenta al público los 16 actos primeros. Además, según la carta «del autor a un su amigo», que va al frente de la edición de 1501, Rojas sólo era autor de los actos segundo a decimosexto, pues el acto primero se da como obra de un anónimo.

Rojas, en la citada carta, dice que ese primer acto le cautivó por «su estilo elegante, jamás, en nuestra castellana lengua, visto ni oído», y tal juicio fué confirmado, respecto de toda la obra, por la posteridad. Antiguamente, Juan de Valdés, en el Diálogo de la lengua, dice con su buen gusto habitual: «Celestina..., soy de opinión que ningún libro hay escrito en castellano donde la lengua esté más natural, más propia ni más elegante»; y, modernamente, Menéndez Pelayo acomoda esta afirmación a las circunstancias, y la amplía diciendo: «Si Cervantes no hubiera existido, La Celestina ocuparía el primer lugar entre las obras de imaginación compuestas en España.»

El estilo de La Celestina renueva y esmera las principales perfecciones con que los escritores del siglo XV venían moldeando el idioma. La elocuencia en la expresión de las pasiones, buscada afanosamente en las novelas sentimentales de Rodríguez del Padrón o de Diego de San Pedro, se depura en La Celestina, haciéndose mucho más intensa y menos afectada; la irrestañable charla popular que desborda en el arcipreste de Talavera, se encauza aquí más viva e intencionada y menos monótona; sobre todo, el diálogo, que hasta entonces apenas existía, pues no se ejercitaba sino en la sucesión de discursos desgranados, ahora se articula y se anima, y se matiza maravillosamente en ésta que es, a la vez, primer ensayo y obra maestra de la prosa dramática española.

Valdés mismo señala los excesos que empañan esa naturalidad y elegancia por él ponderadas en La Celestina. «Es verdad que peca el estilo en dos cosas, las cuáles fácilmente se podrían remediar...: la una es en el amontonar de vocablos, algunas veces tan fuera de propósito como magníficat a maitines; la otra es en que pone algunos vocablos tan latinos que no se entienden en el castellano, y en partes adonde podría poner propios castellanos, que los hay.» Ambos defectos son los principales de la época, y de ellos no se libra La Celestina, si bien los presenta atenuados.

Ya hemos visto, al hablar del arcipreste de Talavera, a qué aspiraciones artísticas respondían esos que tan a menudo nos aparecen como defectos. Rojas da también un curso lento a la expresión, y busca con la redundancia la elevación del estilo: «¿En quién hallaré yo fe? ¿Adónde hay verdad? ¿Quién caresce de engaño? ¿Adónde no moran falsarios? ¿Quién es claro amigo? ¿Quién es verdadero amigo? ¿Dónde no se fabrican traiciones?»—«Hasta que ya los rayos illustrantes de tu claro gesto dieron luz en mis ojos, encendieron mi coraçón, despertaron mi lengua, estendieron mi merescer, acortaron mi covardía, destorcieron mi encogimiento, doblaron mis fuerças, desadormescieron mis pies e manos...» De esta reiteración usa mucho más Rojas que el arcipreste de Talavera, y especialmente le sirve para matizar el habla popular.

La similicadencia y la rima son en cambio muy poco usadas por Rojas: «Tú lloras de tristeza, juzgándome cruel; yo lloro de plazer, viéndote tan fiel»; «Por Dios que, sin más dilatar, me digas quién es esse doliente que de mal tan perplexo se siente, que su passion y remedio salen de una mesma fuente». En cambio propende mucho a la trasposición del verbo al final de la frase, como a menudo se observará.

Atendiendo al otro defecto señalado por Valdés, podemos decir que Rojas, lo mismo que el arcipreste de Talavera, usa del latinismo menos que los exagerados escritores de aquel siglo, tales como don Enrique de Villena o Juan de Mena. En los trozos aquí publicados se hallarán algunos ejemplos: inmérito, mixto, ilícito, súbito, perplexo, siempre pocos.

Este suave cultismo de vocabulario y de construcción responde bien a la elegante gravedad del diálogo, a la viveza sentenciosa, a la fragancia humanística que trasciende de toda la obra, ora entre citas expresas de la antigüedad clásica, ora en imitaciones de ellos no declaradas;[123] y esa elevación de forma y de fondo permite a Rojas trazar sus escenas, aun las de más bajo y crudo naturalismo, dentro de un ambiente ideal, y estilizar sus tipos, aun los más repugnantes, revistiéndolos de la dignidad propia de la tragedia.

Porque tragedia es La Celestina. El primitivo título de Comedia se justifica por el tono de la mayoría de las escenas; pero del desenlace surge la glorificación del Amor, como divinidad terrible que triunfa a costa del lloro y la muerte de sus servidores, y según esta concepción, ya en las primeras páginas de la obra late la tragedia. Y si bien, por lo general, la acción fluye tranquila o se remansa en el primoroso diálogo tan propenso a la más reposada amplitud, luego, contrastando con esa calma, el desenlace se precipita en relámpagos sangrientos, engendrados por los furiosos torbellinos del amor y de la codicia del oro.

Esta obra fuerte y elegante está, sin embargo, construída con una lengua todavía insegura, rebelde, que ostenta muy marcados caracteres de transición. Por la soltura de la construcción, y, sobre todo, por la suavidad y gracia con que la frase se pliega al pensamiento, la lengua de La Celestina es hermana de la de los grandes escritores del siglo XVI; pero por sus formas gramaticales está muy ligada aún al período medieval. Signo muy visible de esta vacilación es la f- inicial que se conserva en pugna con la h- que después triunfó; fazer, fermosura, etc., conviven en La Celestina con hazer, hermosura, etc. Además usa muchas formas y construcciones arcaicas, como vies por ‘veías’, fueste por ‘fuiste’, morciélago por ‘murciélago’, pelligeros por ‘pellejeros’, encomparable, enefable, empedir, engenio, acordarse a una cosa por ‘acordarse de una cosa’, todas las cuales aparecen ya en la edición de Sevilla, 1501, remozadas tal como hoy se usan.[124]

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