Читать книгу E-Pack HQN Susan Mallery 2 - Susan Mallery - Страница 12
Capítulo 6
Оглавление–¿Te importa? –preguntó May, con los brazos llenos de cuadros enmarcados.
Se interrumpió en medio del cuarto de estar y se volvió hacia Heidi.
–A lo mejor me estoy excediendo. Mis hijos me dicen que me involucro demasiado en las cosas. Que soy excesivamente entusiasta. Pero, en realidad, eso es bueno, ¿verdad?
A pesar de que estaba viviendo en el dormitorio que estaba al lado del de Rafe, de que su abuelo continuaba evitándola, lo que significaba que o bien estaba enfadado o todavía seguía pensando en seducir a May, y de que continuaba faltándole dinero en su cuenta corriente, Heidi se descubrió sonriendo.
–Creo que debería haber más gente entusiasta –admitió–. No me importa que intentes personalizar la casa. Y si llevaras un sofá o dos en la maleta, no me importaría verlos.
May soltó una carcajada.
–¿No te gusta esa tela de cuadros rojos y verdes?
Heidi se apoyó en el horrible sofá que habían comprado junto a la casa.
–No, ¿qué raro, verdad?
–Ya era feo cuando nosotros vivíamos aquí. Ahora es feo y viejo. Pobrecillo.
Dejó tres fotografías sobre la mesa del sofá. Heidi se acercó a verlas. Reconoció a Rafe inmediatamente, a pesar de que la fotografía era de hacía más de una década. Llevaba una toga negra y un birrete y sostenía un diploma en el que se leía claramente «Harvard». A Heidi no la sorprendió.
May siguió el curso de su mirada.
–Rafe pudo estudiar gracias a una beca. A mí me habría resultado imposible pagarle hasta los libros. Pero trabajó mucho y consiguió ser el primero de su clase.
Señaló otra de las fotografías. En ella había un hombre atractivo, de una belleza un tanto tosca, con una sonrisa. Estaba apoyado en un caballo y le pasaba el brazo por el cuello.
–Este es mi hijo mediano, Shane. Se dedica a la cría de caballos. La mayor parte son caballos árabes para rodeo. Ahora está en Tennessee. Y este es el pequeño, Clay.
Clay tenía los mismos ojos oscuros que sus hermanos y se parecía lo suficiente como para formar parte de la familia, pero el parecido terminaba allí. El atractivo de Clay alcanzaba un nuevo nivel. Llevaba una camiseta azul marino que realzaba sus músculos perfectamente cincelados y la anchura de su pecho. No sonreía, pero Heidi se descubrió deseando que lo hiciera, aunque fuera solo un poco.
–Vaya –comentó, con la mirada fija en la fotografía–. Me resulta casi familiar.
May pareció incómoda y apartó rápidamente la fotografía.
–A Rafe no le gusta que hable de Clay.
¿Por qué? ¿Estaría en prisión? O a lo mejor era algo peor, aunque a Heidi le costaba imaginar algo peor que la cárcel.
–Entonces, no hablaremos de él –posó la mano en el brazo de May–. No te preocupes.
La mujer asintió y apretó los labios con un gesto de preocupación.
–¿No tienes también una hija?
May rebuscó entre las fotos que sostenía en la mano y le tendió a Heidi una en la que aparecían todos los hermanos.
La hermana pequeña de Rafe era más joven de lo que Heidi esperaba. Los hermanos no debían de llevarse muchos años, pero Evangeline debía de haber nacido siete u ocho años después del último. No se parecía nada al resto de la familia. Tenía el pelo rubio y los ojos verde oscuros.
–Es guapísima –le dijo Heidi a May–. Pero he visto que no tienes más fotografías de ella. ¿Está... muerta? –Heidi inmediatamente deseó haberse mordido la lengua.
–¡No, claro que no! Es bailarina de ballet clásico. No la he visto actuar muchas veces, pero es maravillosa. Elegante, ágil... Me gustaría –May tomó aire–. No estamos muy unidas. Últimamente no hablamos mucho. Los eternos problemas entre madres e hijas. Ya sabes cómo son esas cosas.
Como Heidi apenas se acordaba de su madre, tenía poca experiencia sobre las relaciones entre madres e hijas, pero asintió. Al parecer, los Stryker no estaban tan unidos como en un primer momento le había parecido. No todo era tan perfecto en su vida.
May dejó sobre la mesa el resto de las fotografías. Heidi vio entonces que el resto eran de los hermanos. Problemas, preguntas, pero no muchas respuestas.
–Creo que deberíamos establecer algunas normas sobre el uso de la cocina –sugirió May.
–¿En qué estás pensando exactamente? –preguntó Heidi, sin estar muy segura de lo que May pretendía.
–He pensado que sería todo más fácil sin compartiéramos las comidas. Los cuatro. Me encanta cocinar, así que no me importaría hacerme cargo de la cocina.
Cocinar no era una de las tareas favoritas de Heidi y le atraía la idea de que se encargara otra persona de hacerlo. Pero sentarse todas las noches delante de Rafe le resultaría difícil. Y tentador, lo cual, haría que la situación se tornara más problemática.
–Ya he hablado con Glen y él está de acuerdo.
Heidi ahogó un gemido.
–Puedes cocinar siempre que te apetezca. Y espero que me dejes ayudarte. Pero, en cuanto a Glen... Tienes que tener cuidado. Le gusta mucho coquetear.
May se sonrojó, desvió la mirada y se concentró en ordenar las fotografías que había dejado en la mesita.
–Sí, ya he oído los rumores que corren sobre él. Pero no te preocupes. No voy a caer rendida a sus encantos. Pero es agradable tener un hombre con el que hablar. Mi marido murió hace tanto tiempo que casi había olvidado lo que es tener a un hombre cerca.
Heidi no sabía cómo seguir presionando sin parecer demasiado insistente, así que esperaba que con aquella advertencia fuera más que suficiente.
–¿Hay alguna comida que no te guste? –quiso saber May.
–No.
–Estupendo. Esta noche, Rafe y yo cenaremos fuera, pero mañana cocinaré yo. A lo mejor hago una lasaña.
–Mm. Eso suena muy bien.
Heidi sospechaba que la lasaña de May no saldría de una caja roja de los congelados.
El sonido del motor de un camión quebró el silencio. May se volvió y unió emocionada las manos.
–¡Ya están trayendo todos los materiales! ¡Estoy deseando verlos!
Heidi la siguió al porche. Acababan de llegar dos camiones del aserradero local y estaban aparcando junto al establo. Desde donde estaba podía ver los postes para las cercas, los tablones para el tejado y lo que parecía una puerta para el establo. Y aunque la idea de arreglar el rancho la entusiasmaba, todo lo que había en aquellos camiones aumentaba la cifra que tendría que pagar si quería que May se terminara yendo.
Quería quejarse, dejar claro que hasta que la jueza no tomara una decisión, tanto la casa como las tierras del rancho seguían siendo suyas. Pero no se atrevía a enfadar a May. El único motivo por el que Glen no estaba encarcelado era la generosidad de aquella mujer. En ese momento, Heidi no podía permitirse el lujo de decir lo que pensaba. Aquella era una más de la larga lista de prohibiciones a las que estaba sometida.
Rafe aparcó detrás de los camiones. Salió del coche vestido con unos vaqueros, una camisa a cuadros y unas botas. No se parecía en nada al importante ejecutivo que había visto Heidi por primera vez en la carretera. Los vaqueros le quedaban muy bien y, sí, tenía un bonito trasero. Pero el interés de Heidi era puramente platónico. Era capaz de admirar a un hombre sin querer acostarse con él. Aquellas piernas largas y las caderas estrechas solo eran la forma que tenía la madre naturaleza de poner a prueba su sensatez. Y a lo mejor también a sus hormonas.
Había pasado mucho tiempo desde la última vez que la había abrazado un hombre.
Heidi había tenido algunos novios durante sus años de adolescencia y una relación seria a los veinte. Mike era un lugareño que vivía en una pequeña ciudad de Arizona en la que se instalaba la feria durante el invierno.
Ella siempre había oído hablar del peligro de enamorarse de un lugareño, pero con Mike había perdido la razón y había sucumbido completamente a sus encantos. Le había entregado su corazón y su virginidad. Pero al llegar la primavera, Mike no había estado dispuesto a irse con los feriantes y ella no podía dejar a la única familia que tenía.
Aunque Mike le había prometido que seguirían en contacto, con el tiempo, había dejado de llamar. A través de un amigo común, Heidi se había enterado de que Mike había conocido a otra mujer y se había comprometido con ella. El invierno siguiente la feria se había instalado en otra ciudad.
Heidi había conseguido superar aquel abandono y había seguido disfrutando de la vida. Los hombres con los que viajaba en la feria, o bien eran demasiado mayores, o mantenían con ella una relación demasiado fraternal como para considerar la posibilidad de llegar a formar una pareja. Y justo cuando había empezado a pensar que había llegado la hora de cambiar de vida, Melinda, su mejor amiga, se había enamorado.
Había tenido una relación muy intensa que había acabado mal. Melinda, una joven de buen corazón que siempre había creído lo mejor de todo el mundo, había terminado destrozada. Al final de aquella relación le habían seguido una depresión y dos intentos de suicidio que habían sacudido a la pequeña comunidad de feriantes. Heidi estaba decidida a lograr que su amiga continuara viviendo, costara lo que costara. Pero Melinda quería morir.
Heidi caminó hasta la parte de atrás de la casa y buscó refugio junto a sus cabras.
El sufrimiento de Melinda la había hecho recelar del amor. Del precio que implicaba. Había pocos feriantes que estuvieran casados y Heidi solo era capaz de recordar a un puñado de parejas felices. Eso le hacía dudar de los beneficios que podía reportar enamorarse. ¿Podía durar realmente el amor? ¿Y realmente merecía la pena tomarse tantas molestias?
En cuanto a la cuestión de cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había encontrado a un hombre en su cama, era algo diferente. Una de las desventajas de vivir en una comunidad tan pequeña como Fool’s Gold era que allí no había secretos. Le habría apetecido mantener una relación con alguien de allí, pero la verdad era que no sabía por dónde empezar. Ella no era muy aficionada a los bares y las cabras no eran precisamente un imán para los hombres.
Glen siempre le había dicho que lo que tenía que hacer era estar abierta a cualquier oportunidad, y cuando se presentara, bastaría con que dijera que sí.
Heidi terminó de imprimir las nuevas etiquetas para los quesos y observó el resultado. El dibujo era nítido, los colores vivos. La única manera que se le ocurría de ganar más dinero era vender más queso. ¿Pero serviría aquella etiqueta para atraer a más consumidores?
Glen estaba en el piso de abajo. Podía enseñarle la etiqueta y contar así con su opinión. Ojalá conociera a algún experto en marketing, pensó mientras salía del dormitorio y chocaba contra un sólido, cálido y viril pecho.
Heidi retrocedió y alzó la mirada. Inmediatamente deseó no haberlo hecho.
Rafe había pasado la tarde descargando madera y materiales para arreglar la cerca y el establo. Había sudado la gota gorda y, por lo tanto, tenía ganas de darse una ducha antes de cenar. Pero nada de eso explicaba el motivo por el que permanecía en medio del pasillo, llevando encima únicamente un par de toallas y una atractiva sonrisa.
Tenía el pelo mojado y, sorprendentemente, de punta. No se había tomado la molestia de afeitarse, de modo que su rostro era un ejemplo de rudo atractivo. Olía al jabón que hacía la propia Heidi. La toalla que llevaba alrededor del cuello apenas ocultaba su pecho desnudo y la que rodeaba su cintura sugería toda clase de posibilidades.
–¿No podías cambiarte en el baño? –le espetó Heidi.
Rafe enarcó una ceja al oír aquella pregunta.
–¿Hay algún problema en que no lo haya hecho?
–No. ¡Y no pienses que voy a acostarme contigo, porque no pienso hacerlo! Eres suficientemente cabezota como para que ni siquiera eso te distrajera a la hora de conseguir tu objetivo, y, en ese caso, yo sería doblemente perdedora.
Rafe curvó los labios lentamente en una sonrisa.
–No recuerdo haberte pedido que te acuestes conmigo, pero te aseguro que si lo hicieras, ninguno de los dos saldría perdiendo.
Horrorizada al darse cuenta de lo que acababa de decir, Heidi dio media vuelta y corrió escaleras abajo. Continuaba oyendo las carcajadas de Rafe cuando llegó al primer piso y salió al exterior.
El aire frío llenó sus pulmones, pero no fue capaz de aliviar el ardor de sus mejillas. «¡Qué hombre tan estúpido!», pensó. Sí, un hombre muy estúpido, pero que estaba realmente bien semidesnudo. Quienquiera que hubiera dicho que la vida no tenía sentido del humor, estaba completamente equivocado.
–No me digas que acostarme con Rafe solucionaría el problema –dijo Heidi.
Quizá no fuera la forma más profesional de iniciar una conversación con su abogada, pero quería dejar las cosas claras. Después de su desafortunado comentario de la noche anterior, había estado intentando evitar a Rafe, y pensaba continuar haciendo todo lo que estuviera en su mano para no verle. Para no volver a verle nunca, quizá.
Trisha ordenó las carpetas que tenía frente a ella.
–No puedes pedirme que te ayude, atarme después de pies y manos y esperar que se produzca el milagro –se echó a reír–. De acuerdo, no volveré a sugerírtelo. ¿Crees que Rafe podría estar interesado en acostarse conmigo? Porque, a pesar de la diferencia de edad, te aseguro que no le diría que no.
Una imagen que Heidi no quería ni imaginar, pero que al menos le servía de distracción.
–Rafe y May se han instalado en el rancho.
Trisha esbozó una mueca.
–Eso no me gusta nada. Sacarlos de allí podría ser un problema.
–Como la jueza había dicho que deberíamos intentar compartir el rancho, no podía decirles que no. Y la casa es bastante grande.
Por supuesto, no iba a mencionar su preocupación por la actitud de Glen. Por lo que a ella concernía, ya habían hablado suficientemente de sexo.
–¿Cómo están yendo las cosas? –quiso saber Trisha.
–May es encantadora. Una mujer muy dulce y maternal. Es ella la que cocina.
–Dile que venga a vivir conmigo –le pidió Trisha con un suspiro–. Mataría por un plato de comida casera.
–Yo estoy encantada. Pero Rafe es más complicado.
–Los hombres como él siempre lo son.
–Ya sabes lo que le pasó a May cuando trabajaba para el propietario anterior. Ese hombre fue terrible con ella.
–Es posible –respondió Trisha–. Se supone que eso no debería influir en la jueza, pero todo el mundo es humano.
–¿Qué sabes de Clay, el hermano pequeño de Rafe?
Trisha se reclinó en su asiento y suspiró.
–¿No sabes a lo que se dedica? –se echó a reír–. Pues deberías saberlo.
–¿Qué quieres decir?
–¿Has visto su fotografía?
–Sí, May ha puesto fotografías de sus hijos en el cuarto de estar.
–¡Oh, no me refiero a fotografías de esa clase! –Trisha tecleó en el ordenador y giró el portátil para que Heidi pudiera ver la pantalla.
En él aparecía una fotografía de un hombre desnudo, le habían tomado la fotografía de espaldas. Su trasero era el centro de la imagen, por así decirlo. Trisha alargó la mano y pulsó una tecla. La fotografía cambió. Apareció entonces Clay Stryker con unos calzoncillos diminutos. A no ser que hubieran manipulado la fotografía con PhotoShop, aquel hombre tenía un cuerpo impresionante.
Heidi abrió los ojos de par en par.
–Es un...
–Modelo de ropa interior. También utilizan su trasero en las películas para doblar a algunos actores. Puedes creerme, los estudios pagan grandes sumas de dinero para conseguir que su trasero salga en pantalla. Es un trasero con mucho éxito.
–Rafe habla de él como si fuera un delincuente. Bueno, en realidad, procura no hablar de él.
–Probablemente se avergüenza de su hermano. Rafe es un exitoso hombre de negocios. Seguramente no le gusta que su hermano pequeño aparezca medio desnudo en las carteleras de Times Square.
Heidi no conocía a Rafe lo suficientemente bien como para estar segura.
–Pero es su hermano, forma parte de su familia.
–No todo el mundo cree que eso debería bastar para querer a alguien. Bueno, ¿qué tal va el plan de financiación de la deuda?
Heidi habría preferido hablar del trasero de Clay o de cualquier otro tema.
–No muy bien. Voy a intentar aumentar las ventas del queso y tengo un par de cabras embarazadas. Cuando nazcan las crías, ganaré algo de dinero.
–¿Me equivoco al pensar que no te darán más de cien dólares por cada uno?
–No.
–¿Cómo conseguiste el dinero para comprar el rancho?
Heidi se encogió de hombros.
–Gané un premio jugando a la lotería. Con él pagué la entrada, los costes de apertura de la hipoteca y las cabras. Teníamos algunos dólares ahorrados. He empezado a jugar otra vez, pero no creo que tenga la suerte de volver a ganar.
–¿Tienes algún pariente rico a punto de morir?
–No.
–Pues es una pena –se volvió hacia el ordenador y lo cerró–. Tienes que encontrar la manera de pagar parte de lo que Glen robó. La jueza no se conformará con un plan de pago que pueda prolongarse durante décadas. Hablo en serio, Heidi. Podrías perder el rancho y Glen podría terminar en prisión. De verdad.
–Ya se me ocurrirá algo –prometió Heidi, aunque no sabía ni cómo ni qué.
Rafe supervisó la cerca. La mayoría de los postes estaban inclinados o desaparecidos y el alambre que los unía o bien era inexistente o, como mucho, constaba de un solo hilo de alambre. En realidad, habría sido más fácil si no hubiera habido cerca. Pero como la había, tenía que revisar todos y cada uno de los postes, arrancar aquellos que no eran suficientemente robustos, deshacerse de la alambrada vieja y empezar entonces con el alambre nuevo.
–Es mucho trabajo.
Rafe se volvió y vio a Glen caminando hacia él. El anciano sacó un par de guantes del bolsillo trasero de los pantalones.
–En ese caso, probablemente, deberíamos empezar.
–¿Está pensando en ayudarme? –preguntó Rafe.
Imaginaba que Glen debía de llevar jubilado más de una década. Obviamente, parecía fibroso, ¿pero cómo podía saber en qué estado se encontraba su corazón? Rafe no tenía ningún interés en hacer correr riesgos a aquel anciano.
–He puesto muchos postes durante mis años de feriante. Además, no parece que estés haciendo los agujeros a la vieja usanza –señaló la barrena para postes que había alquilado Rafe–. Mira muchacho, manejaba máquinas como esa mucho antes de que hubieras nacido.
¿Muchacho? Rafe disimuló una sonrisa. Si Glen estaba intentando intimidarle, tendría que esforzarse más.
–Si quiere hacer los agujeros, adelante –contestó Rafe, pensando que, en realidad, aquella era la tarea más fácil que tenía prevista aquel día.
La barrena haría la mayor parte del trabajo y Rafe podría dedicarse a levantar los postes.
Pero apenas había levantado el primero cuando entraron dos camionetas en el rancho. Se dirigieron directamente hacia la línea de postes y se detuvieron a apenas un metro de ella. En la primera camioneta iba un tipo. En la segunda, dos.
Se bajó el conductor de la primera y caminó hasta donde estaba Rafe. Era un hombre alto, de pelo oscuro, y había algo en él que a Rafe le resultó familiar. Tenía la sensación de haberle visto antes.
El hombre se echó a reír mientras se acercaba a él.
–Yo tampoco te habría reconocido si no hubiera sabido que habías vuelto por aquí –le dijo.
Rafe le miró con atención.
–¿Ethan? ¿Ethan Hendrix?
–Ese soy yo.
Se estrecharon la mano.
–Bienvenido a casa –le dijo Ethan–. Recuerdo que odiabas Fool’s Gold. Me cuesta creer que hayas vuelto.
–No he vuelto para siempre. Es algo temporal.
Ethan miró los postes y los rollos de alambre.
–A mí esto me parece bastante permanente.
–Mi madre está pensando en instalarse en el rancho y quiero ayudarla.
–Siempre te has ocupado de ella –Ethan hizo un gesto a los otros hombres para que se acercaran–. He venido con dos de mis mejores trabajadores. Me llamaron del aserradero y me contaron lo que pretendías hacer –Ethan sonrió con los ojos brillantes de diversión–. La última vez que supe algo de ti, eras un genio de las finanzas. Si te has ablandado hasta ese punto, no vas a poder hacer esto solo.
–¡No me he ablandado! –protestó Rafe, y después le presentó a Glen.
Glen hizo un gesto, indicando que no era necesario.
–Conozco a Ethan –dijo–. Y también a esos dos. ¡Vamos chicos! Vamos a demostrarles cómo se hacen las cosas.
Rafe y Ethan caminaron hacia la camioneta más grande.
–¿Nunca te has ido? –preguntó Rafe–. Recuerdo que tú también querías marcharte de aquí.
Ethan se encogió de hombros.
–Ese era el plan. Pero la vida intervino a su manera. Al final, quedarme aquí ha sido lo mejor que me ha pasado –sacó la cartera y buscó en ella un par de fotografías.
Rafe se fijó en una atractiva pelirroja y tres niños.
–Parece que has estado ocupado.
–Y he sido muy feliz –contestó Ethan.
Rafe le devolvió la fotografía.
–Me alegro por ti.
Aunque no lamentaba el fracaso de su matrimonio, sí sentía el no haber podido tener hijos.
–¿Dónde vives? –quiso saber Ethan.
–En San Francisco. ¿Sigues dedicándote a la construcción?
–En parte. En realidad, la empresa ya va prácticamente sola. Dedico la mayor parte del tiempo a construir turbinas –volvió a sonreír–. Molinos de viento, energía eólica.
Estuvieron hablando durante unos minutos sobre el negocio de Ethan.
–Deberíamos quedar algún día –propuso Ethan–. Le diré a Liz que te vamos a invitar a cenar. ¿Te acuerdas de Josh Golden?
–Claro que me acuerdo.
–También sigue aquí. Está casado y tiene una hija. Fiona ya tiene un año. ¡Parece mentira cómo pasa el tiempo!
Estuvieron hablando de los amigos comunes que tenían en el colegio, de quién continuaba allí y de quién se había marchado. Al cabo de unos minutos, Ethan miró el reloj.
–Tengo que marcharme. Puedes quedarte con mis hombres durante todo el tiempo que quieras. Ellos ya saben lo que tienen que hacer.
–Agradezco la ayuda. ¿Me enviarás una factura por las horas de trabajo?
–Cuenta con ello –contestó Ethan–. Por lo que he oído decir, puedes permitírtelo.
Rafe se encogió de hombros.
–No me va mal.
–Me pondré en contacto contigo para organizar esa cena. Me alegro de que hayas vuelto.
–No he vuelto –le recordó Rafe.
Ethan abrió la puerta del asiento del conductor de su camioneta.
–Sí, eso es lo que dice mucha gente, pero al final, nunca se va. A lo mejor has vuelto más de lo que piensas, Rafe.
A las siete y media de aquella tarde, todavía se veía el globo de sol completo sobre la línea del horizonte. Rafe estaba sentado en las escaleras del porche con una cerveza entre los pies.
Había sido un buen día, pensó mientras cambiaba ligeramente de postura. Los músculos protestaron por aquel movimiento, recordándole que levantar una cerca era un trabajo duro aunque uno dispusiera de una barrena eléctrica y de ayuda. Le dolían los hombros. A pesar de los guantes, se había hecho algunos cortes en las manos y varias ampollas. Probablemente debería estar malhumorado, pero la verdad era que se sentía orgulloso al ver la cerca enderezada. Habían comenzado bien. Con la ayuda de los hombres que Ethan había enviado, no tardarían más de dos semanas en arreglar el cercado. Después se pondrían con el establo.
Llamaba regularmente a la oficina y la señora Jennings le mantenía informado de los proyectos más importantes. Normalmente su rutina consistía en reuniones, negociaciones, viajes y contratos. Al final de una jornada de doce o catorce horas de trabajo, había hecho muchas cosas, pero no era capaz de señalar ninguna que hubiera dado por terminada. Cuando por fin cerraba un trato, ya estaba pensando en el siguiente. Rara vez se detenía a pensar en lo conseguido y, mucho menos, a celebrarlo.
Siempre había pensado que continuar encerrado en Fool’s Gold habría sido un infierno. Y a lo mejor era cierto, pero aquel día, no había sido tan terrible.
Sonó su teléfono móvil y lo sacó del bolsillo de la camiseta.
–Stryker.
–¿Me echas de menos?
Sonrió al oír a su amigo.
–No.
Dante se echó a reír.
–¡Qué equivocado estás! Y lo verás en cuanto te cuente lo que ha pasado hoy.
Dante le explicó que había estado en los juzgados, que había conseguido encandilar al juez y que, una vez más, había hecho todo lo posible para asegurarse de que la compañía no solo ganara, sino que destrozara a la oposición.
–Impresionante –dijo Rafe, y bebió un sorbo de cerveza.
En vez de prestar atención a aquellos detalles que le harían ganar millones, se descubrió pendiente de los sonidos del interior de la casa. Del suave murmullo de las conversaciones y de la música de presentación del concurso favorito de su madre. Heidi había subido a su habitación al terminar de cenar. ¿Volvería a bajar?
Excepto para alabar la lasaña de su madre, Heidi había permanecido en silencio durante la cena. No le había mirado una sola vez y había eludido todos sus intentos de mantener una conversación. May se había quedado muy preocupada por ella, temía que no se encontrara bien. Pero Rafe sospechaba que la actitud de Heidi estaba más relacionada con lo que le había dicho el día anterior que con cualquier problema de salud.
¿Cuándo habría empezado a pensar en la posibilidad de que se acostaran? Curiosamente, aunque le parecía estupendo que hubiera decidido no acostarse con él, aquel anuncio había tenido en él el efecto contrario. No era capaz de pensar en otra cosa.
–No me estás escuchando.
–No exactamente.
–¿Es por culpa de una mujer?
–¿Tienes algún otro asunto del que hablarme? –preguntó Rafe.
–Eso es un sí. No será la chica de las cabras, porque no es tu tipo.
–¿Qué se supone que significa eso?
–Desde que te divorciaste, has salido con mujeres muy diferentes. Todas ellas muy guapas, pero incapaces de reconocer un sentimiento auténtico aunque les estuviera pellizcando el trasero. Heidi es diferente.
–¿Desde cuándo te has convertido en un experto en mujeres?
–Solo es un comentario.
–Voy a colgar.
Rafe pulsó un botón para poner fin a la llamada y guardó el teléfono en el bolsillo de la chaqueta. Bebió otro sorbo de cerveza pensando que Dante tenía razón. Heidi no era como las otras mujeres que habían entrado y salido de su vida. Era una mujer con los pies en la tierra. Además, su plan consistía en asegurarse de que su madre se quedara con el rancho. Otro motivo más para evitarla.
Se abrió en ese momento la pantalla de la puerta y la mujer en la que estaba pensando salió al cada vez más frío aire de la noche. Avanzó hacia el porche, pero se detuvo en seco en cuanto le vio.
–¡Oh, lo siento! –se disculpó y dio media vuelta.
–Espera –Rafe se apartó para hacerle sitio–, siéntate conmigo.
–No quiero molestar.
–No estoy haciendo nada.
Heidi escrutó el porche con la mirada, como si estuviera buscando una excusa para negarse, pero al final, suspiró y avanzó hacia él.
Se sentó muy tensa. Su aroma a vainilla llegaba hasta Rafe. Por primera vez desde que la conocía, llevaba la melena suelta y no recogida en dos trenzas. Iba vestida con una camiseta de manga larga, unos vaqueros y unas botas. No era un atuendo particularmente sexy o excitante. No había nada en ella que tuviera por qué resultarle atractivo. Y, sin embargo, se descubrió siendo extraordinariamente consciente de ella y preguntándose lo que sentiría si se acercara a Heidi y ella se reclinara contra él.
–La cerca está quedando muy bien.
–Pareces sorprendida.
Heidi le miró y desvió la mirada hacia delante otra vez.
–Tienes más aspecto de director que de trabajador.
–¿Quieres decir que se me da mejor dar órdenes que recibirlas?
Heidi curvó los labios en una sonrisa.
–Los dos sabemos que es cierto.
–Sí, lo reconozco, pero también sé colocar una cerca si tengo que hacerlo.
Heidi no llevaba ni una gota de maquillaje, advirtió Rafe mientras la observaba. Su piel tenía un aspecto suave, al igual que su boca. Bajó la mirada hacia sus manos. Uñas cortas y algunos callos. Era una mujer que trabajaba con las manos.
–May me ha dicho que has encontrado a alguien que se hará cargo del ganado –comentó Heidi.
Rafe levantó la cerveza y bebió un sorbo.
–Van a pagar un precio que considero justo. Dentro de un par de días vendrán a buscarlo.
–Y terminarán en el plato de alguien, ¿verdad?
–¿Eso te preocupa?
Heidi suspiró.
–No quiero que sufran, pero tampoco quiero tenerlas aquí. A lo mejor se las podrían llevar a algún zoológico.
Rafe, que estaba tragando en ese momento, comenzó a toser. Heidi le observó preocupada hasta que se recuperó.
–¿Estás bien?
Rafe asintió y se aclaró la garganta.
–¿Quieres donar las vacas a un zoológico?
–No quiero pensar que van a matarlas y después se las comerán.
–¿De dónde crees que salen los filetes?
–Eso es diferente. A esas vacas no las conozco.
–A estas tampoco las conoces mucho. Además, te dan miedo. Heidi, se trata de una cantidad de dinero importante.
Se dijo a sí mismo que no debería recordárselo otra vez. Al fin y al cabo, hasta el último céntimo que ganara estaría destinado a devolvérselo a su madre. Y si al final conseguía suficiente dinero, quizá pudiera convencer a la jueza.
–Pensaré en ello. Si me prometieran no matarlas, estaría completamente de acuerdo.
–¿Y qué se supone que tienen que hacer con tu ganado?
–No lo sé. Lo único que yo quiero es ocuparme de mis cabras y no tener nada que ver con otros animales. Por lo menos, con otros animales que se puedan comer.
–Las cabras también se comen.
–Las mías no.
–Tus cabras van a disfrutar de una vida muy agradable.
Heidi se dijo a sí misma que la nueva conciencia que parecía haber cobrado del momento se debía a la belleza que la rodeaba y a la tranquilidad del anochecer. Las cabras ya estaban en el establo, los pájaros en sus nidos y los grillos cantando. Heidi se sentía una con la naturaleza. Estaba tranquila.
Rafe giró en ese momento en la escalera y Heidi se sobresaltó. El corazón comenzó a latirle con tanta fuerza que le sorprendió que los grillos no salieran gritando aterrorizados, asumiendo, claro, que los grillos fueran capaces de emitir algún otro sonido que el habitual.
Era una situación demasiado complicada como para mantener la calma.
Pero la culpa no era suya, se dijo a sí misma. Era de lo que le había dicho sobre que no iba a acostarse con él. Después de aquella declaración, Rafe sabía que había estado pensando en aquella posibilidad. Aquel hombre tenía un ego del tamaño del Gran Cañón. Probablemente pensaba que estaba desesperada por acostarse con él cuando la verdad era que solo había estado considerando el sexo como una manera de convencerle de que no le quitara el rancho. Una idea bastante ridícula, sobre todo teniendo en cuenta que ella no tenía suficiente experiencia en el sexo como para convencer a un hombre de nada.
–¿Heidi?
–¿Sí?
–¿Estás bien? Pareces incómoda.
–Sí, estoy bien –o, por lo menos, lo estaría. A la larga–. La cena ha sido magnífica.
–¿Estabas pensando en eso?
–No, pero es el primer tema de conversación que se me ha ocurrido.
Rafe se inclinó hacia ella. Su pierna estaba a solo unos milímetros de su muslo.
–Estoy seguro de que se te ocurrirá algo mejor que hablar de la lasaña de mi madre.
–De acuerdo. ¿Echas de menos San Francisco?
–Sí.
Heidi elevó los ojos al cielo.
–Estás en mi casa. Por lo menos podrías intentar fingir que tienes que pensarte la respuesta.
–¿Por qué? Me gusta vivir en la cuidad.
–¿Porque hay tiendas y puedes ir al cine?
Una comisura de aquella boca tan sexy y bien dibujada que parecía hecha para ser besada se curvó hacia arriba. Heidi se descubrió pendiente de aquellos labios y se preguntó por lo que sentiría al sentirlos contra los suyos. Si él hubiera querido que...
Cerró mentalmente la puerta a aquel pensamiento y clavó la mirada en el establo. Su silueta era muy particular. Y, en cualquier caso, era más seguro que mirar a Rafe.
–Me gustan los restaurantes buenos y la facilidad para acceder a mi trabajo.
–¿Echas de menos tu vida en la empresa?
–Sí. Aquí no tengo suficiente poder. Yo no soy un ranchero, soy un hombre de empresa.
A pesar de la tensión sexual y del zumbido de deseo que comenzaba a crecer en su vientre, Heidi se echó a reír.
–A lo mejor deberías volver para asegurarte de que todo va bien.
–Tengo empleados que se aseguran de que todo vaya bien.
–Debe de ser muy agradable.
–Lo es.
–¿Me estás restregando tu riqueza? Porque soy perfectamente consciente de que podrías comprarme y venderme cientos de veces. Pero no me importa. Yo no soy una chica de ciudad. Y no me gustan los lugareños.
–¿Los lugareños? ¿De verdad te refieres a nosotros así?
–Sí. Las personas que viven siempre en el mismo lugar son diferentes.
Uno de ellos había hecho sufrir a su mejor amiga y Heidi sabía que eso era algo que jamás superaría.
–Deberías apreciar más a los lugareños –le advirtió Rafe–. Al fin y al cabo, son ellos los que te compran el queso –se reclinó contra la barandilla del porche–. ¿A qué mercados te dedicas?
Heidi parpadeó ante aquella pregunta.
–¿Quieres que te diga los nombres de las tiendas en las que vendo mi queso?
Rafe volvió a sonreír.
–No, te estoy preguntando por el segmento de mercado que te resulta más rentable. ¿Tiendas locales de productos ecológicos? ¿Bodegas?
–¡Oh!
Heidi cruzó las manos en los muslos. El leve cosquilleo había desaparecido y comenzaba a sentirse incómoda.
–Vendo los quesos en Fool’s Gold. En los lugares a los que puedo enviarlos. Y en las ferias pongo un puesto.
Rafe continuaba mirándola expectante, como si pensara que estaba dejando lo mejor para el final.
–Eso es todo.
–¿Y cómo piensas ganarte la vida? Tienes que ampliar tu mercado. ¿Qué me dices de tiendas pequeñas especializadas en productos ecológicos? O cadenas especializadas. Estás a solo unas horas de San Francisco y no muy lejos de Los Ángeles. En ambas ciudades podrías conseguir grandes mercados. Son ciudades llenas de tiendas exclusivas y de compradores interesados en adquirir productos locales y ecológicos. Podrías llevar algunas muestras, asistir a ferias comerciales. ¡Deberías enviarle unos quesos a Rachel Ray! ¿Qué dice tu representante de ventas?
–Tú eres el que puede pagar a empleados. Yo no tengo suficiente dinero como para pagar a alguien para que venda mi queso.
–Pues sería la única manera de dar un paso adelante en el negocio. Si no aumentas tu mercado, tendrás problemas para pagar las cuentas durante toda tu vida. Un representante decente conseguiría ganarse su propio sueldo en cuestión de tres meses. Y podrías invertir el resto de los beneficios en el negocio. Hay docenas de mercados. Pero, por supuesto, eso significa que tienes que producir suficiente queso para vender.
–Puedo hacerlo.
–Entonces...
Rafe se interrumpió, como si de pronto hubiera sido consciente de lo que estaba haciendo. Estaba ayudando a su enemigo. Porque si Heidi llegaba a tener éxito, podría pagar a su madre y ganar el caso.
–Sí, son buenas ideas –admitió Heidi–. Pensaré en ello.
Eran movimientos inteligentes para cualquier negocio, pero Rafe se dijo que no tenía por qué preocuparse. Incluso en el caso de que empezara a ampliar en aquel momento su mercado, no podría reunir el dinero a tiempo. Al fin y al cabo, la jueza no iba a estar dispuesta a esperar seis o siete meses.
–Heidi, yo... –se interrumpió y sacudió la cabeza.
Heidi esperó en silencio. Pensaba que iba a decirle que no podía utilizar sus ideas, o que, por mucho que creciera su negocio, él continuaría ganándola, que no tendría manera de ganarle nunca. Sin embargo, Rafe musitó algo que ella ni siquiera fue capaz de oír, se inclinó hacia delante, la agarró de los brazos y la besó.
El sobresalto de Heidi fue tal que no pudo reaccionar. En realidad, ni siquiera era capaz de comprender lo que estaba pasando. Su cerebro no era capaz de procesar lo que estaba ocurriendo. ¿Rafe besándola? ¿Pero por qué?
Sin embargo, en vez de intentar encontrar una respuesta, comenzó a ser consciente del calor, no, mejor dicho, del fuego de sus labios sobre los suyos. De lo bien que parecían encajar. El beso de Rafe era firme. Era evidente que era él el que llevaba las riendas. Pero transmitía también una inesperada delicadeza. Se ofrecía, no solo tomaba. Por absurdo que pudiera parecer, Heidi tenía la sensación de que Rafe necesitaba que cediera. Como si el hecho de que se rindiera a él fuera importante para ella.
En algún momento, durante aquel instante de confusión, Heidi cerró los ojos. Sintió en la oscuridad los labios de Rafe moviéndose sobre los suyos. Instintivamente, se inclinó hacia delante y posó los brazos en sus hombros. Sintió la suavidad de la camisa de Rafe y la dureza de sus músculos. Él posó las manos en la cintura de Heidi, haciéndola consciente de la presión de cada uno de sus dedos.
El beso se prolongaba, haciéndose cada vez más ardiente. Heidi se decía a sí misma que tenía que retroceder, que Rafe era mucho más peligroso de lo que ella podía imaginar. Que en todas y cada una de las circunstancias, jugaba siempre a ganar, y que ella rara vez jugaba siquiera. Pero aun así, no parecía ser capaz de transmitirle ese mensaje a su cuerpo. Se sentía bien estando tan cerca de Rafe. De modo que terminó rindiéndose a lo inevitable, inclinó la cabeza y entreabrió los labios.
Rafe buscó el interior de su boca, reclamándola con un profundo beso que reavivó el deseo durante tanto tiempo dormido. La sangre comenzó a correr a toda velocidad por las venas de Heidi. Los senos le cosquilleaban y sentía entre los muslos un latido que vibraba al mismo tiempo que su corazón.
Mientras su lengua continuaba danzando con la de Heidi, Rafe deslizaba las manos por su espalda. Aquel gesto parecía en parte una caricia y en parte una promesa. Heidi estaba completamente absorta en aquella sensación y quería que Rafe acariciara otros rincones, otros lugares de su cuerpo. Que se apoderara de sus senos y quizá incluso descendiera un poco más.
Rafe interrumpió el beso y posó los labios en su barbilla. Desde allí, trazó un camino por su cuello y su escote. La acariciaba con los labios, la mordisqueaba con los dientes y no había una sola acción que no la hiciera estremecerse de pasión. El deseo fue creciendo hasta que llegó un momento en el que Heidi se descubrió a punto de agarrarle las manos para posarlas allí donde más lo deseaba. En aquel instante, y por estúpido que pudiera sonar, le parecía el mejor plan del mundo.
Pero apenas acababa de agarrarle las muñecas cuando sonó el móvil de Rafe. Heidi oyó aquel sonido estridente, sintió la vibración en el bolsillo de su camisa y retrocedió. Abrió los ojos.
Rafe sacó el teléfono. Heidi le vio presionar con el pulgar el botón para ignorar la llamada, pero también tuvo tiempo de ver el nombre que aparecía en la pantalla.
Nina.
–¿Es tu novia? –preguntó en el silencio que siguió.
Como siempre, la mirada de Rafe era insondable.
–No.
Heidi esperó. Quienquiera que fuera aquella mujer, era suficientemente importante como para formar parte de la agenda de Rafe. Y aunque ya era demasiado tarde para dar marcha atrás en el beso, no lo era para averiguar hasta qué punto había sido estúpida.
–Es la persona que se está encargando de encontrarme pareja.
Heidi no sabía si eso era mejor o peor que una novia. Mejor, decidió al final. Eso significaba que no tenía una relación estable. La estaba buscando, pero, por supuesto, no con una mujer como ella. Y era preferible. Ella tampoco tenía ningún interés en él. A pesar de que lo que acababa de ocurrir parecía evidenciar lo contrario.
Consiguió incorporarse, retroceder hasta la puerta y abrirla.
–Deberías devolverle la llamada –le recomendó, alegrándose de la firmeza de su voz–. Podría ser algo importante.