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Capítulo 11
ОглавлениеHeidi terminó de ordeñar y les sirvió a los gatos la leche todavía caliente.
–Debería poneros una cámara –se le ocurrió mientras sus invitados lamían la leche–. Una de esas cámaras que se les ponen a los animales. Así averiguaría dónde vivís.
O podría, simplemente, preguntar. Estaba segura de que alguien sabría quién era el propietario de aquellos gatos. De todas formas, le gustaba el misterio, continuar fingiendo que aquellos felinos disfrutaban de una vida secreta apasionante cuando salían del rancho.
Recogió el taburete, se aseguró de que las cabras tuvieran suficiente agua y se dirigió hacia la casa. Nada más entrar, percibió el olor del café. Mientras vertía la leche en las botellas que dejó después en la nevera, se decía a sí misma que se alegraba de que May se hubiera despertado temprano y hubiera hecho café. De que Rafe no fuera el único que estuviera esperándola cuando entró en la cocina. Porque no quería esperar nada de él. Y la verdad era que la anticipación casi la superaba, porque poder desayunar con Rafe era a menudo la mejor parte del día.
Cada vez le resultaba más difícil recordarse que era el enemigo. Estar a su lado era... agradable. Le hacía reír, y a ella le encantaba estar junto a él. En otras circunstancias, se habría arriesgado a ofrecerle su corazón. Pero las circunstancias eran las que eran y si olvidaba las intenciones de Rafe, corría el peligro de perderlo todo.
Heidi apartó la leche, cerró la puerta de la nevera y se dirigió a la cocina. Rafe permanecía apoyado contra el mostrador. Los ojos le brillaron al ver entrar a Heidi.
Consciente de la dureza del trabajo del rancho a lo largo del día, Rafe normalmente se duchaba antes de cenar en vez de a primera hora de la mañana. Y había algo especial en la ligera tosquedad de su imagen. A Heidi le gustaba la sombra de barba que cubría su rostro y su pelo ligeramente revuelto. Llevaba una camisa de algodón a cuadros arremangada hasta los codos y unos vaqueros viejos con un desgarrón a la altura del bolsillo.
En algún momento durante todo aquel tiempo, había dejado de ser un hombre trajeado. Era, simplemente, Rafe. Y Rafe estaba resultando ser cada vez más peligroso.
–Buenos días –la saludó mientras le tendía una taza de café.
–Hola.
Heidi vio que ya había añadido la crema e imaginó que también el azúcar, justo como a ella le gustaba.
–¿Cómo estaban las chicas? –preguntó Rafe mientras se dirigía hacia la mesa.
–Muy bien. Contentas de verme.
Se sentaron el uno frente al otro, como hacían casi todas las mañanas. Era el único rato que pasaban juntos antes de que aparecieran May, Glen y los trabajadores.
Rafe tenía varias hojas de papel sobre la mesa que le tendió.
–He estado pensando en tus jabones y en el queso y he hecho algunas llamadas.
Heidi bajó la mirada y vio tres nombres y tres números de teléfono. Al lado de cada nombre figuraba el de un país: China en dos ocasiones y otra Corea.
–Son representantes de ventas que distribuyen su producto por toda América y Asia. Ahora mismo el queso de cabra está en un gran momento.
Heidi bajó la mirada hacia aquel papel, intentando comprender.
–¿Y quieren que les llame?
–Les interesa tu producto y saben cómo empezar el negocio en esos países. Tú no correrías ningún riesgo, porque no necesitas utilizar más infraestructura que la que ya tienes. ¿Por qué inventar la rueda? –señaló el segundo nombre de la lista–. Esta mujer quiere muestras de tu jabón. Si le gusta, se encargará personalmente de todo el proyecto de venta. El único riesgo que corres es que tendrás que asumir el coste de lo que no se venda. En cualquier caso, ella conoce a sus clientes y sabe lo que quieren comprar. Por lo que he oído decir, ahora el problema que tiene es atender los pedidos.
Un problema que ella podría solucionar con las barras de jabón que tenía secándose y todas las que podía hacer durante las siguientes semanas, pensó Heidi.
La venta local era una cosa y vender en mercados extranjeros, sobre todo en Asia, podría significar mucho dinero. Posiblemente el dinero que necesitaba para pagar a May. Y Rafe tenía que saberlo.
–Esta clase de negocios llevan tiempo –le explicó Rafe con amabilidad–. Pero a la larga, te permiten conseguir grandes beneficios.
Así que no solo se le daban bien los negocios, sino que también sabía leer el pensamiento, se dijo Heidi.
–Gracias por los contactos. Llamaré hoy mismo.
–Están deseando tener noticias tuyas.
La conversación giró hacia el trabajo del establo, pero Heidi continuaba pensando en lo que Rafe le había ofrecido. Asumiendo que tuviera razón, y no tenía ningún motivo para dudar de él, no podría ver los beneficios de aquel negocio antes de que volvieran al juzgado. Pero si era capaz de mostrar un plan de ingresos convincente, quizá ganara el juicio. Entonces, ¿por qué corría Rafe ese riesgo?
¿Tanta fe tenía en su abogado? ¿O estaría empezando a sentir algo por ella? Ella sabía que le gustaba, que disfrutaban juntos. ¿Se estaría preguntando también Rafe qué habría habido entre ellos si se hubieran conocido en otras circunstancias? Rafe estaba resultando ser muy diferente de lo que ella esperaba. A lo mejor a él le pasaba lo mismo con ella. A lo mejor los dos estaban descubriendo una conexión completamente inesperada.
Rafe encendió la barbacoa y observó satisfecho el resplandor de las llamas que se alzaban hacia el cielo. Por supuesto, habría sido más rápido utilizar la cocina de gas, pero prefería cocinar la carne a la antigua usanza.
Heidi salió en aquel momento al porche de atrás.
–¿No ha explotado nada?
Rafe se echó a reír.
–La comida estará lista dentro de media hora.
–Perfecto. Tu madre ha dejado una ensalada de patata en la nevera. Terminaré de preparar la ensalada de lechuga y podremos irnos.
–Te olvidas del vino.
Heidi esbozó una mueca.
–¡Pero si vamos a comer hamburguesas!
–Un buen vino se puede beber con cualquier cosa.
Heidi le siguió a la cocina. Rafe ya había sacado una botella. Heidi se quedó mirando fijamente la etiqueta.
–«Col Solare» –leyó–, ¿es italiano?
Rafe alargó la mano hacia la botella y quitó la envoltura metálica del tapón.
–Estado de Washington. Es una mezcla hecha en sociedad –sonrió–. ¿Quieres más detalles?
–Creo que ya he llegado al límite. ¿Es muy caro?
–Sí.
–¿Cuesta más de treinta dólares?
–¿De verdad quieres saberlo?
Heidi inclinó la cabeza.
–Solo es un vino
–No se pueden utilizar las palabras «vino» y «solo» en la misma frase. Vives a menos de dos kilómetros de un viñedo. Deberías apoyar la industria local.
–La verdad es que yo soy más de margaritas. ¿Qué diferencia hay entre una botella de diez dólares y una de cien?
–Los vinos buenos envejecen en barricas de roble francés. Se utilizan las mejores uvas y se limpian las barricas durante el proceso de añejamiento del vino. Es un trabajo muy caro.
–¿Por qué limpian las barricas? ¿Y cómo, si hay vino en ellas?
–El vino se traspasa a recipientes de acero inoxidable y después se limpia la barrica para eliminar los sedimentos. El vino vuelve después a la barrica y continúa envejeciendo.
Descorchó la botella y sacó dos copas del armario.
–¿Se utiliza acero inoxidable para evitar reacciones químicas?
–Exacto.
Heidi tomó la copa que Rafe le ofrecía y la olió.
–Muy agradable. Pero ahora no me hablarás de notas de chocolate y cereza, ¿verdad? Es algo que nunca he entendido. El vino se hace con uvas, no con chocolate. Y como empieces a ponerte pedante, te tiraré la copa.
Durante la cita que había tenido con la mujer con la que Nina le había puesto en contacto, habían estado hablando de vino porque tenían muy pocas cosas en común. Había sido una conversación un tanto aburrida en la que cada uno de ellos parecía haber intentado demostrar sus conocimientos en la materia. Rafe prefería con mucho la sinceridad de Heidi.
–Dime si te gusta. En realidad, eso es lo único que importa.
–¿Lo giro? La gente que bebe vino suele hacerlo.
–Es una forma de airearlo.
–Yo creía que el oxígeno perjudicaba al vino.
–Cuando está en la botella, sí. Pero una vez abierta y lista para beber, el oxígeno libera los sabores.
Heidi giró obediente el contenido de su copa y bebió un sorbo. Dejó el vino en la lengua durante un segundo y tragó.
–¡Oh! –abrió los ojos como platos–. ¡Qué rico! Es suave, pero tiene mucho sabor. Pensaba que iba a ser más fuerte.
–Me alegro de que te guste.
Salieron al porche y se sentaron en los escalones.
Faltaban todavía un par de horas para la puesta de sol. Los días habían empezado a alargarse y eran más cálidos a medida que avanzaban hacia el verano. Los brotes de la primavera se habían transformado ya en hojas y flores.
Heidi y Rafe habían recogido ya las cabras para la noche. Rafe observó a las llamas y a las ovejas pastando satisfechas. Se había resistido a volver a Fool’s Gold, pero la verdad era que cuando miraba a su alrededor, le resultaba difícil recordar por qué.
–Es sábado por la noche –le dijo Heidi–. ¿Qué estarías haciendo a esta hora en San Francisco?
–Trabajar.
–¿No habrías salido con nadie?
–Si normalmente saliera con alguien, no necesitaría a Nina.
–Tiene que haber toneladas de mujeres donde trabajas.
Rafe cambió de postura. Se sentía incómodo con aquel tema, pero no sabía cómo eludirlo.
–No me interesa salir con mujeres que trabajan en mi sector. Y tampoco con mis empleadas. No hay otras muchas mujeres en mi vida.
–Tienes demasiadas normas.
–No quiero que me denuncien por acoso sexual.
–Es lógico. Y supongo que tampoco acuden muchas mujeres a las reuniones de magnates que tienes todos los meses.
Rafe sonrió.
–No, y todas las que merecen la pena ya están casadas.
–¿Y qué me dices de la temporada de ópera o del ballet?
–La verdad es que yo soy más aficionado al béisbol. Pero me gusta el teatro.
–¿Y esos musicales en los que la gente se pone de pronto a cantar?
–A veces.
–Eres una caja de sorpresas –dejó la copa de vino y tomó su mano para acariciarle los callos–. ¿Qué dirían tus amigos si vieran esto?
–Si quieres saber la verdad, les daría envidia.
Heidi le soltó la mano y aquello bastó para que a Rafe le entraran ganas de abrazarla y acercarla a él. Le gustaba que se tocaran. Últimamente deseaba hacer mucho más que acariciarla, un deseo que condicionaba completamente su horario. Hacía todo lo posible para estar fuera de casa antes de que Heidi se metiera en la ducha por la mañana. Lo último que le apetecía era pasar quince minutos torturándose e imaginándola desnuda. No bastaba con abandonar la casa para olvidar aquella imagen, pero le resultaba más fácil librar con ella estando fuera.
–Eres mucho mejor vaquero de lo que imaginaba –admitió Heidi.
–Me gusta el trabajo. Me gusta mirar atrás y ver lo que he conseguido a lo largo del día. Y suelen ser muchas más cosas que en mi vida normal.
–Ten cuidado. Esta clase de vida puede llegar a ser muy seductora.
Rafe la miró y la descubrió mirándole. Tenía unos ojos preciosos, pensó sin apartar la mirada de sus iris verdes. Y una sonrisa maravillosa. Llevaba el pelo suelto y siempre ondulado como consecuencia de las trenzas.
Deseó acariciar aquella melena de aspecto sedoso, quería abrazar a Heidi, besarla. Pero besarla les llevaría a otras cosas y eso sería un error. Heidi podía haber dejado de ser su enemiga, pero continuaba interponiéndose entre el rancho y él. Acostarse con ella complicaría todavía más una situación que ya era de por sí difícil. Pero era toda una tentación.
–El carbón –musitó, aunque todavía no le apetecía alejarse de allí.
–¿Qué?
–Debería comprobar el carbón.
–¡Ah, sí! Yo iré a buscar las hamburguesas.
Durante un segundo, ninguno de ellos se movió. Rafe sabía que estaba a punto de dejar de preocuparse por las consecuencias. Pero justo en el momento en el que iba a dejar la copa para abrazarla, Heidi se levantó y se dirigió a la cocina.
Probablemente fuera lo mejor, se dijo Rafe, ignorando el deseo que crecía en su interior y la vocecilla que le susurraba que sería un estúpido si dejara que Heidi se fuera.
Heidi lo había pasado mal durante la cena. La comida era magnífica, las hamburguesas y las ensaladas estaban perfectas, y le había gustado el vino. Rafe, como de costumbre, se había mostrado encantador. Era un hombre divertido e inteligente con el que se podía hablar de muchas cosas. La había sorprendido con su inesperado punto de vista sobre la familia real británica y con su apoyo a las energías renovables.
Pero lo que realmente no terminaba de comprender era por qué una mujer podía haber dejado a Rafe. Era la clase de hombre con el que ella se quedaría sin pensárselo dos veces. Y eso representaba un segundo problema.
Había pasado ya la fase del estado de anticipación y estaba firmemente asentada en la de «hagámoslo ahora». Cada vez que Rafe la miraba, sentía un tirón en el vientre. Cuando en algún momento la rozaba, le entraban ganas de gemir. Si la abrazara o la besara durante más de treinta segundos, probablemente tendría un orgasmo.
Una vez terminada la cena y lavados los platos, tenían toda la velada por delante. May y Glen pensaban ir al cine, lo que significaba que todavía tardarían al menos tres horas en regresar. La noche era joven, el sol se estaba poniendo y Heidi tenía miedo de decir o hacer algo que pudiera resultar humillante. Su única opción era huir.
Bebió el vino que le quedaba, probablemente un error, teniendo en cuenta que ya estaba un poco mareada después de la primera copa, y se levantó.
–Eh... tengo que terminar de revisar unos documentos.
Rafe la imitó.
–¿Estás segura? Había pensado que podíamos ir a dar un paseo.
–¿De noche?
–Yo te protegeré.
Heidi quería decirle que sí. Quería pasar tiempo con él, quería hablar con él, quería hacer muchas otras cosas con él. Pero el miedo era mayor. Con la sangre bombeando sus hormonas y animándola a cometer una locura, probablemente terminaría haciendo o diciendo algo de lo que se arrepentiría. La huida era la senda más segura.
–A lo mejor en otro momento –musitó, y retrocedió, ansiosa por llegar a la puerta.
Una vez allí podría subir corriendo las escaleras y encerrarse en su habitación antes de que se hubiera desatado el desastre.
–¿Estás bien?
–Sí, estoy bien. Mejor que bien.
Le dirigió la que esperaba fuera una sonrisa radiante y se volvió. Desgraciadamente había girado más rápido de lo que pretendía y en su precipitación terminó tropezando directamente con el armario. El golpe fue tal que retrocedió y comenzó a tambalearse. Rafe la agarró antes de que pudiera caerse y la hizo volverse hacia él.
Sus ojos eran tan negros como la noche. Su rostro era todo ángulos marcados y duros planos. Fijó la mirada en sus labios y Heidi recordó lo maravilloso que había sido besarle.
Y, casi inmediatamente, pudo abandonar los recuerdos porque Rafe la estrechó contra él y posó los labios en los suyos.
Sabía a vino. La rodeaba con sus fuertes brazos, haciéndola sentirse segura y delicada. Mujer frente a hombre. Su cuerpo anidaba en el suyo, sus senos se estrechaban contra su pecho, sus muslos descansaban sobre los de él. Alzó los brazos para rodearle con ellos el cuello y enterró los dedos en su pelo.
El beso fue tal y como lo recordaba. Tierno y demandante al mismo tiempo. Generoso y ansioso. Entreabrió los labios y esperó durante una décima de segundo a que sus lenguas se rozaran. El deseo se tornó líquido. El hambre la invadía como una incontenible marea.
Inclinó la cabeza para poder profundizar el beso. Rafe deslizó las manos por su espalda hasta alcanzar su cintura. Allí se detuvo, como si estuviera esperando a que Heidi decidiera lo que tenía que pasar a continuación.
Había tres opciones, pensó Heidi precipitadamente. Podía retroceder, darle las buenas noches y salir corriendo. Sería la opción más sensata, por supuesto. O...
Ya estaba. Aquella deliciosa palabra. El camino de las posibilidades. «O». O podía ceder al deseo, averiguar si Rafe era tan bueno como parecía, saber si podía satisfacerle, si encajaban tan bien como imaginaba. Porque eran muchas las cosas que Heidi imaginaba.
La verdad era que no tenía opción. Lo había comprendido en el instante en el que le había devuelto el beso. Entonces, ¿por qué fingir otra cosa?
Posó las manos en sus hombros y presionó ligeramente, invitándole a seguir.
Rafe respondió inmediatamente alzando las manos. Mientras iba acercando las manos a sus senos, cambió de postura para poder besarle la barbilla y el cuello. Trazó un camino de besos hasta su oreja y allí le mordisqueó el lóbulo antes de lamer la sensible piel de detrás de la oreja.
Al mismo tiempo cubrió sus senos con las manos y utilizó los pulgares para acariciar los tensos pezones.
La combinación de sensaciones fue sobrecogedora. El placer fluía a raudales en el interior de Heidi. Las piernas le temblaban y la sensible piel de entre sus piernas parecía henchirse. Anhelaba tocar cada centímetro del cuerpo de Rafe.
Él continuó besándole el cuello y el escote. Cuando llegó al borde de la camiseta, dejó caer las manos hasta el dobladillo, retrocedió ligeramente y se la quitó de un tirón. El sujetador siguió a la camiseta.
Heidi estaba cada vez más sorprendida por aquella progresión, pero antes de que hubiera podido decidir si se sentía cómoda o no, Rafe se inclinó y cerró la boca sobre su pezón. Succionó ligeramente y acarició con la lengua el rígido botón, irradiando dardos de deseo directamente hasta el centro de su ser. Al mismo tiempo acariciaba el otro seno, imitando con la mano los movimientos de la lengua.
Heidi notaba que se debilitaba por segundos. Echó la cabeza hacia atrás. La melena acariciaba su espalda desnuda. Se aferró a él para recuperar el equilibrio, y porque Rafe parecía ser lo único estable en aquel mundo que giraba a toda velocidad.
Rafe continuó atendiendo sus senos, reemplazando a los dedos con la boca y viceversa. La respiración de Heidi era cada vez más agitada. Con cada caricia de Rafe aumentaba el ritmo de su respiración. La sangre parecía haberse detenido en sus venas, el deseo crecía. Hasta el último centímetro de ella estaba tan excitado que incluso el roce del brazo de Rafe sobre su vientre resultaba erótico.
Rafe posó las manos en sus hombros y la estrechó contra él. Cubrió sus labios. Heidi le besó profundamente, devolviendo caricia por caricia. Sus cuerpos se tensaron. Heidi sintió su erección y se restregó contra él.
Rafe interpuso las manos entre ellos, buscando el cinturón del vaquero de Heidi. Esta sentía sus dedos temblar mientras le desabrochaba el botón y le bajaba la cremallera. Cuando terminó, Rafe le hizo volverse y colocarse de espaldas a él. Mientras su trasero descansaba sobre su excitación, tomó su seno con la mano izquierda y deslizó la derecha en el interior de los vaqueros.
Buscó el camino entre sus piernas hasta llegar al corazón húmedo de su feminidad. Heidi se sentía como si llevara días preparada para aquel momento, de modo que bastó una caricia para hacerla jadear de placer. Rafe continuó acariciándola, moviendo los dedos hacia delante y hacia atrás.
Cada caricia alcanzaba la perfección, cada roce de su piel la acercaba al orgasmo. En medio de la niebla del deseo, Heidi estaba segura de que Rafe consideraría aquel episodio como parte de la diversión de la velada, que todo volvería a la normalidad más tarde. Pero llevaba demasiado tiempo sin ser acariciada, o quizá fuera la reacción a la cercanía de Rafe. En cualquier caso, cerca de cuarenta segundos después, Heidi ya se sentía a punto de la liberación final.
Movió las caderas un par de veces e intentó apartarse. Pero Rafe continuó acariciándola de una forma maravillosa mientras posaba la otra mano en su seno y jugueteaba con sus pezones. Cuando inclinó la cabeza para besarle el cuello, Heidi perdió la poca capacidad de control que le quedaba. Sus músculos se tensaron y se destensaron en el instante en el que fluyó el orgasmo.
Lo alcanzó con un grito quedo y un estremecimiento mientras intentaba aferrarse a Rafe. Este continuó acariciándola, dándole placer hasta que se derrumbó entre sus brazos.
Allí siguió Heidi, de espaldas a Rafe, sintiendo cómo la humillación se fundía con la satisfacción. ¿Cómo era posible que hubiera alcanzado el orgasmo tan rápido? Sin apenas esfuerzo por parte de Rafe. Ni siquiera estaba segura de que Rafe esperara que fueran así las cosas. ¿Y si él solo pretendía comenzar a excitarla?
Si era así como se sentían los chicos de diecisiete años cuando estaban con una mujer, acababa de aumentar su compasión por ellos.
Antes de que hubiera podido decidir qué iba a hacer a continuación, Rafe la hizo girarse y la besó con fuerza.
–Ha sido lo más excitante que he visto en mi vida –musitó con voz ronca.
Agarró la camisa y el sujetador, se los tendió y después la tomó de la mano y la guio hacia las escaleras.
Heidi estrechó la ropa contra sus senos desnudos y le siguió a su dormitorio. En menos tiempo del que parecía posible, Rafe se quitó las botas, los calcetines y la camisa. Tardó un par de segundos en sacar su neceser, vació su contenido encima de la cómoda y estuvo buscando hasta encontrar una caja de preservativos. Dejó los preservativos en la mesilla de noche y volvió a la cama.
Tras colocar la camisa y el sujetador de Heidi en una silla, le enmarcó el rostro con las manos y la besó.
Más adelante, ya analizaría Heidi por qué su primer instinto había sido ir a donde no debía. Se recordaría entonces que Rafe tenía un cuerpo precioso y que el placer físico era algo digno de apreciar. Pero de momento tenía más que suficiente con acariciar su piel desnuda y con sentir lo mucho que la deseaba.
Deslizó las manos por su espalda y su pecho, acarició con las yemas de los dedos la dureza de sus músculos. Le desabrochó los vaqueros y se los bajó al mismo tiempo que los calzoncillos. Cuando Rafe se desprendió de la ropa, le acarició la erección, haciéndose cargo de su tamaño. Presionó los labios contra su pecho y acarició con el pulgar el final de su erección, disfrutando al oírle tomar aire.
Rafe la ayudó a quitarse los pantalones y las bragas y la condujo a la cama. Cuando se tumbó, se unió a ella, se colocó de rodillas entre sus muslos y comenzó a besarla.
Heidi creía que para ella ya había terminado el placer durante aquella velada, pero rápidamente comenzaron de nuevo los temblores. Mientras la acariciaba con la lengua, Rafe deslizó dos dedos en su interior y comenzó a moverlos rítmicamente, imitando el acto del amor.
Heidi clavó los talones en el colchón y empujó. Rafe cerró los labios alrededor del clítoris y succionó delicadamente sin dejar de mover los dedos una y otra vez. Continuó acariciándola hasta que tuvo un completo control de su cuerpo y pudo decidir el momento en el que iba a alcanzar el orgasmo.
Entonces comenzó a mover la mano más rápidamente, sin dejar de succionar, y siguió haciéndolo mientras todos los músculos se tensaban en el segundo que precedió a la liberación final a la que se entregó Heidi por completo.
En el instante en el que comenzaba a ceder la última oleada de contracciones, Rafe alargó la mano para agarrar un preservativo y abrió el envoltorio. Una vez colocada la protección, se inclinó hacia delante para hundirse en el interior de Heidi.
Heidi recibió su embestida con su cuerpo, para que la llenara por completo. Rafe continuó hundiéndose con fuerza, haciéndola estremecerse con aquella fricción. Heidi le rodeó la cintura con las piernas y él comenzó a moverse con firmeza.
Heidi abrió los ojos y le descubrió mirándola con los ojos brillando de pasión. Comprendió que estaba acercándose al orgasmo. Si el sexo era algo íntimo, de aquella forma lo era mucho más. Podía experimentar el propio placer de Rafe e iba encontrándose sin respiración a medida que se acercaba al orgasmo.
Lo hundió profundamente en ella y en el momento en el que comenzó a estremecerse, tensó los músculos a su alrededor. Rafe alcanzó el clímax aferrado a sus caderas y sin dejar de mirarla a los ojos.
Era ya de noche cuando Heidi se despertó. En los pocos segundos que tardó en encontrar el reloj, se dio cuenta de que no estaba durmiendo en su dormitorio y de que había un hombre durmiendo a su lado. En el momento en el que el reloj marcó las tres y diecisiete minutos, emergieron todos los recuerdos de la noche anterior. Sonrió disfrutando del calor de Rafe a su lado.
Después de haber encontrado el camino hasta la cama, ya no la habían dejado. Glen y May habían regresado cerca de las once, pero no habían subido al piso de arriba. Afortunadamente, los dormitorios del piso de abajo estaban al otro lado de la casa, de modo que era imposible que los hubieran oído cuando habían hecho el amor por segunda vez.
Heidi se levantó con mucho cuidado de la cama. La luz de la luna le permitió distinguir su ropa en el suelo. Aunque le habría encantado pasar toda la noche allí, no quería arriesgarse a que la pillaran.
Tomó las bragas y se las puso. Sus músculos protestaron doloridos, y volvió a sonreír. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había estado con un hombre, pero por Rafe, había merecido la pena la espera. Aquel hombre era muy bueno en la cama. En realidad, había demostrado ser tan bueno como en todo lo demás.
Se vistió rápidamente, agarró las botas y se dirigió de puntillas a la puerta. Con todo el sigilo del que fue capaz, giró el pomo. Pero cuando retrocedió para abrir, tropezó con la cómoda. La cómoda se movió ligeramente, haciendo repiquetear los contenidos del neceser de Rafe. Heidi inmediatamente colocó la mano encima para impedir que se cayeran. En el proceso tropezó con una pila de papeles y algunos terminaron en el suelo.
Se agachó para recogerlos y se quedó paralizada. En la primera hoja aparecía el plano de una urbanización. Una serie de casas pequeñas alineadas en calles estrechas. Teniendo en cuenta que la empresa de Rafe era también una constructora, no le habría dado ninguna importancia si no hubiera leído el título que encabezaba la hoja: Castle Ranch.