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SEDUCCIÓN NALA

Mi cabeza se fue a mi lado en el lecho, como todas las mañanas. Y como todas las mañanas esa parte de las pieles estaba vacía. Suspiré y me incorporé, quedándome sentada sin apartar la vista de ahí. Doblé mis rodillas para recogerlas con mis brazos y suspiré.

Mis ojos, perezosos y cansados, se escaparon al otro lado, y entonces la sorpresa invadió mi rostro repentinamente. Era… mi espada. ¡Mi espada! Nerviosa y emocionada, me abalancé hacia ella para cogerla. Comprobé que el grabado continuaba en el mismo sitio de siempre, así como las marcas de los entrenamientos. ¡Sí, era mi espada! Sonreí con ganas, no podía evitar esa sonrisa cada vez que la miraba, me encantaba practicar con ella. A pesar de Khata, claro. Me encantaba el sonido metálico que producía cada vez que hacía estallar su filo contra el de Khata, me encantaba cómo me pesaba en las manos, la sensación triunfal cada vez que la alzaba, incluso el olor de su metal.

El hormigueo de mi estómago me bloqueó durante un instante cuando reparé en que esto había sido obra de Jedram. Podía haberle encargado otra a Kog y en unos días hubiera dispuesto de una espada similar, pero había vuelto al bosque para ir a buscar esta que ya consideraba tan mía…

¿Por qué lo habría hecho? ¿Era por lo que le había dicho mientras huíamos de la niebla negra?

Un movimiento captó mi atención repentinamente, y, de pronto, todo mi abdomen sufrió una explosión que se ramificó en un cosquilleo alocado. Jedram salía de su alcoba, preparado para marcharse a donde quiera que se fuera cada amanecer. Eso también me indicó que había ido a buscar mi espada en plena noche. Sus ojos violetas se clavaron en los míos con ahínco, sucediendo a la sorpresa inicial por verme levantada a estas horas tan tempranas. El ajetreo en mi estómago aumentó. Su mirada era tan intensa que traspasaba cualquier frontera sobrenatural.

Sus pupilas solo se despegaron de las mías cuando las oscuras botas de piel de oso iniciaron la andadura hacia la salida. No fui capaz de decir nada. Jedram se perdió por el estrecho pasillo hasta que escuché cómo la puerta se cerraba.

La extensa pradera de ese claro donde Khata, el lobo y yo nos habíamos sentado a descansar difundía su fresco verdor con gracia y descaro, como si fuera un acto de rebeldía ante los gruesos y centenarios árboles que lo bordeaban. Algunas flores precoces ya exhibían sus pequeños y delicados pétalos, anunciando la cercanía de la primavera.

Me quedé absorta contemplando esa estampa, estudiando cómo el sol, cómo los cálidos rayos de la diosa Sol, se colaban entre el ramaje, creando un juego de luces y sombras que se extendía sobre el prado.

La diosa Sol… Mi tribu… Mi familia… Mi Sephis… Hacía tanto que no sabía de ellos. Había contado hasta treinta y cinco lunas desde mi llegada aquí, y todo seguía como al principio, todo seguía igual. Nada, excepto mis adoradas clases con Khata, había cambiado, todo se había quedado estanco. Si no fuera por estas clases con la espada, ya hubiera empezado a volverme loca.

Mi vista osciló hacia la espada, y otra vez pensé en Jedram.

—¿Qué te tiene tan abstraída? —me preguntó Khata, sacándome de mi mundo interior repentinamente.

—Nada —disimulé, apartando las pupilas de la espada.

—Vamos, hoy no has estado nada centrada. Algo te pasa —adivinó. Su boca jugueteaba con una brizna de hierba—. ¿Qué ocurre? ¿Jedram sigue sin follarte?

Le fulminé con la mirada, pero solo conseguí que Khata sonriera con autosuficiencia.

—No, y no quiero que lo haga —solté, sesgando el rostro hacia el otro lado, enfurruñada.

—Claro que sí, estás deseando que lo haga. —Rio.

Mi cara regresó a ella con ofensa.

—¿Acaso dudas de mi palabra?

—Sí, le deseas —reiteró, afirmó—. Le deseas tanto como le desean todas.

Por un momento me quedé sin argumento, sobre todo cuando recordé el cuerpazo desnudo de Jedram junto a ese lago ardiente y el instinto que despertó en mí, mas afortunadamente espabilé.

—No es a Jedram a quien deseo —repliqué.

Eso llamó su atención.

—¿Ah, no? —se inclinó hacia delante para mirarme con atención.

—Estoy enamorada de otro.

—¿De quién?

—De mi Sephis. —Sonreí.

—¿De tu Sephis?

—Sí. Le quiero.

—¡Ja! Eso lo dudo —cuestionó.

Mis ojos le acribillaron de nuevo.

—Por supuesto que sí. Le amo —recalqué, molesta.

—¿Y quién es ese Sephis, si puede saberse? —se interesó, aunque continuaba sin creérselo.

—Es el chico más guapo y maravilloso de mi tribu. —Mi cara se iluminó otra vez solo con recordarle. Mi gesto se torció al confesarle la segunda parte de la explicación—. Bueno, y el novio de mi hermana. El exnovio —maticé al instante.

Khata, sorprendidísima, exhaló y pegó un pequeño bote.

—¿Has follado con el novio de tu hermana?

—Claro que no —le miré con desagrado, ofendida.

—Pero lo intentaste —me guiñó un ojo.

—No, no lo intenté —mi agravio se incrementó.

Khata parpadeó.

—¿No lo intentaste? —se sorprendió.

—No —insisté, observándola con estupor y repulsión—. Solo me besó.

Tras malgastar unos segundos en quedarse paralizada, Khata regresó a su posición relajada de antes.

—Entonces no estás enamorada de él —afirmó, metiéndose el hierbajo de nuevo en la boca.

—Por supuesto que lo estoy —refuté, indignada.

—Déjame adivinar. Tu hermana es perfecta en todo y tú eres la oveja negra de la familia.

—¿Cómo lo sabes? —pestañeé, asombrada. ¿También tenía dotes de adivina?

Khata soltó una pequeña carcajada.

—Solo hiciste que tu Sephis te besara para pisotear a tu hermana.

¿Pero cómo sabía que había sido yo la que había incitado ese beso? Sí, debía de ser adivina. Fruncí el ceño y resoplé por la nariz.

—No, yo le quiero.

—Sí, porque es el novio de tu hermana. Bueno, ahora el exnovio, por tu culpa.

Un ácido espeso y burbujeante cargado de remordimiento quiso aflorar por mi garganta. Pero no le dejé.

—Mira, piensa lo que quieras, me da igual —bufé, volviendo la cara—. Yo amo a Sephis.

—Pero no es con él con quien tienes pensado follar —rebatió.

Jaque.

Esto era increíble. Lo que estaba oyendo me pareció tan indignante, que mi semblante se fue hacia ella lentamente, e incluso me quedé muda.

—Dime, ¿cuántas veces piensas en tu Sephis? —inquirió sin darme cuartel.

Su pregunta me dejó un poco tocada. Pero, aun así, respondí.

—Todos los días. A todas horas —añadí en el último momento, ofendida.

Mis esfuerzos fueron en vano. Khata enseguida captó mi mentira, como adivina que era. Sí, era adivina, estaba segura.

—No era en él en quien pensabas hace tan solo un rato —refutó.

Jaque mate.

Esta vez exploté.

—No me queda más remedio que pensar y follar con Jedram. Me ha obligado a que me case con él, ¿recuerdas? Pero da igual lo que ese monstruo pretenda, mi corazón siempre le pertenecerá a Sephis.

Para mi enorme sorpresa, Khata saltó como un resorte.

—Eres una estúpida, una cegata —me regañó. Espiré con ofensa, aunque he de admitir que lo que dijo acto seguido me hizo callar—. Todo lo que Jedram hace es para protegerte. ¿Por qué crees que te ha regalado esa espada? ¿Por qué crees que te ha regalado estas clases conmigo? Y encima te respeta. ¿Cuántos hombres de por aquí crees que te respetarían en la primera noche, en la noche de bodas? ¿Cuántos crees que te respetarían tantas noches? Si Jedram lo hace es porque le interesas de verdad.

Sus palabras, y el remolino que se agitó en mi estómago, me dejaron tan paralizada que fui incapaz de rebatir nada. Me quedé sin aliento. ¿Sería verdad? ¿Sería verdad que no me tocaba porque me respetaba? Contemplé la espada una vez más y no pude evitar rememorar a Jedram, a su incursión en el bosque por la noche para ir en busca de ese filo al que tanto cariño había cogido.

—¿Tú crees que le gusto? —pregunté quedamente.

—¿Estás de broma? Las mujeres de la tribu se pelean y se tiran de los pelos solo para conseguir una mirada suya. Imagínate lo que harían para ser su esposa. Pero Jedram ha ido a buscarte a ti, se ha casado contigo. Si ha hecho todo eso es porque le gustas.

Mi abdomen volvió a revolucionarse.

—Pero si apenas me conoce… —murmuré, confusa.

—Te conoce —afirmó Khata—. Te conoce mejor de lo que crees.

Mis pupilas se dispararon en su dirección. Iba a preguntarle por qué lo decía, pero no hizo falta. Mi primer beso, ese mágico e inolvidable beso que todavía hacía temblar mis piernas, se presentó con contundencia en mi memoria.

—¿Y de qué quiere protegerme? —inquirí con un hilo de voz, descosido por mi desconcierto.

A Khata se le vio visiblemente incómoda. Se sacó el hierbajo de la boca y se me quedó mirando.

—De Vlakir —me reveló a desgana.

Por primera vez, el lobo levantó la cabeza de su siesta con un gañido vigilante para prestarnos atención.

—¿De Vlakir? —indagué. Ya había oído ese nombre. Entonces, caí en algo en lo que no había caído hasta ahora—. ¿Quién es? ¿Tiene… algo que ver… con la niebla negra?

—No nos está permitido hablar de él —dijo, repentinamente seca y brusca.

—Si la niebla negra la crea Jedram…

—No está permitido —repitió, y su voz y sus ojos fueron mucho más exigentes y autoritarios que antes.

—¿Por qué? —suspiré, harta de tanto secretismo.

Se hizo un silencio de lo más frío; si el lago caliente hubiera estado justo al lado, se habría congelado. Khata se introdujo la hierba en la boca de nuevo y se tumbó, zanjando el asunto. Incluso el lobo volvió a echarse. Preferí no continuar con ese punto, aunque no tenía pensado dejarlo así, desde luego. Tenía que saber quién era Vlakir y por qué Jedram me estaba protegiendo de él.

—Se supone que eres la esposa de Jedram, así que tarde o temprano tendrás que olvidarte de ese Sephis —me recalcó Khata, desviando el tema para recolocarlo donde lo habíamos dejado.

Eso nunca. Aunque la primera parte de su estúpida frase captó casi toda mi atención.

—¿«Se supone»? —arrugué las cejas con extrañeza.

Khata me observó, y la seriedad resbaló por sus facciones.

—Jedram no te ha tomado todavía.

—Vaya descubrimiento —farfullé por lo bajinis, sesgando la cabeza de nuevo.

—Lo que intento decirte es que no serás su esposa del todo hasta que no consumáis el matrimonio. Si alguien más se entera de esto serás una burla aquí.

Mi rostro se giró hacia ella súbitamente.

—No se te ocurra decírselo a nadie —quise soltarle una súplica, pero lo que se me escapó fue una ligera amenaza.

—No lo haré, tranquila —me calmó, ella relajada—. Pero si la gente se entera jamás obtendrás su respeto. Para ellos no serás su esposa, y con el tiempo te convertirás en una marginada.

—Es cierto. No lo saben, pero lo intuyen. —Exhalé una bocanada de aire por las fosas nasales—. Por eso soy un cero a la izquierda.

—Exacto —asintió Khata mientras movía la brizna de hierba con la propia boca.

—¿Y qué hago? —exhalé, buscando algún plan en el terreno.

—Pues lo que hacemos algunas cuando queremos desahogarnos. Seducirle y follar con él —contestó sin más.

—¿Desahogaros? —Mi vista se fugó hasta ella.

—Sí, ya sabes. El sexo es salud, chica loca.

Me quedé de piedra.

—¿Tú ya has…? ¿No eres… virgen?

—Por supuesto que no, ¿crees que una mujer en un campo de batalla puede durar mucho tiempo pura? —afirmó, haciendo que sus ojos subieran y bajaran por mí como si yo estuviera ida. Luego, se incorporó con rapidez y su boca esbozó una sonrisa socarrona—. Tú sí lo eres, ¿verdad?

—Sí —murmuré de mala gana, arrancando una hebra de hierba para tirarla con el mismo espíritu—. En mi tribu tenemos que esperar al matrimonio para disfrutar de eso.

—En la nuestra también. Toda mujer debe llegar pura al matrimonio. Excepto las guerreras. —Khata esbozó una amplia sonrisa—. Las guerreras gozamos de algunos privilegios. Somos libres como los pájaros. Primero miramos, probamos, y si no nos gusta, a volar en busca de otro pichón —me contó con un tono alegre.

No pude evitar reírle la gracia.

—Qué suerte.

—¿Cómo sabéis las demás si un hombre es compatible con vosotras en el lecho? —preguntó.

—Lo sabemos cuando ya estamos casadas con ese hombre.

—Buf, amiga mía —exclamó, haciendo una mueca.

—Sí, buf —coincidí, riéndome.

—Me parece raro que una chica rebelde como tú haya claudicado a esa regla.

—No he claudicado —le corregí—. Simplemente nunca tuve ocasión.

—O sea, que si hubieras tenido una oportunidad, lo hubieras hecho. —Su sonrisita se amplió con travesura.

—¿Acaso lo dudas? —asentí sin vacilar ni un instante, sonriente.

Khata soltó una corta carcajada al aire que yo también compartí.

—¿Y por qué no tuviste oportunidad? —quiso saber, algo extrañada.

—A los chicos de mi tribu no les parezco atractiva. Bueno, Sephis dice que es porque mi aspecto les impone demasiado como para acercarse a mí —suspiré.

—¿Y a él? ¿También le impones?

Esa interrogación me dejó un poco tocada, porque yo jamás me lo había planteado de esa forma.

—No lo sé —dudé, pensativa—. No lo creo, pero él no es de ese tipo de chicos que yacen con una u otra.

—¿Y con tu hermana? ¿Crees que ha follado con tu hermana?

La fulminé de un vistazo veloz.

—No. —Ahora la que le miré como si estuviera loca fui yo—. Soka jamás perdería su honra antes del matrimonio.

—Perder su honra —chistó, volviendo la cara hacia el otro lado. Después, lo hizo regresar a mí—. Todas somos mujeres, y todas tenemos lo que tenemos ahí abajo.

—Soka no es así.

De repente, me sorprendí a mí misma defendiendo a mi hermana con esa vehemencia.

—Parece que te molesta más que diga eso de tu hermana que de tu amado Sephis —cuestionó con retintín.

—Soka es mi hermana, es sangre de mi sangre —espeté sin tener que pensarlo.

Khata esbozó una listilla sonrisa.

—No la odias tanto como crees.

Me quedé muda ante la incapacidad de mi cerebro para encontrar una respuesta válida. Khata se percató de mi desconcierto, pero afortunadamente no insistió con el tema.

—Así que eres virgen —continuó—. Ahora entiendo por qué Jedram no te ha tomado.

Mis ojos se clavaron en ella con asombro.

—¿Por qué? ¿No le gustan… las vírgenes?

La molesta e inesperada risotada de Khata retumbó en el claro.

—No, tonta. Estará esperando a que tú des el paso.

—¿A que yo dé el paso? —No di crédito—. ¿Él? ¿Jedram?

¿El terrorífico Jedram?

—Ya te he dicho que le gustas —me recordó—. Si no te ha obligado es porque quiere que tú estés dispuesta. Mira, a Jedram no le hace falta forzar a ninguna mujer, todas nos abriríamos de piernas para él más que gustosamente. —Khata amplió su ya de por sí gran sonrisa un poco más. No pude evitar insertarle una mirada inopinadamente agresiva que ni yo misma comprendí, aunque Khata prosiguió aprisa—. Podría tener a cualquiera, pero prefiere tenerte a ti. Quiere tenerte a ti. Tenerte en todos los sentidos.

Una vez más, enmudecí. Y me sonrojé, asombrosamente, escandalosamente. ¡Yo, ruborizándome! Sin embargo, retrocedí en el tiempo, treinta y cinco días atrás, a la noche de bodas, cuando Jedram me había dejado claro que no me tocaría hasta que yo no quisiera. «Entonces nunca te tocaré», me había dicho.

Me estremecí vivamente.

—Pero no… no sé cómo dar ese paso —reconocí a regañadientes.

—Venga ya, eres virgen, pero ¿no sabes seducir a un hombre?

—Claro que sé seducir —respondí con algo de ofensa.

—Pues sedúcele, que él vea que te interesa.

—Ojalá pudiera, pero no puedo. Tú dirás que le gusto, pero apenas le veo, casi no habla conmigo. Cuando me despierto ya no está en casa, y cuando regresa lo hace a altas horas de la noche y ya estoy dormida otra vez.

Khata sonrió con suficiencia.

—Pero la semana que viene es la ceremonia del dathaz —desveló.

—¿Qué es eso?

Ni siquiera sabía qué era un dathaz.

—Es una ceremonia sagrada, una tradición. La tribu caza un montón de dathazs y se los ofrece en sacrificio al dios Luna para que traiga la primavera. Vamos a comer dathazs durante mucho tiempo. —Rio.

—¿Y qué tiene que ver eso con mi problema? —suspiré.

—Pues que la ceremonia también incluye otro rito. —Khata me guiñó el ojo.

Esperé a que continuara, pero ella permaneció callada, alargando la expectación. Eso me desesperó.

—Venga, dilo ya, ¿qué maldito rito es ese? —le azucé, ansiosa por saberlo.

—¿Lo ves? Te mueres por estar entre los brazos de Jedram —se burló con una resabidilla sonrisa mientras sostenía el dichoso hierbajo con la mano, sobre sus labios.

—Dilo ya —bufé.

—Vale, vale. —Rio, y luego me guiñó el ojo de nuevo—. Te lo voy a contar con todo lujo de detalle.

Sol y Luna

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