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La beldad y la historia

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Esta particular importancia otorgada a “lo bonito” expresada de esa manera, se repite en otras ocasiones donde “museo” y “escuela” se reúnen. En el xviii Encuentro Nacional de Museos Comunitarios en Altzayanca, Tlaxcala, en octubre de 2013, la escuela pública del poblado también fue el escenario central de las discusiones, y el museo se encuentra justo enfrente de esta.

José de Jesús Paredes, el presidente municipal de Atzayanca en ese entonces, dirigió un discurso especial a los niños presentes y uniformados, y a las diferentes comunidades de México, cuyos representantes portaban sus estandartes (muy similar al encuentro de Jamapa un año antes).

Tlaxcala cuida a sus guardianes del futuro, a sus niños, en esta unión del museo, la escuela y la educación. Tlaxcala pudo conocer más de sus raíces prehispánicas, su tradición. El compromiso que adquirió hace tres años en el rescate de tradiciones ha dado frutos: nuestro carnaval ha dado frutos, nuestra feria del maguey con el pulque… los recibimos hoy con los brazos abiertos, para que los niños sigan el ejemplo. Aquí están los dibujos, las fotos… escuchen las voces de México —recién hubo un saludo en el hermoso mixe de Oaxaca—, su costado bonito, su don de gentes… También miremos a los campesinos… ellos nos han donado sus piezas, nutren el museo, son la forma viva de nuestros antepasados…e

Aquí hay algo importante. Ese mismo año 2013, uno de los encargados del museo comunitario de Atzayanca, Omar, refería en una entrevista algunos puntos que me parecen cruciales sobre la relación entre Estado-nación, comunidad, etnia y “patrimonio”:

Trabajamos mucho con campesinos, ya lo dijo el presidente…. ellos tienen el control de los terrenos. Ellos son casi directamente nuestro pasado. Tratamos de hacer conciencia y ayudar a proteger. Con la escuela, con los maestros trabajamos porque los niños tienen que dejar de ser campesinos para ser mexicanos… Mostramos una y otra vez las imágenes de las piezas a los niños. No importa que no sepan de qué periodo, de dónde. Lo importante es que reconozcan y respeten. Mire, sucede que los campesinos, si trabajaban la tierra y se topaban con una vasija pensaban que habían encontrado un tesoro monetario. Rompían la vasija y entonces veían que sólo tenía huesitos o ceniza. Se preguntaban: ¿en qué se convirtió el dinero, en ceniza? Nosotros tuvimos que explicarles: miren, no van a encontrar monedas. En la época prehispánica no había dinero… así ellos fueron entendiendo y donaron el material. Después se convencieron de que este era el mejor lugar para tenerlo. No guardado, sino exhibido [énfasis mío]. Desde 1993 el museo fue recuperando lo nuestro… Pero es un trabajo conjunto, por eso hacemos el desfile con los niños, las imágenes, todo eso.r

A partir de estos fragmentos quisiera responder parcialmente las preguntas que formulé páginas atrás. El argumento central de este texto es el siguiente:

en comunidades mestizas que se consideran herederas de una presencia

indígena soterrada (y además alentada a autorrepresentarse así), el papel de la escuela en conjunción con el museo comunitario es crucial para reforzar dos premisas implícitas:

1 Lo que Michel de Certeau llamó “la belleza de lo muerto” (De Certeau, 2009).t Para producir la “belleza del muerto” fue clave no sólo inaugurar el régimen preciosista de lo mexicano en el referente prehispánico despojado de todo conato de violencia, sino fundamentalmente cambiar el régimen de la mirada: si lo que había sido desincorporado en la Colonia regresa a la escena, la vieja nación afectada por ese borramiento (la nación india, originaria), lejos de ser reivindicada, es desbancada para siempre como sujeto de producción y de memoria. El argumento de De Certeau es claro: para “concebir” a la cultura popular hubo primero que ponerla en una vitrina, ordenarla, catalogarla, fijarla y, por ende, matarla. Sólo lo muerto, lo que no puede mutar en lo incierto, en lo disruptivo, es candidato a la belleza. La belleza de lo popular encarna algo muy diferente de la belleza “culta”. Esta está amparada en una noción eurocéntrica que usurpó el significante universal de “la” cultura pero que, además, imprimió en los países del sur una característica clave: la cultura sin adjetivos, sin necesidad de aclarar si es popular o masiva o selecta, “la” cultura tiene el rasgo inescindible de la blancura. El gesto de lo que Bolívar Echeverría llamó “la blanquitud” es fundamental para comprender la modernidad (Echeverría, 2010: 57-70). Es cierto, en México se reincorporarán los restos prehispánicos, ahora como ruinas. Pero estos pertenecen a la nación moderna, a México. Es México quien las mira y venera, quien la resguarda y conserva. Las ruinas son inmemoriales, pertenecen a la herencia atávica que borra temporalidades, sujetos precisos y violencias. Los niños miran, aprenden. México muestra su don de gentes, su costado bonito, su lengua como estampa (nadie dijo, por ejemplo, que nunca se entendió el saludo ni por qué). Los campesinos (no se los mencionó como indígenas, “donan” piezas —pero no su conocimiento sobre ellas—. Son el museo y la escuela los que hablarán de ello. Volveré sobre esto.

2 Se insiste también en que la escuela refuerce, a partir del museo, la noción de cultura como reliquia. En el sentido más literal y cristiano del término: lo que en tanto resto de un pasado magnificente, es digno de veneración. También como lo fragmentario que “queda de un cuerpo” pasado, pero en definitiva “es” presencia de ese cuerpo en el presente.y Si pensamos en México, la exhibición que el Estado-nación procura de “el” huichol, “el” mixteco, etc. (en fiestas conmemorativas, en las estrategias de promoción turística, en la mayoría de las exhibiciones museográficas) es en efecto una mostración de que aún existen en esa metonimia que expresa un carácter exhibido (un cacharro, un traje, una pieza de artesanía). Ahí están. Incluso cuando los actores sociales hacen una labor de apropiación de esa exhibición con estrategias locales, particulares y con aditamentos de la memoria local, los agentes de estatalidad (promotores locales, agencias delegacionales, ayuntamientos) intentan que eso sea vehiculizado como la grandeza de una parte del todo mayor: la nación mexicana.

Lo importante es poder analizar cómo los niños se convierten en espectadores de esa imagen que es, en realidad, una exposición, en el sentido que Didi-Huberman le da en su trabajo Pueblos expuestos, pueblos figurantes (Didi-Huberman, 2014). Didi-Huberman plantea que justamente como los pueblos están expuestos a la desaparición, son forzados a aparecer en una imagen unívoca, sin montaje, sin posibilidad dialéctica, definida por el estereotipo y observada por una pedagogía de la vigilancia: medios de comunicación, museo, escuela.

Lo que me llama la atención aquí en estas celebraciones comunitarias es la fuerza que adquiere una forma de operar con la imagen del pueblo, su belleza, para con los niños: la cultura, el campesino, así parcializados, el/la, no son “representación” ni “símbolo” del pasado (en tanto mímesis de segunda naturaleza); son fragmentos-testigos, restos de ello mismo. Muestra viva, como sinécdoque de un pasado magnífico que es digno de veneración. Y bien sabemos que la veneración, como cualquier acto de contemplación que emana del dogma, bloquea el argumento e impide la profanación. A su vez, si es concebido como resto directo, manifestación objetiva del pasado, la temporalidad se anula sobre el fondo de un no-tiempo. En síntesis, la reliquia bloquea la posibilidad de pensar históricamente.

Convengamos que la reliquia sólo existe cuando hay un vínculo mayor que la sostiene, que la legitima. En este caso, ciertas formas de estatalidad. De algún modo, considero que el esfuerzo por nuclear una producción “enlatada” de alteridades (Segato, 2007), una formación particular de “otredades”, abreva en estas características con el uso de lo que Hall llamaría la “imagen atávica” del Otro (Hall, 2010), que sirve no solamente para producir la noción de tradición, sino también para crear una ilusión de tiempo particular. Esa forma de pasado arcaico encuentra en el niño y en la performance escolar, una promesa de futuro. Tal vez es una hipótesis demasiado aventurada, pero creo que ese acto mimético es la forma más eficaz de las imágenes de los derrotados, de los que están siempre a punto de desaparecer, al decir de Didi-Huberman, y es sobreexpuesta piadosamente en la educación pública para borrar cualquier conato de violencia, del proceso histórico que esa imagen connota.

El epígrafe de este trabajo corresponde a esa sensibilidad de Didi-Huberman que plantea, siguiendo a Benjamin, que es necesario desconfiar de las palabras y de las imágenes en las que los pueblos han sido mostrados, exhibidos, y sobre todo fijados por las instancias de poder, justamente porque esas imágenes atentan contra la propia noción histórico-política que los hace ser: “los pueblos expuestos a la reiteración estereotipada de las imágenes son también pueblos expuestos a desaparecer” (Didi-Huberman, 2014: 14).

Lo que desde una perspectiva etnográfica podríamos agregar al análisis de Didi-Huberman —y que aparece abigarrado aquí— es que las acciones de estatalidad emprendidas por agentes específicos han logrado “ser”, bajo ciertas condiciones, la forma de autopercepción de las comunidades que, en efecto, quieren tener derecho a encarnar las imágenes, los símbolos y los atributos de la nación. El Estado funciona en el marco de una condición histórica aporética: en el afán de gestionar imprime su firma (Das, 2004); una escritura que siempre es catacrésica: esto es, que puede ser excedida, vuelta inestable, a partir de su propio significante.u Es en esa ambivalencia que implica la firma del Estado (entre pertenencia y desafiliación) donde habría que prestar mayor atención al uso restaurado del universo simbólico nacional.

En Jamapa, en medio de las celebraciones, doña Herminia me comentaba algo que, considero, sintetiza lo que estoy argumentando:

…qué bonita se ve la bandera en los niños; y las jarochas al costado. Lástima que en un tiempo se arruinan. Como el país, ¿no cree? El problema es que aquí falta de todo. Por eso es bueno mostrarles a los niños, que vean, que sientan, que defiendan que esto también es México. Si allá se olvidan, que ellos no lo permitan. Y para eso hay que saber, ir al museo, ver la bandera, defenderla pero desde acá, y eso sí: ¡tener algo para decir! [El énfasis es mío.]

¿La imagen educa?

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