Читать книгу 365 días para cambiar - Sònia Borràs - Страница 17

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Días oscuros



Ha amanecido y lo primero que veo es la lluvia impac­tando con fuerza contra la ventana. Un fugaz relámpago me ilumina y me ciega por unos instantes, mientras simultánea­mente en la lejanía resuena un trueno. Mi ánimo ha decaído considerablemente, no estoy bien, y de alguna forma hoy solo percibo mi vida como algo oscuro que está exento de luz. Du­rante los primeros días en los que estuve aquí sentía que tenía una fuerza increíble, logré ver luz donde quizás no la había. En cambio, ahora, en el transcurso de los últimos días, siento que esa fuerza se ha desvanecido.

¿Qué he debido de hacer para llegar a este punto? Tal vez no ser feliz con lo que tenía, vivir por obligación, sin ganas de seguir adelante. Y por ahora este es el precio que tengo que pagar por mis actitudes.

Ahora mismo no tengo ni ganas ni fuerzas para salir de la cama. Las horas pasan, pero mi madre aún no ha llegado, y por una vez estoy por olvidarme de hacer rehabilitación, pienso que, por no hacer rehabilitación (al menos por hoy) no habrá un cambio importante en mi vida. Estoy cansada de seguir luchando por algo que en el fondo sé de sobras que no llega­rá a ninguna parte. Sin embargo, aun con todo siento que la esperanza todavía forma parte de algún rincón de mí, pero… ¿dónde está? Por mucho que la busque no consigo encontrarla.

Me pierdo entre canciones melancólicas y oscuras, como mi alegría en estos momentos, que pasan a ser mis fieles acompañantes a medida que los minutos van avanzando, y en algún momento me quedo dormida. Vuelvo a abrir los ojos cuando alguien conocido me despierta con una leve caricia. Es Diego, ha venido porque estaba faltando en rehabilitación y sabe que no es mi costumbre perder ningún entrenamiento. Sé que seguramente en estos momentos debe estar decepcio­nado con mi forma de afrontar el día, no le culpo por ello. Ni yo misma estoy satisfecha con los ojos a partir de los cuales estoy encarando estos instantes mi vida.

—Entiendo que estés cansada y que no quieras hacer re­habilitación, pero estaría bien que vinieras al gimnasio. Debo decirte algo —anuncia, inseguro.

—De acuerdo —le respondo—. Dame cinco minutos, en­seguida voy —digo suspirando mientras me incorporo en la cama. Se va y cierra la puerta detrás de él. Pienso en sus pa­labras: ¿qué será lo que me quiere decir? Impulsada más por la curiosidad que por las ganas de moverme, me visto lo más rápido que puedo y salgo de la habitación en el momento en el que viene mi madre. No me dice nada al verme, ya por mi expresión sabe exactamente cómo me siento. Me ofrece una sonrisa triste y a la vez comprensiva.

Fuera de la habitación, Diego me está esperando.

Al llegar al gimnasio, no me ando con rodeos al preguntar­le:—¿Qué me querías decir?

Durante unos segundos veo que se debate entre si me lo dirá ahora o en otro momento, y tras pensarlo veo que suspira y me lo dice directamente:

—Haré unas prácticas en otro hospital —le miro confun­dida y se explica mejor—. Hoy es mi último día aquí, pero re­gresaré en dos meses —anuncia y parpadeo sin entender ni una sola palabra.

—¿Qué? —reacciono y me cuesta creer que se vaya.

—Tan solo serán un par de meses, y llegará un sustituto en mi lugar… —intenta restar importancia al asunto, pero no lo consigue—. No tendrás problemas para seguir la rehabili­tación.

—No te preocupes, espero que te vaya bien, entiendo que debas irte —realmente, no entiendo nada, no sé siquiera por qué se va a ir justo ahora, cuando estoy pasando unos días en los que necesito a alguien en quien poder confiar para hablar de todas las pesadillas que a día de hoy aún me atormentan. Con su marcha sé que probablemente progresaré en reha­bilitación, pues con el tiempo iré avanzando, pero, por otra parte, mi situación emocional no será mucho mejor de la que tengo estos días.

A continuación, hago todos los ejercicios en silencio. No articulo ni siquiera una palabra, tengo la mirada perdida en algún rincón del gimnasio y mi cabeza está infestada por de­masiadas cosas que decir, pero no es el momento propicio para hablar y tampoco sé cómo reaccionar. A veces, las pala­bras no hacen más que daño.

A la vez, me enseña algunos nuevos estiramientos, los aprendo todos y cada uno de ellos los memorizo con avidez y me doy cuenta de que son más fuertes de los que estoy acostumbrada a hacer. Ciertamente, es un tanto paradójico, porque hoy me siento más quebradiza que nunca. En medio de los estiramientos, caigo al suelo algunas veces, pero no acepto la ayuda de nadie para levantarme, debo conseguirlo por mis propios medios, yo sola, aunque a veces duela, como la vida misma.

Este año sé que cambiarán muchas cosas, pero mien­trastanto lo único en lo que pienso es en que durante más de sesenta días no le veré. Un sinfín de horas en las que le ne­cesitaré, pero sé que no estará a mi lado, sé que tal vez estoy dramatizando más de lo que merece la situación, pero no puedo evitar quedarme pensativa pensando en que todas las personas que me importan son tan efímeras que tan rápido como llegan se van.

Termino los estiramientos, pero lo último en lo que pienso es en que estoy cansada.

No puedo presenciar las despedidas, aunque no sean ni mucho menos para siempre. Aun así, siento que es uno de los peores momentos que tienes que afrontar cuando quien te importa se aleja de ti.

—¿Podemos ir a la cafetería como hace algunos días? —le sugiero apenas en una súplica, porque quiero pasar todo el tiempo posible y más a su lado.

—Aunque aún no ha llegado mi hora de descanso, puedo hacer una excepción —dice—. Aún siento que quiero hablar más contigo.

—¿Para darme más malas noticias? —exclamo, me mues­tro dolida y lo último que quiero es escuchar algo que me en­tristezca más, pero acerca de todo lo que pasa no puedo hacer más que afrontarlo, por mucho cueste.

—No, no es para decir nada más, simplemente quiero despedirme de ti —sonríe, pero no veo ningún indicio de emociones, es como si estuviese cubierto por una máscara. A veces me gustaría saber qué es lo que en el fondo siente.

Llegamos a la cafetería y siento que a pesar de que en estos momentos se encuentre a mi lado, ha dejado un vacío antes siquiera de su partida, y sé que, aunque intente aparentar normalidad en mis días, será un reto, ya que cuando él está a mi lado siento que de alguna extraña pero mágica manera me aporta aún más motivos para cambiar, y, sobre todo, se convierte en un canto más a la felicidad.

Algo en mí, a medida que pasan las horas (y con ellas, in­negablemente, pienso en él), va acumulando decenas de sen­timientos por decirle, y siento que no puedo esperar más para hablar. Así que me lanzo sin mirar hacia las consecuencias.

—Te echaré de menos —le digo, y sin saber por qué re­cuerdo el momento en el que me despedí de Drew—. Diego, a pesar del poco tiempo que hace que nos conocemos, sé que te has convertido en alguien… especial para mí —sopeso lo que diré y finalmente me atrevo a decirlo—. Sin saberlo, tú te has convertido en mi verdadera rehabilitación, no la que se encuentra entre interminables horas de gimnasio. Ahora que te vas, echaré de menos poder celebrar todas las mejoras a tu lado. Por irreal que parezca, me despierto ilusionada por verte un día más —después, sonrío e intento animarme—. Supongo que no me queda más que no sea el sonreír al acor­darme de ti, y después de dejar de pensar en ti seguir con un brillo en los ojos. Eso es lo que haré —parece que ante mis palabras no sabe qué decir, quizás me he precipitado, pero necesitaba hablar para poder expresar una mínima parte del confuso entresijo de emociones que siento y que a veces no sé cómo expresar.

Toma aire y finalmente me responde:

—Recuerda que tu felicidad solo depende de una persona, y es de ti misma. No lo olvides —dice con seguridad—. Que yo esté o no aquí no te debe cambiar lo más mínimo. Con los días las personas se acaban acostumbrando a estar sin algu­nas que en su día fueron importantes. Ya lo verás, del mismo modo que comprenderás que el dolor que supone separarte de la persona que ocupa tu mente y tu corazón hasta en sueños duele, comprenderás que la alegría se mide en instantes y no por las personas que cruzan la vida —durante unos segun­dos deja de hablar, pero al ver que no digo nada prosigue—: Debería mentirme a mí mismo y pensar que no te extraña­ré, debería pensar que eres alguien que ha llegado a mi vida hace relativamente poco tiempo, sí, es lo que debería hacer, pero Elise… A veces las personas que hace menos que conoces acaban siendo las más importantes de tu vida.

—Es cierto, durante los últimos días siento que formas parte de mi vida —afirmo con los ojos brillantes. Me gusta­ría que pudiese comprender que la distancia que nos separa es cruel y totalmente injusta con las emociones. Le quiero, quizás hace unos días ni siquiera conocía su existencia, pero quién me iba a decir que en tan solo un suspiro todo cambia­ría, y que lo próximo que debía cambiar era yo.

A menudo, cuando hablo con Diego pienso que no sé si soy lo suficientemente atrevida para confesar lo que mi corazón siente, pero hoy no existe el miedo, ya debo lidiar con la tris­teza; me digo a mí misma que hay oportunidades que pasan solo unas pocas veces y que puede ser que esta vez no pueda dejar escapar la oportunidad:

—Desde que entraste en mi vida sentí que me había ena­morado de ti. ¿Por qué? No me lo preguntes, porque me temo que no sabría qué responderte. Simplemente, desde que vi esos ojos grises pasé a pensar en ti día y noche, sentía que tu mirada me perseguía siempre, sobre todo en los momentos en que sentía que me faltaba la energía —le digo mientras me tiembla la voz—. Ahora, no sé si quizás es una palabra mayor, entiendo que lo único que siento por ti es amor, y sé que tras tu marcha este será reemplazado por el dolor.

»Normalmente, dos meses podrían pasar rápido, pero dos meses son más de sesenta días en los que no podré escuchar tu voz —digo más dolida de lo que me gustaría aparentar—. Entiendo que por trabajo debas irte, es más, todas las oportu­nidades que se presentan siempre son favorables y te ayudan a ascender en tu vida laboral, pero ahora mismo me siento egoísta al pensar que no estoy pasando mis mejores días, que más bien están teñidos por la oscuridad, y me conforta estar a tu lado, porque sé que eres el único que me hace sonreír aun cuando no tengo ganas.

—Elise, desde que vi tu personalidad luchadora supe que eras única, pero te pido que tengas paciencia —algo que a veces tengo tendencia a olvidar muy rápido— y que reserves todo lo que sientes hasta dentro de un tiempo.

—¿Por qué siento que las despedidas son como pequeños cuchillos que se clavan en mí? ¿Por qué decir adiós debe costar tanto? —digo mientras siento un nudo que se me ha formado en la garganta y me dificulta hablar. Lo último que quiero es que sea esta la imagen de mí que se lleve con él, no quiero que me recuerde como a una chica que está a punto de llorar y que se bate en un duelo en su interior para no derramar ni una lágrima. Me esfuerzo por sonreír, y casi lo consigo.

—No es ni mucho menos el final —me dice sonriéndo­me—. Estoy seguro de que si has logrado superar todo lo más difícil, ¿por qué no superarás todo estos días oscuros que ahora se te avecinan como algo insalvable? Además, pronto dejarás de pensar en mí, ya lo verás.

—No, no lo veré, porque es imposible olvidar el vacío que alguien deja cuando se va. Aunque sea durante un tiempo indeterminado. Es como pedir que deje ir algo que amo con todas mis fuerzas —susurro en voz baja.

—Los días pasan, y en un abrir y cerrar de ojos todo vol­verá a su normalidad —yo también quiero contagiarme de la esperanza, pero no sé si estoy capacitada para albergar tanta esperanza que me es imposible creer.

—No me gustaría que me olvidases —en el momento que se me escapan aquellas palabras no entiendo por qué lo he dicho, pero tampoco rectifico lo dicho.

Durante algunos segundos me abraza, y siento que se de­tiene le tiempo. Al menos, mi tiempo, mi mundo, está con­gelado. Todas las palabras flotan y están entre nosotros, y rememoro la conversación algunas veces, como si esperara no olvidar ni una coma de lo dicho. Como si quisiese que el recuerdo se quedara anclado en aquella escena, concentrado en aquel momento.

Ha llegado la hora de decir adiós, así que ¿para qué sufrir más alargando el momento?

En cuanto me giro y veo su rostro triste siento que algo se hunde en mí, como si estuviese flotando por un mar en calma y de repente me atrapase una ola.

Me digo que debe irse, que le esperan nuevas oportunida­des para seguir progresando y aprendiendo en su oficio. Solo con aquel pensamiento, sigo adelante, pero siento que la silla de ruedas está presa en el suelo por unas pesadas cadenas.

«No mires atrás, no lo hagas», me repito varias veces. Antes de llegar a la habitación las lágrimas ya manchan mis ojos y mi llanto resuena por el desierto pasillo.

365 días para cambiar

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