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La construcción de la acusación

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La distancia tomada hacia el Eichmann judicial no implica, sin embargo, una adhesión al punto de vista de la acusación “que, al convertir a Eichmann en símbolo de todo el sistema de persecución nazi contra el pueblo judío, en un símbolo tanto de actividad como de pasividad (…), no hace más que cumplir su rol” (Théolleyre, Le Monde, 13 de mayo de 1961). Las diversas maneras de ver a Eichmann tienen su réplica en la forma en que es descrito Hausner: sobrio, sin demagogia ni grandilocuencia según Pottecher70, confuso, demasiado cargado, insulso y aburrido según Théolleyre (Le Monde, 14 de abril). Para Gouri, en el contrainterrogatorio a Eichmann, a Hausner se lo ve torpe y lento frente a las escapatorias del acusado, mientras que, para Scemama, demuestra un empeño y una constancia admirables para atrapar a Eichmann en sus redes (Le Monde, 18 de julio).

Todos parecen estar de acuerdo, por el contrario, en cuanto al vínculo difuso o inexistente entre el acusado y muchos elementos del acta de acusación, por un lado, y entre el acusado y algunos de los testimonios, por el otro, lo que da lugar a numerosos llamados al orden de los jueces. Incluso en el seno del propio Gobierno de Ben-Gurión, habían surgido críticas por la ampliación de cargos contra Eichmann (The New York Times, 22 de julio). Mientras que Arendt y Mulisch se indignan por la utilización injusta, por no decir inhumana, del juicio de un hombre con el objeto de escribir la historia71, Théolleyre “comprende, sin embargo, que la acusación tuvo que citar a esos testigos en el marco de un proceso que se pretendía histórico para el Estado de Israel”: “Hausner y sus asistentes lograron su objetivo: en primer lugar, que los jóvenes de Israel se interesaran por un sufrimiento que nunca conocieron (…). Y a continuación mostrarles todo aquello que había hecho posible ese sufrimiento” (Le Monde, 5 y 13 de mayo).

Se toma conciencia de que Eichmann ya no es “la figura central del juicio, sino la masa de las víctimas” (Témoignage Chrétien, 14 de julio de 1961). Frente a esos relatos que “exceden los límites de lo imaginable”, la dificultad de los cronistas está en escuchar y elegir entre las historias de los sobrevivientes, cuyos testimonios son “alucinantes”, como el de Léon Weliczker Wells cuando tuvo que buscar su propio cadáver72 (Le Monde, 4 de mayo) o el de los atroces dilemas que les planteaban los nazis: las “tarjetas de vida” permitían salvar a dos personas por familia, así que el jefe de familia se veía obligado a elegir a quién sacrificar (Libération, 5 de mayo). Del mismo modo, la obligación de llenar los trenes convertía el suicidio —que dejaba una vacante— en un “dilema de conciencia, ya que, al intentar escapar a su propia suerte, uno no hacía más que precipitar la de otro” (Le Figaro, 10 de mayo).

Algunos periodistas señalaron la emoción que embargaba a los presentes en la sala, cuando el relato de Georges Wellers sobre los niños de Drancy “hizo llorar hasta al intérprete a cargo de la traducción” (Le Monde, 11 de mayo de 1961). El verdadero acontecimiento ocurre en la platea, donde los periodistas van siendo paulatinamente reemplazados por los israelíes, “en una sala llena que escucha, tensa, cansada de que la hagan callar” (Le Monde, 4 de mayo). Debemos a Gouri comentarios de notable agudeza sobre la transformación de la audiencia y la toma de conciencia en la sociedad israelí sobre la existencia de los sobrevivientes de los campos, todos esos que no conservaban de sus familias más que una vieja foto amarillenta. Théolleyre presta, igualmente, atención a las diferencias sociales entre los testigos resistentes que viven en los kibutzim y los “sobrevivientes a pesar de ellos mismos” que han retomado vidas urbanas y burguesas (Le Monde, 5 de mayo).

Las crónicas también se ajustan a las estratificaciones sociales y a las tensiones políticas del interior de los guetos. Así, “los judíos alemanes de vieja cepa, imbuidos de su superioridad sobre sus correligionarios de otros países (…), torturados por una hambruna atroz (…), se abalanzaban sobre cualquier basura mientras se trataban mutuamente de Herr Doktor y Herr Professor (Scemama, Le Monde, 14 de mayo de 1961). Los aspectos más trágicos quedan expuestos a través del relato de Abba Kovner. Wittenberg era el jefe de la resistencia del gueto de Vilna: los nazis exigían su rendición, amenazando, de no conseguirla, con liquidar a la población; los judíos le rogaron que se entregara, algo que finalmente hizo, tras entregarle a Abba Kovner su revólver (Le Monde, 6 de mayo). En cuanto al rol de los consejos judíos, es un tema abordado a través de los testigos y del juez Halévy, “obsesionado por esa colaboración de algunas víctimas con sus verdugos, que a todas luces reprueba y que intenta vanamente comprender” (Théolleyre, Le Monde, 12 de mayo). La prensa en su conjunto prefiere no sumar culpa a la culpa y habla de “ayuda forzada” (The New York Times, 10 de abril) o informa de un “incidente que estalló como un barril de pólvora, con toda la sala de pie para escuchar a un hombre que gritó en húngaro: ‘¡Ustedes ayudaron a los alemanes! ¡Mi familia fue aniquilada por su culpa! ¡Ustedes salvaron a sus amigos!’” (Scemama, Le Monde, 26 y 27 de mayo).

El momento Eichmann

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