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Capítulo 4

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Heidi se alegró de que no le temblaran las manos mientras servía el café en las cuatro tazas que había en la mesa. May, fiel a su promesa, había concertado una reunión. Apenas veinte horas después de haberse encontrado en el juzgado, estaban en la cocina de Heidi a punto de tomar una decisión que podía cambiar su vida para siempre. Se decía a sí misma que no debía ser tan dramática, pero era incapaz de reprimir la sensación de pánico. Era cierto que la jueza le había dado una tregua, pero aun así, todavía podía perder el rancho. ¿Y entonces, qué? ¿Adónde irían Glen y ella?

Aquellas eran preocupaciones de otro tiempo, se recordó a sí misma mientras se sentaba a la desvencijada mesa. De momento, iba a colaborar con May y a averiguar cómo conseguir doscientos cincuenta mil dólares en aproximadamente tres semanas.

–Muchas gracias por invitarnos –le dijo May, sonriéndole.

–Eres más que bienvenida en esta casa.

Heidi intentó sonreír e ignorar la expresión desafiante de Rafe.

Aquella era la primera vez que estaba en una habitación relativamente pequeña con aquel hombre y le irritaba descubrir que ocupaba tanto espacio. Tenía los hombros tan anchos que desbordaban el respaldo de la silla. No era capaz de fijarse en nada que no fuera él y eso la frustraba y le hacía desear fingir que no estaba allí. Una tarea imposible. Se sentía completamente cautiva de aquella mirada oscura.

–He decidido quedarme en Fool’s Gold –continuó explicando May, aparentemente ajena a aquellas malas vibraciones.

Quizá fuera porque Heidi era la única que las estaba sintiendo. A lo mejor Rafe era un hombre arisco por naturaleza y apenas fuera consciente de su existencia. A lo mejor...

«Tranquilízate», se ordenó a sí misma, obligándose a concentrarse en May.

–Tengo muchos recuerdos de este rancho –continuó diciendo May.

–Es un verdadero hogar para una familia –reconoció Glen–. Agradecemos que tengas la voluntad de que podamos solucionar este problema de manera amistosa.

–Por supuesto. Estoy segura de que tiene que haber una solución que no suponga una decepción para ninguno de nosotros.

Rafe musitó algo que Heidi no fue capaz de comprender, pero estaba convencida de que no era nada relativo a un posible acuerdo amistoso.

May le dirigió a su hijo una mirada de advertencia y se volvió después hacia Heidi.

–¿Crees que podríamos dar una vuelta por el rancho? Me encantaría ver los cambios y entender algo más sobre tu negocio.

–Eh..., sí, claro –Heidi habría preferido darle la dirección de vuelta a San Francisco, pero no era una opción–. ¿Cuándo te apetecería hacerlo?

–¿Ahora, por ejemplo?

Glen se levantó en aquel momento.

–No hay nada mejor que poder pasar un buen rato con una mujer atractiva.

Rafe elevó los ojos al cielo.

–Qué halagador –musitó May.

Heidi se descubrió del lado de Rafe en aquella ocasión. Los intentos de seducción de Glen no iban a ayudarlos nada. Hablaría con él más adelante, después de la gira por el rancho.

Ella también se levantó.

–La verdad es que no hay mucho que ver –comenzó a decir–. Las cabras y el corral en el que están y, por supuesto, los establos.

–Y no te olvides de las cuevas –le recordó Glen. Apartó la silla de May–. Hay cientos de cuevas. Probablemente los nativos las utilizaban como refugio. Podrían ser un auténtico tesoro.

Heidi suspiró.

–Me temo que no tienen mucho interés. Yo las utilizo para curar el queso. La temperatura es perfecta y no tengo que preocuparme por el espacio. Hay más que de sobra.

Rafe se levantó.

–Cabras y queso. Genial.

–No tienes por qué venir con nosotros –le dijo Heidi–. A lo mejor prefieres quedarte aquí y llamar a tu oficina.

Rafe arqueó una ceja, como si le sorprendiera que estuviera dispuesta a comprenderle. Heidi alzó ligeramente la barbilla. No estaba segura de que sirviera de mucho, pero hasta la más mínima ayuda psicológica sería bienvenida. Tenía la sensación de que Rafe no solo tenía muchos más recursos en el campo de batalla, sino que además estaba acostumbrado a ganar a cualquier precio. Y lo más parecido a un buen combate a lo que se había enfrentado Heidi había sido a capturar a Atenea cuando se escapaba.

–No me gustaría perderme el hallazgo de algún tesoro.

Y entonces, advirtió Heidi, sonrió por primera vez. Por un instante, le pareció una persona accesible, atractiva e increíblemente sexy. Deseó devolverle la sonrisa y decir algo gracioso para verle sonreír otra vez. Curvó los dedos de los pies y le entraron unas ganas sobrecogedoras de sacudir aquella melena que, en realidad, llevaba recogida en sus habituales trenzas.

«¡Contrólate!». Rafe no era un hombre cualquiera con el que pudiera apetecerle coquetear. Era el enemigo. Era peligroso. Estaba intentando robarle su casa. El hecho de que pudiera desarmarla con una sonrisa solo era una prueba de lo patética que había sido su vida amorosa durante lo que le parecían décadas. Pero cuando todo aquello se solucionara, encontraría a un hombre bueno y atractivo y tendría una relación. Pero de momento, haría bien en recordar todo lo que estaba en juego y en actuar en consecuencia.

Salieron de la casa y caminaron hacia la zona en la que vivían las cabras. Heidi había elegido una bonita zona para el rebaño. La mayor parte de las cercas del corral estaban todavía en su lugar, lo que le había permitido invertir casi todo el dinero en el cobertizo que ella llamaba «la casa de las cabras». Era una estructura sólida en la que solía ordeñarlas. Había espacio suficiente como para que se refugiaran cuando hacía frío o cuando alguna de ellas iba a dar a luz. Unas enormes puertas corredizas permitían que las cabras salieran y entraran a su antojo.

May se reclinó contra la cerca y estudió a las cabras.

–No son todas iguales.

–No, tengo tres alpinas y tres nubias –Heidi miró a Rafe–. El otro día conociste a Atenea.

–Sí, una cabra encantadora.

Heidi estaba segura de que estaba siendo sarcástico, así que ignoró su respuesta.

–Atenea más o menos es la que dirige el rebaño. Perséfone y Hera son las que están embarazadas.

Pensó en la posibilidad de mencionar que pensaba utilizar el dinero que consiguiera con la venta de los cabritos para pagar la deuda, pero decidió que no era la mejor manera de impresionar a nadie. Lo que necesitaba era conseguir un mercado estable de queso. Un mercado que se extendiera más allá de los límites de Fool’s Gold.

Se había puesto en contacto con algunas tiendas de Sacramento y San Francisco para llevarles queso. Pero aunque se habían mostrado interesados, llevar muestras hasta allí significaba tener que dejar el rancho y las cabras. Lo que ella necesitaba era un comercial, un representante que pudiera hacer ese tipo de trabajo por ella. Alguien con experiencia. Encontrar a una persona de esas características parecía casi imposible. Ella era capaz de controlar a una multitud expectante o de organizar una atracción de feria en quince segundos. Pero no tenía ninguna experiencia en el mundo de los negocios. De hecho, era algo que no le había preocupado hasta aquel momento.

–¿Todas tus cabras tienen nombres de diosas griegas? –preguntó Rafe.

–Me pareció que era divertido, tanto para ellas como para mí.

–¿También a ellas les gusta leer a los clásicos?

–¡Oh, Rafe! –May sacudió la cabeza–. Tendrás que perdonar a mi hijo. No tiene mucho sentido del humor.

–¡Claro que tengo sentido del humor!

Heidi inclinó la cabeza.

–Sí, claro, y todos los que prueban suerte en American Idol creen que saben cantar.

Rafe se volvió hacia ella, clavando su oscura mirada en el rostro femenino. Tenía una expresión insondable, pero Heidi podía hacerse una idea de lo que estaba pensando. Debía de ser algo así como «¿quién te crees que eres para intentar burlarte de mí? ¡Prepárate para ser pisoteada, insecto miserable!».

Heidi cuadró los hombros. Rafe podía ser más rico, más grande y mucho más amenazador que ella, pero eso no significaba que fuera a rendirse sin luchar.

–¿Qué les das de comer? –quiso saber May.

–Heno de alta calidad y alfalfa. Necesitan beber mucha agua. Les encanta comer hierba y cualquier clase de arbusto. Las pastoreo por diferentes partes del rancho. En verano, hay gente que me llama para que le preste las cabras para segar sus terrenos.

Dejaron la zona de las cabras y se dirigieron al establo principal, donde todavía se conservaban parte de los diferentes cubículos. En una de las zonas que todavía estaba en buenas condiciones, Heidi tenía dos caballos, uno de ellos el enorme capón de su amiga Charlie.

Cuanto más avanzaban por el rancho, más consciente era Heidi de las cercas rotas, las malas hierbas y el lamentable estado de la mayor parte de los edificios de la propiedad. Ella iba progresando poco a poco. Las cabras habían sido su preocupación principal. Una vez que ya contaban con el equivalente en el mundo de las cabras a un hotel de cinco estrellas, quería centrarse en la casa y en el establo. O, por lo menos, eso era lo que pensaba hacer antes de que Glen hubiera contraído su deuda.

Una vez de vuelta en la casa, Heidi les sirvió queso de sus cabras.

–Está muy bueno –reconoció May. Permaneció varios segundos en silencio y añadió–: Realmente delicioso. Ahora, háblame del jabón.

–Lo hago a partir de la leche de las cabras. Es un jabón muy hidratante. Al tener un pH tan bajo, es beneficioso para determinados tipos de piel. Se lo vendo a algunas madres que tienen niños con eccemas y dicen que les ayuda.

–Me encantaría probarlo.

–Por supuesto.

Heidi se acercó al armario en el que guardaba las pastillas. Sacó dos con olor a lavanda y le tendió una a Rafe y otra a su madre.

–Gracias –contestó él–. Me gusta oler a flores.

–A lo mejor deberías probarlo –le aconsejó su madre–. Es posible que a las mujeres les guste –se volvió hacia Heidi–. Rafe es terrible en lo que se refiere a las relaciones personales.

–Mamá...

–Es cierto. Y ahora has tenido que contratar a esa tal Nina. Tiene una agencia de relaciones, ¿no te parece increíble? ¡Así es como piensa encontrar a una mujer!

Heidi prácticamente podía oír rechinar los dientes de Rafe. Aquel hombre podía ser insoportable, pero Heidi tenía la sensación de que May le iba a gustar.

Intentando mantener una expresión neutral, se volvió hacia Rafe.

–En Fool’s Gold hay muchas mujeres solteras. ¿Quieres que le pregunte a alguna de mis amigas si estaría interesada en salir contigo?

–Te lo agradezco, pero no.

Heidi tuvo que morderse el labio para evitar una sonrisa.

–¿Estás seguro?

–Completamente.

May tomó entonces otro pedazo de queso.

–Qué lugar tan bonito. Mis hijos crecieron en este rancho.

–Sí, eso tengo entendido –dijo Heidi.

Glen se acercó a la cafetera y la puso en funcionamiento.

–Yo también estoy deseando que Heidi me dé un bisnieto un día de estos.

En aquella ocasión, fue Heidi la que deseó que se la tragara la tierra.

–¿Tienes tres hijos? –preguntó Glen.

–Cuatro –contestó May. Cruzó la cocina y se acercó a él–. Tres chicos y una chica. Shane se dedica a la cría de caballos, Evangeline es bailarina y Clay...

–Hábleme del estiércol –dijo Rafe, interrumpiendo a su madre.

Heidi parpadeó sin comprender.

–¿Perdón?

–¿Lo vendes?

–Sí, es muy buen fertilizante. ¿Necesitas comprar?

–No.

Heidi tardó varios segundos en comprender que no estaba tan interesado en hablar del estiércol como en cambiar de tema. Realmente, no había sido nada sutil. Intentó recordar lo que May estaba diciendo en aquel momento y se dio cuenta de que la intención de Rafe era evitar que su madre hablara de Clay.

–Si cambia de opinión... –musitó, preguntándose si Clay sería la oveja negra de la familia.

Glen sacó unas tazas limpias del armario.

May le sonrió.

–Parece que sabes moverte en la cocina.

–Llevo mucho tiempo solo. Un hombre tiene que saber hacer de todo. Esta... –señaló a Heidi–, apareció en mi vida con solo tres años. Era la cosa más bonita que he visto en mi vida, pero hacía mucho tiempo que había nacido su padre y yo ya no me acordaba de lo que era criar a un niño. Y la verdad es que tampoco había colaborado mucho en la educación del mío. Era el típico hombre que intenta zafarse en cuanto tiene una oportunidad. Por supuesto, no me siento orgulloso de ello. Aun así, conseguí apañármelas con Heidi y llegamos a convertirnos en una verdadera familia.

May suspiró.

–Es una historia maravillosa. Otros muchos hombres no se habrían tomado tantas molestias.

Heidi ahogó un gemido. Aunque era cierto que Glen se había hecho cargo de ella, sabía que lo había recordado para impresionar a May, no para evocar el pasado. Su abuelo siempre había tenido una mano especial para las mujeres. Desgraciadamente no podía decirse que tuviera un gran historial en lo que se refería a las relaciones sentimentales estables. Heidi iba a tener que recordarle que a aquella pobre mujer ya le había robado doscientos cincuenta mil dólares. Lo último que necesitaba era que le rompiera también el corazón.

Glen sirvió el café. Heidi sacó la leche de la nevera y preguntó si alguien quería azúcar. Por supuesto, Rafe tomaba el café solo y sin azúcar.

–¿Es leche de cabra? –preguntó May mientras levantaba la jarrita.

–Sí.

–Pues voy a probarla –bebió un poco y sonrió–. Perfecta. De hecho, todo me parece perfecto. Por lo que veo, no hay ninguna razón para que no podamos llegar a alguna clase de acuerdo.

–Mamá... –comenzó a decir Rafe.

Su madre le hizo un gesto para que se callara.

–Quiero estar aquí, Rafe. Quiero formar parte del rancho y no veo ningún motivo por el que Heidi y Glen no puedan formar también parte de él. Hay espacio de sobra para todos.

A Heidi le gustaba como sonaba aquello, pero se reservaba su opinión hasta que conociera todos los términos de aquel acuerdo. O hasta que pudiera devolverle a May el dinero. Aunque tenía la sensación de que eso podía llevarle mucho tiempo.

–¿Qué tienes en mente? –preguntó Heidi.

–Me gustaría hacer algunos arreglos –contestó May–. Hay que arreglar el establo y las cercas. Y la casa... –miró los electrodomésticos–. Todo esto estaba ya cuando yo vivía aquí. Odio ese horno.

–Yo también –admitió Heidi–. Uno de los lados apenas calienta.

–Sí, y tienes que estar girando continuamente la bandeja del horno. Habrá que pintar y posiblemente cambiar los suelos.

–Paso a paso –le recordó Rafe–, cada cosa a su debido tiempo.

May apretó los labios.

–Lo siento, Rafe, pero llevo veinte años deseando volver a este rancho y por fin lo he conseguido. A mi edad, uno no puede permitirse el lujo de hacer las cosas despacio.

–¡A tu edad! –Glen sacudió la cabeza–. Pero si apenas has dejado de ser una adolescente. ¡Es una pena que seas tan joven para mí!

May agachó la cabeza.

–Tengo cuatro hijos.

–Sí, pero incluso viendo a Rafe aquí, me resulta difícil creerlo.

Rafe apretó la mandíbula.

–A lo mejor deberías hacer una lista –dijo Rafe.

Todos se volvieron hacia él.

–De lo que te gustaría hacer en el rancho –aclaró.

–Sí, es una buena idea –se mostró de acuerdo su madre.

–Hasta una ardilla ciega es capaz de encontrar una bellota de vez en cuando –musitó Rafe.

Heidi disimuló la sonrisa tras la taza y pensó que a lo mejor se había precipitado al juzgar la falta de sentido del humor de Rafe. Por mucho que le gustara May, era consciente de que no era fácil tratar con ella. Aquella mezcla de dulzura y determinación podía llegar a ser explosiva. Y Glen no era más sencillo.

May dejó la taza.

–Rafe y yo deberíamos marcharnos. Quiero ponerme a hacer inmediatamente esa lista. ¿Sabéis que estamos alojados en el Ronan’s Lodge, verdad?

–Así que os vais a quedar en Fool’s Gold –comentó Glen.

Fue Rafe el que contestó.

–Sí, hasta que no se arregle todo esto, no pensamos movernos de aquí.

Era más una amenaza que una promesa.

–¡Qué alegría! –Glen tomó la mano de May–. Estoy deseando volver a verte.

–Yo también –susurró May en respuesta, mirándole a los ojos.

Heidi no sabía si sería mejor dejar sola a aquella pareja o insistir en hacer de carabina. En cualquier caso, iba a tener una larga conversación con su abuelo.

Estaba preguntándose si sería capaz de hacerle entrar en razón cuando descubrió a Rafe observando atentamente a Glen.

Como si no tuvieran ya suficientes problemas, pensó sombría, segura de que Rafe continuaría intentando proteger lo que consideraba suyo. Lo único que esperaba era que esa casamentera le encontrara pareja pronto. Estando Rafe distraído, ella tendría más posibilidades de sobrevivir al desastre en el que se había convertido su vida.

Heidi esperó a que se alejaran Rafe y su madre para regresar al cuarto de estar y sentarse enfrente de su abuelo. Glen se había sentado ya en su butaca favorita, dispuesto a ver la televisión.

–No tan rápido –le advirtió Heidi, quitándole al mando a distancia–. Tenemos que hablar.

–¿Sobre qué?

Era todo inocencia, pensó Heidi con enfado.

–De May Stryker. Tienes que dejarlo inmediatamente. Ya he visto lo que te propones.

–Es una mujer atractiva.

–Sí, y una mujer con la que no tienes que involucrarte bajo ningún concepto –se sentó en la alfombra, delante de él–. Glen, lo estoy diciendo en serio. No sigas. No compliques todavía más las cosas. Ya sabes lo que pasará. Te acostarás con ella unas cuantas veces, se enamorará de ti y tú perderás todo el interés.

–Heidi, estás siendo muy dura conmigo.

–A lo mejor, pero sé que es verdad. Y todo esto es muy importante.

–Lo sé –se inclinó hacia ella–. Y no estoy tonteando con nadie.

–Estás coqueteando con ella.

–Porque me gusta de verdad.

–Te gustan todas las mujeres.

La expresión de Glen se tornó seria.

–No, me gusta ella. Esta vez es diferente.

Heidi fijó la mirada en aquel rostro tan familiar y se preguntó si sería capaz de hacerle entrar en razón.

–No vas a conseguir convencerme de que esto puede llegar a ser algo más que una aventura. Durante toda mi vida te he oído decir que el amor es algo para tontos y débiles mentales. Que si siento que me estoy enamorando, lo que tengo que hacer es salir corriendo en dirección contraria.

–¡Lo sé, lo sé! –alzó las dos manos–. Y tienes toda la razón al recordármelo. Pero estoy envejeciendo, Heidi. Hasta yo estoy dispuesto a admitirlo. Y envejecer solo está comenzando a convertirse en un error innecesario. Así que creo que estoy empezando a entender el valor de esa frase «hasta que la muerte nos separe», siempre que encuentre a la mujer adecuada.

Heidi sacudió la cabeza.

–No. No me creo que de pronto te hayas dado cuenta de que estabas completamente equivocado.

–¿Por qué no? En otra época la gente pensaba que el mundo era plano y, sin embargo, no es cierto. Como te he dicho, es posible que estuviera equivocado. Y May no es como ninguna de las mujeres que he conocido. Eso es algo que no puedo ignorar.

Heidi se tapó la cara con las manos.

–¡No me hagas esto, te lo suplico!

Glen se inclinó para darle un beso en la frente.

–Eres una buena chica, Heidi, y te quiero. Lo sabes, ¿verdad?

–Sí, Glen, yo también te quiero.

–Entonces, confía un poco en mí.

–Margarita con extra de tequila –pidió Heidi.

Jo, la propietaria y camarera del bar de Jo, arqueó una ceja.

–Tú no sueles beber tanto.

–Esta noche, sí.

–¿Tienes que conducir?

Otras personas encontrarían aquella pregunta irritante u ofensiva. A Heidi le encantaba. El hecho de que los unos se preocuparan por los otros, que se entrometieran en las vidas de los demás, era una de las muchas razones por las que su abuelo y ella querían vivir en aquella ciudad.

–Me ha traído Glen y vendrá a buscarme cuando le llame –le aclaró Heidi.

–En ese caso, de acuerdo. Dosis extra de alcohol.

Jo se alejó de ella. A los pocos minutos entraban Annabelle y Charlie en el bar. Lo recorrieron con la mirada y, al ver a Heidi en una de las mesas, corrieron hacia ella.

–No te vas a creer los rumores que están empezando a correr por el pueblo –dijo Annabelle mientras se sentaba–. ¿Es verdad que la jueza te ha ordenado acostarte con Rafe Stryker?

Heidi estuvo a punto de atragantarse.

–¡No, claro que no!

–Pues es una pena –respondió con un suspiro la bibliotecaria, una mujer pequeña y pelirroja–. Le vi ayer. Es guapísimo.

–¿De verdad está corriendo ese rumor? Me refiero a lo de que tengo que acostarme con él –añadió Heidi–, no a lo de que sea guapísimo.

Charlie elevó los ojos al cielo.

–No. Annabelle, de verdad, necesitas un hombre. Estás empezando a parecer desesperada.

–Dímelo a mí. Me prometí a mí misma que no quería saber nada de relaciones. Los hombres que me gustan nunca se enamoran de mí. ¿Crees que la jueza podría ordenar a Rafe que se acostara conmigo? –se apartó un mechón de pelo de la cara y se volvió hacia Charlie–. Tú que conoces a todo el mundo podrías preguntárselo.

Charlie gimió.

–Probablemente esta noche no deberías beber alcohol. Solo Dios sabe lo que podrías llegar a hacer.

–Soy bibliotecaria –respondió Annabelle muy digna–. ¿No has oído decir nunca que las bibliotecarias somos personas muy puritanas?

–Creo que ese es un rumor provocado por las propias bibliotecarias para distraer la atención –musitó Charlie–. Eres mucho más salvaje de lo que pretendes hacernos creer.

Heidi se echó a reír. Eso era justo lo que necesitaba: estar con sus amigas, personas que la querían y la hacían reír. La combinación perfecta.

Nevada Janack se reunió con ellas.

–¿Llego tarde? Tucker está en China, hemos estado hablando y he perdido completamente la noción del tiempo.

–No hace falta que nos recuerdes que estás enamorada.

Heidi se apartó para hacer sitio a Nevada, que se sentó a su lado.

–No pienso pedir perdón por tener el marido perfecto –respondió Nevada con los ojos brillantes de alegría–. Pero estoy dispuesta a compadecerme de ti por no tener un hombre como Tucker.

–Es una pena que solo haya uno como él –se lamentó Annabelle con un suspiro–. O como Rafe.

Nevada se volvió hacia Heidi.

–Están corriendo rumores sobre vosotros.

Jo regresó a la mesa.

–¿Margaritas para todas? Os advierto que Heidi ha pedido doble dosis de alcohol.

Heidi elevó las manos al cielo.

–En cuanto os cuente todo lo que me está pasando me comprenderéis.

–De acuerdo –dijo Charlie–, estoy deseando oír todos los detalles. Yo también quiero una margarita, pero sin dosis extra de tequila.

Las otras pidieron lo mismo que ella. Acompañaron las margaritas con lo que solían pedir siempre: patatas fritas, guacamole y un par de platos de nachos. No era particularmente nutritivo, pensó Heidi, sintiendo cómo le sonaba el estómago, pero era la comida perfecta para la ocasión.

A los pocos meses de llegar al pueblo, Heidi había hecho amistad con todas las mujeres que estaban reunidas en aquella mesa. Nevada, una de las trillizas Hendrix, se había casado el día de Año Nuevo en una ceremonia que había compartido con sus dos hermanas. Aunque continuaba siendo tan encantadora como siempre, su relación era diferente. Tucker y ella estaban locamente enamorados. Heidi nunca había envidiado la felicidad de nadie, pero a veces le resultaba difícil estar junto a aquellos felices recién casados. Cada caricia, cada mirada furtiva, le hacía recordar su propia soltería. Por supuesto, eso no significaba que estuviera buscando que desde un juzgado le ordenaran acostarse con Rafe Stryker como remedio.

Agradeció a Dios la presencia de Charlie y Annabelle. Ellas estaban en su misma situación y aquello había fortalecido su amistad.

La conversación giró alrededor de Heidi. Por un momento, Heidi se permitió recordar otra amistad, una amistad tan intensa como la que compartía con aquellas mujeres. Melinda, la que había sido su mejor amiga durante mucho tiempo, habría cumplido ya veintiocho años. Pero había muerto seis años atrás. Aquella había sido una trágica pérdida.

–¿Estás bien? –le preguntó Annabelle.

Heidi asintió e intentó dejar de lado los recuerdos. Ya los lloraría más tarde, cuando estuviera sola. De momento, lo que tenía que hacer era apreciar lo que estaba compartiendo con sus amigas.

Jo regresó con la bebida y prometió que la comida no tardaría. Cuando se dirigió de nuevo hacia la barra, Annabelle se inclinó hacia Heidi.

–Cuéntanoslo todo. ¿Qué dijo la jueza en realidad?

Heidi bebió un sorbo de su margarita.

–Básicamente, que tenemos que compartir el rancho hasta que ella decida cómo puede resolverse este problema –se inclinó hacia delante para explicar los detalles del plan, incluyendo las mejoras que May había propuesto.

–No lo comprendo –dijo Charlie–. ¿Por qué va a querer May Stryker pagar las mejoras de un rancho que podría perder?

–Creo que está convencida de que se quedará con él –admitió Heidi, intentando no hundirse al pensar en que podía perder su casa–. Intento decirme a mí misma que por lo menos May es una buena mujer y que Glen no está en la cárcel.

–¿Pero por qué tiene tanto interés en el rancho? –quiso saber Annabelle–. ¿Por qué no compra otro en otra parte?

–Por lo visto, estuvieron viviendo allí –les explicó Nevada–. Eso fue hace mucho tiempo. Yo todavía era muy pequeña y creo que nunca coincidí en clase con sus hijos. Creo que el más pequeño, Clay, tenía un año más que yo –arrugó la frente mientras pensaba en ello–. También tenían una hermana. No me acuerdo mucho de ella. Lo que sí recuerdo es que era una familia muy pobre. Realmente pobre. Mi madre siempre pretendía llevarles ropa de mis hermanos, pero después de que la hubieran usado los tres, no estaba en muy buenas condiciones. Pero les llevaba comida y regalos. Era como si todo Fool’s Gold hubiera adoptado a la familia.

Heidi no podía imaginar a un hombre tan orgulloso como Rafe aceptando la caridad de nadie.

–Debía de ser muy difícil para todos ellos. En el juzgado dijeron que el hombre para el que trabajaba May le prometió que se quedaría con el rancho cuando muriera. Pero al final se lo dejó a unos parientes lejanos. Y ahora han vuelto a quitarle el rancho por segunda vez.

Nevada le dio un abrazo.

–Tú no has hecho nada malo. Todo esto es culpa de Glen. Ya sé que estaba intentando ayudar a un amigo, pero ahora, por su culpa, tú estás en una situación muy complicada. Pero lo superarás, y nosotras estaremos a tu lado para ayudarte. Dinos qué podemos hacer por ti.

Heidi apreciaba que pensaran que bastaría con que se mantuvieran unidas para solucionar aquel problema. Esa era otra de las muchas razones por las que adoraba aquel lugar y por las que iba a luchar por el que consideraba su hogar. El hecho de que Rafe y su madre dispusieran de más recursos que ella no tenía por qué importarle. Ella tenía a sus amigas de su parte.

–Es mi abogada la que quiere que me acueste con él –admitió mientras vaciaba su copa.

Sintió el agradable calor del tequila en el estómago. Cuando terminó, vio que las tres mujeres la estaban mirando.

–¿Y te dijo por qué? –preguntó Charlie.

–Cree que de esa forma podría ablandarle.

Charlie arqueó las cejas.

–Si le ablandas, es que estás haciéndolo mal.

Las cuatro mujeres se miraron la una a la otra y estallaron en carcajadas.

Cuando recuperó la respiración, Annabel se reclinó en el asiento.

–Tendrás que ser muy buena. Porque no me imagino a nadie pagando doscientos cincuenta mil dólares por acostarse conmigo.

–¿Qué cantidad considerarías apropiada? –le preguntó Charlie a Annabelle.

–No sé... a lo mejor unos dos mil dólares. Por supuesto, si comienzas una aventura y sumas el número de veces que lo has hecho... –se interrumpió de pronto–. ¿Qué os pasa?

Nevada se aclaró la garganta.

–Creo que la abogada de Heidi hablaba en términos metafóricos. Lo que quería decir era que si Heidi llegaba a acostarse con Rafe, a lo mejor le perdonaría la deuda. No creo que estuviera sugiriendo un plan de pago a través de servicios sexuales.

–¡Oh! –Annabelle se sonrojó–. Lo siento.

–No pasa nada –respondió Heidi sonriendo–. Pero Charlie tiene razón. Estás fatal. Necesitas cuanto antes un hombre.

–Muéstrame uno que tenga algún interés en mí y allí estaré. O no. Probablemente no saldría bien. Pero volvamos al tema del que estábamos hablando. A lo mejor deberíamos encontrarle una mujer a Rafe. Algo que le distraiga. Si se enamora, podría llegar a olvidarse de hacer daño a Heidi.

–No es mala idea –musitó Charlie.

Jo regresó con los platos y la comida. Heidi sentía ya un agradable mareo. Pero era consciente de los peligros de beber con el estómago vacío, así que tomó una patata frita y un poco de guacamole.

–¿A quién estás pensando en sacrificar? –preguntó Nevada mientras alargaba la mano hacia los nachos.

–Lo más lógico sería que fueras tú –contestó Charlie.

Heidi se detuvo cuando estaba a punto de hundir una segunda patata frita en el aguacate. Entonces se dio cuenta de que Charlie la estaba mirando. De hecho, estaban mirándola las tres.

–¿Qué? No, yo no.

–Eres tú la que vas a estar más cerca de él –señaló Nevada–. Pasaréis mucho tiempo juntos en el rancho.

–Ese hombre me odia. Me mira con desprecio. Es un tipo rico de la gran ciudad. Y yo desprecio a los hombres como él. Se cree que es mejor que nadie.

–A lo mejor esa es la imagen que da, pero si creció siendo pobre, seguramente solo sea una fachada. Es posible que descubras al hombre que se esconde bajo ella.

–Lo dices como si fuera un monstruo marino.

Annabelle sonrió.

–Lo único que estoy diciendo es que a lo mejor merece la pena intentarlo. No tienes nada que perder. Al fin y al cabo, estamos hablando de un hombre muy atractivo.

–Sí, un hombre atractivo y de anchos hombros –dijo Heidi.

–Y no te olvides del trasero –le recordó Charlie–. Le he visto andando por el pueblo. Lo tiene precioso.

–Sería por una buena causa –añadió Nevada.

–¿Acostarme con mi enemigo? Creo que había una película que se titulaba así y terminaba bastante mal.

Annabelle sonrió.

–Pero en este caso, estoy segura de que conseguirías abrumar a tu enemigo con tus encantos.

Yo no tengo encantos. Rafe no va a enamorarse de mí. No es mi tipo y yo no soy el suyo. Lo único que tenemos que hacer es intentar conseguir que pase toda esta época sin empeorar más las cosas. Y creo que acostándome con él, las empeoraría definitivamente.

También necesitaba averiguar cómo iba a conseguir los doscientos mil dólares que necesitaba para devolverle el dinero a May, pero ese era un tema del que no le apetecía hablar en aquel momento con sus amigas. El consuelo era una cosa, la compasión otra muy diferente.

–Estoy convencida de que podrías seducirle si quisieras –dijo Annabelle.

Nevada y Charlie se mostraron de acuerdo.

Heidi tomó su margarita con las dos manos y se echó a reír.

–Os agradezco el voto de confianza, aunque no me lo perezca –alzó su vaso–. Por las mejores amigas del mundo.

Gracias a varios vasos de agua, una aspirina y el remedio secreto de su abuelo, Heidi se despertó perfectamente a la mañana siguiente. No tenía ni dolor de cabeza ni el estómago revuelto. A lo mejor debería olvidarse de las cabras y vender aquella fórmula.

Después de realizar las tareas habituales del día, se dirigió al establo. La noche anterior, Charlie había comentado que no podría pasarse por el rancho durante un par de días. Eso significaba que Mason, el capón de Charlie, necesitaría hacer ejercicio. No podía decir que fuera una tarea desagradable, pensó Heidi, imaginándose montando bajo el sol de abril. Podía sacar a Mason durante un par de horas y regresar a casa para la hora del almuerzo. Después, saldría a montar a Kermit, el otro caballo que tenía en el establo.

–Un trabajo duro, pero alguien tiene que hacerlo –musitó feliz mientras se ponía las botas de montar.

Se puso una buena capa de protector solar, agarró un sombrero vaquero y se dirigió hacia la puerta. Y estaba ya en el porche cuando vio un Mercedes aparcando al lado de la casa. El buen humor se esfumó al instante.

May Stryker salió por la puerta del asiento de pasajeros, saludando y sonriendo.

–¡Hola! Espero no molestar. Estaba deseando venir.

–No eres ninguna molestia –le aseguró Heidi.

Y en el caso de May, era completamente cierto. Aquella mujer era adorable y si fuera ella la única Stryker implicada en el caso, Heidi estaba convencida de que no les costaría nada llegar a un acuerdo.

El problema principal, de casi dos metros, salió del coche más lentamente y la miró por encima del techo.

–Buenos días.

Bastaron dos palabras y pronunciadas en voz baja para provocarle a Heidi un extraño temblor en la boca del estómago.

La culpa era de sus amigas, comprendió Heidi. Todo lo que habían hablado sobre sus posibilidades de acostarse con Rafe se había filtrado en su cerebro. Veinticuatro horas atrás, le veía solamente como un hombre malvado dispuesto a destruirla. En aquel momento era alguien con un bonito trasero al que debería intentar seducir en un penoso esfuerzo por salvar su hogar.

–Lárgate.

Lo dijo en una voz tan baja que parecía haber pensado más que pronunciado aquella palabra.

Pero eso no mermaba la intensidad de su deseo. ¿Por qué él? ¿Por qué no podía tener May un hijo más amable que comprendiera que la gente podía cometer errores?

–Eh... ahora mismo iba a montar –les explicó–. Los caballos que alojamos en el rancho tienen que hacer ejercicio.

May caminó hacia ella.

–Eso suena divertido. ¿Cuántos caballos tienes?

–Los dos que viste ayer.

–¡Ah, perfecto! Rafe, ¿por qué no ayudas a Heidi? Si tú montas al otro caballo, terminará su trabajo en la mitad de tiempo.

Sí, y también podrían ir a hacerse una endodoncia. Eso también podría ser divertido.

Heidi hizo un esfuerzo sobrehumano para mantener una expresión neutral.

–No hace falta, de verdad. Además, no creo que a Rafe le guste montar.

Ni siquiera estaba segura de que supiera hacerlo. Aunque tenía que admitir que imaginarle sobre una silla de montar tenía su atractivo. A lo mejor se caía, se daba un golpe en la cabeza y olvidaba todo lo ocurrido. En ese caso, ella fingiría que nunca había estado enfadado con él y sus problemas se resolverían...

Rafe arqueó una ceja.

–¿Crees que no estoy a la altura del desafío?

–Yo no he dicho eso.

–No hace falta que lo digas –alargó la mano hacia el interior del coche y sacó unas gafas de sol. Después, señaló el establo–. Adelante, yo te sigo.

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