Читать книгу Sol y Luna - Tamara Gutierrez Pardo - Страница 11

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JEDRAM

Esas extrañas flautas con bolsa estaban sonando de nuevo, aunque esta vez se habían unido más instrumentos raros. Eran varios, y solamente me parecían familiares los tambores y otras flautas que eran más o menos normales. Los demás no los había visto en la vida. Toda la tribu se congregaba allí. Charlaban animadamente y bailaban al son, alegres, pero al ver el árbol donde se suponía que me esperaba Jedram un rayo fulminante de rabia y tormento se apoderó de mí.

El peso de unas pieles blancas sobre mis hombros me espabiló.

—No, no pienso casarme… —farfullé, haciendo negaciones con la cabeza en tanto me retrasaba un paso.

—Ya has dado tu palabra, ahora no puedes echarte atrás —me recordó la vieja, aunque hablándome con inquietud.

Mi espalda chocó con alguien y ya no pude retroceder más.

—Chica loca, ¿es que quieres que muera toda tu tribu? —me increpó esa Khata, sujetándome con fuerza.

No, no quería. Pero tampoco quería ser la esposa de ese ser terrorífico…

Entonces, fui amarrada por los brazos y comencé a ser empujada por Khata y más mujeres.

—¡No, no! —chillé, tratando de oponerme.

Fue en vano. Eran muchas contra una, y por mucho que imponía los pies y las piernas, todo esfuerzo parecía inútil.

—¡Vamos, enfadarás a Jedram! —me avisó otra de esas malditas mujeres.

—¡Me da igual, no le tengo ningún miedo! —escupí, rabiosa.

Salimos a escena de esa guisa.

La muchedumbre, tan pronto se percataba de mi presencia y mi rebelión, se iba apartando a ambos lados con sorpresa, abriendo un pasillo hacia el árbol.

—¡Dejadme! —rugí con ira, revolviéndome como una auténtica posesa. La corona se cayó al suelo—. ¡No pienso ir! ¡No pienso casarme con ese monstruo!

La música cesó y todas las bocas se quedaron en un absoluto silencio mientras mi garganta continuaba quejándose sonoramente y yo seguía resistiéndome.

—¡Soltadme!

Mi corazón latía muy deprisa y mis piernas temblaban de la enorme tensión que sentía, aunque el vestido largo que llevaba puesto las ocultaba, disimulándolo por completo. Solo veía gente y más gente delante de mí, gente que se quitaba con prisas cuando me veía…

Hasta que los últimos tika se hicieron a un lado y el árbol de la vida quedó despejado, dejándole a él y a lo que su copa cobijaba a la vista.

Jedram.

Me sorprendí al verle, porque no era lo que me había esperado.

Los rayos de una luna llena habían sustituido a los del sol, por lo que el árbol estaba bañado por ese influjo mágico. Era bello…

Un hombre, un hombre joven y fuerte, me esperaba en una gran silla de madera. Un lobo negro se sentaba junto a él; gruñía y mostraba sus afilados dientes, aunque a mí me imponía más su dueño. Su pelo oscuro era muy largo; unas suaves ondas caían con gracia junto a un par de finas trenzas que se mezclaban con el pelo que se extendía sobre sus antebrazos. La corta barba escondía un rostro atractivo pero fiero y acerado, y su mirada también era dura y penetrante. Sus anchos hombros vestían unas pieles de color oscuro que concluían con las zarpas y la enorme cabeza de un oso, de rugientes fauces, que tenía toda la pinta de haber sido degollado por sus propias manos. Todo hacía juego con su negro atuendo.

Me sorprendió ver que no era un dios. Era un hombre, pero, aun así, infundía un descomunal respeto. Se apreciaba que era alguien muy poderoso al primer golpe de vista. Sin embargo, y aunque imponía, una vez más no sentí temor alguno. No, no sentí miedo, al menos no el tipo de miedo que cualquier cuerdo hubiera sentido al tener a un ser tan poderoso y temible delante.

Las mujeres me soltaron con brusquedad a unos escasos metros de Jedram y se apartaron. El lobo se levantó y se acercó a mí con rapidez, haciendo que me viera obligada a quedarme quieta. Observé cómo el animal se arrimaba a mi falda a la vez que mi caja torácica se movía arriba y abajo convulsamente. Me olió y dio una vuelta a mi alrededor, estudiándome con esos ojos verdes. Hasta que, para mi asombro, se echó a mi lado.

Una ligera exclamación de sorpresa se extendió por la caverna, pero yo me repuse. Cuando alcé la vista me encontré con Jedram justo delante de mí. Entonces, me quedé sin respiración.

Sus ojos violetas se clavaban en los míos con un magnetismo extremadamente potente. Jadeé cuando un relámpago chispeante se revolvió dentro de mí al verle tan, tan cerca. Mis labios se entreabrieron. Sus ojos… Esos ojos…

Irremediablemente, el recuerdo de mi primer beso se desparramó en mi mente. Eran… eran esos mismos ojos, los reconocería hasta con los párpados cerrados.

Una música mística y antigua, ancestral, tomó la cueva por completo. Los golpes rítmicos de unos tambores eran acompasados por el cántico de un coro masculino. Sus voces graves se entremezclaban en varios tonos, melódicas, y resonaban en las paredes de toda la cueva. Regresaban con el rebote de un eco ceremonial que era toda una ofrenda de respeto y admiración hacia su rey.

Me sentí tan aturdida que no pude ni moverme. No podía apartar la vista de esa mirada violeta, tan segura, tan intensa, tan envolvente… Para cuando quise darme cuenta, la mano izquierda de Jedram tomó mi mano derecha, y su mano derecha mi izquierda, formando el símbolo del infinito con nuestros brazos. Sentir el tacto de su piel me estremeció de una forma que jamás había sentido y mi boca dejó escapar otro pequeño jadeo.

Y él seguía sin apartar su vista de mí…

El coro y los tambores acallaron su ritual con un final apoteósico. Se hizo un silencio total.

—Jedram, hijo del dios Luna, rey de la tribu tika, ¿quieres a Nala, hija de la tribu wakey, como tu legítima y única esposa, hasta que la llegada de la muerte os separe? —preguntó un sacerdote.

Ni siquiera le había escuchado llegar a nuestro lado…

—Quiero —afirmó Jedram con una profunda voz, sin un solo titubeo, sin abandonar mis turbadas pupilas.

Esa voz… Era la del enviado moreno que me había traído… Entonces mi boca se colgó aún más. El mismísimo Jedram había venido a buscarme personalmente…

—Y tú, Nala, hija de la tribu wakey, ¿quieres a Jedram, hijo del dios Luna, rey de la tribu tika, como tu legítimo y único esposo, hasta que la llegada de la muerte os separe?

El mutismo se adueñó de mi garganta durante un instante. Pero fue tan fugaz que incluso a mí me sorprendió mi respuesta.

—Quiero —musité sin poder apartar la vista de esos ojos violetas.

¿Qué estaba haciendo? Ni yo lo sabía.

—Que el sol y la luna que vuestro amarre simboliza bendigan vuestra unión —recitó el sacerdote. Después ató una cuerda alrededor de nuestras manos, haciendo un nudo, ante mi inexplicable impasibilidad—. Nuestro dios Luna y el árbol de la vida son testigos de este enlace, que nada ni nadie lo destruya jamás. En el nombre de la luna, y en el de la vida, os declaro marido y mujer.

¿Ya estaba? ¿Ya estaba… casada con Jedram?

La mirada violácea de Jedram se adentró tanto en la mía que creí notarla hasta en mi misma alma, electrificando todo mi cuerpo. Esperé su beso, casi diría que con ansias, sin embargo, no me besó. El chasco fue tal que hasta el embrujo pareció desaparecer. En esta ocasión sí que conseguí reaccionar, meneando la cara para espabilarme.

¡Por los dioses, ¿qué estaba haciendo?! ¡¿Qué había hecho?! ¿Se me había olvidado quién era Jedram, lo que hacía? ¿En qué estaba pensando? Eran esos ojos. Ojos brujos. Me había hipnotizado.

Rechiné los dientes, sintiéndome como una estúpida. ¿Cómo había sido tan tonta? Seguramente también me había hipnotizado aquella noche de mi primer beso… Y yo había perdido el tiempo recordándole a cada minuto, creyendo que aquel había sido el momento más feliz de toda mi existencia…

El desengaño me golpeó como una jarra de cristal al caer al suelo.

¡Estúpida, estúpida! El único que tenía que importarme era Sephis. Él era de verdad, no una ilusión. Eso me hizo sentir peor, porque, a pesar de mis sentimientos por Sephis, había sucumbido al encantamiento de Jedram y había terminado casándome con él.

¿Por qué había sido tan… débil?

Aunque toda la tribu saltó en júbilo y la música de celebración explotó, me aparté con enfado, si bien no pude ir muy lejos. La cuerda que me amarraba a Jedram me lo impidió. Tiré con más fuerza, pero las muñecas de Jedram ni se movieron del sitio, así como su intensa mirada, otra vez fija en mí.

Aparté la vista instantáneamente, rehuyéndola para que no volviera a embrujarme.

—¿Es que tenemos que pasarnos así toda la noche? —protesté.

Tan pronto como mi impulsiva bocaza lo soltó, me arrepentí. Un frío aterido me atravesó de la cabeza a los pies al recordar la temida noche de bodas. ¿Y si resulta que teníamos que estar así… toda la noche?

El lobo se levantó y acercó su hocico a nuestras manos, sacándome de ese bucle que ya comenzaba a engullirme. Empezó a lamerlas animosamente, como si estuviera contento. Luego, alguna tontería llamó su atención y se alejó con un trote.

De pronto, las cuerdas se desataron solas, cayéndose sobre las baldosas blancas y rojizas. Levanté la vista para mirar a Jedram, atónita. Lo había hecho él, sin tocarlas… ¿Acaso era brujo o qué?

Volví a huir de sus ojos con rapidez, recogiendo mis manos.

Sin más, echó a andar hacia la silla. Otra vez fruncí el ceño. Me di cuenta de que había otra a su lado, así que, a disgusto, le seguí. En fin, ¿qué podía hacer? Ya me había casado con él, no podía huir…

Y menos delante de tanta gente. Quizá cuando todos, incluido él, se hubieran caído de la borrachera.

Los regalos sucedieron al descomunal banquete, que consistió en montañas y más montañas de carne. La gente tika, mostrándole gran respeto a Jedram, nos agasajó con pieles, ropa y varias piezas artesanales a las que aquí se les daba mucho valor. Me quedé estupefacta al ver que también nos regalaban armas, incluso a mí esos incautos me regalaron una espada. La hubiera usado, pero no tenía ni idea de cómo se manejaba. El vino corría por doquier y los hombres, incluso las mujeres, no tardaron en embriagarse.

Pero Jedram no bebía ni una sola gota, y eso hizo que mis planes de huída comenzaran a desmoronarse. Sabía que no podría huir si él estaba sobrio. Y encima era brujo… Llegué a plantearme emborracharme yo, por lo menos así no me enteraría de nada, pero el vino tampoco llegaba a mis manos.

Por poco me echo a llorar cuando empecé a asimilar que iba a tener que enfrentarme a la noche de bodas, quisiera o no…

Y ese temido momento llegó.

En mitad de la fiesta Jedram se puso en pie y viró medio cuerpo hacia mí para clavarme otra de sus intensas miradas. Ya sabía lo que estaba esperando. La música no dejó de sonar en ningún momento; al revés, elevó el tono y el ritmo para celebrar lo que iba a tener lugar esta noche. Para ellos era un motivo de alegría; para mí era toda una tortura. Durante un segundo me propuse resistirme, sin embargo, algo me dijo que eso iba a ser totalmente inútil con Jedram. Me levanté de la silla, casi temblando, delante de los vistazos curiosos y expectantes de todos los que nos rodeaban, aunque fingí fortaleza. Jedram me tomó de la mano, provocando que otra vez sintiera esa extraña electricidad, y se volvió al frente para echar a caminar, tirando de mí.

Recorrimos la distancia que nos separaba de la edificación de roca abriéndonos paso entre el alegre bullicio, que se apartaba con una reverencia al ver que se trataba de Jedram. No tardamos en abandonar la celebración para acceder a una de las estructuras rocosas contiguas a aquella en la que me habían preparado. Varios agujeros o entradas se repartían sin un orden concreto por toda la pared, y una escalera esculpida era el único elemento que unía a cada una de ellas. Jedram me hizo subir hasta el nivel más alto, para después internarnos en la cueva que se encontraba allí.

Un estrecho pasillo conducía a una estancia. Era amplia, para mi sorpresa acogedora, y se dividía en varios compartimientos. Un hogar llameaba en el centro y, a su vera, unas pieles acolchadas habían sido acondicionadas para la ocasión. Jedram soltó mi mano y se quedó de pie, junto al fuego, observándome con esos ojos violetas.

Mi corazón ya no podía latir más deprisa, se me iba a salir del pecho… Sí, por primera vez, esta vez sí, sentí miedo. Pavor. Ese hombre imponente y desconocido aguardaba mi presencia en su lecho. En… nuestro lecho…

Inspiré aire profundamente, llenándome de arrojo, y me acerqué a él para iniciar el rito que, a mi pesar, me habían enseñado. No quería hacerlo, pero sopesándolo detenidamente decidí que era mejor que yo me ofreciera a que me forzara. Me iba a doler igualmente, pero iba a ser más terrible la segunda opción.

El cuerpo es solo carne y hueso. El alma fluye libre…, me repetí a mí misma una y otra vez.

Me detuve frente a Jedram, tomando más oxígeno, y sin alzar la vista hacia sus ojos llevé mis trémulas manos al broche de esa imponente piel de oso para abrirlo. Pero las suyas agarraron mis muñecas, provocando que mis pupilas se clavaran en las suyas con extrañeza. Me asusté, porque no sabía qué era lo que quería de mí, además, sus hipnotizantes ojos ahora me intimidaban sobremanera. Aun así, levanté el mentón con arrojo.

—No te tocaré hasta que tú no quieras —manifestó con esa voz regia.

¿Cómo? ¿No quería hacerlo conmigo?

—¿No… me tocarás? —me aseguré, boquiabierta.

—No.

Tuve que emplearme a fondo para volver en mí.

—¿Y si no quiero nunca? —inquirí.

Se quedó un par de segundos en silencio, clavándome una mirada tan penetrante que hasta mi corazón se aceleró.

—Entonces nunca te tocaré.

Mis pupilas permanecieron en las suyas, buscando una respuesta lógica que pudiera comprender. Sin embargo, no la encontré.

Jedram me soltó. Abandonó mis ojos y se giró sin prisa. Me quedé de piedra, viendo cómo se marchaba a la estancia contigua y corría una cortina.

Una vez más, y como siempre, me quedé sola.

Sol y Luna

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