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Capítulo 2

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Heidi permanecía en medio de Fool’s Gold, sin estar muy segura de qué era lo primero que tenía que hacer. Glen necesitaba su ayuda, y ella necesitaba un abogado. No tenía dinero para pagarlo, pero de ese problema ya se ocuparía más adelante. De momento, lo más urgente era sacar a su abuelo de la cárcel.

Giró lentamente y vio el letrero de la librería Morgan y del Starbucks en el que solía quedar con sus amigas. Estaba también el bar de Jo, pero en ninguno de aquellos establecimientos anunciaban ayuda legal gratuita.

Sacó el teléfono móvil y buscó hasta encontrar el número de Charlie. Le envió un mensaje a toda velocidad: Es urgente, ¿podemos hablar?

A los pocos segundos recibía la respuesta: Claro, quedamos en el parque.

«El parque» era el parque de bomberos del pueblo. Heidi dejó la camioneta donde estaba y recorrió a pie las tres manzanas que la separaban del lugar de su cita.

El parque de bomberos estaba en la zona más antigua del pueblo. Era un edificio de ladrillo y madera de dos plantas, con un enorme garaje con puertas a la calle. Aquella cálida tarde de abril estaban abiertas. Charlie Dixon la esperaba al lado del enorme camión de bomberos que conducía.

–¿Qué ha pasado? –preguntó en cuanto vio a Heidi corriendo hacia ella.

–Glen se ha metido en un lío.

Charlie, una mujer alta y competente que no había conocido nunca a un hombre al que no pudiera batir en todo, puso los brazos en jarras y arqueó las cejas.

–Estamos hablando de Glen. ¿En qué lío puede haberse metido?

–Ni te lo imaginas.

Heidi puso rápidamente al tanto a su amiga de lo que había ocurrido con Glen, le habló de la simpática viuda a la que había estafado y del misterioso y despiadado Rafe Stryker y terminó explicándole que Glen estaba en aquel momento encarcelado.

Charlie soltó una maldición.

–¡Solo a un hombre se le ocurre organizar un lío como este! –gruñó–. ¿De verdad Glen ha vendido el rancho?

Heidi suspiró.

–Falsificó los documentos y todo.

No era la primera vez que su abuelo coqueteaba con la ilegalidad, pero casi siempre había cometido timos de poca monta que no podían considerarse ni delitos. Durante los últimos años, de lo único que había tenido que preocuparse Heidi había sido de su propensión a tener una mujer en cada ciudad. Para ser un hombre de más de setenta años, tenía demasiada actividad.

–Tengo que sacarle de la cárcel –se lamentó Heidi–. Es el único familiar que me queda.

–Lo sé. Muy bien, mantengamos la calma. Y lo digo en serio. La cárcel de Fool’s Gold no es un lugar terrible. Estará bien atendido. En cuanto a lo de sacarle de allí... –miró a Heidi–. No te lo tomes a mal, pero, ¿tienes dinero?

Heidi esbozó una mueca al pensar en el lamentable estado de su cuenta corriente.

–Invertí todo lo que tenía en el rancho.

–¿Y el rancho está hipotecado?

–Sí.

Charlie le dio un enorme abrazo.

–Así que estabas viviendo el sueño americano.

–Sí, estaba –contestó Heidi, agradeciendo el abrazo–. Hasta que ocurrió todo esto.

No le importaba tener que pagar mensualmente la hipoteca al banco. Era una señal de estabilidad, la prueba de que tenía una casa, algo que algún día le pertenecería por completo.

–Conozco a una abogada –le dijo Charlie–. De vez en cuando atiende casos gratuitamente. Déjame hablar con ella y después ve a verla.

–¿Crees que me ayudará?

Charlie sonrió de oreja a oreja.

–Me adora. Estuve saliendo con su hijo. Cuando rompimos, su hijo se enrolló con una chica atractiva y sin cerebro, la dejó embarazada y se casaron. Aunque él está localmente enamorado de ella y adora a su familia, Trisha sigue pensando que fui yo la que lo dejé.

Charlie era la mujer menos femenina que Heidi había conocido en su vida. Llevaba el pelo muy corto, vestía de forma muy cómoda, sin preocuparse por las modas, y no se maquillaba jamás. Pero eso no significaba que no fuera una mujer atractiva o que, a su manera, no se cuidara. Heidi había visto a muchos hombres fijándose en ella. La miraban como si sospecharan que era una mujer difícil de dominar, pero que vivir junto a ella sería una emocionante aventura.

–Él se lo pierde –le dijo Heidi.

–Eres una buena amiga.

–Y tú también. No sabía a quién llamar, Charlie.

Tenía otras amigas, pero, intuitivamente, había sabido que Charlie iría al fondo del asunto, que la ayudaría a salir del lío sin hacer un mundo de todo aquello.

–Saldremos de esta.

Heidi se aferró a aquella promesa. Sus padres habían muerto cuando tenía un año. Ni siquiera se acordaba de ellos. Glen había decidido criarla y desde ese momento, se habían convertido en un equipo. Hubiera hecho lo que hubiera hecho, Heidi iba a permanecer al lado de su abuelo. Aunque eso significara tener que enfrentarse a Rafe Stryker.

Por lo que le había dicho Charlie, Trisha Wynn era una mujer de unos sesenta años, pero aparentaba cuarenta y vestía como si tuviera veinticinco. Su vestido, rosa, dorado y escotado, marcaba unas curvas impresionantes. Llevaba tacones altos, pendientes largos y toneladas de maquillaje.

–Cualquier amiga de Charlie será bien recibida por mí –fue su recibimiento mientras conducía a Heidi a un despacho pequeño, pero muy cómodo y acogedor–. Así que Glen se ha metido en un lío. No puedo decir que me sorprenda.

Heidi se hundió en la cómoda butaca de cuero que le ofreció la abogada.

–¿Conoces a mi abuelo?

Trisha le guiñó el ojo.

–Pasamos un largo fin de semana juntos en un centro turístico este otoño. Habitación con chimenea y un excelente servicio de habitaciones. Normalmente evito a los hombres, pero con Glen hice una excepción. Y mereció la pena.

Heidi le ofreció la mejor de sus sonrisas y asintió, cuando lo que realmente le habría gustado hacer habría sido taparse los oídos y comenzar a cantar. Jamás le había gustado enterarse de los detalles de la vida sentimental de su abuelo y, en aquel momento, le resultaban particularmente incómodos.

–Sí, bueno, me alegro de que te... gustara –comenzó a decir.

Trisha ensanchó su sonrisa.

–Sí, esa es una buena forma de decirlo. Pero cuéntame, ¿qué ha hecho Glen ahora?

Por segunda vez en menos de una hora, Heidi tuvo que explicar lo que les había hecho Glen a May Stryker y a su hijo. Trisha escuchaba y tomaba notas mientras Heidi hablaba.

–Y ahora no tienes dinero para pagar a May.

Era una afirmación, más que una pregunta, pero Heidi contestó de todas formas.

–No, no tengo dinero para pagar. Tengo dos mil quinientos dólares en mi cuenta corriente, eso es todo.

Trisha respingó.

–¡No sigas! Y nunca le digas eso a un abogado.

–¡Oh! Charlie dijo... bueno, más bien insinuó que podrías llevar este caso de forma gratuita.

Trisha unió las yemas de sus dedos, con las uñas pintadas de color fucsia brillante.

–Sí, a veces lo hago. Normalmente porque me interesa el caso o porque me siento obligada a ello. Mi cuarto marido, que en paz descanse, me dejó en una situación económica holgada, así que no necesito el dinero. Pero aun así, sigue siendo agradable que me paguen.

Heidi no sabía cómo contestar a eso, así que mantuvo la boca cerrada.

Trisha se reclinó en la silla.

–Por lo que veo, aquí tenemos el principal problema. En primer lugar, el hecho de haberle quitado a alguien doscientos cincuenta dólares es algo que a ningún juez le va a hacer ninguna gracia. Estamos hablando de un delito que podría mantener a Glen en la cárcel durante años. Y si tienes tan poco dinero como dices, no vas a poder devolver esa cantidad.

Heidi asintió.

–Si pudiéramos pagar a plazos...

–Esa será parte de nuestra defensa. Que tú quieres pagar a plazos. Tienes que proponer un plan de devolución. ¿A qué te dedicas?

–Tengo cabras. Utilizo la leche para hacer queso y jabón. Ahora tengo a dos preñadas y podré vender los cabritos.

Trisha arqueó las cejas.

–Aunque solo fuera por una vez en mi vida, me encantaría trabajar con alguien que esté lanzando un proyecto en Internet –volvió a prestar atención a Heidi–. Así que cabras. Muy bien, eso te vincula a la comunidad. Y ese tal Harvey, la raíz del problema, quiero que lo traigas. El juez tiene que ver el motivo por el que Glen se llevó el dinero. ¿Cómo está, por cierto?

–Genial. El tratamiento ha funcionado y los médicos dicen que morirá en la cama dentro de veinte años.

–Estupendo. Pídele a Harvey que traiga los informes médicos.

Trisha continuó detallando su estrategia. Cuando terminó, le preguntó:

–¿Cómo se llama su hijo?

–Rafe Stryker.

Trisha tecleó el nombre en el ordenador y apretó los labios.

–Has elegido al hombre equivocado, señorita. Podría asustar a un tiburón –continuó tecleando y gimió–. ¿Es atractivo?

Heidi pensó en aquel hombre alto y ligeramente aterrador que quería hacer trizas todo su mundo.

–Sí

–Si yo estuviera en tu lugar, intentaría llevármelo a la cama. El sexo puede ser la única forma de arreglar todo esto.

Heidi se quedó boquiabierta. Y cerró conscientemente la boca.

–¿Y no hay un plan B?

Rafe conducía lentamente por Fool’s Gold, seguido por su madre a una media manzana de distancia. Hacía años que no estaba por allí y podría haberse pasado fácilmente, por no decir felizmente, toda una vida sin volver.

No era que no le pareciera un lugar atractivo, tenía el encanto y el colorido de las ciudades pequeñas. Los escaparates de las tiendas estaban limpios, las aceras eran anchas. En los escaparates se anunciaban rebajas y fiestas... A pesar de que era un día de entre semana, había mucha gente paseando por las calles. Desde la perspectiva del mundo de los negocios, Fool’s Gold parecía estar floreciendo. Pero para él siempre sería el lugar en el que se había sentido atrapado cuando era un niño, el lugar en el que había tenido que aguantar más de lo que un niño era capaz de soportar.

Todo era más pequeño de lo que recordaba. Probablemente porque lo veía por primera vez desde la perspectiva de un adulto, se dijo a sí mismo. Reconoció el parque en el que se encontraba con sus amigos las raras tardes que podía escapar de las tareas y de la familia. La carretera de la escuela era la misma de siempre. Vio a tres niños montando en bicicleta en aquella dirección.

Él también había tenido una bicicleta, recordó. Una bicicleta que le había regalado una mujer. En aquel entonces tenía diez u once años y estaba desesperado por ser como sus amigos. Pero aquella bicicleta la había recibido por caridad y su orgullo había tenido que batallar contra el pragmatismo.

No podía quejarse. Se habían portado muy bien con ellos. Cada agosto tenían ropa nueva para ir al colegio, zapatos nuevos y mochilas con todo lo necesario para el curso escolar. En verano, recibían cestos con comida y en Navidad regalos. No tenía que pagar la comida en el colegio, algo que siempre le había humillado, aunque los trabajadores del comedor jamás lo habían mencionado. En una ocasión, cuando se dirigía de vuelta hacia su casa, una mujer había detenido el coche, había abierto la puerta y le había tendido una chaqueta. Así de sencillo.

Era una chaqueta nueva y de abrigo. En uno de los bolsillos había unos guantes y cinco dólares. En aquel entonces, le había parecido una gran cantidad de dinero. Y se había sentido agradecido y furioso al mismo tiempo.

Aunque apreciaba aquellos gestos y atenciones, odiaba necesitarlos. A veces, durante la semana, se veía obligado a mentir y a decirle a su madre que no tenía hambre para que sus hermanos pudieran cenar. Se iba a la cama decidido a ignorar el vacío que le devoraba el estómago.

Jamás había comprendido la mezquindad del anciano para el que trabajaba su madre, un hombre que se aseguraba de que nunca le faltara nada, pero que no era capaz de pagarle a su ama de llaves lo suficiente como para que alimentara a sus hijos. Lo único bueno que tenía mirar al pasado era que, mientras que la casa del ama de llaves continuaba en pie, el lugar en el que vivía el anciano había desaparecido.

Fool’s Gold no tenía la culpa de nada de lo ocurrido, se dijo a sí mismo. Pero aun así, los recuerdos permanecían. Eran cosas que había intentado olvidar, enterrar en el pasado. Él era un hombre poderoso, rico. Podía levantar un teléfono y hablar directamente con un diplomático o un senador. Conocía a los directores ejecutivos de las empresas más importantes de los Estados Unidos. Y aun así, mientras cruzaba Fool’s Gold, volvía a sentirse como aquel niño delgaducho que añoraba saber lo que era sentirse a salvo y seguro. Tener el estómago lleno, juguetes y una madre que no tuviera que esconder su preocupación tras una sonrisa.

Giró al llegar al Rona’s Lodge, el principal hotel de la ciudad. El Gold Rush Ski Resort estaba demasiado lejos como para que resultara práctico, de modo que se alojaría allí.

Ronan’s Lodge o, como lo llamaba la gente del pueblo, El Disparate de Ronan, había sido construido durante la fiebre del oro. Aquel edificio de tres plantas era el testimonio de una época en la que hasta el último detalle se hacía a mano. Cuando el conserje corrió a abrirle el coche, Rafe se fijó en las puertas de madera tallada que conducían al interior del edificio.

Años atrás, cuando todavía era un niño, habría sido incapaz de imaginar que alguna vez en su vida podría entrar en un lugar como aquel. En aquel momento abandonó su vehículo y aceptó el ticket que le tendía el conserje como si fuera algo que hiciera cada día. Y así era, pero nunca acababa de acostumbrarse.

Sacó la bolsa de cuero en la que llevaba el equipaje y fue a ayudar a su madre. May miraba sonriente hacia el hotel.

–Me acuerdo de este lugar –le dijo con los ojos brillando de alegría–. Es precioso. ¿De verdad vamos a alojarnos aquí?

–Es lo más práctico.

–Necesitas un poco de romanticismo.

–Ahora ya tienes un proyecto.

May se echó a reír y le acarició la mejilla.

–¡Oh, Rafe! Es maravilloso que hayas vuelto. Mientras venía conduciendo por aquí, no sabía adónde mirar. ¿No te encanta todo? Siento que tuviéramos que marcharnos. ¡Fuimos tan felices en este lugar!

Rafe suponía que sí, que algunos días habían sido felices, pero para él, abandonar Fool’s Gold había sido el objetivo que le devoraba las entrañas. Pero aquella no era una conversación que quisiera tener con su madre, se recordó.

–Podrás volver a ser feliz otra vez en cuanto tengas el rancho –le dijo mientras la acompañaba al interior del hotel.

El vestíbulo era enorme. Había paneles tallados en una de las paredes y una lámpara de araña de cristal importado de Irlanda. Rafe no estaba seguro de dónde había sacado aquella información, ni de por qué la recordaba, pero así era.

Mientras May se detenía con las manos en el pecho y miraba maravillada a su alrededor, Rafe se acercó al mostrador de recepción y se presentó.

–Tenemos reservadas dos habitaciones –dijo, sabiendo que su siempre eficiente secretaria habría hecho todos los arreglos pertinentes.

–Sí, señor Stryker, por supuesto. Les hemos reservado una suite a cada uno en el tercer piso.

La joven, vestida con un traje azul claro le tendió un documento para que lo firmara, le indicó las horas a las que estaba abierto el restaurante y le informó de que el servicio de habitaciones funcionaba las veinticuatro horas del día.

Pero él estaba más interesado en tomar una copa. Dos quizá. Tras dirigir una breve mirada al bar, agarró a su madre del brazo y la condujo hacia el ascensor.

–A mí con una habitación pequeña me basta –le advirtió ella cuando bajaron en la tercera planta.

–Muy bien.

–Estoy segura de que conseguiré llegar a un acuerdo con Glen y con Heidi y no tendré por qué continuar en el hotel.

Rafe se detuvo delante de la primera puerta e introdujo la tarjeta en la rendija.

–Mamá, cuando te conviertas en la propietaria del rancho, ¿de verdad vas a querer vivir allí? Estarás en medio de la nada –aunque su madre todavía era joven, no le gustaba la idea de que estuviera sola en el rancho–. La casa es vieja y no creo que esté particularmente cuidada.

Pensó en el tejado hundido y en la pintura descolorida y sintió que comenzaba a dolerle la cabeza.

May le palmeó el brazo.

–Me gusta que te preocupes por mí, Rafe, pero estaré perfectamente. He estado deseando volver al rancho desde que lo perdimos hace veinte años. Siento que pertenezco a ese lugar. Quiero convertirlo en mi hogar. Y sé que todo va a salir bien. Ya lo verás.

Rafe estaba seguro de que ganarían el juicio. Dante se encargaría de ello. Pero había una enorme distancia entre ganar un juicio y que las cosas salieran realmente bien. Su madre iba a enfrentarse a una situación muy complicada.

–Quiero ir a ver a Glen a la cárcel –anunció mientras le metía la maleta en el dormitorio de la suite.

–Punto uno –musitó Rafe, pensando en la primera de las complicaciones de la lista.

–Me siento fatal sabiendo que está allí –su cálida mirada se enfrió–. No tenías que haber llamado a la policía.

–Ese hombre ha cometido un delito.

–Lo sé y te agradezco que te preocupes por mí, pero creo que deberíamos haber encontrado otra solución.

Con un poco de suerte, habría un mini bar en la habitación, pensó Rafe sombrío. Así no tendría que bajar al bar.

–Glen está perfectamente.

–No tienes forma de saberlo. Pienso ir a verle.

Rafe reconocía aquella cabezonería, principalmente porque él la había heredado de su madre.

–Dame media hora para ponerme en contacto con la oficina y después te llevaré a la cárcel. Iremos juntos.

May volvió a sonreír.

–Gracias.

Claro que sonreía. Al fin y al cabo, acababa de salirse con la suya. Rafe le prometió volver al cabo de media hora y se dirigió a su habitación, situada al final del pasillo.

Utilizando la tarjeta, entró en aquel espacio vacío y libre de las iniciativas de su madre. La habitación daba a las montañas. Las cortinas estaban suficientemente abiertas como para permitirle ver las cumbres de Sierra Nevada acariciando el cielo.

Entró en el dormitorio, dejó la bolsa de viaje sobre la cama y volvió a la zona del salón mientras se quitaba la corbata. En vez de buscar en el mini bar, sacó el teléfono móvil y llamó a la oficina.

–Despacho del señor Stryker –contestó en tono profesional su asistente al primer timbrazo.

–Hola, señora Jennings.

–Señor Stryker, ¿está usted en Fool’s Gold con su madre?

–Sí, y parece que voy a tener que pasar aquí una buena temporada.

–Me lo imaginé cuando el señor Jefferson me comentó que iba a reunirse con usted. Es un sitio precioso.

Rafe arqueó las cejas. La señora Jenning nunca hacía comentarios de carácter personal. Ni siquiera sabía si estaba casada, si era abuela o vivía con un grupo de rock.

–¿Ha estado usted aquí?

–Varias veces. Organizan unas fiestas maravillosas.

Sobre gustos no había nada escrito, pensó Rafe.

–Tendré que comprobarlo por mí mismo.

–Puedo enviarle un calendario. Está en la página web del Ayuntamiento, www.FoolsGoldCA.com.

–Eh, no hace falta, pero gracias por el ofrecimiento. Necesito que me reorganice la agenda. Cancele todo lo que no sea importante y aplace todo lo demás.

Se produjo una pausa durante la que, Rafe estaba seguro, su asistente estaba tomando notas.

–De acuerdo –le dijo–. Ahora mismo estoy revisando las dos próximas semanas y creo que podré hacerme cargo de todo. Excepto de su reunión con Nina Blanchard.

Rafe se hundió en el sofá y reprimió una maldición.

–La llamaré personalmente.

–Por supuesto.

Terminaron la conversación y colgaron el teléfono. Rafe regresó al dormitorio, se cambio rápidamente el traje por unos vaqueros y una camisa de manga larga y se puso la cazadora de cuero.

No podía evitar a Nina Blanchard eternamente, pensó. Al fin y al cabo, había sido él el que la había contratado. Pero no iba a poder aprovecharse de sus servicios mientras estuviera en Fool’s Gold. Nina tendría que esperar hasta que resolviera los problemas en los que se había metido su madre.

Después de abandonar Fool’s Gold, Rafe se había prometido experimentar todo lo que el mundo pudiera ofrecerle. Había conseguido una beca para estudiar en Harvard, había viajado por Europa y había hecho amistades entre ricos y poderosos. Pero jamás había estado en una prisión.

Y aunque estaba seguro de que todas debían de parecerse, tuvo la impresión de que la prisión de Fool’s Gold era uno de los mejores lugares en los que uno podía ser encarcelado.

Para empezar, en vez de en colores industriales, las paredes estaban pintadas de amarillo y crema. Unos carteles de brillantes colores anunciaban las fiestas que tanto parecían gustar a su asistente. Olía a carne guisada y a pan recién hecho. La mujer que les registró al entrar era una joven de aspecto amable, no el típico funcionario de rostro sombrío que aparecía normalmente en las películas.

–Esta noche estamos recibiendo muchas visitas –comentó la funcionaria Rodríguez.

Llevaba su brillante y larga melena recogida en una cola de caballo.

Rafe estudió su peinado. No le parecía muy buena idea que las fuerzas del orden llevaran una cola de caballo. Al fin y al cabo, eso le daba a los delincuentes algo a lo que agarrarse, les permitía dominar físicamente la situación. ¿Estaría Fool’s Gold tan cerca del nirvana que no tenían que enfrentarse a delitos verdaderamente serios?

–Glen Simpson es un hombre muy popular –sonrió–. La media de la ciudad está mejorando, pero aun así, sigue habiendo pocas posibilidades para mujeres de cierta edad, y Glen es un hombre encantador.

May firmó el documento que le tendía.

–¿Qué media?

–La media de hombres. Teníamos pocos. El año pasado saltó la noticia y se organizó un auténtico lío. Los medios de comunicación decidieron aprovechar el tema y se organizó hasta un reality show.

–Sí, creo recordarlo –comentó May pensativa–. El verdadero amor o Fool’s Gold. Creo que tuvieron que quitarlo de antena antes de que terminara.

–No tenía audiencia, fue una pena. A mí me gustaba. En cualquier caso, sirvió para que se corriera la noticia de que faltaban hombres y no han parado de venir. Desde entonces, mi vida es mucho más interesante –sus ojos castaños chispeaban–. Pero la mayor parte de ellos son jóvenes, así que desde que llegó, Glen ha sido considerado un buen partido. Solo lleva unas cuantas horas en la cárcel y ya ha recibido seis... –miró la tablilla–, siete visitas.

May parecía incómoda.

–Le aseguro que no he venido por ningún motivo relacionado con el romanticismo. Solo quería asegurarme de que Glen, eh... el señor Simpson, estaba bien –se inclinó hacia la funcionaria y bajó la voz–. Ha sido mi hijo el que le ha metido en la cárcel.

–Gracias por darme tu apoyo, mamá.

–Podríamos haber arreglado las cosas de otra manera.

–No, si pretendes recuperar tu dinero.

May tensó la expresión, señal segura de que se había propuesto algo. Alzó las manos.

–Muy bien, tienes razón. Ahora, vamos a ver cómo está. Es lo único que podemos hacer por él.

Rafe resistió la tentación de mirar el reloj. Confiaba en que volvieran al hotel antes de que cerrara el bar.

La funcionaria les condujo a través de un largo y luminoso pasillo y cruzaron con ella una serie de puertas. El olor a comida se hizo más intenso, recordándole a Rafe que no había almorzado y estaban ya cerca de la hora de la cena.

–Aquí le tienen –dijo la funcionaria mientras empujaba una puerta para invitarlos a entrar–. Glen, tienes más visitas.

La única experiencia que Rafe tenía sobre la cárcel procedía de lo que había visto en las películas de televisión. No estaba muy seguro de qué lugar ocuparía la prisión de Fool’s Gold en ese lúgubre espectro. Pero nada le había preparado para las condiciones en las que Glen se encontraba.

El anciano estaba tumbado en la celda. La celda contaba con el consabido camastro, aunque en aquella ocasión cubierto por una bonita colcha y por lo menos una docena de cojines. Una alfombra de colores intensos cubría la mayor parte del suelo. Había jarrones llenos de flores y una mesita de café.

Afuera, junto a las rejas de la celda, habían colocado una televisión de pantalla plana. El sonido de una película de acción invadía aquel minúsculo espacio. Al lado de la televisión había una estantería en la que habían servido una especie de bufé. Sobre ella descansaba una media docena de fuentes cubiertas esperando a ser servidas. Y también pasteles, tartas y galletas.

–¡Usted!

Rafe se volvió y vio a la jefa de policía caminando hacia él.

–¿Señora?

–No me llame «señora» –gruñó.

Le agarró del brazo y le obligó a salir de nuevo al pasillo.

–¡Todo esto es culpa suya! –le espetó cuando estuvieron a solas–. No piense que esto no va a causarle problemas.

La jefa de policía Barnes podía llegarle solamente a la altura del hombro, pero había algo en su actitud que dejaba muy claro que no estaba dispuesta a permitir ninguna insolencia.

–¿De qué está hablando?

–De ese hombre –señaló hacia la puerta que conducía a las celdas.

–Si está causando problemas... –comenzó a decir Rafe, lo que le valió una mirada fulminante.

Una buena mirada. Mejor incluso que la de su asistente.

–Tenemos problemas, sí, pero no es él el que los está causando, sino todas esas mujeres. ¿Sabe cuántas han venido a verle?

–¿Seis? –preguntó.

Recordaba que la funcionaria les había dicho que eran siete y él había asumido que contaba a su madre entre ellas.

–Sí, seis –le confirmó la policía–. Han aparecido aquí con todo tipo de mantas y comida. Una de ellas hasta le ha traído una televisión. Y otra una funda de goma espuma para el colchón. Al fin y al cabo, no queremos que nuestros detenidos duerman incómodos, ¿verdad?

–No creo que todo eso sea culpa mía –replicó.

–Ha sido usted el que nos ha obligado a arrestarlo –le clavó el índice en el pecho–. Sáquele de aquí o le aseguro que convertiré su vida en un infierno.

–Mañana vamos al juzgado.

–Estupendo. Lo último que quiero es ver esta prisión llena de civiles que se comportan como si estuvieran en el club de la parroquia. Cuando el juez le pregunte que si está dispuesto a dejar que Glen salga en libertad bajo palabra, contestará que sí, ¿me ha oído?

Rafe pensó en la posibilidad de decirle que estaba violando varias leyes en aquella conversación. Que él tenía derecho a pedir que Glen continuara encarcelado hasta que se celebrara el juicio, ¿pero de qué serviría? Hasta que no se resolviera aquella situación estaba condenado a estar en aquella maldita ciudad. Tener a la jefa de policía como enemiga no iba a aportar nada a su causa.

–Tendré que hablar con mi abogado –le dijo.

–Es lo único que le pido –tomó aire y lo soltó lentamente–. Le juro que si vuelve a aparecer alguien más con una cazuela de comida, aquí va a haber sangre.

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