Читать книгу 365 días para cambiar - Sònia Borràs - Страница 11

Оглавление

Antes



—Tal vez hoy sea tu último día aquí —le digo a un Drew absorto que mira por la ventana cómo los pájaros cruzan el cielo. Al decir en voz alta que se irá empiezo a sentir cómo la pena y la tristeza se adueñan de una parte de mí.

—Aunque solo he estado un par de semanas, siento que ha pasado como un mes, o hasta puede que más tiempo. Aquí, entre estas paredes, el peso de las horas y los días es diferente —dice sintiéndose abatido por todas las vivencias que él tam­bién ha vivido en pocos días—. Y a pesar de los recuerdos que no puedo considerar como positivos, de nuevo prefiero que­darme con lo que ha sido bueno y me ha hecho sonreír, porque todo esto no ha sido poco. Al final puedo pensar con alegría que me he recuperado, y no solo eso… Te he conocido —su voz tiembla ligeramente cuando dice las últimas palabras.

—Sobre haberme conocido… Está claro que podrías haber vivido sin haberme conocido. Las personas, realmente, somos prescindibles, sin embargo, hay algunas personas que se con­vierten en únicas para nosotros y no sabemos recordar qué era una vida sin ellas —sin apenas ser consciente, me doy cuenta de que entre nosotros se ha establecido una aparente tensión que me esfuerzo por aligerar.

—Sinceramente, tengo muchas ganas de volver a mi casa, de volver a recuperar la rutina de la que era mi vida normal. Quiero seguir avanzando.

—Te comprendo, yo también me siento así. Hay días en los que echo de menos mi casa, poder salir con mis amigos, hasta extraño estudiar… Pero desde que he comenzado reha­bilitación siento que mi rutina ha cambiado y ahora manten­go la cabeza ocupada con otros quehaceres.

—Sobre rehabilitación… —dice y parece debatirse entre lo que dirá—. Debo decirte algo: Diego es mi hermano —a la mención de su nombre consigue que de golpe centre toda mi atención en él. Por unos segundos le miro atónita.

—¡¿De verdad es tu hermano?! —exclamo—. ¿Por qué no me lo has dicho? —al principio pienso que es mentira, que es tan solo una broma que me ha querido gastar, pero la se­riedad con la que lo ha dicho disipa mis dudas y sé que me está diciendo la verdad. Al mismo tiempo, no me resulta algo sorprendente que sean hermanos, pues ambos son muy pare­cidos, pero nunca les habría relacionado. A veces la vida es un pañuelo en el que todo el mundo se conoce.

—Simplemente se me hacía extraño saber que te gusta mi hermano, porque… No me malinterpretes, pero él no acostumbra a salir seriamente con chicas. De hecho, que yo sepa, por el momento solo ha tenido una novia que se podría considerar como formal. O al menos solo sé de una con quien ha estado saliendo —dice tras algunos segundos, y finalmen­te sonríe—. Pero, en fin, espero que te trate como te mere­ces, pues después de todo no mereces menos que ser feliz. Aunque, no quiero entrometerme, pero, ¿no piensas que es un poco mayor para ti? —pregunta al ser consciente de la di­ferencia de edad, aunque él es mayor que yo solo por algunos años. Algo que no considero que sea una barrera insalvable, ni mucho menos me parece ningún impedimento.

—La edad no importa cuando se ama. Es la lección número uno de mi libro personal imaginario del amor —sonrío mien­tras por unos instantes me dedico a soñar en todas aquellas historias de amor en las que pese a todas las barreras siempre hay algo que prevalece por encima de cualquier dificultad, y eso es el amor, el verte reflejado en los ojos de la otra persona mientras sabes que lo que ambos sentís es real—. No sé por qué te empeñas en que me gusta Diego, cuando de momento no ha ocurrido nada, y tampoco sucederá.

—Aún no, pero quién sabe… —responde con una breve sonrisa. Suspiro dándole la espalda mientras finjo que estoy entretenida con el ordenador, pero lo cierto es que solo estoy mirando el escritorio y las carpetas que hay mientras pienso que algún día debería ponerlo en orden. Sin embargo, Drew no parece contentarse con la conversación y para él no ha ter­minado aquí, así que sigue hablando.

—Siento que estáis hechos el uno para el otro, sé que suena muy a tópico, pero no deja de ser la verdad —dice—. A fin de cuentas, piensa que tienes un año para definir tus sentimientos hacia él, y si no siempre puede surgir alguna amistad —después calla algunos segundos y continúa—. Por cierto, desde que te he conocido me ha estado rondando una pregunta que no te he hecho para no incomodarte, pero creo que puede ser de interés. ¿Tienes novio?

—No, ya hace tiempo que lo dejé… —digo recordando—. Cuando el amor se convierte en sufrimiento debes abando­narlo, ¿verdad? —asiente con la cabeza y sonríe.

—Hoy estás muy filosófica hablando, ¿o solo lo noto yo? —me dice riendo para pasar a adoptar una expresión más grave—. Cuando algo te daña puedes escoger qué hacer, seguir haciéndote daño y mintiéndote diciendo que estás bien o, por el contrario, dejarlo antes de que salgas más herido.Miro el reloj y me doy cuenta de que ha llegado la hora de irme a rehabilitación.

—Será mejor que terminemos aquí la conversación filo­sófica del día. Me están esperando —digo y sin saber por qué, sonrío.

—¿Te está esperando mi hermano? —pregunta aun cono­ciendo la respuesta.

—¿Quién podría ser? —le digo—. Suerte con la prueba, ya verás como todo habrá ido bien. —Antes de irme de la ha­bitación, por impulso, le abrazo y percibo que se sonroja. Al darnos cuenta de la situación, nos echamos a reír, y son estos momentos los que sé qué más echaré de menos de él, y enton­ces entiendo que lo que más me faltará es el poder sonreír por cualquier gesto, porque mientras ríes te olvidas de todo.

Cada vez que salgo de la habitación, las enfermeras me miran sonriendo, porque no se creen que a estas alturas aún no esté llorando. Pero lo que no saben es que esa actitud no es una opción viable en estos momentos.

Al llegar al gimnasio, me encuentro con una chica joven que me indica que Diego no está. Me informa de que se encontraba mal y, por lo tanto, no había podido ir, así que me quedo sola en medio del gimnasio, haciendo los últimos ejercicios que he aprendido. Debo admitir que durante los primeros minutos me he sentido vacía, aunque no quería re­conocerlo, no obstante, a medida que va pasando el tiempo me resulta bastante sencillo olvidarme de Diego y pasar a pensar principalmente en cuál es el propósito de la rehabili­tación. Es cuando entiendo que se trata de mi salud cuando retomo los ejercicios con más fuerza y determinación. La hora hubiera podido transcurrir bien, de no haber sido porque me he hecho daño en algunos estiramientos y he tenido que reprimir las ganas de gritar de dolor, pero sobre todo de frustración.

Al llegar a la habitación, me encuentro que no hay nadie, y supongo que Drew aún no habrá llegado de la prueba. Du­rante unos minutos la soledad que he sentido en el gimnasio me vuelve a invadir. Mis padres todavía no han llegado, y a di­ferencia de los primeros días, las tornas se han cambiado y es ahora cuando lo que más detesto es estar sola, porque empie­zo a pensar en el accidente, en todos los cambios, en qué será de mí y el resultado de todo ello es consumirme en una espiral de negatividad que lo único que me aporta son lágrimas más amargas, que saldrían con fuerza de no ser porque ya no me quedan. Han sido demasiadas las situaciones que me han sido planteadas y que he debido encarar en poco tiempo. Todo ha pasado tan rápido, a un ritmo tan vertiginoso, que aún no he logrado asimilarlo. La vida, una vez más, me quería aleccio­nar de una manera impactante y chocante, pero era lo que sin saberlo necesitaba: Todo puede cambiar de un segundo a otro y, por qué no, también puedes pasar de tenerlo todo resuelto a quedarte sin nada.

Hace apenas unos días, si me hubiesen pedido que dijera cómo era mi vida, hubiese dicho que era tranquila, sin dema­siados sobresaltos que no se pudieran llevar. Estaba inquieta y al mismo tiempo ilusionada por los desafíos que se me plan­teaban, como lo era el concierto al que no pude ir. También, como cualquier persona de mi edad, tenía muchos planes futuros —sin importarme cuán posibles eran o cuál sería el desenlace—, y vi que estos podían ser destruidos rápidamen­te como si se los llevase el viento. Pero si lo pienso un poco, llego a la siguiente pregunta que se remonta hacia antes de que ocurriera el accidente: ¿Era feliz? Sé la respuesta. Poseía todo lo que deseaba y quejarme era simplemente irrazonable; a pesar de todo, no sentía ninguna ilusión por vivir y muchas veces pensaba que no me importaría abandonarlo todo. Era terriblemente inconformista sin tener razones para serlo. Es ahora, viendo el antes y el después del accidente que me ha quitado la movilidad por un tiempo indefinido, cuando me enfrento a un cambio de mi percepción de lo que es la vida y de cómo la vivimos. He tenido que pasar por distintos obstá­culos para comprender que en un pasado fui bastante desa­gradecida, y ahora que empiezo de cero lo entiendo y me doy cuenta de muchas realidades que no había querido mirar.

Cuando la gente está a tu lado, en el caso de los padres y los amigos, y la gente cree en ti, pero sobre todo tú sabes que todo lo que te propongas con más o con menos esfuerzo lo puedes llegar a lograr, ¿hay algún motivo por no encontrar razones más que de sobras por las que despertarse con una sonrisa en el rostro? Solo mis padres sabían que aun sin tener motivos para estarlo, me encontraba gran parte del día de­caída, y mis ánimos cuando algo no iba según lo previsto de­caían rápidamente. Me esforzaba por sonreír delante de mis amigos, de fingir que era feliz, pero solo mis padres sabían qué se ocultaba tras una aparente sonrisa. No ha sido hasta el extremo en que he estado a punto de perder la vida cuando he entendido que tenía muchos motivos por los cuales sonreír, para ser feliz… Pero aun así, no lo era. ¿Qué más necesitaba? Me formulo la pregunta, pero por mucho que lo pienso, no sé encontrar la respuesta.

Cada segundo que paso aquí, entre estas paredes oscuras y frías, el ambiente invisiblemente me oprime un poco más. Quiero salir a la calle, ver el sol y las nubes, y volver a sentir el aire en mi rostro. Llevo más de dos semanas encerrada en el hospital y me he sentido tan preocupada por todo lo que ha pasado que he llegado a olvidarme de acciones tan banales como el hecho de salir y respirar el aire fuera de la habitación número 154.

Cuando una hora más tarde llega mi madre, no lo pienso demasiado cuando le digo que me acompañe a la calle.

—¿Por qué quieres ir? —se muestra desconcertada y puedo entender que se sienta así, mi reacción ante su llegada no es exactamente lo que esperaba. Aun así, una parte de mí creía que lo diría alegre, esperanzada y feliz de ver que esos días oscuros por fin tocaban a su fin.

—Necesito volver a respirar o perderé la cabeza. Llevo muchas horas aquí, y cada vez la habitación se encoje más, o así me lo parece.

Me dirijo al pasillo, pero con la silla de ruedas necesito que alguien me ayude a subir y bajar del ascensor, así que por el momento me cuesta desplazarme con libertad.

Me encamino hacia la calle y en cuanto el aire fresco entra en mis pulmones me siento como si fuese la primera vez que respiro. En cierto modo, es cierto, porque es la primera vez que me desahogo de ese ambiente estéril y con olor a antisép­tico en el que he permanecido durante días.

Ante el simple acto, no puedo evitar mirar hacia el cielo y sonreír. Mi madre frena la silla de ruedas y toma asiento a mi lado, en un banco de piedra.

—¿Sabes, Elise? —dice mirando hacia las pocas nubes que flotan por el firmamento en el que es un día despejado y soleado—. Después del accidente pensé que estarías destro­zada, que no saldrías de la habitación y terminarías hundién­dote en la parte más apagada de tu vida. Sin embargo, estás luchando para que tu vida sea parecida a la de antes. Y solo por ello los médicos están asombrados por tu recuperación y yo directamente no lo creo.

—No pienso quedarme en un rincón llorando por todo lo que ha pasado y pensando ¡ay, pobre de mí! —digo con drama—. Tal vez debía pasar todo esto para que me diera cuenta de que incluso teniéndolo todo no era feliz. La vida te hace aprender por medio de lecciones muy duras que te acaban haciendo más fuerte o bien te destruyen —reflexiono en voz alta.

—¿Dónde estás, Elise? —pregunta mirando a su alrede­dor—. Esta chica con su nombre y su mismo aspecto que está en estos instantes a mi lado no parece mi hija. Has cambiado mucho tu forma de vivir, y es solo el comienzo —dice con un brillo en sus ojos de color café.

—Tengo un año para cambiar, me he puesto ese objetivo. Este año intentaré llegar a ser feliz, haré lo que sea necesa­rio con tal de lograrlo, solo por el hecho de luchar por lo que merece la pena.

Nos quedamos bajo el sol unos minutos más, los rayos me deslumbran cegándome los ojos durante unos segundos. Miro hacia la gente que hay cerca de nosotras, los niños juegan en la plazoleta y algunas madres leen, otras miran concentradas hacia sus móviles, pero la mayoría miran con ojos ilusionados hacia sus pequeños.

Hacía demasiado tiempo que no salía. En silencio, me prometo a mí misma que cada día encontraré un momento para salir a la calle.

Los minutos pasan y estamos en silencio, no queda más por decir que no se haya dicho ya. Mi madre está perpleja por mi actitud y yo estoy sorprendida al ver cómo las tragedias cambian a las personas, y a pesar de que a veces las dejan aba­tidas también las pueden hacer más fuertes.

365 días para cambiar

Подняться наверх