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Capítulo 3

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Heidi permanecía incómoda en la sala, al lado de la amiga de Glen. Era la primera vez que estaba en un tribunal. Jamás en su vida le habían puesto siquiera una multa. Le entraban ganas de salir corriendo. La jueza, una mujer alta vestida de negro, la intimidaba más de lo que estaba dispuesta a admitir. El alguacil le parecía igualmente autoritario con el uniforme. Había un ambiente de expectación, se oían rumores nerviosos entre aquellos que estaban observando lo que allí ocurría.

Desvió la mirada de Glen y de Trisha, que hablaban en voz queda, hacia al otra mesa. Rafe Stryker estaba sentado al lado de un hombre que parecía tan poderoso como él. Los dos iban vestidos con trajes de color azul marino, camisas blancas y corbatas rojas. Pero el parecido terminaba allí. Rafe era un hombre moreno, de pelo negro, ojos negros y ceño sombrío. Miraba a su alrededor con expresión hostil, como si le molestara tener que perder el tiempo con un asunto tan insignificante como aquel. Aunque, según el abogado de Glen, May Stryker había comprado el rancho con su hijo, lo que significaba que Rafe jugaba un papel idéntico al de su madre en la demanda.

El abogado tenía el pelo rubio y unos ojos azules increíbles. Era suficientemente guapo como para que Heidi, a pesar de la preocupación del momento, se fijara en él. Cuando volvió a mirar a Rafe, sintió que algo se le cerraba en la boca del estómago, algo que no le había ocurrido al mirar a su abogado.

Trisha se volvió y le hizo un gesto a Heidi para que se inclinara hacia ella.

–Es Dante Jefferson –susurró, señalando al abogado de Rafe–. Le conozco únicamente de oídas, aunque no me importaría llegar a conocerlo más íntimamente.

Heidi parpadeó sorprendida. Por supuesto, no era ella quién para juzgarla. Al fin y al cabo, Trisha estaba haciendo aquello de forma gratuita.

–¿Es bueno?

Trisha tensó entonces su expresión.

–Es el mejor. No es solo el abogado de Rafe, también es su socio. Ambos son dos hombres de negocios de éxito. Entre los dos han ganado tanto dinero como el Producto Interior Bruto de un país de tamaño medio.

Heidi se llevó la mano al estómago.

–¿Crees que Glen va a ir a la cárcel?

–No, si puedo evitarlo. Eso dependerá de lo que dictamine la jueza –se volvió hacia Harvey–. ¿Estás preparado?

El anciano asintió.

–He venido aquí por Glen, igual que él está aquí por mi culpa.

–Muy bien. La jueza querrá hablar contigo –le advirtió–. Sé sincero. Cuenta exactamente lo que pasó.

–Lo haré.

Heidi esperaba que eso bastara para liberar a su abuelo.

Miró a su alrededor mientras Trisha volvía a concentrarse en Glen. May Stryker cruzó con ella la mirada, la saludó con la mano y sonrió. Heidi no estaba segura de qué hacer tras aquel saludo. Al fin y al cabo, May era la razón por la que Glen se había buscado problemas.

No, se recordó a sí misma. Glen era el culpable de sus propios problemas. Le había estafado a May una enorme cantidad de dinero. Aunque lo hubiera hecho para ayudar a Harvey, había provocado una situación extremadamente compleja.

Quería estar enfadada con su abuelo, pero no era capaz de superar el miedo que la invadía. En cuestión de minutos, podrían haberlo perdido todo. La casa que tan desesperadamente había deseado, sus queridas cabras y hasta el último céntimo que tenía. ¿Y después qué? ¿Adónde iría? Lo único que ella quería era disfrutar de un hogar y estaban a punto de arrebatarle aquella posibilidad.

La jueza Loomis se quitó las gafas.

–He revisado el material. Señora Wynn, ¿defiende al señor Simpson gratuitamente?

La abogada de Glen se levantó.

–Sí, Señoría. Me sentí tan conmovida por el caso que decidí ayudarle.

–Así lo haré constar.

El miedo a perderlo todo llevó a Heidi a levantarse.

–¿Señoría?

La jueza le dirigió una mirada de desaprobación. Trisha gimió.

–Soy Heidi Simpson –se presentó Heidi rápidamente–. ¿Puedo hablar?

La jueza miró los documentos que tenía delante y alzó de nuevo la mirada hacia Heidi.

–Estamos hablando de su rancho. ¿Qué tiene que decirnos, señora Simpson?

Heidi miró a Trisha, que elevó los ojos al cielo. Era consciente de que todo el mundo la estaba mirando.

Ella estaba acostumbrada a enfrentarse al público. Había crecido yendo con su abuelo de feria en feria, llevando diferentes atracciones. Sabía cómo convencer a la gente para que tirara un aro o se reuniera a su alrededor mientras ella hacía trucos de cartas. Pero aquella era una atención que esperaba y buscaba. Lo tenía todo planificado, sabía qué decir. Aquello era diferente, sobre todo porque había muchas cosas en juego.

Heidi ignoró el temblor que comenzó en sus piernas y se extendió rápidamente por todo su cuerpo. Quería ser fuerte, estar a la altura de las circunstancias y encontrar las palabras adecuadas para impresionar a la jueza.

–No me gusta estar aquí –admitió Heidi, con la mirada fija en la expresión neutral de la jueza–. Pero me alegro de que Harvey esté vivo –miró al amigo de su abuelo y sonrió–. Conozco a Harvey desde que era niña. Forma parte de mi familia. Cuando vino a ver a Glen, se estaba muriendo. Ahora es un hombre sano y ha sido mi abuelo el que ha hecho eso posible. Por mucho que quiera mi rancho, no puedo valorarlo más que la vida de una persona.

Rafe soltó un sonido burlón, pero su abogado le siseó algo.

Heidi se descubrió entonces mirando a aquel despiadado hombre de negocios.

–No todo puede reducirse al valor del dinero –le dijo–. Mi abuelo se equivocó al venderle a la señora Stryker el rancho y también al aceptar el dinero. Pero no lo hizo a la ligera, tenía una buena razón. Quería ayudar a un amigo que para él es como un hermano.

Heidi volvió a mirar a la jueza, pero era incapaz de averiguar lo que estaba pensando. Continuó hablando.

–Ese rancho es todo lo que he deseado a lo largo de mi vida. Me dedico a criar cabras, Señoría. Tengo un rebaño de ocho. Utilizo la leche para hacer queso y jabón. También vendo parte de la leche. No es un gran negocio. Me da para mantenernos a mí y a mi abuelo. Fue él el que se hizo cargo de mí cuando mis padres murieron. Él me cuidó y me quiso y ahora quiero estar a su lado. Asumo la responsabilidad de lo que hizo mi abuelo. Estamos dispuestos a aceptar algún plan de pago para la señora Stryker.

–Veo que está dispuesta a hacer cualquier cosa por su abuelo –reconoció lentamente la jueza–. Pero no tiene los doscientos mil dólares que cobró por el rancho.

–No.

–¿La propiedad está hipotecada?

Trisa se levantó.

–Pido permiso para acercarme, señoría. Tengo aquí toda la documentación de la hipoteca.

La jueza asintió.

Trisha le llevó una carpeta y volvió a sentarse con Glen. Heidi esperó ansiosa mientras la jueza hojeaba los documentos y los recorría rápidamente con la mirada. Cuando terminó, alzó la mirada por encima del borde de sus gafas.

–Teniendo en cuenta la situación económica actual, es poco probable que pueda conseguir una segunda hipoteca. Y, según mis cálculos, apenas cubriría un veinte por ciento de lo que su abuelo le cobró a la señora Stryker.

Heidi miró a la jueza sin saber qué decir. ¿Otra hipoteca? ¿Y de dónde se suponía que iba a sacar el dinero para pagarla?

–¿De qué cantidad de dinero dispone ahora en efectivo?

Heidi pensó en sus ahorros y tragó saliva.

–De dos mil quinientos dólares.

Se levantaron susurros en la sala. Heidi sintió como se sonrojaba.

El abogado de Rafe se levantó.

–Su Señoría, tenemos todos muy claro lo mucho que la señora Simpson quiere a su abuelo y comprendemos que quiere pagar ese dinero. Pero Glen Simpson le robó a mi cliente. Se aprovechó de la avanzada edad de la señora Stryker y de su falta de experiencia en el mundo de los negocios para estafarle una importante cantidad de dinero.

–¿Avanzada edad? –preguntó May, en voz suficientemente alta como para que muchos la oyeran–. ¡No estoy chocheando!

–Siéntese, señor Jefferson –le ordenó la jueza–, ya le llegará su turno.

–Sí, Su Señoría –el abogado volvió a sentarse.

Parecía más complacido que ofendido por aquel requerimiento.

Heidi deseó que tanto Rafe como su amigo estuvieran más preocupados.

La jueza revisó sus notas y volvió a mirar a Heidi.

–Le ruego que se siente, señora Simpson. ¿Estoy en lo cierto al pensar que el hombre que está sentado a su lado es el señor Harvey, el amigo de su abuelo?

Heidi asintió.

La jueza le pidió a Harvey que se levantara y escuchó atentamente mientras él explicaba detalladamente cómo se había enterado de que tenía cáncer y de que solo había un tratamiento que pudiera devolverle la vida. Pero no era suficientemente mayor como para que pudieran atenderle de forma gratuita y nunca había tenido dinero para pagarse un seguro, así que no tenía manera de financiar la cura. Glen había sido la persona que había conseguido ese dinero y, gracias a él, había superado la enfermedad.

Glen fue el siguiente en hablar. Contó su historia y sus intenciones. A oídos de Heidi, sonaba como un jugador nómada con un corazón de oro. Lo cual no estaba muy lejos de la verdad. Su abuelo siempre había tomado decisiones sin pensar en las consecuencias. Con esa misma facilidad había incorporado a Heidi a su vida y su amor había compensado con creces sus ocasionales irresponsabilidades.

El último en levantarse para hablar fue el abogado de Rafe.

–Me alegro de que esté mejor –dijo, mirando a Harvey–. La salud es siempre una bendición.

Harvey asintió.

Dante se volvió entonces hacia la jueza.

–Su Señoría, creo que este caso tiene mucho que ver con lo que un hogar significa para alguien. Para la señora Simpson y para su abuelo, el rancho es un sueño hecho realidad. Pero también lo era para la señora Stryker. Treinta años atrás, su marido y ella llegaron a Fool’s Gold para trabajar en Castle Ranch. Su marido se ocupaba del rancho y May cuidaba de la casa al tiempo que criaba a sus hijos. Unos años después, el marido de May murió, dejándola sola con tres hijos pequeños.

Heidi sabía lo que iba a contar a continuación y comprendió que era casi tan conmovedor como la recuperación de Harvey. Aquello no era una buena noticia.

–May continuó trabajando como ama de llaves, pero al no contar con el salario de su marido, siempre tuvo problemas económicos. El señor Castle no era un hombre generoso y las condiciones de trabajo no eran fáciles, pero May continuó allí. Ya ve, el señor Castle le había prometido dejarle el rancho en herencia cuando muriera. Pero no era cierto, y cuando falleció, el rancho fue a parar a unos parientes lejanos. Destrozada, May se llevó a su familia a Los Ángeles. Allí encontró trabajo, pero nunca olvidó Castle Ranch. Cuando se enteró de que estaba en venta, decidió recuperar lo que le había sido negado. Pero una vez más, volvieron a arrebatárselo. Y en esta ocasión, el culpable fue un ladrón.

Dante se interrumpió para señalar a Glen. Pero Heidi estaba más preocupada por sus dramáticos gestos. Aunque no había participado de ninguna manera en la estafa de Glen, se sentía tan culpable como si hubiera hecho algo malo.

–¡Dante, ya está bien! –May se levantó–. Su Señoría, ¿puedo decir algo?

La jueza alzó las manos.

–Bueno, parece que hoy todo el mundo tiene derecho a hablar. Adelante, señora Stryker.

Rafe se levantó.

–Mamá, este no es el momento.

–Es exactamente el momento. Sé que eres un hombre de negocios de éxito y que para ti el dinero lo es todo, pero a mí esto no me está gustando nada. Sí, por supuesto, quiero recuperar el dinero, pero no quiero que Heidi y su abuelo se tengan que ir. Sé lo que se siente al perder un hogar. Tenemos que encontrar una solución entre todos. Tenemos que llegar a algún tipo de compromiso.

May se volvió hacia Heidi.

–Podríamos compartir el rancho. No sé exactamente de qué manera, pero me pareces una persona razonable y quiero que lleguemos a un acuerdo.

–Yo también –musitó Heidi.

–Estupendo –May se volvió hacia la jueza–. Heidi tiene unas cabras adorables y necesita un lugar para llevar su negocio.

–¿Es usted consciente de que Glen Simpson le robó doscientos cincuenta mil dólares? –preguntó la jueza.

–Por supuesto, pero Heidi ha mencionado la posibilidad de un plan de pago. Estoy abierta a ella.

–Pero no tiene dinero –repuso Dante–. Su Señoría, acaba de admitir que tiene dos mil quinientos dólares. Mi cliente no tiene interés en un plan de pago que termine en el siguiente milenio. Y, como él también firmó esos documentos, debería tener el mismo derecho a opinar sobre lo que va a suceder.

La jueza asintió lentamente.

–Sí, lo comprendo, señor Jefferson. Pero me sorprende que un hombre de negocios de éxito, como lo es su cliente, no se diera cuenta de que el contrato era una estafa antes de firmarlo.

Dante musitó algo para sí.

–Mi cliente es un hombre ocupado.

La jueza arqueó las cejas.

–¿Me está diciendo que no leyó los documentos en cuestión?

–No, no nos leyó.

–Caveat emptor, señor Jefferson –dijo la jueza.

Trisha se volvió y susurró:

–Es latín. Quiere decir que el comprador tiene que ser consciente de lo que compra.

Heidi quería creer que la jueza estaba de su lado, pero tenía la sensación de que se estaba precipitando al interpretar aquella conversación. Habiendo tantas cosas en juego, la esperanza parecía algo dolorosamente ingenuo.

La jueza Loomis se reclinó en la butaca de cuero y se quitó las gafas de sol.

–Señor Stryker, a pesar de lo que dice su abogado, ¿me equivoco al asumir que la propiedad en realidad es de su madre?

–No, Su Señoría.

La jueza asintió lentamente. Miró entonces a May, que permanecía en pie con las manos unidas.

–Todo esto me está dando mucho que pensar –dijo la jueza por fin–. Aunque el señor Simpson arrebató una significativa cantidad de dinero, creo que lo hizo con buenas intenciones. Pero eso no es ninguna excusa, señor Simpson –le advirtió con firmeza.

Glen bajó la barbilla.

–Tiene razón.

–Señor Simpson, su voluntad de ayudar a un amigo es admirable, pero doscientos cincuenta mil dólares son mucho dinero.

Heidi tragó saliva.

–Sí, Su Señoría.

–Señor Stryker, usted es un hombre de negocios que firmó un contrato sin leerlo. Se merece lo que le ha pasado.

Heidi vio que Stryker apretaba la mandíbula, pero no contestaba.

–Señora Stryker, usted parece la parte más perjudicada en todo esto, pero aun así, es la única que aconseja perdonar y llegar a un acuerdo. Le ha dado a mi parte más cínica una buena dosis para la esperanza. La admiro y, por lo tanto, consideraré este caso ateniéndome a su punto de vista.

Heidi no estaba segura de qué podía significar aquello, pero comenzaba a preguntarse si sería posible que no fueran a perderlo todo.

–Lo más fácil sería dejar al señor Simpson en prisión y llevarle a juicio o aceptar cierto grado de culpabilidad a cambio de verse libre de la cárcel. Señora Stryker, por usted, estoy dispuesta a considerar otras opciones. Me gustaría investigar si hay algún precedente de algún caso de este tipo. Desgraciadamente, mi horario de trabajo me impide hacerlo de inmediato y mi secretaria se casa la semana que viene y estará de luna de miel, así que tampoco podré contar con ella.

La jueza permaneció durante varios segundos en silencio, como si estuviera pensando en cómo resolver la situación.

–Tenemos también la cuestión del banco. ¿Estarían dispuestos a transferir el pago a la señora Stryker y a su hijo? Aunque no creo que vaya a representar ningún problema, también deben ser consultados. Y, como todos ustedes saben, los bancos pueden ser notoriamente lentos a la hora de responder a este tipo de casos.

Se interrumpió y sonrió ligeramente.

–De acuerdo, señora Stryker. Tendrá su acuerdo. Usted y su hijo compartirán la propiedad con la señora Simpson y su abuelo. De alguna manera, serán copropietarios. Continuaremos trabajando, hablando con el banco e investigando el caso en profundidad. Mientras tanto, señor Simpson, le sugiero que haga todo lo posible para conseguir el dinero que le debe a la señora Stryker. Legalmente, por supuesto.

Heidi se sentía como si acabara de caer en la madriguera de un conejo. ¿Compartir el rancho? ¿Los cuatro? Era mejor que perderlo todo, ¿pero cómo se suponía que iba a funcionar?

Vio que May sonreía radiante a Glen, y que Rafe le susurraba algo a su abogado.

–¿Señoría? –May alzó la mano.

–¿Sí?

–Si Heidi y yo estamos de acuerdo, ¿podríamos hacer arreglos en la propiedad? El establo necesita alguna reparación y las cercas se encuentran en un estado terrible.

–Le recuerdo que todavía no hemos llegado a una decisión definitiva. Es posible que termine perdiendo el rancho, señora Stryker. Por favor, no lo pierda de vista. Pero si usted y la señora Simpson están de acuerdo en llevar a cabo alguna mejora y acepta que no habrá ninguna compensación en el caso de que pierda este juicio, adelante. Llamaré a las dos partes cuando esté preparada para dictar sentencia. Y tengan paciencia. Podría llevarme algún tiempo.

Heidi todavía estaba regocijándose en aquel inesperado, aunque temporal, aplazamiento. Se levantó y se meció ligeramente. Se sentía como si acabara de evitar que la arrollara un tren.

–Es una buena solución, ¿verdad? –le preguntó a Trisha.

–Es mejor que el que Glen tenga que ir a juicio –le sonrió al anciano–. No es que no te adore, pero deberías ir a prisión. Doscientos cincuenta de los grandes es un delito –se volvió hacia Heidi–. Intenta arreglarlo todo con May. Averigua de qué manera podéis llegar a alguna clase de compromiso, sé amable con ella y, por el amor de Dios, empieza a ahorrar dinero. Si no se te ocurre ninguna otra solución, demostrar que estás haciendo progresos a la hora de devolver el dinero te ayudará.

–De acuerdo –musitó Heidi, consciente de que Rafe estaba manteniendo una acalorada conversación con su abogado.

Dirigió varias miradas de enfado en su dirección.

May, decidió Heidi, no iba a suponer ningún problema. ¡Y ojalá pudiera decir lo mismo de su hijo!

Trisha se inclinó hacia ella.

–Recuerda lo que te dije ayer –le susurró–. El sexo puede arreglar muchas situaciones difíciles.

Heidi se fijó en el traje de Rafe y en sus zapatos caros. Y aunque los ignorara, estaba él mismo. Todo en él parecía reflejar obstinación y arrogancia. Por supuesto, era un hombre atractivo y no le resultaría difícil perderse en aquellos ojos oscuros, pero tenía la sensación de que caer rendida a su hechizo se parecería mucho a la fascinación que podía sentir un conejo por una cobra. Todo podía parecer muy divertido hasta que le clavara los colmillos.

–Rafe Stryker nos es un hombre fácil de seducir.

–Todos los hombres son fáciles de seducir.

–En ese caso, yo no soy una mujer seductora –admitió Heidi–. No sabría por dónde empezar.

Se suponía que el sexo no estaba relacionado con el poder, sino con el amor. O, por lo menos, con el cariño y la atracción.

–En cualquier caso, piensa en ello –le aconsejó Trisha–. Una mujer es capaz de derribar un imperio.

Sí, sonaba muy bien, pero Heidi no tenía ninguna intención de hacerlo. Lo único que ella pretendía era evitar que su abuelo fuera a prisión y, al mismo tiempo, conservar su casa y sus cabras. Eran sueños modestos que seguramente no impresionaban a nadie, pero para ella representaban todo un mundo.

Aun así, era un momento de decisiones desesperadas. Miró a Rafe, reparando en sus fuertes hombros y en sus labios sorprendentemente sensuales. ¿Sería capaz de hacerlo? ¿Podría seducir a un hombre como él? ¿Sería capaz de hacerle olvidar que se suponía que quería destruirla?

Se imaginó a sí misma con un vestido elegante, tacones, el pelo suelto y rizado y revuelto por el efecto de un ventilador invisible. «Como en las películas», pensó. Pero en vez de hacer una entrada sensual, probablemente se tropezaría con el dobladillo del vestido y terminaría cayéndose al suelo. Sí, sería realmente impresionante.

La imagen era tan nítida que sonrió, y entonces volvió a mirar al hombre en cuestión. Que, por su parte, no parecía tan divertido. Mostraba una expresión férrea que le advertía que él no estaba jugando y que si realmente pensaba que podía interponerse entre él y su objetivo, se arrepentiría. La temperatura de la sala pareció descender varios grados. Nerviosa, Heidi se cruzó de brazos.

–¿Heidi?

May se acercó a ella.

–Lo que he dicho lo he dicho en serio –le aseguró–. Sé que llegaremos a un acuerdo. Soy consciente de que Glen no pretendía hacerme ningún daño. Él solo quería ayudar a un amigo.

Heidi se preguntó si ella habría sido tan generosa en el caso de que la situación hubiera sido la inversa.

–Te lo agradezco. Mi abuelo no es un mal hombre. Aunque a veces sea un poco impulsivo.

May sonrió. Sus ojos oscuros brillaban con humor.

–A veces, esa es una cualidad excelente.

–Siempre y cuando al final no termines necesitando un abogado.

–Exacto.

May era una mujer muy guapa, con arrugas alrededor de los ojos. Era de la misma estatura de Heidi, aunque algo más gruesa y vestía una ropa que favorecía sus curvas. Heidi tiró de las mangas del único vestido bonito que tenía. Era un vestido de seda negra con una manga tres cuartos. Le llegaba a altura de las rodillas y podía ponérselo tanto para una reunión de negocios como para un funeral. Lo había encontrado en una tienda de segunda mano de Albuquerque unos cinco años atrás, junto con unos zapatos a juego.

–Tendremos que reunirnos –dijo May mientras sacaba su teléfono móvil–. Déjame tu número y estaremos en contacto.

–Ha sido muy agradable –comentó May mientras Rafe la acompañaba a su habitación en el hotel.

¿Agradable? Habían pasado la mañana delante de una jueza que había dejado su caso en suspensión durante un tiempo indefinido. Le había humillado regañándole en público por no haber leído el contrato. Estaba deseando salir de Fool’s Gold y no regresar nunca más. En aquella ciudad nunca ocurría nada bueno.

Abrió la suite de su madre y la siguió al interior. Por muchas ganas que tuviera de regresar a San Francisco, sabía que no podía marcharse. Por lo menos hasta que no supiera qué planes tenía su madre.

–Sabes que no se ha resuelto nada –le recordó a May.

May dejó el bolso encima de la mesa que había frente a la puerta y se dirigió hacia el salón, un espacio luminoso y elegantemente decorado.

–Lo sé, y me parece bien. La jueza me ha parecido muy justa. Y ya tengo muchos planes para el rancho.

–El rancho todavía no es tuyo.

–Pero la jueza ha dicho que puedo hacer mejoras si Heidi está de acuerdo.

–¿Y no crees que sería preferible esperar hasta que esté todo resuelto? Podríamos volver a...

–No pienso marcharme –su madre se sentó en el sofá con la espalda erguida y expresión desafiante–. En ese racho fuimos muy felices. Ya has visto el estado en el que se encuentra. Quiero arreglarlo. Aunque no pueda conservarlo, quiero dejar en él una parte de mí misma. Quiero que mejore gracias a mí.

Rafe se dejó caer en una butaca, al otro lado de la mesita del café y contuvo un gemido.

–¿A qué te refieres exactamente?

La determinación de su madre pareció ceder mientras fijaba la mirada en algún punto indefinido.

–Quiero crear un hogar. ¡Oh, Rafe, pasamos unos años tan maravillosos en Fool’s Gold! Sé que nos faltaba el dinero y que apenas teníamos cosas nuevas, pero éramos una verdadera familia.

Rafe decidió ignorar el hecho de que los recuerdos del pasado de su madre y los suyos tenían muy poco en común.

–Comprar el rancho no te va a devolver el pasado, mamá. Tus hijos ya no son unos niños.

–Lo sé, pero he soñado con Castle Ranche desde que tuve que marcharme –miró a su hijo con los ojos llenos de lágrimas–. Sé que para ti fue una época difícil. Permití que me cuidaras y que te hicieras cargo de tus hermanos. Solo eras un niño, pero nunca tuviste la oportunidad de comportarte como tal.

–Estaba bien. Fuiste una madre maravillosa.

–Eso espero, pero reconozco mis defectos. Vivías muy preocupado por mí. A lo mejor esa es la razón por la que ahora no eres capaz de ser feliz.

Rafe pensó con añoranza en una buena batalla legal contra otra empresa, o en la posibilidad de ganar un contrato teniéndolo todo en contra. Ambas eran cosas que le apasionaban. Pero la verdad era que cualquier cosa sería preferible a estar hablando de sus sentimientos con su madre.

–Soy completamente feliz.

–No, no lo eres. Lo único que haces es trabajar. No hay nadie en tu vida.

–Hay montones de personas.

–Pero nadie en especial. Necesitas enamorarte.

–He estado enamorado –y no le había parecido tan maravilloso como se suponía que debería ser.

Había tomado la que supuestamente era la decisión más inteligente: enamorarse de una joven que debería haber sido perfecta. Era guapa, inteligente y cariñosa. Le había interesado más que nadie que hubiera conocido y había sido capaz de imaginarse envejeciendo a su lado. Si eso no era amor, ¿qué podía serlo?

Pero aquel corto matrimonio de dos años había terminado cuando su mujer le había pedido el divorcio. Lo único que había sentido entonces había sido una vaga impresión de fracaso e insatisfacción.

–No estabas enamorado –replicó May–. El amor es mucho más poderoso. El amor te hace enloquecer. Y tú nunca has perdido la cabeza por nadie.

–De acuerdo, tienes razón. Pero ahora voy a encontrar a alguien, así que soy feliz.

May arrugó la nariz.

–Has contratado a una casamentera, Rafe. ¿A quién se le ocurre hacer una cosa así? Cuando llegue el momento, encontrarás a la persona adecuada. Igual que yo encontré a tu padre.

–Mamá... –comenzó a decir Rafe.

–No, ahora tendrás que escucharme. Sé que tengo razón. Tienes que encontrar a una mujer por la que estés dispuesto a arriesgarlo todo.

Como si eso pudiera suceder, pensó Rafe.

–Encontraré a la mujer adecuada –le prometió–, nos casaremos y tendremos hijos.

Si no hubiera tenido tantas ganas de tener hijos, jamás habría considerado la posibilidad de volver a casarse. Pero era lo suficientemente convencional como para desear una familia tradicional. Madre y padre. Había sido incapaz de conseguirla por sus propios medios, así que había contratado los servicios de una profesional. Para él, contratar a una persona especializada en formar parejas era lo mismo que contratar a un buen agente de viajes o a un comercial de éxito. Cuando él no era el mejor en algo, buscaba a alguien que lo fuera. Nina tenía un historial intachable.

–Me encantaría tener nietos –reconoció su madre, sonriendo de nuevo–. Imagínate, tu familia podrá venir a verme al rancho.

Aquella era su particular visión del infierno, pensó Rafe sombrío.

–Claro, mamá. Será maravilloso –decidió retomar el tema de conversación inicial–. ¿Estás segura de lo del rancho? ¿De verdad quieres quedarte a vivir aquí?

–Sí, quiero vivir en el rancho. Tener animales y un huerto en el que poder cultivar frutas y verduras.

–No creo que eso sea fácil con las cabras alrededor.

–Seguro que Heidi y yo conseguiremos ponernos de acuerdo.

Rafe no se molestó en decirle que Heidi y su abuelo no iban a representar ningún problema. Al igual que Nina, Dante era el mejor en lo que hacía. Al final, solo habría un ganador, y, por supuesto, no iba a ser Heidi con sus cabras.

–¿El rancho no tiene cerca de cuatrocientas hectáreas?

May se encogió de hombros.

–No estoy segura. Sé que la cantidad de tierra es más que suficiente.

A lo mejor se le ocurría algo que hacer con ellas, se dijo Rafe. De modo que quizá aquello no fuera una pérdida de tiempo. Porque no estaba dispuesto a marcharse hasta que May no hubiera conseguido convertirse en la propietaria del rancho.

Se levantó, hizo incorporarse a su madre y la abrazó.

–De acuerdo, entonces –le dijo–. Si quieres ese rancho lo tendrás, cueste lo que cueste.

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