Читать книгу 365 días para cambiar - Sònia Borràs - Страница 7

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Solo me queda ser luchadora



Despierto sobresaltada después de una pesadilla. No sé exactamente qué era o de qué trataba, pero sentía que me hacían daño. Conservo algunos recuerdos difusos: en el sueño, personas sin rostro conocido me atacaban, y aunque huyese por calles ocultas entre ciudades que jamás había visi­tado, aquellos rostros siempre me acompañaban, mis atacan­tes eran más rápidos que yo, por lo que en algún momento terminaban atrapándome. De repente, justo cuando me en­contraba enfrente de una pared gris, he despertado, sobresal­tada y sintiéndome ahogada, segundos antes de que la alarma del despertador sonase.

Con la esperanza de olvidarme del sueño, miro a través de la ventana el claro amanecer, salgo de la cama y escojo la ropa al azar. En estos momentos no me encuentro muy obcecada en pensar qué ropa me pondré. Únicamente deseo que llegue mañana, a pesar de que solo con pensar en lo que ocurrirá siento los nervios a flor de piel y noto un nudo en el estómago.

Sin apenas ser consciente de ello, me encuentro temblan­do, con miedo de que la actuación en el concierto de música salga mal y que todo el mundo esté allí para verla.

Finalmente, me repito una y otra vez que todo irá bien. A fin de cuentas, he ensayado y tan solo me queda esperar que todo el esfuerzo concentrado en muchas horas diarias de ensayo no haya sido en vano. Una parte de mí sabe que está preparada, pero pensar que estaré delante de muchas perso­nas me genera un pánico que no sé cómo dejar atrás.

Tocar el piano enfrente de más de doscientas personas no es lo que me da miedo, lo que me aterroriza de verdad es que mi madre y mi abuelo estarán allí. Las personas que quisieron que tocara el piano de la misma manera que mi madre en su día llevó a cabo.

Desde pequeña, la música se ha ganado un rincón en mí y en este mundo siempre he encontrado consuelo y un lugar en el que sentirme cómoda. A base de tiempo, se ha transformado en algo que cada vez ha ganado más fuerza, pero secretamente sé que, pese a que nunca he rechista­do, no es lo que me llena y me hace feliz. A veces, me he planteado abandonar la música y atreverme de una vez por todas a decirle a mi madre que me quiero dedicar a la es­critura, que es mi verdadero sueño, pero no soy capaz de decírselo sin ver la sonrisa de ilusión que le provoca verme tocar el piano.

Dejo atrás mi reflexión y me concentro en el presente. Tras detenerme unos minutos a desayunar me encamino di­recta a la escuela, no sin antes darle un beso a mi madre. Hoy me siento de buen humor.

Las clases pasan rápido, para mi gusto acaban demasia­do pronto. Me encuentro en una contradicción constante. Por una parte, quiero que no llegue el día de mañana, o por lo menos que el tiempo pase tan lento como sea posible; por otra parte, siento alguna atracción respecto a ese sábado en concreto, para el cual llevo tantos días preparándome. Des­pués de algunos meses, el día ha llegado.

Por la tarde no tengo clases, así que justo cuando me pre­paro para ensayar durante unas horas recibo un mensaje: Pol, Clara y los demás irán a un club de fiesta por la noche.

Intento decirles que no puedo ir, porque debo ensayar para mañana, pero tras pensarlo varias veces decido que lo mejor será olvidarme de todo por un rato y mañana ya tendré tiempo de sobras para seguir ensayando.

De todas maneras, ensayo durante un par de horas, hasta que me empiezo a desconcentrar cada vez más y me sorpren­do perdiendo el ritmo de cada canción, desafino en algunos acordes, aunque estos son básicos y aparentemente no pre­sentan demasiada dificultad. En resumidas cuentas, mi mente divaga por mil lugares y está muy alejada de la música.

Al ver que por mucho que me empeñe no logro avanzar, decido que ha llegado la hora de desconectar, así que me cambio de ropa y me pongo un vestido que va con mi estilo, me maquillo sin esmerarme demasiado y en cinco minutos me hago un recogido y me encuentro lista para salir.

Al llegar a la discoteca, mis amigos ya están allí. Clara es la primera que me ve, se alegra y al mismo tiempo se sorprende, y me confiesa que pensó que no vendría. Aún así, me sonríe y me abraza.

Esta noche no beberé. Me lo prometo a mí misma porque sé que no puedo hacerlo, debo conducir de vuelta a casa. Me iré de la fiesta relativamente temprano a pesar de que el concierto no empieza hasta el mediodía, pero lo último que desearía es presentarme en el escenario ojerosa y sintiéndo­me molida.

Me tomo una copa y empiezo a bailar. Poco a poco noto como todas mis preocupaciones se desvanecen a medida que la música rebota por las paredes de la discoteca. Me siento bien, despreocupada y extrañamente feliz, sentimiento que no sé cómo describir.

Pasan algunas horas, aún no es tarde —nunca es tarde si se está en una fiesta—, pero el poco sentido común que me queda a las dos de la madrugada me advierte de que debo irme. Me despido de todos, a pesar de las protestas generales que me dicen que me quede un rato más, pero estoy cansada y ya he decidido que me iré.

Voy hacia el aparcamiento y en el momento que arranco el coche un escalofrío me recorre la espalda. Intuyo que algo va a pasar, ¿el qué? Simplemente no sé qué pasará.

Aunque siento los párpados pesados, circulo por la au­topista concentrada en la carretera, pero justo cuando estoy cambiando de carril para irme a la derecha, un coche a mucha más velocidad que el mío choca contra mí y deposita el coche en el arcén.

Todo pasa tan rápido… Un grito de terror se escapa de mi cuello, ¡voy a morir!

El airbag se dispara de inmediato mientras me muestro confusa, no sé qué ha pasado, no sé cómo me encuentro, no sé siquiera si me puedo mover. Resto inmóvil mientras cierro los ojos y me siento incapaz de hacer nada más.

Unos minutos después, escucho la sirena de la ambulan­cia cada vez más cerca, pero siento los oídos taponados. Veo a muchas personas a mi alrededor, pero no me doy cuenta del dolor que he vivido hasta que veo en el retrovisor el reflejo de mis ojos manchados por el maquillaje negro que traza cami­nos por mis mejillas.

Me suben a una camilla y lo que percibo como peor es no haber abandonado en ningún momento la consciencia, por lo que aún me duele más el no poderme mover. Me siento pa­ralizada y me esfuerzo por pensar que se debe al shock que estoy sufriendo. Bajo ninguna circunstancia pierdo la calma, no debo hacerlo y me digo a mí misma que estaré bien, aun sin creer ni mis propios pensamientos. En estos momentos, no perder la calma es lo que más me cuesta hacer, me cuesta no gritar hasta dejar de sentir mis cuerdas vocales, me cuesta no llorar hasta que no me queden más lágrimas, pero perma­nezco distante, como si estuviera en algún lugar muy lejano.

Hay varias personas que me están atendiendo y no he pro­cesado nada. A veces siento que me ahogo, sobre todo cuando en un reflejo inconsciente intento levantarme de la camilla, pero alguien me lo impide. Temo por mi vida y siento que, por un tiempo, deberé dejar mi mundo en un segundo plano. Estoy sumergida en un estado en el que me siento levitando, escucho voces distorsionadas, alguien me pregunta algo, oigo que me pregunta si recuerdo algún número de móvil. Me es­fuerzo por recordarlo, pero no sé cuántos segundos o minutos pasan hasta que recuerdo el número de casa de mis padres. En cuanto asumo que puedo hablar, aunque apenas reconoz­co mi voz quebrada a causa de las lágrimas, indico el teléfono de mis padres, y nuevamente vuelvo a escuchar voces a mi al­rededor. Estoy nerviosa, intranquila. No logro ser consciente de nada, solo veo a gente que corre en varias direcciones, lo único que escucho son frases a medias. Y entonces por fin me desvanezco, cayendo en brazos de la oscuridad.

Al abrir los ojos, he perdido toda noción de tiempo; no puedo decir exactamente si aún estoy a día diez de junio o si ya ha pasado una semana. Lo único que reconozco es el lugar en el que me encuentro: estoy en el hospital. Entre las paredes frías de la habitación, pienso en por qué he llegado aquí. ¿Qué me ha llevado a estar inmovilizada? Seguramente me han dado alguna medicación, algún sedante para que esté tran­quila y a la vez solo tenga recuerdos confusos. No siento nada, ni dolor ni alegría, y tampoco recuerdo qué fue lo último que pasó antes de que todo quedase reducido a la más absoluta nada. Por momentos me siento calmada, en paz, sedada por todos los calmantes fluyendo por mis venas, sé que todo este estado ha sido inducido y por lo tanto es falso; aun así, con toda la nube de reposo envolviéndome no puedo evitar llorar de sufrimiento, de saber que sea como sea mi vida a partir de ahora va a cambiar. Y tengo miedo.

Mi llanto alarma a las enfermeras, que entran apresura­damente en la habitación. Preparan más calmantes, veo je­ringas y agujas que dejan sobre la cama y botes de medica­mento, quiero decirles que no necesito nada, que solo quiero saber qué ha pasado y salir de esta constante incertidumbre, pero no tengo fuerzas ni siquiera para preguntar. Se acercan a mí y me preguntan si me duele algo. Les respondo que no, a decir verdad, solo me duele la cabeza y queman en mí las ganas de saber qué ha ocurrido. Una de las enfermeras me pone más medicación a través del gotero y me dejan navegan­do entre mis pensamientos hasta que unos leves toques en la puerta me hacen volver a la realidad. Veo llegar a mis padres. Mi madre tiene los ojos inyectados en sangre, pero intenta mostrarse fuerte. En cambio, es mi padre quien refleja mayor sufrimiento en su rostro. Cuando se acercan a la cama les pre­gunto qué me ha pasado. Se muestran reticentes a decirme qué ha pasado, y no se sorprenden que no recuerde nada de lo sucedido o vivido en las últimas veinticuatro horas o las que sea que hayan pasado.

Es mi madre quien se atreve a hablar después de algunos segundos de miradas furtivas entre ellos. Como si estuvieran sopesando quién será el primero en hablar.

—Has tenido un grave accidente de coche, Elise. Nos han llamado a las dos y diez de la madrugada, al parecer a la hora en la que salías de la fiesta. Un coche que iba a mucha más velocidad que el tuyo ha provocado un fuerte choque. El con­ductor del otro automóvil ha salido ileso, en cambio, hija, es un milagro que tú no estés muerta —algunas lágrimas apare­cen en sus ojos, pero se detienen antes de salir. Quiero decirle que no se lamente, que a pesar de todo estoy bien, pero no sé si es cierto que esté bien, tampoco no logro reunir las fuerzas necesarias para decirle todo lo que en el fondo siento. Aun con toda la situación que estoy atravesando, el primer pensa­miento que asalta mi mente va dirigido al concierto.

—Llevo preparándome durante tanto tiempo para el con­cierto… De golpe, un accidente lo deja todo a medias —mani­fiesto con incredulidad.

—Sé que te sientes frustrada y de mil formas más que no se pueden describir hasta que no se viven. En estos instantes no puedes con el peso de tu vida y es normal, pero piensa que dentro de todo lo que ha ocurrido, aún conservas lo más im­portante: tu vida. El accidente no te ha arrebatado la vida —sin duda, son tal vez las palabras más duras que nunca antes hasta hoy había escuchado, pero la realidad a la que me en­frento aún es más fuerte.

—Pero me ha privado de muchas cosas, ¿no es así?, ¿por qué no me puedo mover? —exclamo enfadada y no lo disimulo.

—Elise, cariño, verás… No creo que en estos momentos quieras hablar de tu movilidad… —intenta hablar, pero no dejo que se explique, necesito saber qué ha pasado, aunque creo que lentamente lo voy comprendiendo.

—No necesito mentiras, no puede ser que vosotros sepáis qué es lo que me ocurre y yo, que soy la implicada, sea la última en saberlo —digo—. No me puedo mover, así que debo saber el alcance de los daños. —Prácticamente les estoy gritando furiosa, así que intento serenarme un poco.

—Sabes que no soporto las mentiras —me dice mi madre mirándome con seriedad—. Así que, si quieres saber la verdad, lo vas a saber —hace una pausa en la que calcula qué tan fuerte será el impacto de sus palabras y vuelve a hablar—. No podrás volver a andar —inspiro algunas veces mientras espero las lágrimas, pero estas no aparecen—. Para recuperar un poco de movilidad deberás hacer muchas horas de recu­peración a cargo de la rehabilitación del hospital. Durante un año, cada día harás varias horas de rehabilitación para fortale­cer la musculatura. Pero no esperes volver a tu rutina normal, porque sería necesario un milagro para que volvieras a andar. Piensa que los médicos no saben hasta dónde llegan los daños y por el momento nada es seguro. Cabe la posibilidad de que sus predicciones no sean acertadas y se equivoquen…

Siento que ya he escuchado bastante, les pido que aban­donen la habitación, quiero quedarme sola y poder procesar toda la información que se ha cernido sobre mí como si de un alud de nieve se tratara. No es ninguna sorpresa, llevo horas sin notar las piernas, ¿qué esperaba? Ya sabía que había ocu­rrido algo grave, pero una parte de mí quería protegerse y se negaba a admitir los inminentes hechos. Como han dicho, tengo suerte de seguir con vida, pero nunca llegué a imaginar que estuviera tan maltrecha, no sabía que el precio que había que pagar por seguir respirando fuera tan caro.

¿A quién quiero engañar? Ahora mismo odio mi vida con todas las fuerzas que aún me quedan. Si miro atrás veo que lo tenía todo, no podía pedir nada más, y aun así, no era feliz. Soy una chica estudiosa y entregada, veo que soy querida por la gente de mi alrededor, tengo amigos y a todo aquel que me importa a mi lado. Me gusta el deporte, soy trabajadora y lucho por todo lo que quiero… A pesar de que sé que ni mucho menos está todo perdido, sé que hay muchas cosas que sí lo están y también comprendo que una gran parte de mi vida ahora ya no será parte del presente sino del pasado.

En estos momentos solo me queda ser luchadora. Es lo único que me conviene y el único llamado que sigo, el seguir adelante. Pero no sé si quiero seguir luchando si sé que mi vida jamás volverá a ser la que un día fue.

Grito una vez más y vuelvo a llorar, a pesar de que sé que no sirve de nada, es absolutamente inútil lamentarse. Puedo estar muy enrabiada, y culpándome a mí misma pensando que no debería haber ido a la fiesta, pero es absurdo pensar qué habría podido pasar, porque las catástrofes simplemente se presentan y evitarlas es algo prácticamente imposible.

Estoy estirada en esta cama de hospital, preocupándo­me por todo lo inimaginable, excepto por lo que ha dicho mi madre: para recuperar fuerza en las piernas, durante 365 días haré rehabilitación.

Tengo poco tiempo para cambiar mi pesimismo, y esta vez no tengo alternativa si quiero seguir adelante. Sin embargo, ¿quiero luchar?, ¿me quedan fuerzas?

Cierro con fuerza los ojos. Mi parte oscura tiene la espe­ranza de no volverlos a abrir jamás.

365 días para cambiar

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