Читать книгу Sol y Luna - Tamara Gutierrez Pardo - Страница 8
ОглавлениеCONFESIÓN NALA
Hoy era mi vigésimo cumpleaños. Debería ser un día distinto a todos los demás, un día feliz y lleno de esplendor para una joven, pero en mi caso no era así en absoluto. A los veinte años todas las muchachas de la tribu ya estaban prometidas, o se suponía que deberían estarlo, sin embargo, a estas alturas, yo ni siquiera había tenido novio.
Pero hoy, además, mi cumpleaños coincidía con otro acontecimiento. Uno que tampoco era del agrado de nadie. Esta tarde se hacía la ofrenda al dios Luna para que la ira y furia de Jedram no se llevara por delante al poblado.
Los ancianos contaban historias aterradoras sobre Jedram y su niebla negra. Según la leyenda, Jedram, jefe de la tribu tika, era el hijo del dios Luna. Un ser malvado, frío y maligno. Los tika eran los enemigos ancestrales de mi tribu, los wakey. ¿El motivo? Bueno, mi tribu servía a la diosa Sol, y por eso los tika nos odiaban. Por supuesto, el sentimiento era recíproco. Jedram era muy, muy poderoso, y su arma más letal era su niebla negra. Esa niebla era capaz de arrasarlo todo con tan solo deslizarse a un centímetro del suelo. Insectos, reptiles, árboles, pájaros, animales, vegetación, incluso el sol se apagaba si la niebla lo deseaba. Y obviamente los humanos no escapábamos a sus garras. Todo ser vivo era aniquilado sin escapatoria. La niebla negra lo calcinaba todo sin quemarlo, lo escarchaba sin congelarlo, lo fundía, lo evaporaba, lo reducía a cenizas casi sin tocarlo… La tribu wakey vivíamos oprimidos; siempre teníamos que intentar no ofender al dios Luna, y Jedram nos exigía un pago anual para no devastar nuestras tierras. Eso nos tenía en vilo. Era un pago obligatorio. Hoy había llegado el momento de entregarle esa ofrenda.
—Vamos, Nala, la gente ya está esperando —me azuzó mamá.
—Voy, voy… —resoplé.
Mi madre suspiró exasperada al ver mi torpeza con el cordón de mi falda de flecos blancos. Se acercó a mí y comenzó a atarme la cintura.
—Hoy es un día muy importante para la seguridad de la tribu —me recordó mientras tanto—. Es el día en que le mostramos nuestros respetos al dios Luna, no queremos ofenderle, por eso hemos de ir de gala. Pero también es una buena oportunidad para que algún posible marido se fije en ti.
Puse los ojos en blanco y opté por guardar silencio. Mi madre terminó de anudarme el cordón y se posicionó frente a mí.
—¿Me has oído? —me regañó.
—Sí, mamá —respondí con voz y gesto cansados.
—Has de parecer dulce y delicada, instruida y sensata, pero, sobre todo, has de parecer sumisa y dócil.
Como Soka.
Esta vez no pude contenerme.
—Yo no soy así, lo sabes —le recordé, molesta.
—Por eso te lo recalco —contestó, firme.
Exhalé, más ofendida todavía.
Mamá tomó aire y me observó con atención. Examinó la parte superior de mi indumentaria, tejida con unas fibras blancas que envolvían mi pecho, la falda de flecos del mismo cromatismo y las botas de piel de zorro que calzaban mis pies. La nívea pluma de mi pelo suelto terminaba de cuadrar el atuendo. Cuando se cercioró de que todo estaba bien, sus ojos se movieron hacia los míos con ternura y sonrió.
—Estás preciosa.
Sí, estaba preciosa por lo que implicaba esta indumentaria para ella. Suspiré.
—Bueno, acabemos con esto de una maldita vez —dije entre dientes, echando a andar hacia la salida de nuestra cabaña.
—Dulce y delicada, instruida y sensata, SUMISA y DÓCIL —me reiteró mamá en tanto me seguía.
Salí de casa, también escapándome de mi madre, y bajé los peldaños de la escalera a toda prisa. Nuestros hogares, construidos con ramas finas, aunque resistentes, pendían de los fuertes árboles wakey cual nidos. Los días de viento se mecían a su son, obedeciendo todos los caprichos del mismo. Antes de alcanzar el último escalón de madera, pegué un salto y mis pies aterrizaron sobre el terreno.
Todo el poblado se había engalanado para la temida ocasión. La tarde ya había empezado a avanzar y las antorchas colgaban de las chozas y las ramas de los árboles. Se respiraba un ambiente enrarecido esa tarde. No sabría decir si la gente estaba más nerviosa que aterrada. Aquí solo recordar el nombre de Jedram ya hacía que todo temblase. Hombres, mujeres, ancianos e incluso niños se dirigían con vacilación hacia la hoguera, llevándose las piezas más valiosas de su ganado, de su cosecha, con la vaga esperanza de que Jedram únicamente se conformara con una vida animal o bienes materiales. Sin embargo, todos sabíamos con certeza que hoy perderíamos algo mucho más valioso. Una vida humana.
Entonces, entre ese riachuelo de gente, vi a Sephis. Mi corazón pegó un vuelco al verle. Su pelo oscuro lucía corto, como el de todos los chicos de la tribu, tal y como mandaba la tradición, pero eran sus grandes ojos negros los únicos que destacaban sobre los demás. Su tez tostada también resaltaba gracias a ese albo traje tradicional. Era un guerrero audaz, muchos decían que llegaría a ser el jefe de la tribu algún día. Sephis era el chico más guapo de la tribu, el más cotizado, y el chico del que esta infeliz que os relata estaba enamorada…
Mi boca se curvó en una sonrisa bobalicona mientras le observaba en la lejanía…
Pero de pronto llegó Soka. Se acercó a él y le dio un beso en los labios, como prometidos que eran.
Mis comisuras se cayeron en picado.
Soka… Siempre perfecta en todo. Hasta su vida era perfecta.
Era la más guapa de la tribu, la más dulce, la más femenina, la chica por la que se peleaban todos los chicos... Pero solo uno había obtenido su amor: Sephis. ¡Tenía que haber sido Sephis! De entre todos los chicos de la tribu, tenía que haber sido él, el chico del que yo estaba enamorada… Sephis también era perfecto en todo, cómo no. Era guapo, inteligente, educado, servicial, y el guerrero más aclamado de la tribu. Vamos, que eran la pareja perfecta.
Mi hermana siempre había tenido un pelo precioso, pero hoy lucía espléndido. Se notaba que se había esmerado en pulirlo y aromatizarlo, cumpliendo el deseo de mi madre. Le caía libre y liso, más liso que nunca, suelto y sedoso hasta el trasero. El mío también era muy largo, pero, por el contrario, sus ondas hacían lo que les daba la gana, al igual que yo. Ni siquiera me había molestado en atusarlo, ¿para qué? No servía de nada, al igual que no servía de nada tratar de enderezarme a mí. A pesar de eso, mi padre decía que mi pelo era una bendición, pues era la única pelirroja de la tribu. Todos eran morenos y de ojos oscuros, menos yo. Papá decía que, como había nacido bajo un eclipse de sol, mi pelo había absorbido los rayos que la luna se había intentado llevar y que por eso mi cabello tenía esa tonalidad naranja. También mis ojos se habían vuelto verdes como las esmeraldas por esa razón.
De todas formas, daba igual lo que dijera mi padre. Era la rara de la tribu, y papá parecía ser el único al que le gustaba el extraño color de mi cabello y mis ojos. En cambio, y a pesar de que yo era la debilidad de mi padre, Soka le gustaba a todo el mundo, incluido él.
Machaqué las muelas, porque no lo soportaba. No, no soportaba a Soka, a esa exasperante perfección suya de la que mis padres y toda la tribu alardeaban.
—Vamos, date prisa —espoleó mi madre de repente cuando bajó de casa—. Ahora todavía hay poca gente, serás más visible si te pones en un buen sitio.
¿Cómo podía pensar en eso en un día como este?
—Ya está bien, mamá —protesté, y solté mi aviso—. Como sigas así, no iré.
Mi madre sabía que era capaz de cumplirlo.
—No puedes hacer eso. —Se asustó, y sus ojos dibujaron un arco muy redondo cuando los abrió completamente—. Es la ofrenda.
—Ponme a prueba —amenacé.
—Todos tenemos que estar presentes. De lo contrario ofenderemos a Jedram. —Su voz titiló cuando mencionó su nombre.
—No le tengo miedo —aseguré, levantando el mentón.
Mamá se quedó perpleja con mi respuesta. Hasta que sacudió la cabeza.
—No digas tonterías, vamos —me exigió, cogiéndome del brazo con nerviosismo.
Me deshice de su amarre de un tirón.
—Déjame.
—Solo quiero lo mejor para ti, hija —musitó con las lágrimas a punto de desbordarse.
La rabia se apoderó de mí. ¿Por qué me hacía eso? ¿Por qué me hacía sentir culpable de algo de lo que yo no tenía culpa? ¿Por qué me hacía causa de sus aflicciones? Siempre lo había hecho. Yo siempre había sido la causa de todos sus males, mientras que Soka era el bálsamo que lo curaba todo.
—Quizá eso que tú crees «lo mejor» para mí, en realidad no lo sea —repliqué.
—¿Qué estás diciendo? —Las lágrimas de antes se deslizaron por ambas mejillas.
Ella no lo entendía. Y eso era lo peor de todo. Eso me hacía sentir más culpable todavía.
Rechinando los dientes, preferí esquivarla y alejarme de ella.
—¡Nala! —chilló, preocupada.
Pero no la hice caso. Me metí entre el bullicio que se dirigía hacia la hoguera y logré darle esquinazo con facilidad cuando me mezclé con los primeros árboles de la selva. No me interné mucho, solo lo necesario para estar tranquila un rato.
La tarde ya caía con matices anaranjados sobre los árboles, creando un tapiz de sombras que se mezclaban en el terreno. Me detuve y me quedé observando ese paisaje, enfurruñada. No sé por qué, las sombras que se extendían en la alfombra de hojas trajeron a mi cabeza un recuerdo. El de mi primer beso. Mi cabreo se esfumó al instante, porque me estremecí al evocar ese beso, casi podía sentirlo de nuevo… Ese chico misterioso de ojos violetas que me había besado por primera vez, que me había hecho sentir todas esas cosas... Un remolino se agitó dentro de mi estómago, haciéndome palpitar. Por extraño que pareciera, ese momento había sido el más feliz de mi existencia. Pero jamás había vuelto a verle. Después de eso, había regresado a la selva cada noche durante el primer año, atraída por la casi vital necesidad de comprender y saber, pero ese chico misterioso y oscuro nunca había vuelto a aparecer. Algunas veces dudaba de que eso no hubiera sido un sueño…
De repente, escuché unas pisadas en la vegetación. Mi pulso se aceleró al ver que era Sephis, que apareció al apartar unos helechos. Se sorprendió al verme en un primer momento, y un segundo más tarde, el alivio recorrió su rostro. Eso me agradó.
—¿Qué haces aquí? —me preguntó, aunque con indulgencia—. Tu madre se ha quedado muy preocupada, lo sabes.
Genial, le había mandado ir a buscarme.
—Me estaba sacando de quicio —resoplé.
Sephis se aproximó a mi posición, colocándose a mi lado.
—¿Qué ha pasado? —se interesó, amable.
—Lo de siempre. Que hoy he cumplido los veinte y no estoy prometida. ¿Qué tiene de malo quedarse soltera? No entiende que, por más que finja o me arregle, nunca le gustaré a un chico.
—¿Por qué dices eso? —Rio.
Le miré con sorpresa.
—¿Por qué? —Pestañeé—. Mírame, soy un bicho raro, ningún chico se fijará en mí nunca.
—Pues yo creo que eres muy hermosa —afirmó con otra sonrisa altruista y generosa.
Eso me dejó totalmente descolocada. ¿Acababa de oír lo que acababa de oír?
—¿De verdad te parezco… hermosa?
Se rio con dulzura.
—Claro —afirmó como si fuera algo evidente.
—Pero si ningún chico se fija en mí.
—Eso es porque les das miedo —aseguró, contemplando la selva.
—¿Yo? —Parpadeé de nuevo, observándole con el mismo estupor—. ¿Por qué les iba a dar miedo?
Esta vez, fue Sephis el que me miró sorprendido.
—¿De veras no lo sabes?
—No.
Soltó otra risa tierna y comprensiva.
—Te ven demasiado exótica —me reveló.
—¿Exótica?
—Creen que eres demasiado para ellos.
—¿Demasiado para ellos? ¿Por qué? —me extrañé.
—Ya te lo dije, porque eres demasiado bonita —Rio.
Ojalá fuera lo suficientemente bonita para él.
—Pero no tanto como Soka —refunfuñé, oscilando la vista a un lado.
—Sois… distintas. Pero ambas de igual belleza.
Volví a observarle, y esta vez no pude contenerme. Me dio por pensar en que esta podía ser la última vez que le viera con vida. ¿Y si Jedram le exigía a él como sacrificio? No pude evitar soltarlo.
—¿Entoces por qué estás prometido con Soka y no conmigo?
Sephis se vio tan sorprendido por mi inesperada y directa pregunta que se quedó mudo durante unos segundos en los que me contempló desconcertado. No fue capaz de responderme.
—Estás prometido con ella porque es lo que se supone que tienes que hacer —respondí yo misma, poniéndome algo ansiosa al ver sus dudas—. Pero yo podría hacerte más feliz.
Por fin reaccionó.
—Nala… —empezó a objetar al ver por dónde iban los tiros.
Era la primera vez que me quedaba a solas con él desde que se había prometido con Soka, y no iba a desaprovecharla. Ya estaba harta de que todo me saliera mal.
—Estoy enamorada de ti, Sephis —le confesé con un murmullo, a sabiendas de que él no quería oírlo.
En esta ocasión Sephis se quedó petrificado. Sus ojos negros bailaron en los míos buscando respuestas, como si aún no se creyera lo que acababa de escuchar.
—Estoy prometido con Soka —me recordó.
—Pero no estás enamorado de ella —afirmé.
Una vez más, Sephis se quedó en silencio, contemplándome con la confusión retenida en el rostro. Eso me dio unas alas que jamás pensé que pudiera tener.
—Bésame —le pedí, repentinamente nerviosa.
—¿Qué? —musitó él, extrañado por mi petición.
—Nunca sabrás si estás enamorado de Soka si no besas a otra mujer.
Sabía que estaba jugando sucio, pero eso no me echó para atrás. La idea de arrebatarle algo a Soka, de ganarle en algo, se apoderó de mí de un latigazo feroz. El latigazo fue más contundente por tratarse de Sephis.
Él tenía que ser mío. Sephis enmudeció de nuevo. Me acerqué a él con ansias, quedándome en un frente a frente.
—Bésame —le rogué ahora, clavándole una mirada seductora y decidida—. Bésame y sabrás si amas a Soka de verdad.
Las pupilas de Sephis escudriñaron las mías un poco más, y de repente, su expresión cambió. El desconcierto fue barrido por la determinación y acercó su semblante hasta que se fundió con el mío.
Sus labios eran suaves y tersos, y el beso fue dulce y contenido. Entonces, mi primer beso resurgió con contundencia de entre mis recuerdos. Había sido en este mismo sitio…
—¿La has encontra…?
La voz de Soka nos sobresaltó a los dos y nos despegamos de un respingo. El shock invadió el semblante de mi hermana, que palideció como si acabara de ver un fantasma. Una punzada de remordimiento me pinchó en el pecho, pero no me dejé llevar por la sensiblería. Por primera vez en toda mi vida le había ganado en algo, había logrado ir un paso por delante. Mi boca ya estaba empezando a dibujar una media sonrisa por mi victoria, pero cuando Soka dio media vuelta para perderse entre los árboles y Sephis se fue tras ella sin pensárselo dos veces, mi sensación de triunfo se vino abajo.
—¡Soka! ¡Soka, espera! —le llamó él con inquietud mientras seguía sus pasos con rapidez.
Le vi alejarse, desapareciendo entre la vegetación, al igual que había hecho Soka, y me quedé sola en la selva, saboreando esa extraña mezcla de victoria y fracaso.
Sola, como siempre.