Читать книгу ¿La imagen educa? - Sarah Corona Berkin - Страница 11
Conclusiones
ОглавлениеSi allá se olvidan… La alegoría del paisaje en la confirmación relacional del poder. ¿”Allá” es la ciudad capital del país, el “Distrito”, como me replican cuando explico lacónicamente que vengo del DF, ese territorio centrípeto adonde todo parece dirimirse, incluso aquello que las comunidades deben hacer consigo mismas en términos de su (re)presentación? ¿O “allá” es el gobierno, en esa afirmación proteica del poder que está siempre en otro lado o que, parafraseando al dictum de Foucault, viene de otro lado?i ¿O será que “allá” refiere más bien a una metáfora temporal, del lapso transcurrido que todo lo tergiversa y lo devuelve usado; el tiempo de la madurez donde ya ningún atributo alcanza compromiso histórico y entonces la facultad mimética de ese niño en el acto escolar es, en la mirada del adulto, simplemente un disfraz, una afectación que motiva la risa y la ternura?
No lo sé. Pero la “fe” en que la carencia puede ser resuelta por medio de los atributos de la nación (escuela y museo) no me parece que pueda agotarse en nuestra descalificación como llana ideología (en su sentido más restrictivo de falsa conciencia). Tal vez aquí sí cobra sentido la noción de comunidad de Roberto Esposito, aquella que plantea que la comunidad no se articula en lo común, sino en la falta (Esposito, 2009).o El problema con las prescripciones filosóficas (a diferencia de las sensibilidades etnográficas) es que no dan cuenta de que las personas viven porque pueden simbolizar su existencia, ritualizarla, pactarla en acciones cotidianas. A eso apela Herminia. A una refundación del pacto, donde escuela, bandera y museo aún tienen sentido. El problema es que han perdido la capacidad de hacerlo duradero, de sostenerlo en el tiempo. Ni las narraciones de la historia ni las prerrogativas de las políticas de identidad parecen estar a la altura de suturar ese pacto, de hacerlo no sólo significante sino duradero. Y las acciones de estatalidad —según he tratado de mostrar— intentan extender su soberanía no ya por la vía de promover un pacto originario de nivelación y de homogeneidad. Al contrario, lo hacen promoviendo que el Estado ya entendió todo: somos muchos, hay “otros”. Pero aquellos, los adjetivables, los que necesitan un epíteto (indígenas, originarios, afros, etc.) son, ante todo, bellos. Bella es la tradición, la vasija, el traje, la bandera. Bello es siempre lo que aparece así —el/lo— en la singularidad. Bello es lo solemne y bello es, como sabemos, aquello que está condenado a existir fuera del uso cotidiano y de la mutación de la historia. Bello es, quiero decir, aquello que se exhorta a existir fuera de lo político: lejos del accidente, de la batalla y de la diferencia.p
Uno de los elementos que, desde mi lectura, se ha trabajado poco en el “dispositivo” museo es la noción de pluralidad. No la pluralidad liberal, no la idea de “muchas piezas” en un conjunto. Desde ese prisma hay, en todo caso, demasiado. Me refiero a la pluralidad que toma en cuenta la diferencia como un resultado sedimentado de procesos históricos: como aquello que ha sido negado y luego puesto a funcionar como signo de derrota en los cuerpos y en los rostros de los conquistados, de los despojados. Lo cierto es que la pluralidad liberal produjo (en el museo, en la fiesta y en ciertas estrategias pedagógicas) una poderosa alquimia. Con la idea de restituir el pleonasmo de un “derecho a la presencia”, hizo funcionar la diversidad de pueblos no como formas heterogéneas de producir narraciones cambiantes y accidentadas sobre sí mismos, sino como una estampa de beldad que sólo acepta ser vista, mirada. Se puso el acento en restituir la presencia de los olvidados no en la reescritura del mapa de relaciones históricas que hemos construido y que signan el presente (y que nos involucraría en una revisión de esas relaciones), sino en signos curiosos a los que se impidió la polisemia: son muchos, sí, pero tienen permitido existir como una sola cosa: una enumeración de bellezas.
Quizás la primera mancuerna que deberían tener en cuenta los museos y la escuela es volver a las lecciones de filosofía política de Kant que nos dio Hannah Arendt: hay que desconfiar de los pueblos embellecidos por el poder. Esa es, también, la axial desconfianza de Herminia en Jamapa. Podríamos hacer un contrapunto entre “aparecer” como pueblo en una imagen, y ser o “estar expuesto” como pueblo. La inocua belleza responde a esta segunda forma como voluntad de poder, y por ello estar expuesto se parece, cada vez más, al borramiento. En todo caso, pugnaríamos por confiar en los pueblos pulidos por la historia, por el paso de la historia por encima de su belleza, de su tradición y de su pulcritud. Pueblos atravesados por la contradicción como el aparecer político y por la exigencia de “tener algo para decir”. Algo que no sea fácilmente encasillable en la “prístina tradición”, la “cosmogonía originaria”, las “historias inmaculadas” y demás artilugios depositados en la alteridad. Resta desconfiar vivamente de las imágenes de autenticidad, de las purezas, de las originalidades y de los “retornos”. Queda hacer de la reliquia, como diría el Son-Jara de Mali, “eso en lo que un pueblo existe: imágenes de un remolino que crece con las estaciones y que nunca queda quieto”a.