Читать книгу Sol y Luna - Tamara Gutierrez Pardo - Страница 9

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LA OFRENDA

La pira ceremonial ardía con más fuerza que nunca, amenazando al bajo sol del atardecer con sus prolongadas llamas. Parecían garras ondeando, estirándose, tratando de rasgar el mismísimo aire.

La diosa Sol se erigía en el horizonte, naranja y brillante, y toda la tribu wakey sin excepción esperábamos en un completo silencio en lo alto del promontorio ceremonial. Lo habían creado los ancestros de nuestros ancestros para tal ocasión: una plataforma natural que se limpiaba escrupulosamente cada día para mantenerla desnuda de toda vegetación, que aquí crecía salvaje y desmesurada. Picua, el jefe de la tribu, sudoroso y en trance, y ataviado con su majestuosa corona de plumas, cantaba y danzaba en círculos alrededor de la hoguera, la cual se situaba justo en el centro del promontorio.

Miré a mi alrededor, estudiando los semblantes de la gente, tal y como hacía cada año en la ceremonia. Todos estaban aterrados, incluso los guerreros más valientes de la tribu, tal era el dominio y el poder que Jedram ejercía sobre ellos. Sin embargo, por alguna razón, yo nunca tenía ni pizca de temor.

No, era extraño, pero no sentía miedo, ni terror, ni pavor. Ni siquiera estaba nerviosa.

En ese recorrido, mis pupilas se escaparon hacia Soka y Sephis. Había preferido mantenerme alejada de mi familia y de ellos, sobre todo de mi madre, a la cual no le hizo ni pizca de gracia mi colocación tan escondida. Mi hermana estaba seria, aunque guardaba la compostura como solo ella sabía hacerlo. Siempre serena y pulcra, sin una tacha. Sephis se hallaba a su lado, pensativo, aunque también imitando su gesto serio, pero su mano ya no se entrelazaba con la de Soka. Eso hizo que mi labio despuntara egoístamente hacia arriba.

De repente me fijé en el cambio de expresión de ambos; y no solo en el suyo, sino en el de mis padres y el resto de la tribu. No me había dado cuenta, pero la gente estaba murmurando, contemplando el sol con horror, casi entrando en pánico. Cuando reparé en lo que estaba pasando, me quedé boquiabierta.

Nunca había visto nada igual en las diecinueve ofrendas de mi vida a las que había asistido, y que yo supiera, jamás había sucedido algo así. Un arco negro comenzó a obstruir a nuestra diosa y el cielo empezó a oscurecerse. No me lo podía creer… La luna estaba intentando doblegar al sol… Era un eclipse. Un eclipse en mi cumpleaños… Un eclipse idéntico al de mi nacimiento. El eclipse que siempre había querido ver.

De pronto se levantó un ligero aire que revoloteó bajo nuestros pies para después pasar a azotar nuestros cabellos. El fuego de la pira se bamboleaba a todas partes, arrojando chispas peligrosas. Mis mechones naranjas presumieron ante mí, ante la diosa Sol y el dios Luna, que la estaba tomando poco a poco. Me quedé absorta observando esa escena, incluso me deleité en ella. Todos gritaban y se giraban para que el viento no les abofeteara, y el jefe de la tribu rezaba más alto, pero yo no podía quitar mi maravillada vista de ese eclipse.

Era precioso…

El dios Luna consiguió acoplarse a la diosa Sol completamente, pasando a ser uno solo, y la oscuridad, suave y aterciopelada, se cernió sobre nosotros como un manto de seda. Me pareció impresionante…

Un absoluto silencio pasó a envolvernos a todos, incluso la oscuridad pareció verse arropada por ese mutismo.

Solo un ruido en lontananza me hizo apartar la vista de ese eclipse que se quedó estanco, como si el tiempo también se hubiera detenido. Incluso el viento había cesado inopinadamente.

—¡Ya vienen! —gritó alguien.

El pavor ascendió con rapidez entre el gentío. El jefe de la tribu oraba con desesperación, los ancianos se ofrecían con lágrimas en los ojos, los hombres arrastraban a la pieza elegida de su ganado y los padres agarraban con fuerza a sus hijos, suplicándole a la diosa Sol que los protegiera, aunque ninguno tuvo el valor de moverse del sitio.

El temido momento había llegado. Jedram, el poderoso, voraz, cruel, sádico y terrible Jedram, había venido a recoger su sacrificio.

No sé por qué lo hice, pero mi vista se escapó por autonomía propia. Observé a mis padres, sin embargo, Soka y yo intercambiamos unas miradas mucho más largas. Exhalé con consternación al ver su faz. No había ni una pizca de rencor en ella, ni una. Solo esa preocupación por mí que parecía perpetua en mi hermana. Por un instante, un inusitado sentimiento de inquietud y arrepentimiento se apoderó de mí, aguijoneando mi corazón, sin embargo, otro de furia lo sustituyó y me dominó seguidamente. ¿Por qué no era capaz de odiarme ni un poco? Era tan sumamente, tan asquerosamente buena…

No me dio tiempo a maldecir más.

Las dos figuras fantasmagóricas aparecieron de entre la espesa vegetación de la selva de una forma inopinada y brusca, veloces y apocalípticas cual tormenta. Como era habitual, montaban a caballo, y estos también iban vestidos con unos mantones de color plateado que les cubría hasta la cara. Al igual que ocurría con sus dueños, la tela emitía un brillo especial. A pesar de lo oscuro del tejido, eran destellos blancos, parecía el fulgor de la mismísima luna llena.

Otro mutismo se abrió paso, junto a los galopantes jinetes. No hubo explicaciones, cada año se repetía el mismo rito. Debíamos mostrar respeto y eso hizo la tribu inclinándose cuando el par de enviados se detuvo frente a la pira. Una vez más, no sentí ningún miedo. Al contrario. La rabia de la impotencia hizo hervir mi sangre. Apreté los puños y la dentadura con disconformidad y fuerza, aunque esa misma impotencia logró que terminara sucumbiendo a la reverencia.

—Alzáos, tribu wakey —nos ordenó uno de los ocultos jinetes.

Poco a poco, fuimos incorporándonos y poniéndonos en pie. Una vez que lo hizo hasta el último de los críos, el mismo ser volvió a hablar.

—Jedram, hijo del dios Luna, ya ha elegido. —El enviado alzó el mentón y permaneció mudo un instante eterno. La tensión bailoteó en rededor, jugueteando con cada uno de nosotros. Hasta que al fin habló de nuevo—. La quiere a ella —afirmó, extendiendo el brazo para apuntar con ese dedo que apenas sobresalía de su capa.

Entonces, un halo gélido y frío me recorrió entera al ver que ese dedo me estaba señalando a mí.

Vale, ahora sí que empezaba a tener miedo. Miedo de verdad.

Soka, otra vez en shock, espiró con terror y las dos volvimos a contemplarnos. Sephis abrió los ojos en su totalidad, sin poder creérselo.

—¡No! ¡NOOOO! —rompió a chillar mi madre, llorando.

Mi padre la sujetó, aunque casi ni él era capaz de sostenerse en pie.

—¡No podéis sacrificarla, es muy joven! —suplicó mi padre.

—¡Jedram ya ha elegido! —voceó alguna gente, ansiosa por que ese infierno terminase.

—¡Sacrificadme a mí! —imploró mi padre, abriendo los brazos para ofrecerse. Exhalé con consternación a la vez que mi tribu exclamaba y murmuraba en voz alta—. ¡Me cambio por ella!

—¡No! —protesté, echando a caminar para pararle los pies.

—La muchacha no va a morir —dijo de pronto el otro jinete con una voz tan profunda que pareció resonar en el eclipse.

No fui la única que me petrifiqué en el sitio con desconcierto. Toda la tribu se quedó como estatuas de sal.

¿Qué?

—¿Cómo? —preguntó mi padre, atónito y confuso.

Mi madre también estaba desconcertada, aunque percibí un ligerísimo alivio en su rostro, al igual que en el de Soka y Sephis.

—Este año Jedram exige otro pago —explicó el mismo enviado.

—¿Otro… pago? —Mi padre seguía sin entender.

El jinete giró la cara en su dirección para dirigirse a él directamente, si bien su rostro continuaba oculto bajo esa capucha gigante.

—Lo que Jedram quiere es desposarla —aclaró sin mutar el tono de su regia voz.

¿Desposarme…? Me quedé más paralizada que antes, porque no sabía qué era peor…

Mi madre se horrorizó ante tal exigencia y por primera vez en toda mi existencia vi una empatía triste reflejada en su mirada cuando la llevó hacia mí. La conmoción barrió los semblantes de Soka y Sephis.

¿Casarme con ese… monstruo despiadado? Otro hachazo aterido sesgó mis entrañas solo con pensar en la noche de bodas, eso sin pensar en el resto de mi miserable vida junto a ese ser malvado y despreciable. No, jamás. Jamás me entregaría a ese monstruo. Antes prefería estar muerta.

—No… —musité, haciendo una negación con la cabeza—. ¡No! —grité acto seguido.

Los enviados se pusieron tensos.

—¿Debemos recordarte lo que sucederá, de negarle la ofrenda a Jedram? —me avisó el primer jinete, duro e intransigente.

—Si no accedes a su petición, si no te desposas con él, tu pueblo morirá —me advirtió el segundo.

—¡No dejaré que os la llevéis! —chilló mi padre, avanzando en mi dirección.

—¡Tapha! —gritó mi madre, llorando.

—¡No, papá! —chillé yo también.

—¡No permitiré que ese monstruo la tenga!

Pero el segundo enviado alzó la mano y el cielo comenzó a removerse. La oscuridad se transformó en algo más oscuro, más tétrico, y empezó a agitarse ante nuestros perplejos ojos, pasando a descender lenta pero peligrosamente.

Papá se detuvo de forma abrupta, asustado.

—¡La niebla! —bramó una de los nuestros con auténtico pavor.

—¡La niebla de Jedram! —agregó el jefe de la tribu.

Los gritos de terror se propagaron como una deflagración.

—¡Que se la lleven! —gritó el gentío.

—¡Tiene que casarse con Jedram! —añadió el jefe de la tribu.

—¡Oh, dioses, moriremos todos! —plañó un anciano.

Observé la estampa con horror, respirando agitadamente por la angustia. La oscuridad bajaba a cada momento, como si el cielo eclipsado lo estuviera haciendo con ella. Todo eran gritos, y caos. Los animales huían despavoridos, los ancianos suplicaban a los dioses, los hombres arropaban a sus mujeres, y ellas abrazaban a sus hijos con la esperanza de que sus cuerpos los protegieran de la muerte. Los bebés lloraban en los brazos de sus madres…

¡No!

No sabía cuál era mi cometido en este mundo, pero desde luego no era el de llevar a mi pueblo al exterminio.

Con gran dolor en mi corazón, reuniendo toda la valentía que pude, y con otro ramalazo de rabia y furia, solté lo que esos seres querían oír.

—¡Iré! —les chillé—. ¡Iré!

La oscuridad se detuvo cuando los enviados me contemplaron. Esperaron mi ratificación antes de efectuar otro movimiento, ante la expectante atención del poblado, que continuaba nervioso y asustado.

—Me casaré con Jedram, si es lo que quiere —cedí. Por mis ojos se escaparon dos malditas lágrimas, aunque salvaguardé la dignidad levantando la barbilla.

—No, hija… —sollozó mi padre.

Le miré y, no sé cómo, conseguí no romper a llorar.

—Tengo que hacerlo, o toda la tribu morirá —le recordé, tratando de aparentar valentía.

Los jinetes no perdieron más tiempo. Espoleando a su caballo con los talones, el segundo de ellos avanzó hacia mí y colocó al animal delante para que yo pudiera montar.

Y así lo hice.

No hubo despedidas. Solo las miradas de conmoción de mis padres, mi hermana y mi amado Sephis.

Me subí detrás del jinete y, sin que me permitieran mediar más palabra, sin apenas poder cruzar el que seguramente sería el último vistazo con mi familia, fui despojada de mi hogar con un galope violento y trepidante.

Mientras, la luna reiniciaba su propia andadura, abandonando al sol.

Sol y Luna

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