Читать книгу Sol y Luna - Tamara Gutierrez Pardo - Страница 15

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REGALOS NALA

Abrí los ojos torpemente, con pesadez. El sueño había sido tan profundo que todavía me costaba dilucidar entre realidad y fantasía. Como cada noche, había tardado en dormir, pero después lo había hecho con ganas. Tanto, que incluso me sentía muy a gusto. Me giré en el lecho de pieles y mi cabeza cayó hacia el otro lado. Mi vista tardó un poco en enfocar correctamente, aunque no dudó al comprobar que esa parte de las mullidas y cómodas pieles seguía vacía.

Me incorporé, aún perezosa, sin dejar de observar ese lado.

Ya llevaba una semana aquí, y Jedram no me había tocado ni un solo cabello. Todas las noches se metía en la estancia contigua y corría la cortina. Y no solo eso. Apenas me hablaba, tan solo me clavaba esa intensa mirada violeta que yo me encargaba de esquivar.

No lo entendía. Es decir, no quería que me tocara, pero ¿para qué demonios me había traído aquí? ¿Para qué se había casado conmigo? ¿Por qué me había elegido? ¿Para no tocarme? ¿Para no hablarme? Era… extraño.

Jedram era extraño. Y misterioso.

Tan pronto como ese pensamiento surgió en mi cabeza, Jedram apartó su cortina. Mi corazón se aceleró al verle. Iba vestido entero de negro, con el único contrapunto dorado de una fina malla que envolvía su pecho. Se quedó plantado en el umbral, insertándome una de sus miradas violáceas, provocando todo un torbellino en mi estómago. Antes de que me diera tiempo a apartar la vista de la suya, echó a caminar hacia mí.

Lo hacía con una espada en la mano, y tan resuelto, que mis latidos comenzaron a atropellarse. ¿Acaso había cambiado de opinión? ¿Es que finalmente se había decidido a tomarme? ¿O quizá ya se había cansado de mí y ya no le interesaba como esposa?

La espada produjo un sonido hueco cuando cayó de plano, a mis pies. Era la espada que me habían regalado en la boda; ahora sabía que había sido el tal Kog, el herrero, el que me la había entregado con tanto orgullo.

—Esta misma mañana empezarás a aprender el arte de la espada —decretó, mirándome con esos ojos violetas tan penetrantes—. Khata será tu maestra.

¿Cómo? ¿Jedram quería que aprendiera a usar la espada? Eso me gustó tanto que estuve a punto de sonreír, sin embargo, la segunda parte de su exigencia lo echó todo a perder.

—¿Qué? ¡¿Kha-Khata?! —protesté enérgicamente, poniéndome en pie—. ¡¿Por qué ella?!

De nada me sirvió la queja. Jedram se dio la vuelta sin mediar más palabra y se marchó de la casa.

Espiré, malhumorada y confusa. ¿Qué diablos pretendía Jedram con todo esto? No lo entendía.

Cogí la espada de malos modos, pero de pronto me topé con algo en la parte superior del filo, algo en lo que no había reparado antes. A la sombra de la empuñadura, mi nombre relucía con un grabado precioso, lleno de detalles y acompañado de unos grabados que Mommy ya me había explicado como celtas, y justo debajo, el nombre de Jedram se delataba en un tamaño más pequeño, firmando su autoría.

El aire se me escapó con una mezcolanza de desconcierto y sorpresa. ¿Jedram le había encargado esa espada a Kog… para mí? ¿La había grabado… para mí? ¿Era su regalo de boda?

Según Mommy, el filo de las espadas de Kog era magnífico, algo fuera de lo común. ¿Por qué Jedram me regalaba algo tan valioso… y tan peligroso?

Estaba hecha un lío, tanto, que tardé un rato en reaccionar. Perpleja, me levanté del lecho, sujetando esa espada con mejores modos, y me dispuse a mi aseo diario.

Cuando salí al exterior, más tarde, y bajé todas las escaleras que me separaban del suelo, esa idiota de Khata ya me estaba esperando.

—¿Estás lista, chica loca? —se burló mientras lanzaba una manzana al aire una y otra vez.

La miré con cara de odio. Ella le dio un mordisco al fruto, desafiante.

Me dio la espalda.

—Tengo órdenes de llevarte a un lugar tranquilo y apartado —dijo, iniciando la andadura.

A desgana, comencé a ir tras ella, qué remedio.

Entre tanto, la tribu tika se dedicó a seguir con sus quehaceres diarios. En contra de lo que mi mente se había imaginado debido a las leyendas que contaban los ancestros de mi tribu, los tika eran una gente alegre y muy trabajadora que, no obstante, también sabía disfrutar de la vida. No tenían reparo alguno en reírse a carcajada limpia, en bromear, y si hacía falta, celebraban una fiesta por nada. Todo era una buena excusa para tragarse una gran jarra de cerveza o de vino en las diversas tabernas de aquí. Sin embargo, no eran muy sociables con los forasteros. En contraposición con mi tribu, que se lo dábamos todo al huésped con gran hospitalidad para que se sintiera lo más cómodo posible, los tika eran bastante huraños y desconfiados con quien no conocían.

Otra de las cosas que más me había sorprendido es que aquí no sentían miedo hacia Jedram, pero sí un profundo respeto que traspasaba cualquier límite que yo hubiera conocido. Toda orden dada por Jedram era ejecutada sin el menor gesto de protesta, sin la más leve objeción, sin cuestionar.

Como cada mañana, hombres y mujeres trabajaban por igual, desempeñando papeles similares. Daba lo mismo que se tratara de forjar espadas, como de hacer esas extrañas flautas que ahora sabía se llamaban gaitas, como de cazar o pescar, aunque las tareas domésticas y el cuidado de los hijos más pequeños seguían siendo cosas de hembras. Algunas cosas nunca cambiarían en ningún sitio. Los niños más mayores corrían con libertad por ese poblado oculto en la montaña, si bien siempre había algún adulto con ellos que les cuidaba e instruía. Era un pueblo unido.

Mientras continuaba contemplando la vida y la amena actividad de la tribu, mi vista se topó con Jedram. Me detuve en seco, tiesa como un hueso. Jedram acababa de montarse en su caballo, acompañado de Asron, dos de sus guerreros y su inseparable lobo. Su largo cabello negro se perdía por su espalda, suelto y salvaje. Sus ojos no tardaron en darse cuenta de mi continua mirada y muy pronto se clavaron en los míos. No sonrió, pero sus pupilas descendieron hacia la espada que sostenía mi mano y luego ascendieron para reclamarme aún más.

Me percaté de que había dejado de respirar cuando mis pulmones protestaron. Tuve que apartar la vista para tratar de que volvieran a la normalidad, y aún así, me costó bastante.

Maldición.

El lobo negro echó a correr en mi dirección, haciendo que tuviera que espabilarme otra vez. Jedram contempló cómo se alejaba el animal, el cual dio unas cuantas vueltas a mi alrededor y se quedó merodeando junto a mí. Tras otra mirada bruja más que me dejó sin aire de nuevo, Jedram espoleó a su caballo, se dio la vuelta e inició la andadura junto a sus tres sorprendidos guerreros.

Creí que el lobo iría detrás de su amo, sin embargo, continuó a mi lado. A unos metros, Khata se giró para ver si yo iba tras ella; la muy idiota todavía no se había dado cuenta de que caminaba sola. Su gesto inicial de bronca fue sustituido rápidamente por el del asombro.

—El lobo de Jedram… —murmuró, tragando saliva—. ¿Qué… qué hace aquí?

—No lo sé, siempre me sigue. —Me encogí de hombros. Entonces, la miré fijamente, con una cara burlona—. ¿Qué pasa? ¿Es que le tienes miedo?

La chica alzó los ojos y las cejas con incredulidad.

—¿Que si le tengo miedo? Ese lobo ha devorado hombres en las batallas únicamente porque le han mirado. Es un depredador, un animal salvaje. Solo Jedram puede tocarle.

Lo cierto es que yo jamás le había acariciado tampoco… Mi fanfarronería pronto sufrió una caída en picado cuando observé al animal de nuevo. Me miraba fijamente, sin quitarme ojo. Como Jedram.

Sin embargo, la verdad es que podía decirse que ese lobo me había salvado el cuello. Hubiera sido mucho peor si no hubiese vuelto cuando había intentado escapar. Él me había hecho volver. Si hubiera huido y Jedram me hubiese pillado —y sin duda me habría pillado— hubiera corrido la misma suerte que aquel pobre desgraciado de Plare. Sí, ese lobo me había salvado la vida.

Me tragué mi miedo y miré a Khata con bravuconería

—A mí nunca me ha hecho nada —declaré.

La chica resolló por la nariz, visiblemente incómoda por la presencia del animal.

—Dioses, ¿y ahora qué hacemos? Jedram no está aquí para controlarlo. ¿Y si ataca a alguien?

Me volví para observar al lobo. Parecía estar tranquilo.

—Podemos llevarlo con nosotras —sugerí—. No creo que nos haga nada. Es más, creo que quiere venirse conmigo.

—¿Estás loca? —desaprobó con una octava histérica más alta de la cuenta.

—¿Quieres que ataque a alguien? —le recordé.

Khata solo tuvo que meditarlo un segundo. Sus labios se llenaron de arrugas, hasta que escupió toda su inquietud por la boca.

—Estupendo —farfulló, malhumorada—. Está bien, puede venir, pero como se acerque a mí te juro que…

Su garganta se calló abruptamente y yo esbocé una sonrisita triunfal. Por primera vez sentí que mi absurdo matrimonio servía de algo. Nadie podía hacerme nada, porque era la esposa del temible Jedram.

Los pies de Khata echaron a andar mientras ella refunfuñaba. No fui la única que la siguió. El lobo negro movió sus cuatro patas con soltura para ir detrás de mí. Como me imaginaba, aunque no hubiéramos querido, ese animal habría venido igualmente.

Salimos del poblado por otra de esas grutas naturales que parecían haber sido excavadas en la montaña durante siglos por el propio viento y la multitud de acuíferos que transcurrían subterráneamente. La piedra, siempre blanca o grisácea, sufría constantes filtraciones de agua que canturreaban sin cesar con su son acuático. Después de caminar entre pretéritas estalactitas y estalagmitas, la luz empezó a verse al final del túnel. Unos cuantos pasos más nos llevaron al exterior, donde nos esperaba el bosque.

—Creía que nunca salíais de esas cuevas —dije, contemplando el entorno.

—Las batallas tienen lugar fuera de nuestro hogar, en el bosque o en claros. Jedram quiere que sepas desenvolverte, aunque estés rodeada de árboles.

—¿Y por qué quiere Jedram que sepa desenvolverme con la espada? —inquirí sin comprender.

Mi acompañante se quedó muda unos instantes, ni siquiera se giró para mirarme.

—Eso pregúntaselo a él —contestó finalmente.

Ah, claro, genial.

Arrugué las cejas. No entendía nada. Jedram me regalaba una espada, una de las mejores y más letales del mundo, y me iba a enseñar a utilizarla. ¿Para qué? ¿No le importaba que intentara huir? ¿No temía que lo hiciera?

Avanzamos por el bosque. El lobo caminaba a mi vera, mirando a un lado y a otro, entretenido con todo lo que se encontraba en derredor. Yo también me deleité en la belleza de los árboles, de sus hojas. Solo había pasado una semana, pero me parecía que hacía tanto que no veía vegetación… El único árbol que había visto últimamente había sido el árbol de la vida.

—Es aquí —manifestó Khata de repente, parándose.

Tuve que detenerme de sopetón, y con reflejos, para no chocarme contra ella. El lobo rondó en círculos, olfateando el terreno, hasta que se quedó a un metro de mí, sentado.

El lugar era un pequeño claro perdido en el sotobosque. Los árboles, frondosos y verdes, agitaban sus hojas con murmullos suaves y plácidos. Aunque estaba acostumbrada a la vegetación espesa, esto era bastante diferente a la selva de mi tierra.

Khata se posicionó frente a mí.

—¿Prepa…? —Su voz se ahogó al mirar al lobo—. No puedo enseñarte con ese lobo ahí, me pone nerviosa.

Ladeé la cabeza para observar al animal.

—Ponte más lejos —le ordené.

—¿Eres tonta? —chistó Khata—. No te obedecerá. Solo obedece a…

Su voz se ahogó con asombro cuando el lobo se alejó un par de metros y se echó tan tranquilo.

Yo también me quedé estupefacta, sinceramente. Se hizo un silencio, eco de la sorpresa.

—Bueno… empe… empecemos —sugirió al fin Khata, todavía con los visos de su desconcierto en el tono. Me volví hacia ella para atenderla y carraspeó—. Lo primero que tienes que saber es cómo coger la espada. A ver, muéstrame cómo lo haces.

Qué tontería. ¿Cómo iba a cogerla?

—Pues así, con las manos. —Le mostré, sujetando el arma.

—Mal.

¿Mal?

—¿Por qué mal? —quise saber, frunciendo el ceño.

—La espada debe manejarse con ligereza, siempre debe estar en alto —afirmó—. Inténtalo.

Lo intenté, lo juro, pero apenas era capaz de levantar la punta del suelo. Y mucho menos erguirla, claro está.

—Pesa demasiado, no se puede —protesté.

—Las espadas de Kog son las más ligeras del mundo —contrapuso.

¿Ligeras? ¿Cómo serían las demás, entonces?

—¿Ligero esto? —debatí, izando las cejas con incredulidad.

De pronto, esa presumida me hizo toda una demostración de movimientos con su espada.

Pestañeé y mi boca se quedó colgando. ¿Había hecho todo eso como si nada? Ella tenía más o menos mi peso, ¿cómo lo había hecho?

Como si hubiera escuchado mis pensamientos, Khata respondió a esa pregunta.

—Tus brazos son demasiado debiluchos. Eso te llevará tiempo y entrenamiento.

¿Debiluchos? ¿Debilucha yo? Bufé.

—Solo dices tonterías —protesté, tirando la espada al suelo—. ¿Sabes? Esto es una estupidez. Si Jedram piensa que voy a dejar que tú me entrenes, va listo. No sé por qué se empeña en que me enseñes tú, si ya sabe que nos llevamos fatal.

—Eres una idiota ciega y obtusa —criticó—. ¿No te das cuenta de que esto es un regalo de Jedram?

¿Otro regalo?

—¿Cómo dices? —Se notó mi estado atónito en el tono de mi voz.

—Soy la mujer más hábil en el arte de la espada, ninguna mujer, ni siquiera ningún hombre excepto Jedram, puede vencerme en un combate. Soy la más rápida y ágil después de él. He ganado batallas junto a Jedram y su ejército, soy una guerrera por naturaleza.

Otra vez parpadeé, tratando de asimilar toda esa información.

—Pero si eres muy joven… ¿Cuántos años tienes?

—Veintidós —me desveló, levantando su orgulloso mentón—. Sí, soy muy joven. No sé cómo funcionaréis en la tribu wakey, pero aquí aprendemos a manejar la espada antes que a dar nuestros primeros pasos. Soy una experta, la mejor.

—Qué humildad… —cuchicheé entre dientes, volviendo la cara para que no me oyera.

Pero me oyó.

—Solo estoy diciendo la verdad, hechos objetivos, no busco premios ni reconocimientos. Aquí se considera un honor que alguien con la máxima destreza en la espada te enseñe. Por eso Jedram te ha hecho este regalo. Si fuera por mí, otro gallo cantaría… —ahora fue ella la que ladeó el semblante y murmuró.

Arrugué el ceño por su cuchicheo, aunque lo que me dijo me dejó algo trastocada.

—Tú tampoco es que seas la humildad personificada —me achacó, mirándome de arriba abajo. Una vez más, no la contesté—. Mira, si no estás dispuesta a que yo te dé clases, díselo a tu marido por la noche —dijo, comenzando a marcharse.

Me puse pálida.

—Espera —la detuve, parándola con la mano. Ella me observó alzando una ceja expectante. Me mordí la lengua y me tragué mi orgullo con mucho, mucho esfuerzo—. Está bien, lo haré.

Khata, triunfal, regresó a su posición de antes y se agazapó frente a mí con su espada en alto, clavándome una mirada desafiante.

—Así me gusta, chica loca.

Sol y Luna

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