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No hay una masculinidad universal, sino múltiples masculinidades, al igual que existen múltiples femineidades. Las categorías binarias son peligrosas porque diluyen la complejidad de lo real a favor de esquemas simplistas y forzados. Malestar también por la condena «en bloque» de un sexo que se parece mucho al sexismo. Malestar, en suma, por la voluntad de «reeducar» a los hombres, lo que desempolva recuerdos vergonzantes. El eslogan implícito o explícito de «cambiar al hombre», más que el de «luchar contra los abusos de ciertos hombres», revela una utopía totalitaria. La democracia sexual, siempre imperfecta, se gana paso a paso. A fin de cuentas, uno se puede preguntar si la noción simplificadora y unificadora de «dominación masculina» no es un concepto obstáculo. Este concepto globalizador, que constriñe a hombres y mujeres en dos campos opuestos, cierra la puerta a toda esperanza de comprender su influencia recíproca y de medir su común pertenencia a la humanidad.

El dualismo de oposición produce una nueva jerarquía de los sexos de la que nos pretendemos libres. A la jerarquía del poder que se combate se opone una jerarquía moral. El sexo dominador se identifica con el mal, y el oprimido con el bien. Esta sustitución se ve reforzada por el nuevo estatuto dado a la víctima...

... Se impone una evidencia más general: la víctima siempre tiene la razón. Como señala Paul Bensousan: «La corriente dominante impone la creencia de que la víctima dice forzosamente la verdad porque es la víctima».

En un texto de 1989, Luce Irigaray hace explícita la oposición entre hombres y mujeres y la idealización de estas últimas. «El pueblo de los hombres hace la guerra en todas partes. Es tradicionalmente carnívoro, a veces, caníbal. Tiene, pues, que matar para comer y dominar cada vez más la naturaleza.» El pueblo de las mujeres, movidas por su virtud materna, representa lo contrario. Este feminismo hace causa común con la ecología y la filosofía vegetariana. (Se trata de la primera consecuencia del maniqueísmo sexual: el separatismo.)

Otra corriente del nacionalismo femenino (MLF, 1970), expresa un segundo aspecto del maniqueísmo sexual. Tras afirmar: «Nosotras somos el pueblo» (lo que significa el verdadero pueblo, el de los proletarios), «las mujeres están investidas de misiones en otro tiempo propias del pueblo en armas o del proletariado: la revolución, la erradicación de todas las opresiones, el advenimiento de la nueva humanidad».

Si se piensa, como hacen algunas, que no hay nada que esperar de los hombres enfrascados en su cultura de la dominación, la salvación sólo puede provenir de las mujeres, sus víctimas, que son por naturaleza bienhechoras y pacíficas.

ELISABETH BADINTER, Por mal camino

El último sapo que besé

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