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Muchas mujeres se empecinan en relacionarse con hombres que sólo les pasarán un papel de lija por el corazón o, en el mejor de los casos, les darán unas cuantas tardes de llanto y otras tantas noches de insomnio inciertas.

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Escucho constantemente a muchas mujeres lamentarse de la falta de existencia de hombres que merezcan la pena.

A esta letanía lamentativa suelo responder con una pregunta: «¿Y tú, mereces la pena?».

Se me quedan mirando perplejas.

¿Por qué?

Esperan que me una a su causa de victimismo y desilusión desanimosa. Según su mapa de la realidad, es impensable que otra mujer —suelo insistir en que soy un hada en cuerpo femenino, que no mujer, ergo, mi identidad no se basa en el género de mi cuerpo físico sino en características de, digámoslo así, mi alma— no se una a su causa incondicional, ciega y fanáticamente.

No se puede aspirar a conducir un Fórmula 1 si no se tiene carné de conducir ni jamás se ha pilotado coche alguno.

Seré más explícita: piden lo que no ofrecen.

Algunas no es que tengan el listón muy alto y sean muy exigentes —ojalá lo fueran y tuvieran el listón a la altura del Empire State como poco, mejor les iría—, simplemente, no muestran su verdadero yo. Por consiguiente, si lo que atraemos no nos gusta, haríamos bien en preguntarnos acerca de qué emitimos: ¿qué información expandimos hacia el exterior, empezando por nuestras propias ideas?

En PNL (Programación Neurolingüística) suele decirse que «comunicación es la respuesta que recibes. Ergo, si no te gusta la respuesta, cambia la comunicación».

Si sólo se tratase de ser un poco más prácticas, el tema estaría pronto y fácilmente resuelto. No obstante, mucho me temo que hay más factores y variables que condicionan la no solución fácil y factible del tema en breve.

A muchas mujeres, en concreto a las damiselas con flojera diademeril, no les interesa que los hombres dejen de ser malos..., ¿a quién culparían, si no, de sus males?

Admito que esto resultará muy fuerte para muchas mujeres, sobre todo a ésas cuya responsabilidad parece haber emigrado al país de Nunca Jamás. Las mujeres a las que bauticé como damiselas de diadema floja se revolverán contra mi afirmación y me tacharán de sacrílega y traidora a la causa. Están en su derecho. Como yo lo estoy en mi atrevimiento a aportar humildemente un poco de luz sobre este tema y tratar de ayudar a ambos bandos a reconciliarse y a tener relaciones sanas, sensibles, maduras y provechosas para el alma, además de dichosas y generosas para el corazón.

Nada me gusta más que el amor: es el aliento del universo y, sin él, la vida se queda fría y nuestras almas desnutridas. Además, soy un hada a la cual le gusta la armonía, la felicidad, el buen humor, la cordialidad y la no conflictividad.

Volvamos al tema polémico y espinoso.

El último sapo que besé

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