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El desfile y la mímesis
ОглавлениеMire, pintamos todo. Que se vea bonito. Imagínese, gente de toda la República. Ya somos casi amigos, pero igual. Y luego los del INAH… no pues claro que debe estar bonito. Después dicen que en los pueblos falta orden. Los chamacos están ensayando el baile desde hace mucho y las chicas, las jarochas, se preparan para el desfile en la escuela. Y hemos pulido todas las piezas del museo. Los niños participaban haciendo las cedulitas y también escogiendo de los libros qué imágenes se pintarían en las paredes… Ahí en el escenario donde vamos a inaugurar y cantar el himno, ¿ya vio? Los chamacos de las escuelas trabajaron para pintar la pirámide esa y la bandera mexicana. Ya sabe, la pirámide para nosotros es la gran montaña, el centro del universo, el origen de lo que somos. La bandera como forma de unión de todas las comunidades que vienen…5
Estas palabras de Ramón fueron el disparador central para este texto. Varias lexías6 atraviesan este discurso: la noción de limpieza y pureza, la intervención de la escuela, la presencia de los símbolos patrios (el himno y la bandera) y de la pirámide arqueológica (no importa de qué cultura) narrada exactamente como la proponen tanto la historiografía nacionalista hegemónica (Gorbach, 2012) como la historia pública nacional a través de una de las herramientas más poderosas de divulgación: la revista Arqueología mexicana.7
La escuela tiene que ser parte del museo comunitario. Quiero decir, si el director del museo es un maestro, es porque el museo es un puente, una conexión con nuestros niños, que aprenden del orgullo de nuestra comunidad en el seno de la nación (Ramón).
Al otro día, la delegación de las comunidades se congregó alrededor de la plaza central de Jamapa. Trajes típicos, regalos, estudiantinas, instrumentos musicales y cierto aire de familiaridad se promovía alrededor del escenario. En él, los integrantes del Ayuntamiento de Jamapa, el director del museo comunitario y algunos miembros del INAH se acomodaban en el estrado. Espacios encantados (por la tradición) y lugares modernos (en la presencia del Estado) (Dube, 2004).
La primera llamada a participar se centró en el llamado “desfile de comunidades”. Desde un costado de la plaza central, al frente de la Escuela Nacional Josefa Ortiz de Domínguez, saldrían las distintas delegaciones de los museos comunitarios y desfilarían por la calle principal, la carretera cortada a tal efecto y las calles colindantes del pueblo, hasta retornar a la plaza central para comenzar con el acto protocolario. Encabezaban el desfile las jarochas, jóvenes mujeres vestidas con el típico traje de Veracruz, estado anfitrión. Las jarochas eran las niñas de la escuela. Se apostan poco a poco, a un costado de la acera, los niños de la escuelas primarias públicas del pueblo, uniformados, a modo de espectadores. Se percibe el comienzo de un acto extraordinario en Jamapa. En los patios anteriores y en las aceras, se acomodan las familias, las mujeres y los niños de la cuadra. Se sientan. Pienso en las palabras de George Yúdice cuando analiza el vínculo entre espectáculo y pobreza, suturado por formas de estatalidad: una de las funciones contemporáneas de la cultura como recurso, es la de “mantener la autoestima de los pobres” (Yúdice, 2008: 27).
Las maestras exhortan a los niños-espectadores uniformados. Se ordenó el desfile: la delegación jarocha, anfitriona, lo encabeza con un estandarte que dice “Veracruz”. Una maestra se pone frente a la primera jarocha y le explica: “Debes ponerte aquí, dando a la puerta. Exactamente en el centro entre la Corregidora y Miguel Hidalgo”, cuyos rostros estaban pintados en el muro exterior de la escuela. Detrás de la delegación se disponen en orden alfabético cada uno de los estados de la república (sin identificación de la comunidad específica), incluido el Distrito Federal (más atrás Hidalgo, Guanajuato, Morelos, Oaxaca, Puebla, Querétaro, San Luis Potosí, Tabasco, Yucatán).
Quisiera detenerme en este episodio protagonizado, custodiado y armado por la escuela en sus imágenes. Sabemos que el desfile es un dispositivo de Estado, una apropiación de la procesión religiosa que “mostraba” al santo a modo de celebración y comunión. El desfile colonial funcionó en los territorios latinoamericanos como una acción ritual altamente dramatizada que, a la sombra de una imagen religiosa como condensación simbólica, sostenía la soberanía territorial y espiritual de la Iglesia y remarcaba la familiaridad del paisaje, una forma de volverlo a fundar. A partir del siglo xix, el Estado-nación hizo uso indiscriminado de esa acción ritual despojando de carácter sagrado la procesión religiosa pero adjudicándoselo al carácter sacro-mágico de las “fuerzas” que “vigilan y aseguran” el territorio (Viñas, 1982: 123 y ss.). De alguna manera, el desfile pasó a ser monopolizado por el Estado; no dejaron de existir las procesiones religiosas, pero el Estado concentró el carácter performático del desfile como ritual pedagógico de afirmación de jurisdicción (Blazquez, 2012).
Desde el siglo pasado, todo ojo observador y trazado a paso igualado por los caminos, quedaba en manos de las fuerzas seculares y en particular del orden militar. Sin embargo, además de las “fuerzas del orden”, hay otras dos posibilidades para que el desfile-procesión que utiliza el espacio público, corta calles y remapea el trasiego diario, “aparezca” como escena contemporánea ritualizada: una es el desfile escolar de los niños en cada fiesta patria o en cada fin de año lectivo. La otra es el desfile conmemorativo-celebratorio que organiza a la comunidad imaginada: los desfiles patrios o ahora los desfiles del Bicentenario que se dieron en casi todos los países latinoamericanos.8 En ambos (el desfile escolar y el celebratorio de la comunidad imaginada) se cumplen dos características básicas: están amparados bajo un principio ordenador del Estado (en la pedagogía, en la historia o en la política de identidad) y hacen uso de la facultad mimética: los niños “son” los héroes patrios, “son” los defensores del futuro; las niñas son las jarochas como tipo ideal de una identidad precisa. Me parece importante recalcar este punto: en muchos de los museos comunitarios (sobre todo mestizos; en los museos indígenas la realidad es otra) sucede que la vinculación con la escuela es directa; y los niños en algún momento forman parte de las “piezas” de museo, en esa facultad mimética que desde Benjamin aprendimos que utiliza el Estado con los niños: son los únicos que pueden “encarnar” al héroe, a los padres de la patria, y refundar la religio histórica.
Mi hija va a ser la Corregidora en el desfile. ¿Se nota? Dígame usted que es de fuera, ¿se nota? Luego han de decir que la disfracé de quién sabe qué cosa. Ya ve cómo son aquí. Y el maestro [se refiere al director del museo] es muy estricto. Porque luego quiere poner las fotos en el museo. O sea, como una comparación. Así lo que pasó en la historia, y cómo lo recreamos aquí.9
Esa mañana en el desfile de Jamapa la comunidad imaginada era escenificada en el trazado mínimo del pueblo. Los espectadores eran asegurados: los niños iban haciendo postas en las filas de la acera, algo seguramente ensayado, para que a cada paso el desfile no quedara sin observadores que aplaudían y coreaban vivas. A mi pregunta a la madre de una de las jarochas por qué se había elegido ese traje y esa forma, me respondió:
¿Por qué? Pues nuestra comunidad se ve ahí, ¿no? Cuando nos vestimos así, sobre todo las mujeres. Ahí está la comunidad. Los trajes son los del… 15 de septiembre. Los de la escuela, o sea los que usamos en los actos de la escuela. Se podría decir que es el mismo desfile pero ahora para todo el pueblo y los que vienen a vernos. Yo siempre les digo que se pongan el traje y lo luzcan ante los demás con orgullo; cuando ensayamos sin traje siempre es un relajo, hay pleito, ya sabe, como que no nos hallamos. Pero nos ponemos el traje y ahí sí, somos todos como uno solo (Madre).
Cuando insistí si sabía de dónde salía ese traje, fue lacónica: “Pues de la escuela”. Más allá de la respuesta acerca de que el traje es un recurso y que tiene poco que ver con la cotidianidad (algo obvio), lo importante aquí es la precisión con la que un símbolo es revestido con una capacidad aglutinante, como en cualquier ritual de afirmación. No interesa el hecho de advertir que se trata de una exotización seriada, de una política estereotipada de la identidad, sino que lo asumido como una adquisición escolar y una reubicación del acto patrio es también el momento en el que la comunidad “sucede” en la performance (Turner, 1967: 37 y ss.; Turner, 1982). El acontecer tiene la propia característica del rito: es un hecho que excede la cotidianidad y está marcado por los referentes calendáricos y comunes del complejo pedagógico y performativo del Estado-nación.q
Pretendo discutir con cierta propensión contemporánea a contraponer Estado y comunidad como una especie de mecánica relación centrífuga. Como si existieran ciertos reductos “intocados” por las dinámicas de estatalidad a los cuales podemos retornar (la figura épica del retorno me parece crucial y perniciosa aquí). El riesgo más obvio de esta escisión es volver a poner, vía el camino de la crítica al Estado moderno y con las mejores intenciones, a la noción de comunidad en algo que estaría “más allá” de las dinámicas históricas (con lo cual la figura historicista de que la única célula política capaz de “producir historia” es el Estado queda intacta). Así, no hay comunidad per se, pero tampoco es cierto que no exista. Existe más bien como “conducta restaurada” (Schechner, 2011), como un acto repetido que formula la existencia en el propio espacio donde se actúa lo común.w Varias jóvenes agregaron al comentario de esta madre anécdotas sobre los “pleitos” cuando no llevaban el traje en los desfiles y la alegría por tenerlo que portar en los actos de la escuela.
Una vez finalizado el desfile en el mismo punto donde empezó, se congregaron todas las delegaciones de las comunidades en la plaza central, donde se efectuaría el acto protocolario. Con el estrado del escenario en altos, ocupado por funcionarios del Ayuntamiento y del INAH, el acto comenzó como cualquier otro acto de carácter oficial: con el izado del “lábaro patrio” y la entonación del Himno Nacional Mexicano, se cantaron las diez estrofas enteras, como nunca me había tocado presenciar. Alberto, maestro de escuela y uno de los encargados del museo comunitario, replicó:
Sobre todo es para los niños, están viendo los danzantes, las comunidades, que vean también la fortaleza del país aquí, en su propia comunidad […]. El museo y la escuela tienen que poder decirnos esto. Rescatar la diversidad de México en la unión de todo lo bonito que tenemos.