Читать книгу 365 días para cambiar - Sònia Borràs - Страница 8

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Compañero de habitación



Los días pasan, y esta es la única certeza que tengo ahora mismo.

La hora en la que se celebraba el concierto estuve hundida entre lágrimas. Debería estar sobre aquel escenario luchando por todo aquello por lo que me había esforzado. Lo había dado todo de mí. Pero nunca, ni en mis peores pesadillas, hubiera podido imaginar que un grave accidente cambiaría el rumbo de mi existencia y la giraría de tal modo que abriría los ojos en una habitación de hospital.

Hoy tan solo los pensamientos negativos tienen cabida en mi mente. Sinceramente, me cuesta mucho pensar en algo bueno, porque todo aquello que era positivo para mí ahora apenas soy capaz de verlo.

Ya ha pasado una semana de mi nueva vida. De momento, no hay cambios. Sigo sin poderme mover e intento asumirlo con toda la tranquilidad de la que aún dispongo.

Hay muchas personas que vienen a visitarme, pero lo que nadie comprende es que en estos momentos quiero estar sola para poder perderme de una vez por todas en la oscuridad en la que se reduce ahora mi vida. Me gustaría que me dejaran sola. A veces la soledad es la única amiga que se necesita y en estos momentos es lo único de lo que me gustaría disponer, para poder poner en orden una pequeña parte de todos los pensamientos que vienen y van sin orden alguno. Lo último que necesito es que las personas me miren con cara de pena y me hablen con lástima. Seguramente piensan y creen que soy débil, algo que no puedo discutir más que nada porque ayer al mirarme al espejo pude constatar lo que ya suponía, que parezco ser frágil como un pájaro al que le han cortado las alas. Pero una parte de mí, ciertamente desconocida, consi­gue mantenerse fuerte a pesar de las circunstancias.

En el decurso de los últimos días he llorado hasta agotar todas mis lágrimas, que no eran solo de dolor, sino que se mezclaban con una tristeza inexplicable y una sensación de vacío que en pocas ocasiones he sentido. Mis padres están a mi lado, hay mucha gente que me acompaña ahora que el sol no está presente en mi mundo, pero a pesar de todas las muestras de afecto que recibo me siento más abandonada que nunca, porque una parte de mí se ha ausentado de mi cuerpo. Y este es el peor dolor.

También recibo un sinfín de llamadas de parte de mi fa­milia, de gente que conozco, pero con la cual apenas he habla­do algunas veces, pero sobre todo recibo mensajes y llamadas de mis amigos. Aun sin tener ganas de conversar, me alegro de que tanta gente me apoye.

Con el paso de las horas, voy entendiendo que debo esfor­zarme para continuar con mi camino y también para luchar hasta que no pueda más. He perdido muchas cosas, sí, es cierto, pero ahora no pienso dejar que el accidente me quite aún más.

Esta mañana me han anunciado que me trasladarán a una habitación en la que estaré con compañía. Justo lo que preci­samente no necesito ahora. No quiero estar al lado de nadie, pero nadie me ha preguntado la opinión.

Un camillero me acompaña con la silla de ruedas hasta mi nueva habitación. Es la número 154, y no se diferencia de las demás que se encuentran en la planta número ocho. Entro y al llegar veo a un chico que tal vez debe de tener dieciocho años. Al momento pienso que es alguien encantador, a pesar de que puedo ver que él tampoco está atravesando sus mejo­res momentos y aun con esas tiene unos ojos azules que des­prenden una fuerza y una energía muy fuertes.

No me saluda, simplemente se dedica a mirarme durante unos segundos. Y entonces, sin saber por qué, por primera vez en toda la semana, sonrío y agradezco que no se trate de una sonrisa falsa.

Mi madre me ayuda a tumbarme en la cama y quedo lige­ramente incorporada por el respaldo mientras me doy cuenta de que el desconocido aún me sigue mirando. Pasa un largo rato en el que ninguno de los dos articula palabra alguna, y yo me distraigo mirando por la ventana hacia las nuevas vistas de la habitación en la que me encuentro.

Vislumbro unas cuantas casas de aspecto moderno que se extienden hacia el horizonte y me gusta imaginar qué vidas se ocultan en las entrañas de esas casas.

Los minutos siguen transcurriendo con calma y el silencio que nos rodea de alguna forma no llega a ser incómodo. Tal vez se debe a que ninguno de los dos cree que sea el momento propicio para hablar.

Al dejar de mirar por la ventana me encuentro en que he caído en el aburrimiento, por lo que me pongo a hablar con el chico.

—¿Cómo te llamas? —es lo primero que le digo para cortar el silencio establecido.

—Soy Drew, ¿y tú? —su voz es un tanto melódica y pausada y tiene un bonito acento que no sé decir de qué provincia es.

—Me llamo Elise —respondo con una sonrisa.

—Es un nombre bonito, aunque debo reconocer que no lo había oído nunca —dice mientras sonríe.

—¿Por qué estás aquí? —le pregunto y al instante pienso en que no está bien entrometerme en la vida de alguien a quien acabo de conocer hace apenas unos minutos; sin em­bargo, parece que Drew no se molesta con mi pregunta.

—Tenía apendicitis, pero no lo supe detectar hasta que no me encontré realmente mal y fue entonces cuando me di cuenta de que, si hubiese esperado unos días más a decir que no me en­contraba bien, no estaría vivo para contarlo en estos momentos.

—Puedo entender cómo te sientes —digo—. También tuve apendicitis hace algunos años —me sorprendo recor­dando algo que creí que ya había olvidado, pero por lo visto aún permanece en el recuerdo.

—¿Y ahora qué te ocurre?

—He sufrido un accidente de coche que casi termina con­migo, no me ha quitado la vida, pero a veces no puedo hacer más que pensar que aquello habría sido lo mejor —digo con tristeza—. Ahora no puedo andar —la forma en la que lo relato parece que se trate de una interpretación de un guion de memoria, pero en el transcurso de estos días me he visto obligada a decir tantas veces qué era lo que me había ocurrido que finalmente ya me sé a la perfección qué debo decir.

—Sin embargo, estás aquí, y eso es muy importante, debes hacer una nueva vida, cambiar tu forma de vivir y de ser, pero nadie espera que después de un accidente de coche no sigas en la UCI.

—Seguramente he estado algunas horas en la UCI, aunque no puedo recordarlo. Todo el mundo dice que ha sido un mi­lagro, pero yo pienso que habría sido algo mágico estar sana y salva, pero mírame, estoy estirada sin poderme mover por primera vez en mi vida. Tengo tantos sentimientos encon­trados que no sé cómo debo reaccionar —sin saber por qué, hablo con un chico a quien acabo de conocer y encuentro una confianza que no sé a qué se debe.

—Es difícil de afrontar, pero… Deberías estar agradecida.

—Durante los últimos días lo he escuchado tantas veces —miro hacia el techo y suspiro un poco cansada de que las palabras se repitan una y otra vez, pero con algunos matices diferentes. Pasado un tiempo, creo que la conversación ha lle­gado a su fin, pero me sorprende cuando habla de nuevo y su voz me suena distante, como si estuviese perdido entre nubes de recuerdos.

—Tenía un amigo que era muy importante para mí. Un día de primavera iba de excursión con su familia al bosque y fue entonces cuando tuvo un accidente. Todos los ocupantes del coche vivieron, con algunas heridas, pero nadie salió herido de gravedad a excepción de él… —Guarda silencio unos se­gundos, sé que es complicado porque es algo muy delicado y emotivo para expresar, pero reúne fuerzas y sigue hablan­do.— Él… no tuvo tanta suerte. Con esto quiero decirte que nunca sabes lo que te puede pasar en un futuro más o menos lejano. Pero si siempre te preocupas por lo que pueda venir, no vives. Eso es lo que te puedo decir. Estás pasando por una temporada muy complicada, es cierto que no son tus mejores días, pero mucha gente ha pasado por situaciones parecidas a la tuya, y aunque duela y a veces creas que no lo quieres, debes seguir adelante y ser fuerte. —Drew habla como si fuera mayor de la edad que tiene, eso es algo que me intimida un poco pero que al mismo tiempo admiro. Me quedo pensativa unos segundos antes de hablar nuevamente.

—Me perdí el concierto en el que iba a actuar tocando el piano —voy recordando, pero después de lo que ha dicho Drew empiezo a relativizar los problemas—. El que se supone que tendría que ser un gran día acabó siendo un despertar en el hospital, sin poder moverme.

—Lo harás otro día, cuando te hayas recuperado —dice como si fuese lo más obvio, y sé que está en lo cierto.

—Tienes razón, pero me había preparado durante tantos días… Para que de golpe, ¡zas!, todos mis planes se escapan de mi alcance. Es injusto —digo como una niña pequeña malhu­morada porque no le han querido comprar su juguete.

—La vida no es justa, ¿de qué te sorprendes? Es cierto que no lo has podido hacer cuando querías, pero no es ni mucho menos el fin del mundo. Hay muchos días más y también nuevas oportunidades que te están esperando.

—¿Y qué hay de tu vida? No me gusta hacer alarde de la mía —no puedo evitar sonreír, aunque el que podría clasificar como “drama” en mi vida no es para estar precisamente alegre.

—Vivía en Barcelona, pero me mudé a Madrid cuando murió mi madre, hace apenas unos meses. Mi padre no se preocupa todo lo que debería por mí. —Me fijo en que sus ojos empiezan a centellear de la emoción y parpadea con fuerza—. Las pocas personas que están a mi lado son mi hermana y mi hermano, él a veces está conmigo, pero sobre todo mi herma­na es quien me acompaña —dice—. Siempre pienso que es mi amuleto de la suerte para vivir. Tengo la suerte de tener una hermana que me ha ayudado mucho. Es tan solo tres años mayor que yo, pero se ha convertido en mi madre reciente­mente. Mi padre, después de la pérdida de su mujer, lo pasó muy mal. Pasaba sus días con las persianas bajadas, a veces ca­beceaba, pero había perdido hasta las ganas de salir a la calle. En ocasiones lloraba, descendiendo en su camino de duelo, hasta que toda la familia le animó a seguir adelante, porque seguir de aquella manera no era algo que pudiera permitirse.

—Es terrible no haber superado una tragedia de la que debes reponerte para afrontar lo siguiente —me siento inca­paz de asimilar las palabras que ha dicho de un modo tan na­tural que me ha resultado desolador—. Pero, en fin, durante estos días he llegado a saber que una vez te levantas, vuelves a caer, y siempre es así. Pero también hay momentos donde la vida está en su máximo esplendor y te hace sonreír hasta decir basta. Se trata de un ciclo que queda cerrado cuando morimos —digo mirándole con atención—. Has tenido una vida difícil, sé que te habrán dicho muchas veces que eres un gran lucha­dor, pero es que es únicamente la verdad. No te compadezco, porque sé que nadie lo desea, para empezar, ni yo misma lo quiero. Y aunque nos acabamos de conocer, si alguna vez te puedo ayudar, por poco que sea, cuenta conmigo.

Me sonríe y sé que de una forma u otra ha surgido el prin­cipio de una amistad. No hablamos más en todo el día, todo lo que debíamos decir está en el aire.

365 días para cambiar

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