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Fuga y captura

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Tras la capitulación alemana, Eichmann se esconde en el interior del país y se ocupa de borrar minuciosamente todos sus rastros como preparativo para su escape a la Argentina, donde se instala en 1950 bajo el nombre de Ricardo Klement13. Dos años más tarde, se reúnen con él su esposa y sus tres hijos, que, en la Argentina, seguirán usando el apellido Eichmann. A partir de ese momento, los servicios secretos de la flamante República Federal de Alemania (RFA) conocen el paradero exacto de Adolf Eichman, lo que no significa que tengan la intención de tomar acciones contra él. En 1955, nace Ricardo Francisco, el cuarto hijo de Eichmann.

En su nuevo país de residencia, Eichmann frecuenta los círculos de los antiguos nazis, que estaban convencidos de que pronto regresarían al poder en Alemania. En su libro, Bettina Stangneth reconstruye en detalle la vida de Ricardo Klement en la Argentina, sobre todo, a partir del hallazgo y análisis de sus múltiples escritos dispersos por el mundo y de los setenta y tres registros de audio de las entrevistas que le concedió al nazi holandés Willem Sassen. Allí Eichmann se revela como un antisemita furibundo, un hombre de acción, dinámico y ambicioso, un fanfarrón que se jactaba de su trabajo en pos de la erradicación de los judíos de Europa, y cuyo único remordimiento era no haberlo consumado.

Fue por azar que el procurador general alemán, Fritz Bauer, se topó con la pista de Eichmann. Lothar Hermann, un socialista sobreviviente del campo de concentración de Dachau, había emigrado a la Argentina junto con su hija Sylvia. Fue Sylvia la que conoció allí a uno de los hijos de Eichmann y se lo presentó a su padre, que así descubrió la verdadera identidad de Ricardo Klement. Y Hermann le escribió al fiscal Bauer.

Socialista y desplazado por el régimen nazi de su cargo de juez, por ser judío, Fritz Bauer había abandonado Alemania tras pasar nueve meses en un campo de concentración. Estuvo un tiempo en Dinamarca y luego en Alemania. Tras la promulgación de la Constitución de la República Federal de Alemania (1949), Bauer decidió volver a su país y consagrarse a buscar castigo para los criminales del nazismo. En Alemania, su rol es bien conocido, como lo testimonia el importante instituto de investigaciones creado en 1995 en Fráncfort del Meno y que lleva su nombre. (Ronny Loewy, a quien está dedicado este libro, fue director del programa de Cine del Holocausto, en el seno de dicho instituto14). En Francia, su nombre y su labor recién se conocieron en 2014, gracias a la película La conspiración del silencio, de Giulio Ricciarelli. Entonces, Fritz Bauer decidió avisarle a Israel, porque sabía que, si presentaba un pedido de extradición ante la Argentina, Eichmann se enteraría de inmediato: en ese momento, la burocracia alemana y, sobre todo, el Ministerio de Relaciones Exteriores estaban plagados de funcionarios exnazis.

Durante más de dos años, las pesquisas del Mossad para localizar a Eichmann se habían caracterizado por una seguidilla de torpezas, mala suerte y de fracasos que revelaban falta de seriedad y poca voluntad política para encontrarlo. Porque lo cierto es que el Estado de Israel quería dar vuelta la página y nunca se interesó en la búsqueda de los antiguos nazis. A fines de 1959, Fritz Bauer viaja a Israel para convencer personalmente a Haïm Cohen, ex ministro de Justicia y asesor legal del Gobierno, de la importancia de enjuiciar a Eichmann. Durante una reunión que mantienen Fritz Bauer, Haïm Cohen, Isser Harel, jefe del Mossad, y uno de los espías, Zvi Aharoni, se toma la decisión de que este último viaje a Buenos Aires para, por fin, ocuparse seriamente de Eichmann. Quienes participaron de la captura y secuestro de Eichmann, el 11 de mayo de 1960, ya han relatado el desarrollo de los hechos en numerosos libros y documentales15.

La decisión de secuestrar a Eichmann para juzgarlo en Israel solo podía ser política y no habría podido tomarse sin el aval del jefe de Gobierno, Ben-Gurión. Es legítimo preguntarse el porqué de una decisión semejante. En los escritos de los políticos israelíes y de los involucrados en el proceso, los efectos y las expectativas, a veces, parecen mezclarse. ¿Sería acaso para “recordarle a la opinión pública mundial quiénes son los que planean la destrucción de Israel y quiénes son sus cómplices, conscientes o inconscientes”, como escribe Ben-Gurión16? ¿O para contrastar el heroísmo de los israelíes actuales con la supuesta pasividad de sus mayores? ¿Avergonzar al mundo por haber abandonado a los judíos a su suerte e incentivar a las grandes potencias a dar su apoyo al flamante Estado de Israel? ¿Reducir cierta brecha generacional o entre israelíes de diferentes orígenes? En pocas palabras, crear un relato nacional que fuese común al conjunto de los israelíes: “Uno de los verdaderos grandes momentos de la unificación fue la captura y el proceso de Adolf Eichmann”17.

El proceso a Eichmann tendría, así, la función de educar a la juventud, de reconectarla con la historia y de reafirmar los vínculos entre Israel y los judíos de la Diáspora, para demostrar la unidad del pueblo judío, la del Estado hebreo, la que se extiende más allá de sus fronteras.

El momento Eichmann

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