Читать книгу E-Pack HQN Susan Mallery 2 - Susan Mallery - Страница 14
Capítulo 8
Оглавление–¡Pero necesito mi coche! –dijo Heidi, apoyándose contra la puerta de la camioneta de Charlie–. Ya sé que no puedo conducir, pero podríamos tirar de él. O pastorearlo, como a las vacas –se echó a reír al imaginar un rebaño de coches siguiéndola fielmente–. Deberíamos hacer un anuncio...
–¿De qué estás hablando? –preguntó Charlie.
–De nada. No siento las mejillas.
–No tardarás en empezar a vomitar.
–¡Qué va!
Le gustó cómo sonaban aquellas palabras en su boca, las repitió y se echó a reír. Pero su diversión terminó con un sonido que le hizo taparse la boca.
–No he sido yo.
–Eso es lo más suave de lo que te va a pasar esta noche –le advirtió Charlie mientras rodeaba la casa del rancho y se detenía delante del porche–. La próxima vez que nos veamos, pienso recordarte que te lo advertí, y no va a importarme que tengas un aspecto lamentable. Vivirás en un mundo de arrepentimientos.
–En realidad, ya estoy allí –repuso Heidi, intentando quitarse el cinturón de seguridad con movimientos torpes.
Tenía muchas cosas de las que arrepentirse. Algunas de ellas las veía un tanto borrosas. Las más claras tenían que ver con Rafe y su cita.
–La odio.
–¿A quién?
–No lo sé, pero la odio.
–Perfecto.
Charlie salió de la camioneta y la rodeó. Cuando estaba llegando a la puerta, Heidi vio una silueta en el porche. La silueta se movió hacia ellas e inmediatamente reconoció a Rafe.
–No deberías haber vuelto –musitó Heidi cuando Charlie abrió la puerta–. Deberías estar con ella.
–¡Dios mío! –exclamó Charlie–. Vamos, tienes que entrar en casa.
–¿Qué ha pasado? –preguntó Rafe.
Era alto. Un hombre alto y de hombros anchos. Heidi recordó el aspecto que tenía envuelto en una toalla, todo húmedo y sexy. Le gustaría verle desnudo. Hacía mucho tiempo que no veía un pene y tenía la sensación de que aquel sería especialmente bonito.
–Demasiadas margaritas –le explicó Charlie mientras le desataba el cinturón de seguridad–. Heidi no suele beber mucho. Va a tener una noche complicada. Vamos, cariño. Tienes que salir de la camioneta.
–Yo me ocuparé de ella –se ofreció Rafe mientras se acercaba.
Charlie se apartó para dejarle espacio y Heidi se encontró mirando a Rafe a los ojos.
–Todo esto es culpa tuya –le acusó.
–Estoy seguro de que tienes razón, cabrera. Vamos dentro.
Heidi quiso protestar por aquel título, aunque Rafe lo había pronunciado de una forma que resultaba amable. Amistosa. Cariñosa, incluso. Como si fueran amigos. Por supuesto, Rafe no parecía un hombre capaz de ser amigo de una mujer. Era más la clase de hombre que conseguía lo que quería, dejaba a las mujeres con el corazón roto y desesperadas y después...
–¿Qué te hace tanta gracia? –preguntó Rafe.
–¿Qué?
–Te estás riendo.
Heidi se sonrojó.
–No, no me estoy riendo.
Rafe miró a Charlie por encima del hombro de Heidi.
–¿Cuánto ha bebido?
–Digamos que yo no me interpondría entre ella y el cuarto de baño.
–Gracias por la advertencia –se volvió de nuevo hacia Heidi–. ¿Estás preparada para salir de la camioneta?
–Sí.
Dio un paso adelante, pero se dio cuenta de que todavía no había salido de la camioneta. Se le enredó el pie, y si Rafe no la hubiera agarrado, habría caído de cabeza.
Rafe musitó algo que Heidi no entendió y la rodeó con los brazos.
–Supongo que habrá que hacerlo de la forma más dura.
La sacó de la camioneta y la dejó a su lado, en el camino de la entrada. Mantener el equilibrio era más difícil de lo que recordaba, pensó Heidi mientras se mecía e intentaba enderezarse. Tuvo la vaga noción de que debería llamar a Glen y pedirle su elixir mágico, pero aquella idea se desvaneció a la misma velocidad que llegó.
–No puedes subir las escaleras, ¿verdad? –preguntó Rafe.
Heidi estaba demasiado ocupada mirando su boca como para contestar. Le gustaba aquella boca. Le gustaba especialmente cómo la sentía cuando tocaba la suya.
–Charlie me ha preguntado que si hubo lengua. Yo no he contestado, pero creo que se imagina la verdad.
Rafe estaba seguro de que Heidi pensaba que estaba susurrando. Desgraciadamente, se equivocaba. Miró a la mujer alta y de hombros anchos que había llevado a Heidi a casa.
–¿Tú eres Charlie?
–Ajá.
–¿Eres la dueña de Mason?
Charlie asintió.
–Me han dicho que lo estás montando y te lo agradezco. Pero creo que deberías dejar de complicarle la vida a Heidi.
–No le estoy complicando la vida.
Charlie le sostuvo la mirada con firmeza.
–Solo fue un beso –añadió Rafe.
–Así es como se empieza. Heidi es mi amiga. No me obligues a hacerte daño.
Rafe suspiró y le pasó a Heidi el brazo por los hombros. Mientras la ayudaba a subir al porche, se preguntó por qué no estaría en San Francisco, viendo un partido de béisbol con Dante o quedándose en la oficina hasta muy tarde. En aquel momento, hasta una crisis financiera o una amenaza de demanda le resultaban atractivas.
–Prometo no hacerle daño. ¿Te basta con eso?
–Ya veremos.
Rafe fue medio arrastrando, medio conduciendo a Heidi hasta el porche. Charlie cerró la puerta de pasajeros de la camioneta, regresó al asiento del conductor y se marchó.
–¡Adiós, Charlie! –gritó Heidi tras el vehículo.
Intentó despedirse de ella con la mano, pero estuvo a punto de caer al suelo.
Rafe la agarró y la ayudó a incorporarse. Heidi le frotó el brazo.
–Eres muy fuerte.
–Gracias.
–Me gusta que seas tan fuerte. Y también me gustó verte envuelto en una toalla. Si no estuvieras intentando quitarme mi casa, me gustarías más. ¿No vas a cambiar de opinión sobre eso?
–No creo que este sea el momento más adecuado para mantener esta conversación.
–Claro que sí. O podríamos besarnos –le miró esperanzada.
–¿Son las únicas opciones que tengo?
Heidi asintió, pero se detuvo bruscamente.
–Has tenido una cita –le dijo en tono acusador–. Con una mujer.
–¿Estarías más contenta si hubiera sido con un hombre?
Heidi pensó en la pregunta y parpadeó.
–No lo sé.
Rafe tuvo la sensación de que para ella, aquello era una novedad.
–¿He dicho algo del beso? –le preguntó Heidi.
–Sí.
–¿Y qué piensas al respecto?
–Nada que te apetezca oír.
Rafe sabía que podía poner fin a aquella conversación mencionando su cita, pero no quería hablar sobre ello. Ya era suficientemente malo haber tenido que soportarla. Aunque Julia había resultado ser una mujer encantadora, había pasado las dos horas de la cita intentando evitar que le descubriera mirando el reloj. No había dejado de pensar en Heidi y en el rancho, de preguntarse por qué habría preferido estar allí a cenar con aquella mujer tan encantadora. Se había retirado pronto y había desconectado el teléfono para que Nina no pudiera llamar para preguntar por la cita.
–Vamos dentro.
Consiguió subir a Heidi hasta el porche y entrar en casa. Para no correr riesgos en las escaleras, la levantó en brazos y la subió al segundo piso. Desde allí, recorrieron el corto trayecto que los separaba de su dormitorio.
Una vez en el interior, dejó a Heidi en el suelo y encendió la luz.
Heidi le miró asombrada.
–¡Me has traído en brazos!
Rafe asintió.
–¡Qué romántico! –Heidi sonrió–. Ahora puedes besarme.
Heidi cerró los ojos y apretó los labios.
Lo más inteligente habría sido marcharse, pensó Rafe. Heidi estaba borracha y él estaba intentando superar aquella situación sin meter excesivamente la pata.
Pero había algo especial en Heidi. Algo que le tentaba más allá de lo razonable. Heidi no era el tipo de mujer que le gustaba, pero eso no la hacía menos... atractiva. De hecho, le atraía todo en ella. Era espontánea y divertida. Trabajadora y leal con aquellos que le importaban. Y en aquel momento, incluso estando borracha, le resultaba endiabladamente sexy.
Se inclinó y le rozó ligeramente los labios. El calor y el deseo fueron instantáneos. Heidi volvió a mecerse y Rafe posó las manos en sus hombros para mantenerla firme.
En el instante en el que la tocó, comprendió que estaba perdido. Que con el deseo no se podía razonar, y él la deseaba con todas sus fuerzas. Sin embargo, aprovecharse de una mujer borracha no era su estilo. Además, tenía suficiente ego como para querer que Heidi supiera lo que estaba haciendo si alguna vez se acostaba con él. Retrocedió.
Heidi abría los ojos de par en par. Parecía que le costaba enfocar la mirada. Se tambaleó.
–Ha sido muy agradable, pero me estoy durmiendo.
A pesar del doloroso latido en su entrepierna, Rafe sonrió.
–No es que te estés durmiendo, estás a punto de desmayarte.
Heidi hizo un gesto de desdén con la mano.
–Tonterías –y caminó hacia la cama.
Rafe la ayudó a sentarse y le quitó los zapatos. Pero, por supuesto, no iba a desnudarla, pensó.
Heidi se tumbó en la cama. Rafe la tapó con el edredón y le dio un beso en la frente.
–Mañana te va a doler todo –musitó.
–No. Me tomaré la fórmula secreta de Glen y estaré bien.
–¿Quieres que te la prepare?
Heidi cerró los ojos y tomó aire.
–Buenas noches, Rafe –susurró, como si estuviera ya completamente dormida.
Rafe interpretó aquella respuesta como un no.
Salió, pero dejó la puerta abierta. Después de ir al baño, dejó la luz encendida para que a Heidi le resultara más fácil encontrarlo cuando se levantara y se dirigió a su dormitorio. Estaba a punto de cerrar la puerta cuando oyó un ruido extraño. ¿Habría empezado Heidi a vomitar?
Salió al pasillo y escuchó con atención. Volvió a oír aquel sonido. Comprendió entonces que procedía del piso de abajo. No era un sonido de angustia, era como...
¿Su madre?
Estremecido, corrió de nuevo al dormitorio. En cuanto cerró la puerta tras él, agarró el iPod, se puso los auriculares y subió el volumen. Fool’s Gold continuaba siendo, como siempre, su particular visión del infierno. Un lugar en el que su madre intimaba con el hombre que la había robado y en el que él no podía tener a la única mujer que realmente deseaba.
Rafe se quedó dormido alrededor de la media noche, pero cerca de una hora después, le despertó un sonido de pasos en el pasillo. Alguien había dado un portazo en el baño. Pero dio media vuelta en la cama y volvió a dormirse. El despertador del teléfono le despertó justo antes del amanecer.
Se vistió rápidamente, agarró las botas, salió al pasillo y llamó a la puerta del dormitorio de Heidi.
–Fuera.
La voz sonaba débil y cargada de dolor.
Rafe abrió la puerta y vio un bulto acurrucado en la cama.
–Yo me ocuparé de las cabras esta mañana.
–No sabes ordeñarlas.
–Aprenderé.
–Tienes que esterilizarlo todo.
–Te he visto hacerlo.
Heidi giró en la cama, mostrando un ojo hinchado e inyectado en sangre. La carne que lo rodeaba era una incómoda combinación de verde y gris.
–¿A qué hora has dejado de vomitar? –le preguntó Rafe.
–No sé si he dejado de vomitar todavía.
–Yo me ocuparé de las cabras –repitió Rafe.
–Gracias –Heidi se tumbó de nuevo en la cama y gimió–. ¡Hoy viene Lars!
–¿Quién es Lars?
–El hombre que les corta las pezuñas.
–Yo le atenderé. Le supervisaré mientras hace su trabajo. Me gusta observar a los demás mientras trabajan.
–Gracias. Creo estoy a punto de morir.
–Lo siento, pero no tendrás tanta suerte. Seguro que desearás estar muerta, pero lo superarás.
–No estés tan seguro.
Rafe se preguntaba cuánto recordaría Heidi de la noche anterior e imaginó que, en el caso de que se acordara de que le había suplicado que la besara, fingiría no hacerlo.
–Intenta dormir algo –le aconsejó Rafe–. Yo ordeñaré las cabras y me ocuparé de Lars.
Salió del dormitorio y bajó las escaleras. Al pasar por la cocina, oyó risas procedentes del dormitorio de Glen, pero bajó la cabeza y aceleró el paso. Por supuesto, no iba a mantener ninguna clase de conversación con su madre. Por lo menos, no antes de haber tomado el café.
Se dirigió hacia el establo de las cabras y encontró a los animales esperando el ordeño de la mañana. Atenea inclinó las orejas en cuanto le vio, como si ya estuviera anticipando el cambio. Entrecerró los ojos y retrocedió un paso.
–No pasa nada –intentó tranquilizarla Rafe.
Pero la cabra no parecía muy convencida.
Rafe se lavó las manos y buscó el instrumental que necesitaba. En cuanto estuvo todo listo, caminó hacia Atenea. La cabra le fulminó con la mirada y se apartó. Era evidente que estaba debatiéndose entre las ganas de ser ordeñada y el hecho de que él no fuera Heidi.
Las otras cabras observaban. Si con Atenea iba todo bien, las demás la seguirían. Si no... Rafe decidió no pensar en ello.
La puerta se abrió y entraron tres gatos que corrieron hacia él maullando de anticipación. El gato gris se restregó contra sus tobillos, dejándole un rastro de pelo en los vaqueros.
–Muy bonito –le dijo Rafe.
El gato parpadeó y ronroneó satisfecho.
Era un sonido grave, pero relajante. Atenea volvió a mover las orejas y se dirigió entonces a su lugar, al lado del taburete.
–¡Dios bendiga al gato! –musitó Rafe, y se puso los guantes.
Se sentó en el taburete, limpió las ubres de Atenea con desinfectante y comenzó a trabajar.
Cinco minutos después, ya estaba dispuesto a admitir que ordeñar era más difícil de lo que parecía cuando lo hacía Heidi. Atenea continuaba mirándole como si se estuviera preguntando por qué tendría que vérselas con un humano tan inepto, pero consiguió terminar con ella. La siguiente cabra se colocó en el lugar de Atenea y así continuó hasta que pasaron todas por sus manos.
Cuando acabó, les dio a los gatos su parte de leche y abrió las puertas para que las cabras pudieran correr por el corral. Normalmente, Heidi las llevaba a pastar a diferentes partes del rancho, pero como aquel día iba a ir el tipo de las pezuñas, Rafe decidió que era preferible que estuvieran cerca.
Se aseguró de que tuvieran agua, llevó la leche al interior de la casa y la guardó en el refrigerador del vestíbulo. Desayunó rápidamente, tuvo la suerte de evitar a su madre, y salió de nuevo para reunirse con los hombres de Ethan, que continuaban trabajando en la cerca.
Poco antes de las nueve, una desvencijada camioneta de color rojo paraba cerca del cobertizo de las cabras. Salió de ella un hombre del tamaño de un oso, con el pelo rubio, barba y la clase de músculos que podrían doblar una viga.
–Tú debes de ser Lars –dijo Rafe mientras se acercaba a él.
Lars frunció el ceño.
–¿Dónde está Heidi? –preguntó con un acento muy marcado.
–Esta mañana no se encuentra bien y me ha pedido que te proporcione todo lo que necesites.
–Pero yo veo siempre a Heidi.
Rafe no sabía si Lars no le entendía o, simplemente, era un hombre muy obstinado.
–Normalmente sí, pero está enferma. Las cabras están allí –señaló hacia la puerta.
Atenea ya se había asomado a investigar.
–¿Quién eres tú? –preguntó Lars mientras sacaba una caja de madera llena de lo que parecían unas tijeras viejas, además de diferentes botes y cepillos.
–Rafe Stryker.
–¿Y estás con Heidi?
Era una pregunta complicada.
–Voy a quedarme por aquí durante una temporada.
–¿Con Heidi? –la indignación añadía volumen a aquella pregunta.
Rafe se apoyó en la cerca y se permitió sonreír.
–Sí, con Heidi.
Lars enrojeció y apretó los puños. Aquel hombre le sacaba más de diez centímetros y probablemente pesaba treinta quilos más que él. Rafe sabía que era capaz de ganar en una pelea equilibrada, ¿pero contra una montaña? Se encogió de hombros. Qué diablos. Había superado peores obstáculos en su vida.
Pero Lars no atacó. Sus hombros parecieron desplomarse mientras alargaba la mano hacia su caja.
–Voy a ocuparme de las cabras.
Heidi inhaló con recelo. May estaba haciendo algo en el horno, y aunque normalmente el olor de un bizcocho la alegraba el día, aquella tarde no estaba segura de estar a salvo de la más deliciosa fragancia.
Había dejado de vomitar antes del amanecer, pero eran ya casi las doce cuando por fin había decidido que a lo mejor no iba a morir. En algún momento cerca de las diez, había aparecido Rafe con un té y unas tostadas. Había dejado allí el plato y la taza y se había marchado sin decir nada. Algo por lo que Heidi le estaría siempre agradecida. Apenas recordaba nada de la noche anterior, pero había algo que no había olvidado: se recordaba diciéndole a Rafe que podía besarla.
Como si sentirse como si la hubieran atropellado no fuera suficiente castigo, tenía también que sentirse humillada. Aquello era completamente injusto.
Cruzó la cocina y se sirvió un café. El primer sorbo la ayudó a recuperar la fe en un futuro mejor, aunque continuaba sintiendo un latido insoportable detrás de los ojos. Tenía que moverse muy, muy despacio. Se prometió a sí misma que no volvería a cometer tamaña estupidez jamás en su vida, y si lo hacía, despertaría a su abuelo a la hora que fuera para que le preparara el remedio contra la resaca.
–¡Ya te has levantado!
Aquel grito tan alegre la hizo sobresaltarse. El dolor de cabeza se transformó en un taladro y tuvo que reprimir un gemido.
Se volvió e intentó sonreír a May.
–Sí, he decidido que ya era hora de intentarlo.
–Debes de habértelo pasado muy bien anoche.
–Supongo que sí –miró hacia la ventana–. No vine en la camioneta, ¿verdad?
–No. Te trajo una de tus amigas. Glen y Rafe han ido a buscar tu camioneta. No creo que tarden –May la agarró del codo y la condujo a la mesa de la cocina–. Todavía estás un poco verde.
–Y me siento así –admitió Heidi, alegrándose de no tener que arriesgarse a ver a Rafe tan pronto–. Demasiado tequila.
–Por lo menos te divertiste.
–Eso espero. La verdad es que no recuerdo muy bien lo que pasó.
Había salido con sus amigas, y Rafe había quedado con su cita. Eso la había afectado. Bueno, eso, y el hecho de saber que la afectaba. Había sido el efecto de las dos cosas, más que de una sola.
Le dirigió a May una mirada fugaz.
–¿Te desperté al llegar?
May se sonrojó, corrió a la despensa y sacó una hogaza de pan.
–No oí nada, pero Rafe me ha comentado que has pasado una noche difícil.
Heidi esbozó una mueca al recordar cuánto había vomitado.
–Digamos que quien quiera que dijera que el alcohol es un veneno, no mentía.
May metió una rebanada de pan en el tostador.
–Hoy te sentirás mejor. Procura hidratarte. Eso te ayudará.
Heidi asintió, aunque le bastaba pensar en enfrentarse a un vaso de agua para que le entraran ganas de vomitar.
–Es bueno que tengas amigas aquí –comentó May mientras le servía más café a Heidi–. He vuelto a ver a algunas de las mujeres a las que conocía cuando vivíamos aquí. Muchas de ellas se quedaron. No puedo evitar envidiarlas.
Dejó la jarra de café en su lugar y miró por la ventana.
–Jamás he olvidado la vista que se contempla desde esta ventana. Y tampoco el cambio de las estaciones –miró a Heidi y sonrió–. Yo me crié en el Medio Oeste. Cuando vinimos aquí, no podía dejar de admirar lo altas que eran las montañas. Me parecían maravillosas. Cuando murió mi marido, supe que no quería estar en ninguna otra parte. Teníamos poco dinero, pero teníamos esta casa, y Fool’s Gold.
A Heidi se le había aclarado suficientemente la cabeza como para ser capaz de seguir la conversación.
–Rafe me contó que el propietario del rancho, el señor Castle, te había prometido dejártelo en herencia.
May asintió. La tostada saltó. May la colocó en un plato, le untó un poco de mantequilla y se la llevó a Heidi.
–Así es. No me gusta hablar mal de un muerto, pero fue un hombre mezquino. Le creí, confié en él, y al final, lo perdí todo. Cuando murió y me enteré de que le había dejado el rancho a un pariente, me quedé destrozada. Tenía que marcharme de aquí. Probablemente debería haberme quedado en Fool’s Gold, donde tenía buenos amigos, pero me parecía humillante.
–No habías hecho nada malo.
May se sentó frente a ella.
–Ahora lo sé, pero en aquel momento no podía pasar por alto que el señor Castle se había aprovechado de mí. Había perdido a mi marido pocos años antes y después me quedé sin el rancho. Así que nos mudamos y empezamos de nuevo.
Heidi mordisqueó la tostada. El dolor de cabeza estaba un poco mejor. Desgraciadamente, sin la distracción de aquellos latidos, le resultaba más fácil imaginar el suplicio de May. Cuatro hijos, sin casa y sin dinero. Una situación realmente desesperada.
–Pero seguro que hiciste las cosas bien. Mira a tus hijos.
May se echó a reír.
–Sí, son maravillosos, pero aunque me encantaría concederme todo el mérito, en gran parte han salido adelante por sí mismos. Rafe estudió en Harvard.
–Sí, he visto la fotografía.
–Shane hace maravillas con los caballos. Se dedica a la cría y ahora tiene su propia cuadra. Clay...
Heidi alargó la mano por encima de la mesa.
–Sé a qué se dedica Clay, y también que tiene mucho éxito.
Los ojos de May brillaron de diversión.
–Rafe no lo aprueba, así que no suelo hablar mucho de Clay delante de él, pero creo que es muy divertido. Mi hijo convertido en modelo de trasero. Y también le va muy bien.
–Que supongo que es parte de lo que le fastidia a Rafe.
–Exacto.
Sonó el temporizador del horno. May se levantó y lo abrió. Sacó el bizcocho y sacudió la cabeza al ver que no se había hecho por dentro.
–¡Vaya, se me ha olvidado darle la vuelta! –giró el molde y volvió a poner el temporizador–. ¡Todavía quedan tantas cosas por arreglar!
–Sí, se necesita un horno nuevo.
–Y un calentador de agua más grande.
Heidi no quería pensar qué motivos podía tener May para necesitar un calentador de agua más grande, pero sabía la respuesta. Las duchas para dos tendían a durar más de lo normal. Se esforzó en apartar aquella imagen de su cerebro y bebió a continuación varios sorbos de café con intención de darse valor.
–May, eres una mujer encantadora.
May se reclinó contra el mostrador.
–Ese es un principio casi amenazador. Si fueras mi médico estaría pensando ya que voy a morir.
–Quiero hablarte de Glen. Estoy preocupada por ti. Él no me hace caso, pero espero que tú sí.
–Tienes miedo de que me rompa el corazón.
–Sí.
May asintió.
–Eres muy amable al preocuparte por mí. El propio Glen ya me advirtió. Me dijo que él no era la clase de hombre que asentara la cabeza y que yo soy la clase de mujer que busca algo permanente.
Se pasó la mano por el pelo y continuó hablando.
–Mi marido murió hace más de veinte años y yo ya he aceptado que jamás volveré a querer a nadie como le quise a él. Me dio a mis hijos y siempre será mi primer amor. Pero ya va siendo hora de que me divierta un poco –sonrió–. No quiero casarme con Glen, Heidi. Quiero divertirme, y él es el hombre adecuado para recordarme cómo se hacía.
Demasiada información, pensó Heidi.
En ese momento sonó nuevamente el temporizador. May sacó de nuevo el bizcocho. Seguía un poco inclinado, aunque no tanto como la vez anterior.
–Quedará mejor con el azúcar por encima –la consoló Heidi.
May se echó a reír.
–¡Esa es mi chica! ¿Qué crisis no puede arreglarse con un poco de azúcar glaseada?
Heidi sabía que debería echarse a reír. Pero en aquel momento estaba demasiado sobrecogida por una repentina sensación de pérdida. Siempre se había dicho a sí misma que no podía perder lo que nunca había tenido. Que cuando sus padres habían muerto, ella era tan pequeña que apenas podía recordar nada sobre ellos. Pero en aquel momento, se descubrió añorando la oportunidad de haber crecido con una madre. Con alguien que le horneara bizcochos, le diera consejos y pudiera ayudarla a elegir el vestido para el baile del instituto.
El pasado no lo podía cambiar, de modo que solo le quedaba el futuro. De alguna manera, tendría que solucionar el desastre del dinero y del rancho, sin perderlo todo y sin hacer sufrir a May.