Читать книгу 365 días para cambiar - Sònia Borràs - Страница 12

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A mi lado



Despierto temprano, antes que Drew, y miro por la ven­tana. Las frecuentes pesadillas a las que me enfrento me atormentan y me hacen abandonar el sueño en medio de la noche. Esta vez he soñado que perdía a personas muy valiosas en mi vida, y lo peor era que no lo podía evitar. Veía morir a seres queridos de mi familia, y lo más doloroso es que yo estaba atada a una silla para no poder hacer nada. He sentido cómo la impotencia reinaba en mi interior. En estos momen­tos cierro los ojos con fuerza, sé con certeza que los tengo de color rojo, ya que he llorado en sueños. No es la primera vez que ocurre.

Miro el reloj de pulsera que está sobre la mesita de noche, y solo son los seis de la mañana. Podría volver a dormir, pero sé que no volveré a conciliar el sueño, así que me quedo mi­rando cómo amanece un nuevo día al otro lado de la ventana.

Todo está en la más absoluta calma, solo escucho el sonido de mi respiración y bastante cerca de mí el de Drew. Me gus­taría que, en mi mente, los pensamientos también estuviesen en reposo.

Reviso el móvil, es muy temprano para hablar con Clara. Alcanzo mi libreta donde cada día escribo, antes o después de ir a rehabilitación. Leo algunas de las pequeñas reflexiones de unos párrafos, una página o a veces más, y es aquí cuando, con cada página que releo, voy viendo mi evolución. Paso las páginas y veo que lentamente he ido consiguiendo pequeños logros, pero que para mí suponen grandes avances, y no solo he seguido adelante con los entrenamientos, sino también —y lo que quizás es más importante— con la actitud. Cada día me he sentido de una manera distinta. Algunos días en las nubes, otros bajo tierra. Simplemente hay días de todos los colores habidos y por haber. El sol amanece cada día, pero las nubes son diferentes. Soy el sol y mis sentimientos son las nubes, y cada día el escenario a mi alrededor se presenta de una forma distinta.

Voy al baño, con la silla de ruedas, no alcanzo a mirarme al espejo, pero con toda la fuerza que tengo en los brazos logro dar un paso más allá al incorporarme para llegar al espejo. El reflejo que me muestra de la chica que veo allí ha cambiado tanto en las últimas semanas… «¿Quién es?, ¿cómo se llama?», me pregunto. La gente que viene a visitarme a menudo piensa que tienen a una persona muy diferente delante, pero ahora me doy cuenta de que he debido de cambiar mucho para no reconocerme ni a mí misma. Mis ojos verdes han recupera­do su brillo y su intensidad, desprenden una magia que hace unos días no tenían. Se veían tristes y apagados, a pesar de que los resaltaba con maquillaje. Ahora brillan solos, no ne­cesito nada más que una sonrisa para conseguir que se ilu­minen. Paso mi mano por el cabello, hace muchos días que no lo aliso, de modo que cae en finas ondas por mi espalda y lo aprecio de un tono más oscuro, parece de color azabache. El contraste entre mi pelo y mis ojos nunca había sido más evidente.

Esta mañana estoy emocionada porque vendrán a verme mis amigos. Durante los días que no les he visto les he echado en falta. No sé cómo reaccionarán cuando me vean en la silla de ruedas, siendo el reflejo de la chica que por última vez estuvo estudiando en la biblioteca hace apenas algunos días. A la vez, no me preocupa su reacción, sé que me quieren y seguirán a mi lado bajo cualquier circunstancia.

Busco mi neceser en el pequeño armario que hay en el lavabo, pero finalmente no me maquillo. Me peino y me pongo una camiseta limpia. Salgo del baño y me encuentro con la atenta mirada de Drew, que ya ha despertado.

—Buenos días, ¿has estado toda la noche despierta? —pregunta, consciente de que durante los días en los que las pesadillas plagan mis sueños me doy por vencida y paso lo que queda de la noche con el móvil.

—Solo me he despertado cuando he tenido otra pesadilla, nada importante —le respondo intentando restar importan­cia al asunto.

—¿Por qué las tienes? Quiero decir, ¿hay algo que te preo­cupe? —me pregunta—. Cuando lo explicas, a veces, te sien­tes mejor —bosteza y me mira con ojos soñolientos.

—Tengo pesadillas sobre cosas que no me gustaría que pasasen o por las cuales muestro cierto temor. La verdad es que no me encuentro cómoda hablando de ellas. Aunque si lo pienso bien, me doy cuenta de que no son nada importan­te teniendo en cuenta que he perdido bastantes cosas signi­ficativas para mí en poco tiempo, y ahora mismo no siento temor alguno a que me quiten nada más. Tan solo necesito seguir adelante —digo y me doy cuenta de que al explicar cómo me siento una ligera carga ha desaparecido de mí—. Y tú, ¿cómo estás? —le digo animada para pasar a confesar en un tono más vacío la tristeza—: Me quedaré sola en la habitación…

—Estoy seguro de que estarás en buena compañía —me dice con muchos sentimientos encontrados en su voz—. Me siento feliz por irme, pero aún me queda otra prueba, no me puedo sentir como si hoy me dieran el alta, porque sé que no será así. Mañana, tal vez…

—Pero por el momento has conseguido lo más difícil, que era la recuperación —completo la oración. Asiente y me mira durante unos segundos, como si meditara lo que dirá.

—Tú también lo conseguirás. Pronto te darán el alta, ¿no? —pregunta, pero no sé qué responder, tengo tan pocas certezas...

—He mejorado, me han hecho pruebas para comprobar que nada estuviera dañado internamente, parece ser que estoy aquí nada más por la rehabilitación, pero a la espera de que me digan que puedo irme solo me queda esperar y confiar en que en unos días tal vez me vaya… —«o eso quiero creer», añado interiormente.

—¿Y entonces, no verás más a mi hermano? —cuestiona con cierto deje de burla.

—Le seguiré viendo, porque aunque me den el alta duran­te un año seguiré haciendo rehabilitación en el hospital.

—Ya me imaginaba que no lo dejarías de ver —contesta con la mirada perdida entre las baldosas del suelo.

—Debo irme, y bien, supongo que ya sabes que te quiero… —en el momento en que aquellas palabras se escapan me sonrojo y me arrepiento mil veces de lo que he dicho. Mi sub­consciente me ha traicionado y ahora se burla de mí mientras busca excusas con las que arreglar mis palabras, pero no las encuentra. Bien, Elise, siempre destrozando buenos momen­tos. No hago caso a aquella voz en mi cabeza, porque lo único que he dicho ha sido lo que siento, y es que sin saber cómo ni por qué se ha convertido en alguien muy preciado para mí.

Me apresuro a decir:—Lo siento, yo… no debería haber dicho eso, no sé qué me ha pasado —digo mientras río de una forma nerviosa.

—No pasa nada, Elise, de todas maneras, somos amigos, ¿dónde está el problema? —suspiro al comprobar que se lo ha tomado bien.

—Sí lo somos, pero aun así se me hace extraño mostrar mis sentimientos a mis amigos, no acostumbro a ser así. En lo que a sentimientos se refiere muchas veces no digo ni una sola palabra —manifiesto un poco inquieta, y cuando termi­no de hablar me voy de la habitación.

Distraída, llego a la cafetería, donde veo a mis amigos, que están sentados hablando.

Clara me ve enseguida y se lanza a abrazarme. Me mira con los ojos anegados en lágrimas, se ha quedado completamente muda. Sabía que ocurriría, pues el estado en el que estoy im­presiona; así que no me queda otra que ser yo la que hable.

—Sabéis que nunca he sido una buena corredora, pero ahora con la silla, no tengo excusa para no hacer deporte —digo para romper el hielo. Clara sale de estado de shock y aún sin dejar de abrazarme me pregunta cómo estoy.

Los demás se han quedado a cierta distancia, inquietos y a la vez asombrados de verme, y es que no parezco la Elise que en su día conocieron y que vieron en la fiesta. No les culpo de su estado de incertidumbre. Desde que han llegado me han empezado a hacer una infinidad de preguntas. ¿Te duele algo? ¿Te encuentras bien? ¿Cómo son los días en el hospital? ¿Has conocido a alguien? ¿Cuándo te irás? Y así las preguntas no tienen fin. Ha sido un poco abrumador responder a todas las preguntas que me han hecho, pero era de esperar teniendo en cuenta que se han preocupado por mí.

—Elise, a pesar de todo déjame decirte que estás preciosa —me dice Pol cuando hablamos después de un rato.

—Tras el accidente estás muy cambiada, te veo… Puede que me equivoque, pero te noto diferente, ¿renovada? —dice Clara—. Pensaba que te encontraría con una expresión triste y aquí estás con una radiante sonrisa y con muchas ganas de cambiar y luchar.

—Esta vez no me han dado opción para cambiar —digo—. Tenía dos caminos: empezar de nuevo a vivir de una manera diferente de la que estaba acostumbrada o no salir de depre­siones… Sin duda, deprimirme, en estos momentos, no es lo que necesito.

—Es como si de repente hubieses madurado, ¿dónde está la Elise que se preocupaba por qué ropa usar? —pregunta Clara al mismo tiempo en que me hace recordar días vividos en los que no paraba de pensar en maquillaje, chicos y fiestas. Los temas más recurrentes y por lo visto importantes y esen­ciales en mi vida. Algo que ahora es otro mundo para mí y me resulta completamente ajeno.

—He aprendido qué es lo más importante —respondo con franqueza.

Después de hablar sobre cómo ocurrió el accidente y demás, hablo de un tema que no tengo resuelto y sobre el cual no paro de pensar.

—Aún no he pensado en cómo volveré a estudiar —afirmo a la vez que me asaltan muchas dudas.

—Acabas de salir de los que probablemente hayan sido los peores días de tu vida y entre todos los temas posibles… ¿Pre­guntas qué harás para volver a estudiar? ¡Estás bromeando! —exclama Pol, incrédulo.

—Está bien pensar en cosas que no son tan serias como mi estado, siempre estoy obcecada pensando en los últimos giros de mi vida, y es bueno tener la mente ocupada en otras preguntas —digo—. Además, en un abrir y cerrar de ojos me encontraré en la universidad y las dudas se amontonan en mi cabeza.

—Yo me preocuparía más por ponerme bien y dejaría de sufrir por otros temas que tienen solución —opina.

—Sé lo que quieres decir, pero pensar en mi recuperación ya me ha supuesto demasiados quebraderos de cabeza y tam­bién me ha hecho llorar demasiadas veces.

Les acompaño hacia el pasillo donde están los ascensores y me despido de ellos. Agradezco su visita, porque me han de­mostrado que pueden estar acompañándome en momentos en los que toda ayuda posible es algo muy importante.

—Me siento muy feliz al ver que, a pesar de todo, aún te quedan sonrisas por ofrecer —me dice Pol antes de que las puertas metálicas del ascensor se cierren—. Te queremos mucho, jamás lo olvides.

Al regresar a la habitación me encuentro con mi madre cruzada de brazos, y aunque está cabizbaja adivino una ex­presión de sufrimiento indescriptible. Es entonces cuando mil cosas terribles pasan por mi mente, pero lo primero que consigo articular es:

—Mamá, ¿qué ha pasado?

365 días para cambiar

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