Читать книгу 365 días para cambiar - Sònia Borràs - Страница 16

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Compañías



Despierto y, como en las últimas mañanas, voy a decirle buenos días a Drew, pero en el último momento me cercioro de que ya no está aquí y por lo tanto me tengo que recordar a mí misma que ya está en su casa, ha vuelto a su vida normal, mien­tras yo sigo aquí encerrada. A su lado me sentía muy cómoda, y esto, junto con otros recuerdos, es algo que no tiene precio. Se­guramente pronto vendrá alguien a ocupar la cama que ha que­dado vacía, pero sin necesidad de ver a la próxima persona que venga a la habitación, ya sé que no será, ni por asomo, lo mismo.

Unos minutos después de despertarme, las enfermeras me traen el desayuno. He pasado la noche sola, mi madre se fue a casa antes de que me durmiera, pero aún pude sentir que me daba un beso en la frente y finalmente se iba. Tenía tanto sueño que no pude decirle ni adiós.

Es únicamente en medio de la soledad cuando comprendo a la perfección que la habitación con las paredes de un blanco inmaculado tienen un exceso de falta de color, necesitan vida y aquella energía la daban las sonrisas de Drew. Ahora, todo es igual, pero me parece un poco más oscuro.

Hay días en los que quiero encerrarme en mí misma, como si fuese una tortuga que se recluye en su caparazón. Y el hecho de que cada vez que me miro a las piernas y soy cons­ciente de que no las puedo mover acrecienta esa sensación que acostumbro a tener al pensar que una ola de tristeza me engulle y se apodera de mí.

Me esfuerzo en pensar que, al menos, aún me quedan los brazos y no estoy inmóvil por completo, pero sé que la nor­malidad tardará en llegar (si es que llega). Una parte de mí ya sabía que el estar exultante y sentirme fuerte sería solo cues­tión de tiempo. La falsa felicidad también llega a su fin.

Pienso en el antes y el después que ha llegado a mi vida, y pienso que si alguien me hubiese indicado qué me depararía el futuro me temo que habría sido incapaz de creerlo de tan irreal y ficticio que me parece a estas alturas.

Estamos a sábado y ya ha pasado otra semana más. Hoy ven­drán a visitarme mis tíos, a los que veo en contadas ocasiones, y la idea de verles no me llena precisamente de entusiasmo. Aun así, me cambio de ropa y otra vez me miro en el espejo y antes siquiera de ver mi reflejo sé que no veré a la misma persona que vi hace unos días. La de aquel tiempo estaba destrozada, pero a la vez se mostraba ilusionada, en sus ojos aún había esperanza y aunque estaba destrozada se mostraba fuerte, su mirar estaba manchado de tristeza pero al mismo tiempo de fortaleza. La Elise que veo hoy está solo destrozada. Me reprendo mental­mente porque sé que no puedo escuchar esos pensamientos viniendo de mí, no debo gastar mi tiempo compadeciéndome porque lo único que quiero es avanzar, y lamentarme por algo que ya ha pasado es inútil. ¿Lograré solucionar algo pensando en mis tristezas y regocijándome en ellas? Me temo que no.

A falta de hacer algo, y a la espera de que lleguen mis tíos, voy a dar una vuelta por el pasillo. A estas horas poca gente se ha despertado y no hay nadie por el pasillo.

Me cruzo con las enfermeras que tenían una sonrisa que mi rostro ha apagado al ver que he vuelto a recaer. Silvia es la enfermera con quien he hablado más y con quien también tengo más confianza. Es una mujer joven que apenas debe tener unos años más que yo. Pocas veces me pregunta por cómo estoy, pero siempre me anima y nunca me mira con compasión, algo que sinceramente agradezco.

—Elise, ¿qué te ocurre hoy? —antes de que le haya saluda­do, veo que se ha dado cuenta de que algo no está bien.

—No estoy bien, mis ánimos están bajo tierra.

—No todos los días son buenos. Todo lo que has ocultado durante estos días también debe salir —y después me pre­gunta con afecto—: ¿Puedo hacer algo para que te sientas mejor?

—No lo creo, a menos que tengas una medicación para aliviar el dolor emocional —no me gusta cuando mi voz suena tan apagada y derrotada, pero hoy me falla la voz, mañana quizás me fallarán las lágrimas.

—¿Te has discutido con alguien? —me pregunta, niego y sigue hablando—. ¿Alguien se ha ido y por eso estás decaída? —asume.

—Drew, el chico que era mi compañero de habitación, se ha ido. Le echo de menos pero a la vez me alegro de que se haya recuperado.

—Le querías —afirma con una sonrisa, comprendiéndo­me como si estuviese en mi mente.

—Está claro que le quería, pero solo como se quiere a un amigo, ¿sabes? —le digo para que no piense que entre los dos hay más lazos que los que implica una bonita amistad—. Me daba buenos consejos, siempre estaba ahí, y hoy la habitación no me ha parecido lo mismo sin él, sin sus sonrisas.

—Conozco un remedio que es bastante efectivo para curar los males, y es estar rodeada de la gente que quieres, porque alguien debe significar algo para ti, ¿estoy en lo cierto?

—Sí que hay alguien. No puedo parar de pensar en Diego… —quiero corregir lo que he dicho, pero antes de poder hacerlo Silvia ha cambiado su característica expresión afable hacia una más seria e imperturbable.

—Diego, ¿el fisioterapeuta del hospital? —me pregunta, confundida, para asegurarse de que estoy hablando de él.

—A veces pienso que me ayuda más él que la rehabilitación. Está claro que no es así, pero al menos así lo siento —confieso sin saber qué le ha ocurrido a la simple mención de su nombre.

—Al menos estás bien a su lado, y… ¿desde cuándo te gusta? —me pregunta husmeando, pero como tengo confian­za con ella no me incomoda.

—Desde el primer segundo en que lo vi —una sonrisa so­ñadora se adueña de mi semblante. ¿De verdad acabo de decir aquello? Tal vez sea verdad que el amor modifica la percepción de las personas y las vuelve más ensoñadoras y fantasiosas.

—Eso es muy… romántico —sonríe y por un segundo le brillan los ojos, le miro sin entender dónde está el chiste y ella me dice—: Lo sé, es normal que te hayas enamorado, para mí es un chico excepcional. Y él, ¿ya lo sabe?

—Pienso que ya lo debe saber —digo—. Estaría ciego si no lo viera —repongo recordando el día en que quedamos en la cafetería.

—En ese caso, entonces hay más chicos ciegos de lo que crees, porque según quienes no ven las muestras de amor ni aunque lo tengan delante de los ojos. Diego es uno de ellos —escupe con una súbita rabia que no sé de dónde ha aparecido.

—¿Cómo lo sabes? —poco a poco voy imaginando por qué se ha precipitado hacia aquella conclusión, pero aun así nece­sito oírlo.

—Para serte sincera, pues no me gustan las mentiras, a mí hace un tiempo también me gustaba —dice, y al ver mi expresión se apresura a continuar hablando—. Pero tranqui­la, lo nuestro no llegó ni a despegar. Supongo que se debe a que no estaba escrito en ningún lugar que nuestros caminos se cruzaran. Más que correspondida, fui rechazada, pero no me arrepiento de haberlo intentado, al menos es una lección más. Esperemos que no te pase a ti, creo que eres justamente la persona que él necesita en su vida —me dice más calmada.

—¿Eso crees? —pregunto sin ocultar mi asombro.

—No lo creo, lo sé —dice—. Ambos sois unos innatos lu­chadores y por la forma que tienes de hablar se nota que pien­sas mucho en él —me dice alegre—. Sin embargo, mi consejo es que vayas despacio y no te precipites. Te lo advierto, por experiencia. Aun así, no dejes pasar la oportunidad, porque no deja de ser un chico con el que puedes hablar de lo que necesites, es muy inteligente. Pero también debes tener en cuenta que no deja de ser tu fisioterapeuta, lo que te sitúa en el lugar de su paciente. Solo te puedo decir que no te alimen­tes de falsas ilusiones.

—Aunque sea mi fisioterapeuta, no dejaré escapar la oportunidad y a ver dónde me lleva —por primera vez desde que he despertado, sonrío.

—Ya ha terminado el turno de la noche —dice mirando hacia su móvil—. Ahora soy yo quien se va a dormir —dice mientras se dirige a la recepción y deja unos papeles sobre la mesa—. Y anímate, si estás contenta a su lado, ¿qué le vas a hacer? Ve a su lado. Pero bajo ninguna circunstancia te dejes ganar por los días en los que no ves el sol. Todo mejora aunque a veces no se vea. ¿Me escuchas?

—Lo intentaré, Silvia —le digo, y por respuesta obtengo una sonrisa—. Gracias por todo —me acompaña hasta la cafe­tería y allí me encuentro con mis tíos, puntuales como siempre.

Me despido de Silvia y me acerco hacia la mesa en la que están.

Rosario, mi tía, es una mujer tan sincera que siempre dice lo que piensa, aun cuando no es el momento conveniente para decir lo que siente. Así que ya sabía que no tardaría muchos minutos en soltar la primera bulla.

—Lisa, cariño, ¡estás hecha un desastre! ¿Qué te ha pasado? —me recorre un escalofrío cuando escucho (con todo el respeto) su irritante voz. Para ser sincera, no está de más decir que no le tengo una especial estima a la mujer, por mucho que sea la hermana de mi madre. La familia nunca se escoge, y es por ello que valoro tanto la amistad.

—Para empezar, me llamo Elise, nada de que me llamen Lisa —no puedo sufrir que me cambien el nombre por uno que se parece, así que al momento inevitablemente me pongo a la defensiva—. Y como supongo que sabrás, tuve un grave accidente de coche por el que he perdido la movilidad y ahora estoy obligada a ir en silla de ruedas —hago oídos sordos ante su piropo al decirme que estaba hecha un desastre.

No puedo evitar durante los próximos minutos perder la compostura, acostumbro a ser una persona educada con la mayoría de personas siempre y cuando estas me hablen con el respeto que todo el mundo merece. Sin embargo, Rosario no se encuentra en esa lista de personas. Afortunadamente, mi tío es alguien diferente. A veces me pregunto qué le habrá podido ver a esa mujer y a la vez qué motivos le han impulsado a quedarse a su lado, a sabiendas de su carácter no precisamente amigable.

—Disculpa a tu tía, Rosario, no lo hace con mala intención. Elise, ella… Simplemente es así —me lanza una mirada de dis­culpa y después se dirige hacia esa mujer y me parece advertir que le susurra: «Mantén esa maldita boca cerrada», aunque no sé si son impresiones mías. Aunque yo pienso que sí lo hace a propósito, y aunque me encuentro tentada a decirle lo que pienso de su visita sé que lo mejor a veces es callar. Pero, sin duda, la mejor parte de algunas visitas es la de su ida.

—No te preocupes, pero, ¿se puede saber a qué debo vues­tra visita? —pregunto intentando sonar más contenta de lo que en el fondo me siento. No lo puedo evitar, y mis palabras salen de un modo hostil que poca gente conoce de mí.

—Nos interesamos ahora por ti, porque estás pasando por un mal momento, y la compañía se agradece, ¿no es así? —habla de nuevo Rosario, y la miro de soslayo.

—Sinceramente, hoy no me encuentro en mi mejor día —respondo claramente malhumorada.

—Ya lo noto, pero quiero decir, ¿cómo vas con la recupera­ción del accidente? —pregunta y parece afectada, pero espero que finalmente haya parado de decir tonterías.

—Ahí voy, intentando asumirlo —respondo sin énfasis alguno. Pasamos una hora de diálogo monótono, preguntas y respuestas mecánicas. Hablamos sobre lo que ha pasado, pues al parecer el accidente se ha convertido en el tema más crucial de mi vida, porque por lo visto mi existencia gira en­torno a ello, a los ojos de los demás.

Pasados aquellos interminables minutos, he agotado mis reservas de paciencia durante la conversación en la que he de­mostrado lo bien que mis padres me han enseñado modales. «Suerte de ello, ya que de no haber sido así a los diez minutos les habría invitado a irse por donde habían venido», pienso exasperada. Ahora mismo me parece que ya he estado en su presencia durante bastante tiempo y solo quiero volver a mi habitación. Al notar mi cambio de humor terminan por darse por aludidos o así me lo hacen saber, y después de una eterni­dad se disponen a irse.

—Gracias por venir, agradezco que os preocupéis por cómo estoy —finjo una sonrisa que termina pareciéndose más bien a una mueca de desagrado.

—Cuando vuelvas a casa, nos llamas, ¿de acuerdo? —me dice mi tío.

—Descuida, lo haré —una sonrisa falsa más, que desa­parece tan rápido como me giro de espaldas. Mi madre llega en ese preciso momento y sé que dentro de un rato me recri­minará la manera en la que he tratado a mis tíos, pero debe entender que son personas que sorprendentemente te hacen menguar la paciencia.

365 días para cambiar

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