Читать книгу 365 días para cambiar - Sònia Borràs - Страница 14

Оглавление

Tanto por decir…



—Se podría decir que me gustaría saber más de ti —me dice Diego de camino a la cafetería. Nos dirigimos hacia una mesa alejada de donde hay más gente.

—¿Por qué? —pregunto sin entender que pueda tener algún interés en mi vida, solo soy una persona con una vida común, una entre tantos millones, si bien es verdad que últi­mamente usual no es la palabra que me define mejor.

—Me pareces una chica diferente de la mayoría que he co­nocido hasta ahora.

—¿En qué sentido? —pregunto, pues puede ser por varios motivos, y no todos tienen porqué ser precisamente memora­bles—. ¿Sabes que solo tengo los dieciocho? —añado.

—Eres alguien singular —dice—. He podido apreciar que haces lo que haga falta con tal de luchar contra todo lo que pase y que no te quedas en un rincón pensando y lamentán­dote por todo lo que te ha ocurrido —dice con una sonrisa—. Y sí, sé que tienes dieciocho años, pero, ¿qué tanto importa la edad? No lo considero algo de vital importancia.

Me muestro un poco irritada mientras digo: —¿Por qué tantas personas dan por supuesto que es extraño que no pase mis días llorando?

—Tal vez lo dicen, porque es algo bastante común, sobre todo en situaciones parecidas a la tuya. Es en estos casos cuando muchas personas tienden a derrumbarse, pero tú no has actuado así —enmudece durante algunos segundos y después del silencio me pregunta—: ¿Has pensado qué estu­diarás?

—Hace un tiempo me obcecaba pensando en qué quería es­tudiar, como si fuese lo más importante. Tenía muchas dudas, mezcladas con ilusiones. Pero ahora, después de todo, ya no me muestro nerviosa por lo que pueda venir. Al contrario, siento que tengo muchos sueños que me gustaría hacer realidad, pero tampoco sería una catástrofe si mi vida se desviara por otros caminos. Me gustaría ser escritora —digo al fin.

—Si serás feliz con ello, todo el mundo debería apoyar­te en tus decisiones —reflexiona, y no podría estar más de acuerdo. Lo que verdaderamente me importa es ser feliz con lo que haga. Lo demás es secundario.

—Poca gente sabe que es mi sueño. De hecho, eres la se­gunda persona que lo sabe —confieso—. Solo lo conoce uno de mis maestros, que fue el único que vio algo en mí que nadie, ni siquiera yo misma, se había parado a observar.

—¿Por qué no se lo has contado a tu familia? —pregun­ta—. ¿Acaso tienes miedo de que se opongan a ello?

—No, bueno… tal vez —me muestro vacilante—. Mis padres desearían que fuese una gran pianista —me encuen­tro volviendo a pensar en el día del concierto y alejo los pen­samientos de mi mente—. Pero ese no es mi sueño. Dedicán­dome a ese mundo estaría bien, pero… Sé que no sería feliz.

—No se trata de lo que a los demás les haga felices, sino de aquello que te hace sonreír a ti —me dice con franqueza—. Pienso que deberías reunir todo el valor que tengas para de­cirles lo que sientes. ¿No quieres seguir con la música? —me pregunta y tardo algunos segundos en responder.

—Sí es verdad que me gusta la música, pero simplemente no consigo verme allí en un futuro, ni mucho menos dedicarme profesionalmente —inconscientemente vuelvo a transportar­me al día del accidente—. Hace unas semanas, justo el día que me ingresaron después del accidente, tenía un recital. Claro está que quedó anulado, aunque también podría hacer el concierto otro día, cuando esté bien, pero si lo pienso fríamente me doy cuenta de que el esfuerzo empleado en ello me lo quedo para mí y nada más, porque no quiero volverme a presentar. Ahora lo veo todo de distinta manera, y sé qué es lo que me conviene.

—Al final se trata de tu vida, y por lo tanto eres tú quien decides —dice—. Piénsalo bien, porque puedes participar en el concierto o en otra actividad de música, y después poner punto y final a esta historia para dejar paso a nuevas.

—Para empezar, sé que les tengo que decir la decisión que he tomado. No he encontrado un momento apropiado, pero la verdad es que debo decírselo, porque de lo contrario no me gustaría que lo supieran por medio de otras personas —pienso en el profesor Ruiz, y sé que podrían conocer la verdad a través de él, y entonces automáticamente pensarían que no he tenido suficiente confianza en ellos.

—Pero, ¿tienes algo de qué esconderte? —niego y sigue cuestionándome—. ¿Entonces, por qué no se lo dices?

—Tengo miedo —sentencio—. A actuar erróneamente y perder muchas oportunidades que me servirían en el futuro.

—No veo por qué se tendría que arruinar tu futuro. No hay nada de malo en el decir lo que verdaderamente sientes —dice y le comprendo—. Además, deberías saber que no hay nada de malo en las equivocaciones. Todo el mundo comete errores. Creo que antes de conseguir algo te puedes haber equivocado muchas veces, y puede ser que el resultado final no sea el que esperabas. Pero la clave es intentarlo. Nunca puedes arrepentirte de haberlo intentado —afirma.

—Me gustaría presentarme a un concurso literario, pienso que sería el primer paso para emprender un camino hacia mis sueños —sonrío mientras lo digo.

—Todo comienzo es bueno, al menos habrás empezado a encaminarte hacia un nuevo lugar. Sé que cada cual tiene su opinión, pero pienso que decidas lo que decidas, cuando lo creas conveniente, deberías decirles a tus padres lo que pien­sas. Ahora tal vez no es el mejor momento para decir nada, pero cuando pasen los días y todo vuelva a la normalidad, en­tonces quizás sí estaría bien poner las cartas sobre la mesa, ¿me entiendes?

—Y tú, ¿por qué decidiste ser fisioterapeuta? —le pregunto para poder saber más de él y, a la vez, para dejar de hablar de mí.

—Simplemente me gusta ayudar a la gente —dice—. Ver que puedo ayudar a quien lo necesita me hace muy feliz, ver que mis pacientes mejoran. Es admirable ver que hay quien consigue dar un giro radical a una situación —me dice mirán­dome fijamente y por impulso desvío la mirada.

—En el fondo, a veces me ayuda más hablar contigo —murmuro inconscientemente y cuando asumo mis palabras me apresuro a decir—: No sé por qué lo he dicho… —digo algo nerviosa. No sé qué puedo decir para arreglarlo, así que ter­mino mirando hacia la mesa.

—Lo has dicho porque es lo que sentías, ¿verdad?

—Hay veces en las que debería estar callada, es algo que me sucede a menudo —me sonrojo ligeramente y una vez más miro hacia cualquier lugar como si así pudiese esqui­var su atenta mirada. Al darse cuenta ríe, y no puedo parar de prestar atención a esos ojos grises que me han atrapado desde que los vi.

—¿En qué piensas? —me sorprende con la pregunta.

—En muchas cosas —digo evadiendo la pregunta, mien­tras agradezco que no pueda leer mi mente.

—Es lógico —sonríe—. Pero, ¿en qué estabas pensando? —insiste con una sonrisa.

—¿Te digo la verdad? —pregunto sin tenerlas todas, pero creo que lo mejor es intentarlo y atreverme.

—Aunque a veces no sea lo que se desea escuchar, siempre me gusta conocer la verdad.

—Bien, pues… Estaba pensando en ti —digo sin rodeos o meditarlo demasiado.

—¿Por qué? —pregunta y empiezo a pensar que no debe­ría haber dicho nada.

—No estoy segura, pero en fin… Da igual, no sé por qué he dicho nada —farfullo, nerviosa, y me enredo yo misma a medida que hablo, me cuesta encontrar las palabras adecuadas.

—Por intentarlo, no pierdes nada, ¿recuerdas? —dice di­vertido. Por mi parte, la situación resulta un tanto bochornosa.

—No puedo parar de pensar en ti —contesto mientras en­trecierro los ojos y miro hacia mis manos.

—Yo tampoco puedo dejar de pensar en esos ojos verdes que parecen esmeraldas… —durante unos instantes me quedo helada. No puedo creer lo que ha dejado entrever, y menos aun entiendo que pueda pensar en mí. Me pongo más colorada, pero por delante de todo me siento afortunada.

—Bueno, me quedaría todo el día hablando contigo, pero mi turno de la tarde empieza en unos minutos, así que debo volver a trabajar. Hasta mañana —se excusa y dicho esto me da un fugaz beso en la mejilla. Debo estar soñando, pienso.

Aturdida y sin creer aún lo que ha pasado, le sonrío, aunque no me ve, y me voy en dirección contraria a pesar de que mis brazos no me responden y durante unos segundos me quedo clavada en el mismo lugar.

Cuando llego al pasillo, me equivoco de habitación —las habitaciones no dejan de ser réplicas de un mismo modelo—, y entro en una en la que se encuentra una mujer mayor, no sé si me ha visto, pero aun así murmuro una disculpa y final­mente llego a mi habitación. Y es al llegar cuando me paro a pensar unos segundos sobre cómo me siento y no llego a otra conclusión que no sea la de que me encuentro en un pequeño oasis en medio de este infierno.

En la habitación no hay nadie, esta es la situación que durante los días se ha repetido varias veces, pero también agradezco los instantes de quietud en los que puedo pensar en lo que quiera, aunque en estos momentos solo soy capaz de pensar en Diego. Es mi mejor medicina, la única que con­sigue calmar mi dolor. Desde el primer día que le vi supe que esos ojos serían mi remedio para sentirme mejor. De alguna forma, estoy ordenando los sentimientos que se arremolinan en mi interior a medida que van adaptando connotaciones distintas.

Lo único que espero es que todo esto se dirija a un puerto seguro, y no sea alguien con quien simplemente pasar el tiempo para que después no queden ni saludos donde en su día hubo amor. No permitiré que me haga daño, ni él ni nadie. En el amor nadie se merece sufrir, es algo totalmente gratuito que no sirve para nada más que para dañar.

Por lo poco que sé del amor —sentimiento que para muchos es una emoción que aporta sentido y alegrías a la vida, pero que para mí no ha sido más que un constante des­engaño—, puedo decir que espero al menos poderlo recordar, ya que el amor a veces desgraciadamente termina, pero en cambio los buenos recuerdos prevalecen por mucho que sea el tiempo. Por su sincera sonrisa y el brillo en sus ojos, confío en que lo que siente es verdadero, aunque el tiempo me ha enseñado a no confiar en las personas más de lo que debería y también que en ocasiones quien parece más amable es quien puede esconder más daño en su interior.

Querría decirle algunas de las cosas que oculto, pero sé que aún no puedo. Estaría bien decirle que le veo más que como a un fisioterapeuta, sin embargo, es demasiado temprano. Debo esperar, el tiempo no me hará daño para recapacitar, y si lo que siento es de verdad seguiré sintiéndolo hoy, mañana y los días que pasen, por muchos que sean.

Por el momento, lo único que intuyo es que se trata de un chico que me es imposible describir. Me ayuda a curar mis heridas, y yo aún tengo mucho por decir… Si llegamos a algún lugar.

365 días para cambiar

Подняться наверх