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Capítulo 10
ОглавлениеRafe observaba en silencio mientras iban descargando la madera. Gracias a su madre y a los planes de ampliación del establo, lo que había comenzado como una simple reparación se estaba transformando en toda una renovación. Cuando su madre le había enseñado el proyecto el día anterior, Rafe apenas había hecho ningún cambio y le había prometido asegurarse de llevarlo a cabo. Aquella mañana, May le había informado de que había hablado con Ethan, había contratado a sus hombres hasta el final del verano y ya había pedido que le enviaran todos los suministros necesarios. En ese momento, Rafe imaginaba que tendría suerte si en algún momento conseguía regresar a San Francisco.
Debería estar enfadado y deseando regresar a la ciudad, pero la verdad era que no le importaba mucho. Pasaba las mañanas trabajando con los hombres de Ethan. Después de comer, llamaba a su empresa. Daba instrucciones a la señora Jennings y hablaba con Dante sobre cómo iban las cosas por la oficina. Alrededor de las tres volvía a reunirse con los trabajadores de Ethan. Terminaban de trabajar justo antes de la cena. El resto de la velada solía pasarla delante del ordenador. A veces veía un partido de fútbol con Heidi o iban juntos a dar un paseo.
No era exactamente la clase de vida que debería buscar un soltero, pensó mientras se ponía los guantes. Nada de comidas fuera ni sesiones de cine. Pero la verdad era que lo único que echaba de menos de su vida anterior era salir con Dante y sus entradas para la temporada del estadio de los Giants.
Había pensado que se aburriría en el rancho. Que estaría nervioso. Pero de momento estaba disfrutando mucho más de lo que esperaba. Tenía callos en las manos y se sentía agradablemente dolorido después de todo un día de trabajo. Salía tantas veces a montar con Mason que la propia Charlie había notado que el caballo estaba en mejor forma que nunca.
Había honestidad en aquella tierra, pensó, y se echó a reír. Como no tuviera cuidado iba a terminar convirtiéndose en el vaquero que su madre siempre había querido que fuera.
El conductor del camión caminó hasta él con una tablilla y un papel.
–¿Tienes cabras en el rancho? –preguntó mientras le tendía a Rafe un bolígrafo.
–Sí, ¿por qué?
–Juraría que he visto unas cabras por la carretera cuando venía hacia aquí. Creo que deberías asegurarte de que las vuestras no han salido del rancho.
Rafe garabateó rápidamente su firma, se volvió y caminó hacia la casa. No sabía adónde había llevado Heidi las cabras aquella mañana. Pero no había dado ni un par de pasos cuando la puerta trasera de la casa se abrió y salió Heidi corriendo.
–¿Las cabras? –preguntó Rafe.
Heidi asintió.
–Acaba de llamar mi amiga Nevada. Atenea ha ido con otras tres cabras hasta la zona en la que están construyendo el casino. Hizo lo mismo el año pasado y, por lo visto, ha recordado el camino.
–¿Cómo las vas a hacer volver? –preguntó Rafe mientras la seguía hacia el cobertizo de las cabras.
Heidi entró y salió con varias cuerdas.
–Las agarraré y volveremos andando. No tengo una camioneta suficientemente grande como para transportarlas. Lo que me gustaría saber es cómo han conseguido abrir la puerta.
Rafe entró con ella en el cobertizo.
–Considéralo como una marcha más larga de lo habitual.
–Me preocupa Perséfone. Está embarazada. No sé si le vendrá bien caminar tanto.
–¿Las cabras no se pasan el día caminando?
–Sí, pero en los pastos tienen siempre comida. Cuando Atenea se lanza, eso puede ser mucho peor que cualquier marcha forzada. Llamaré al veterinario en cuanto volvamos.
Rafe se hizo cargo de las cuerdas.
–Estoy seguro de que estará bien.
–Eso espero. Es solo su segundo embarazo.
–¿Y Atenea por qué no está preñada?
–Las cabras alpinas crían en otoño. Esa es una de las razones por las que he comprado cabras alpinas y nubias, para que no coincidan las épocas de cría. De esa forma puedo tener siempre leche fresca. Para la producción de queso no tiene tanta importancia, siempre tengo queso en distintos estados de curación. Pero la leche fresca es muy importante para varias familias de la zona.
–Con el paseo de hoy, la leche estará bien ventilada.
Heidi sonrió.
–No sé si la cosa funciona exactamente así. Me temo que Atenea necesita tener algo con lo que entretenerse.
–Es una lástima que no puedas enseñarle a leer.
–Me preocuparía que aprendiera. Sería capaz de dominar el mundo.
–Deberías poner a las cabras con las llamas. Si realmente protegen al ganado, las llamas impedirán que se escapen. O por lo menos te avisarán cuando Atenea intente marcharse.
–Podría intentarlo. Hasta ahora no he querido ponerlas juntas por si terminan haciéndose muy amigas.
Porque, de una u otra forma, aquella situación era temporal y Heidi no quería que sus cabras echaran después de menos a las llamas.
Dante diría que se estaba tomando su responsabilidad con las cabras demasiado en serio. Y unas semanas atrás, Rafe habría estado de acuerdo. Pero había aprendido que Heidi era una persona muy sensible con todos aquellos que consideraba de alguna forma abandonados. Con aquellos que no pertenecían a ningún lugar.
Caminaron hacia la carretera principal. A unos cinco kilómetros del rancho, se adentraba un camino entre los árboles. El tejido de ramas que cruzaba por encima de su cabeza era suficientemente tupido como para bloquear la luz directa del sol. La temperatura bajó considerablemente y las hojas y las agujas de los pinos crujían bajo sus pies.
Cuando Rafe estaba comenzando a pensar que se habían perdido, se adentraron en un claro y llegaron a lo que parecía otro mundo.
El sonido de toda la maquinaria de construcción parecía repetirse entre los árboles y rebotar contra la montaña. Desde donde estaba y en dirección al este, calculó que habrían despejado un terreno de unas cuarenta hectáreas. El edificio principal era enorme. De momento solo habían puesto los cimientos y las vigas, pero podía imaginar perfectamente cómo sería. Se elevaría varios pisos y tendría unas vistas magníficas a las montañas.
Cuando había oído hablar por primera vez del casino, Dante y él habían estado reuniendo información y analizándola en el ordenador. Aun así, la interpretación que habían hecho de los datos no le había preparado para reconocer la enorme dimensión de aquel proyecto.
–Es impresionante, ¿verdad? –Heidi señaló hacia el extremo más alejado–. Ese es uno de los aparcamientos. Al otro lado habrá una estructura de varios pisos. El edificio principal es para el casino y el hotel. No sé de cuántas habitaciones estamos hablando exactamente. Por lo menos unas doscientas. A lo mejor más.
Heidi continuó hablando, explicando el diseño del casino y cómo el arquitecto había decidido conservar los árboles más viejos para bordear un camino. Habría también un spa y varios restaurantes.
Al cabo de unos minutos, una mujer rubia de pelo corto y sonrisa amable se reunió con ellos.
–¡Tú y tus cabras! –dijo con una risa–. Seguro que ha sido cosa de Atenea.
–Sí, lo sé –Heidi le dio un abrazo–. Si tuviera el carnésería capaz de conducir una motocicleta. Nevada, te presento a Rafe Stryker. Rafe, Nevada Janack.
Rafe le estrechó la mano y miró después hacia los camiones en los que figuraba ese mismo nombre.
–¿Tienes alguna relación con ellos?
–Estoy casada con la familia. Tucker anda por aquí. Vamos, te lo presentaré.
Rafe la siguió encantado. Quería saber muchas más cosas sobre aquel proyecto. Dante y él no habían vuelto a hablar del tema desde que Rafe había oído hablar por primera vez del casino. Tras haber visto la dimensión del proyecto, comenzaba a recordar todas las posibilidades que le ofrecía.
Rafe sostenía el teléfono contra la oreja con la mano izquierda y tomaba notas con la derecha.
–Necesito ver todo lo que has averiguado sobre el proyecto, no solo los planos que me enviaste.
Esperó mientras Dante tecleaba en su ordenador.
–Ya lo tengo –dijo su amigo.
–El tipo que está a cargo de todo, Tucker Janack, dice que tendrá unas trescientas habitaciones. Habrá casino, spa, campos de golf. También construirán un pequeño centro comercial, pero la empresa que se hace cargo de ese proyecto es otra.
–¿Demasiado pequeño para Janack? –preguntó Dante.
–Probablemente. Dependiendo de la época del año y de los eventos que se organicen, podrían tener hasta quinientos empleados. Por supuesto, es imposible que Fool’s Gold pueda suministrar tanta fuerza de trabajo. Y eso significa que tendrá que venir gente de fuera. Mucha gente.
–Y necesitarán algún lugar en el que vivir.
–Exactamente –Rafe tecleó en el ordenador–. ¿Lo tienes?
–Sí, aquí mismo.
Rafe fijó la mirada en el plano de Castle Ranch. Dibujado a escala, mostraba la casa, el establo y la cerca. La carretera principal iba hacia el sur y había varias carreteras secundarias que marcaban los límites naturales de la propiedad.
Con casas de un tamaño estándar, de unos sesenta metros cuadrados, con tres habitaciones y garaje, incluso manteniendo una zona de pastos alrededor del rancho para su madre y los animales, habría espacio más que suficiente como para construir unas cien. Y aun así quedaría terreno libre para futuros proyectos.
–¿Estás haciendo cálculos? –preguntó Rafe.
–Sí, y los resultados me encantan. Teniendo en cuenta lo barato que es el terreno, puedo considerarme un hombre muy feliz. Estamos hablando de auténticos beneficios.
–Dímelo a mí. No tendríamos que hacer nada particularmente sofisticado. Añadiremos todo tipo de mejoras y haremos algún trabajo de jardinería.
–Sabiendo que va a venir gente a trabajar al casino, estarán desesperados por comprar.
Rafe continuó escribiendo frenético.
–Podemos organizar nuestro propio sistema de financiación. Ofreceremos unos meses sin pagar a cambio de trabajar con nuestra propia financiera y ganaremos también dinero con las hipotecas. Aunque para ello tendremos que contar con el permiso de la alcaldía.
–Ya he estado investigando al respecto. Y parece que la alcaldía es amiga de los negocios. La alcaldesa tiene fama de ser una persona con la que resulta cómodo trabajar. No pedirá grandes requisitos. Siempre y cuando los edificios cumplan con la normativa vigente y no pretendamos vulnerar ninguna legislación, nos pondrán las cosas fáciles.
–Estupendo –Rafe no pretendía construir ninguna porquería, pero tampoco quería perder una oportunidad de ganar dinero–. Pensar que todo esto empezó porque mi madre quería comprar un viejo rancho y ahora va a convertirse en uno de nuestros proyectos más importantes...
–Siempre y cuando la jueza dicte sentencia a nuestro favor...
–Lo hará. Heidi no podrá conseguir el dinero a tiempo.
–Además, podemos mostrarle nuestro proyecto como una forma de ayuda a la comunidad –añadió Dante–. Me temo que tu cabrera va a terminar en la calle.
Dante se echó a reír, pero Rafe no se unió a sus risas. Aunque continuaba deseando ganar, le resultaba difícil imaginar Castle Ranch sin Heidi y sus cabras. ¿Adónde irían si tenían que abandonar el rancho?
Se dijo a sí mismo que no era su problema, pero no estaba seguro de creerse a sí mismo. Ya no.
–Podríamos cederle un terreno para las cabras.
Dante se echó a reír.
–Vamos, Rafe, pero si tú nunca le has dado nada a nadie.
Su socio continuaba riéndose cuando colgó el teléfono. Rafe se sentó y fijó la mirada en la ventana. Los beneficios por encima de todo. Siempre había creído en ello. El dinero era la única salida, la única manera de seguir en la cumbre. Había sido pobre y el pasado continuaba condicionándole.
Cuando estaba en el instituto, le habían hecho leer Lo que el viento se llevó, y después había visto la película. Sus compañeros de clase se habían echado a reír al ver a Scarlett O’Hara con un nabo marchito entre las manos y poniendo a Dios como testigo mientras juraba que jamás volvería a pasar hambre. A él no le habían hecho gracia aquellas palabras. Las había vivido.
Aceptaba las cestas de comida que le entregaban jurándose que cuando creciera, sería el hombre más rico que jamás había conocido. Que nadie volvería a aprovecharse de él. Que siempre ganaría.
Dante tenía razón. No tenía sentido entregarle terreno a Heidi. Cuando la jueza dictara sentencia y él se quedara con el rancho, Heidi tendría que marcharse. Él se quedaría con todo.
Heidi esperaba ansiosa mientras Cameron McKenzie auscultaba el corazón de Perséfone. Ya había examinado a la cabra, le había revisado las patas y las pezuñas y le había palpado la barriga. El veterinario se quitó el estetoscopio de los oídos.
–Está perfectamente.
Heidi soltó la respiración que había estado conteniendo.
–¿Estás seguro? Me parece increíble todo lo que ha caminado hoy. Ha ido hasta las obras del casino y ha vuelto.
–A las cabras les gusta caminar. ¡Es una cabra muy saludable!
Cameron se levantó y palmeó cariñosamente a la cabra. Perséfone le hociqueó la mano.
–Ahora solo falta que encontremos la manera de mantener a Atenea encerrada –señaló May desde la puerta del cobertizo.
–Es una chica inteligente –respondió el veterinario mientras recogía sus cosas–. Va a hacer falta asegurar mejor esa puerta.
–Este es el tercer cerrojo que pongo –le explicó Heidi–. No es fácil tener una cabra más inteligente que yo.
–Deberíamos decirle a Rafe que se ocupe de ello –le propuso May a Heidi–. Se le dan bien ese tipo de cosas.
Heidi no estaba segura de que hubiera algo que a Rafe no se le diera bien, lo cual lo convertía en un hombre peligroso. No podía dejar de pensar en él, de preguntarse qué estaría haciendo o qué pensaba hacer a continuación. Cuando le sonreía, sentía algo muy dulce en su interior. Pero aquel hombre significaba problemas y ella ya tenía más que suficientes.
Salieron los tres del cobertizo. Cameron miró por encima del establo, hacia el corral en el que pastaban las llamas.
–Estás haciendo maravillas con mi práctica veterinaria –le dijo a May–. He tratado a algunas alpacas, pero no a llamas. Tendré que ponerme al día.
–También tengo ovejas –le advirtió May.
–Las ovejas son fáciles. ¿Algún otro animal en camino?
May sonrió.
–No quiero estropear la sorpresa.
«¡Oh-oh!», pensó Heidi.
–¿Lo sabe Rafe? –le preguntó.
–Por supuesto que no –contestó May–. Me diría que es una locura. Tendrás que esperar para verlo, como todos los demás.
Heidi alzó las manos.
–¡De acuerdo, de acuerdo!
Desvió después la mirada hacia la casa. Rafe estaba hablando por teléfono en el porche, lo recorría de un extremo a otro, concentrado en una intensa conversación.
–Estaré encantado de atender cualquier otro animal que traigas al rancho –se ofreció Cameron–. Encantado de conocerte, May.
–Igualmente.
Se estrecharon la mano y Cameron se volvió hacia Heidi.
–¿Ya estás mejor?
–Sí, gracias por venir. Supongo que no debería haberme preocupado tanto por la cabra.
–Me gusta que mis clientes sean así. Sabes lo mucho que me conmueve.
Se volvió hacia la camioneta y montó en ella.
–Qué hombre más amable –comentó May mientras Cameron ponía el motor en marcha. Se despidió de ellas con la mano y giró hacia el camino de entrada al rancho–. Y muy atractivo.
Heidi pensó en el pelo oscuro de Cameron y en sus ojos verdes.
–Supongo que sí, pero nunca he pensado en él de esa manera.
–¿Está casado?
–Sí, se caso hace dos meses. Pero tampoco habría importado que fuera soltero. No es mi tipo.
–¿No hay química?
–Ninguna.
–Ya veo –May miró entonces hacia el porche–. Es difícil predecir cuándo va a enamorarse el corazón.
Heidi abrió la boca y la cerró. Aquello era un campo minado. Era preferible alejarse de cualquier tipo de conversación sobre aquel tema, pensó. Y si fuera una mujer inteligente, se alejaría también de Rafe. Pero en lo que a él se refería, no parecía particularmente brillante.
En cualquier caso, aunque pudiera arriesgarse a seguir sintiendo, se mantendría bien lejos de su cama. Porque cruzar esa línea supondría jugarse todo lo que tenía.
Las fiestas de la primavera de Fool’s Gold siempre caían en el fin de semana del Día de la Madre. Muchos padres aprovechaban la ocasión para llevar a sus mujeres a la fiesta y dejar que eligieran ellas su regalo. El domingo por la mañana los vendedores de comida servían un menú especial y los diseñadores de joyas solían hacer un buen negocio.
Las fiestas comenzaban el viernes por la noche con un concurso de chile. Los ganadores, y los perderos, vendían las entradas a lo largo de todo el fin de semana. El sábado por la mañana se organizaba un desfile en el que participaban niños en bicicleta arrastrando remolques decorados con lazos y flores. Los perros de las familias, también disfrazados para la ocasión, acompañaban a los niños.
Rafe hizo una mueca al ver a una gran danesa desfilando disfrazada.
–¿Pero qué es eso? –musitó–. ¿Dónde queda la dignidad del perro?
Heidi se echó a reír.
–A mí me parece que está adorable.
–¡Es humillante!
Heidi miró a la perra, que movía felizmente la cola.
–Creo que está sintonizando con la diva que lleva dentro. El año que viene a lo mejor visto a Atenea para que participe en el desfile.
–Se comerá el vestido.
–Es posible. Pero seguro que estará guapísima.
Las calles estaban rebosantes de vecinos y turistas. Y aunque todavía faltaban un par de horas para las doce, el aroma de las barbacoas flotaba en el aire. Heidi olfateó con apetito.
–Has dicho algo sobre la comida, ¿verdad? –le preguntó a Rafe.
–No te preocupes, te invitaré a comer.
Después de ordeñar, Heidi se había encontrado a Rafe sentado a la mesa de la cocina. Durante los fines de semana, el ritmo del rancho era diferente. Los hombres que trabajaban en la construcción tenían los dos días libres. Y aunque Rafe salía a montar a Mason y continuaba con sus proyectos, todo parecía ir mucho más despacio.
Aquella mañana, cuando Heidi acababa de guardar la leche recién ordeñada en la nevera, Rafe la había sorprendido invitándola a ir a las fiestas con él. Y aunque desde el primer momento, ella había sido consciente de que aceptar era un riesgo, no había sido capaz de resistirse. De modo que allí estaban, fundiéndose entre la gente y disfrutando del desfile.
Cuando terminó de pasar la última bicicleta, Rafe sugirió que dieran una vuelta por los puestos.
–¿Estás seguro de que te apetece? –le preguntó Heidi.
–Tengo ganas de hacer de turista.
–Te creeré cuando te vea comprar un imán para la nevera.
–A mi madre le encantaría.
–May disfruta con todo.
Rafe se echó a reír.
–Prefiero ignorar la insinuación de que yo no.
–No he dicho eso. Estoy segura de que también tú tienes tus buenos momentos.
Continuaron caminando hacia los puestos. Cada vez había más gente a su alrededor. Los niños corrían entre la multitud. Cuando llegaron a una esquina, Rafe le agarró la mano y la atrajo hacia él.
–Tengo que asegurarme de que no te pierdas.
Solo estaba siendo amable, se recordó Heidi. Nada más. Pero al sentir sus dedos entrelazados con los suyos, en ella despertaba algo más que la amistad. Se sentía... bien. Le gustaba notar la fuerza de sus dedos, de su mano callosa. Era una mano más grande que la suya y, si se hubiera permitido un momento de debilidad femenina, hasta habría admitido que estando con él le entraban ganas de batir las pestañas y suspirar.
Se recordó inmediatamente que Rafe no era un hombre para ella. Nunca lo sería. Él buscaba una mujer sofisticada. Una mujer que encajara en cualquier parte y tuviera un aspecto impecable. Una mujer que supiera siempre lo que debía decir. La idea que tenía Heidi de ir a la moda era dejarse el pelo suelto. Aunque, en teoría, sabía maquillarse, normalmente se conformaba con ponerse crema para el sol. Y elegía la ropa pensando en que tenía que empezar el día ordeñando cabras.
–Cuéntame dónde conociste a tu esposa –dijo de pronto.
Rafe la miró.
–En el trabajo. En el primer trabajo que tuve al salir de la universidad. Ella estaba haciendo las prácticas con un hombre con el que mi jefe quería hacer negocios.
–No suena muy romántico.
Rafe sonrió.
–No lo fue. Nuestros jefes no se ponían de acuerdo en los términos del contrato. Ansley y yo nos escapamos a la sala del café. Aquel día hice mi primer negocio. No fue muy importante, no gané mucho dinero, pero vi el potencial que tenía.
Estaban al lado del parque. Heidi se dirigió hacia uno de los bancos y se sentó a su lado.
–Déjame imaginarla: Ansley es alta, rubia y tiene una familia adinerada y de prestigio.
Rafe se volvió hacia ella.
–Tienes razón, en parte. Pertenece a una prestigiosa familia, pero es morena. Su familia había sido muy rica, pero perdió el dinero dos generaciones atrás. Ansley era una mujer ambiciosa. Eso era algo que los dos teníamos en común. Le pedí que saliera conmigo y aceptó.
–¿Y después te enamoraste locamente de ella?
–Después comencé a conocerla. No hubo nada «loco» entre nosotros. Nos movíamos en un terreno seguro que debía permitirnos iniciar una vida en común. Compartíamos los mismos valores, los dos queríamos tener hijos y dejar una huella en el mundo –fijó la mirada en el vacío–. Nos casamos. Todo parecía ir bien, hasta que Ansley me dijo que no estaba enamorada de mí y que todo había terminado.
Se encogió de hombros.
–Entonces me di cuenta de que en realidad no me importaba perderla.
El único amor romántico que Heidi había visto había ido creciendo con el tiempo. La pasión se había desbordado hasta el punto de hacer imposible cualquier pensamiento racional. No era eso lo que Heidi quería. No quería ser consumida por sentimientos que no podía controlar.
Rafe volvió a fijar en ella su atención.
–¿Y qué me dices de ti? ¿Algún lugareño te robó el corazón?
–No, suelo evitarlos.
–Ahora estás conmigo, y tú dices que soy uno de ellos.
–Pero tú no tienes ningún interés en mí.
Rafe arqueó una ceja, pero no respondió.
–Entonces, ¿quién fue? Supongo que debía de ser algún feriante. A no ser que sea Lars. Y, en ese caso, creo que tienes una oportunidad.
Heidi le dio un golpe en el brazo.
–Deja en paz a Lars. Se porta muy bien conmigo. Y no ha habido nadie especial. He salido con chicos, pero nunca ha sido nada serio. En un par de ocasiones pensé que la relación podría ir un poco más lejos, pero no fue así.
Para ser sincera, nunca había experimentado el vacío en el estómago y el intenso anhelo de los que le hablaba Melinda. Ni el sentimiento de querer estar con su chico aun a sabiendas de que era malo para ella, como le había ocurrido a Nevada el verano anterior.
Eso había sido antes de que Tucker entrara en razón y admitiera que estaba completamente loco por ella, claro. La aterradora verdad era que lo más cerca que había estado de sentir aquella especie de descontrol emocional había sido al pensar en Rafe.
–A lo mejor tengo algún problema –admitió.
–A lo mejor el amor es un mito –respondió Rafe.
–Es imposible que tú creas eso. Mira a tu madre y lo mucho que quiso a tu padre. Han pasado veinte años y sigue siendo incapaz de enamorarse de nadie.
–De acuerdo, estoy dispuesto a aceptar que los sentimientos de mi madre son sinceros. Pero nombra a otras tres personas de las que pueda decirse lo mismo.
–Se me ocurren más de tres. Las trillizas Hendrix se enamoraron y se casaron el año pasado. Tú mismo mencionaste a su hermano Ethan, dijiste que estaba locamente enamorado de su esposa. Y su madre está felizmente casada. Años después de haber enviudado, se casó con el que había sido su primer amor, y eso que habían pasado más de treinta años separados. El amor es un sentimiento real.
A lo mejor era solo para los incautos, pensó con nostalgia. A lo mejor ella tenía demasiado miedo de enamorarse de nadie.
–No te pongas triste –le dijo Rafe, se inclinó hacia ella y la besó.
Heidi era consciente de que había gente paseando a solo unos metros de distancia, del sonido de la banda de música que tocaba en la plaza principal y de los gritos felices de los niños. El sol acariciaba sus brazos. El olor de las flores y la hierba se fundía con el del café recién hecho y las barbacoas. Pero todo enmudecía mientras Rafe movía los labios sobre su boca.
Deseando prolongar aquel momento todo lo posible, Heidi posó las manos en sus hombros. Rafe era puro músculo bajo sus dedos. Todo virilidad para su feminidad. La agarró del brazo, la atrajo hacia él y deslizó la lengua por su labio inferior.
Heidi abrió inmediatamente los labios. Antes de que Rafe hundiera la lengua en su boca, ya empezó a derretirse. El calor fluía en su interior, haciendo que sus senos se hinchieran e incitándola a presionar los muslos.
Quería abrazarle y entregarse completamente a aquel momento. Quería algo más que su lengua acariciando la suya. Quería tenerlo desnudo, tomando y complaciéndola, haciendo todas las cosas que a un hombre le gustaba hacer con una mujer. En lo que a Rafe se refería, podía no estar dispuesta a perder el corazón, pero, al parecer, estaba dispuesta a poner todo su cuerpo en juego.
Aun así, estaban sentados en un parque y el único espacio horizontal con el que contaban era un banco. Le devolvió el beso, entregándose al deseo que la inundaba y diciéndose que con eso bastaba. Y casi se creyó a sí misma.
Rafe se separó de ella. Le brillaban los ojos con algo que Heidi esperaba fuera deseo.
–Muy agradable –musitó Rafe y se aclaró la garganta–. Podemos seguir aquí sentados durante unos minutos, ¿verdad?
Aquella pregunta la confundió.
–¿Por qué deberíamos...? ¡Ah!
Exacto. Porque si se levantaban en aquel momento había cosas que serían más que obvias. Se arriesgó a dirigir una mirada fugaz a su regazo y vio que una erección impresionante acababa de hacer acto de presencia. Se estremeció.
Rafe le tomó la mano y le besó la palma.
–Si quieres que podamos levantarnos de aquí, tendrás que dejar de mirarme de esa forma.
Heidi estuvo a punto de preguntar: «¿de qué forma?», pero tenía la sensación de que ya sabía a lo que se refería.
Probablemente le estaba mirando como si fuera el único hombre sobre la faz de la tierra.
Rafe cambió de postura. Se sentó mirando hacia el frente con un pie apoyado en la rodilla contraria. Le pasó el brazo por los hombros a Heidi y la atrajo hacia él.
–Hablemos de algún tema neutral –le sugirió–. Y si eres capaz de hablar con voz chillona, también me serviría de ayuda.
Heidi se echó a reír.
–¿Qué tiene de malo mi voz?
–Es muy sensual.
Heidi se aclaró la garganta. No se le ocurría nada que decir.
–Nunca me has hablado de tu cita.
–Y no pienso hacerlo.
–¿Y tienes alguna otra en perspectiva?
Rafe la miró con sus ojos oscuros brillando de diversión.
–¿Podríamos no hablar de mis citas?
–Claro. Eh, dentro de varias semanas viene la feria a la ciudad.
–¿Tu feria? ¿La gente que te enseñó a odiar a los lugareños?
–Sí, y no fueron ellos los que me enseñaron. Aprendí sola.
–¿Y vendrá alguien que pueda enseñarme a domar un león?
–La feria no es un circo. En esta feria solo vienen atracciones y juegos.
–Siempre me ha encantado la noria.
–Pues tendrás una.
–¿Te montarás conmigo?
Heidi negó con la cabeza.
–No, me mareo.
–Eres una cobarde.
–Y tú un lugareño.
Rafe se echó a reír. A él podía gustarle su voz, pero a Heidi le encantaba el sonido de su risa. La hacía sentirse a salvo y feliz, sobre todo cuando la estrechaba contra él.
Y eso era peligroso. Afortunadamente, ella no era de las que se enamoraban con facilidad.