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CUANDO LLEGA EL DIAGNÓSTICO

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Cuando una persona –sea niño, adolescente o adulto– es sometida a una serie de entrevistas con profesionales de la salud, se debe arribar a un diagnóstico. En general, cuando la consulta se hace por un hijo, los padres solemos preguntar más sobre ¿qué hay que hacer?, y no tanto sobre ¿qué es lo que tiene? La angustia que nos genera saber que algo le pasa a nuestro hijo muchas veces no nos permite pensar de manera ordenada. Sin embargo, es fundamental tener un diagnóstico.

Para obtener un buen diagnóstico lo ideal es contar con un equipo interdisciplinario que proporcione una mirada final, única y complementaria, que englobe todas las dificultades del niño y permita tener un abordaje lógico, es decir, que el niño no esté abarrotado de terapias que le impidan mantener una vida recreativa y lúdica. En el caso en el que no se consiga un equipo interdisciplinario que trabaje con un profesional que coordine las evaluaciones y aúne los resultados, es importante que se defina quién va a llevar adelante ese rol.

Algunas preguntas que los padres no deberían dejar de hacerle al profesional son: “¿Qué tipo de tratamiento está ofreciendo para mi hijo?”; “¿Cuál es la evidencia y la tasa de efectividad que ese tratamiento tiene?”.

Suele pasar que, cuando se indaga a los padres sobre qué tipo de tratamiento está recibiendo su niño y cuál es el objetivo buscado, pocas veces tienen esa información. En cambio, cuando un cirujano nos indica a nosotros que debemos operarnos de cálculos en la vesícula, solemos preguntar: “¿Cómo será la cirugía?”, “¿Cuánto durará y qué resultados se esperan?”. Sin embargo, la mayoría de las veces no hacemos las mismas preguntas a un psicólogo o psicopedagogo, aunque ellos también son parte del sistema de salud.

Los niños expresan dificultades en diferentes áreas de funcionamiento a través de expresiones conductuales, de la disminución del rendimiento académico o con miedos. Esto son algunos ejemplos:

— Los trastornos de conducta pueden ser la expresión de un trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH), conducta oposicionista desafiante (TOD/ODD), desregulación emocional severa del humor, trastornos del ánimo, trastornos de ansiedad, trastorno obsesivo-compulsivo (TOC), entre otros.

— Las dificultades en el ámbito escolar pueden estar relacionadas con los trastornos de aprendizaje específico (dislexia, discalculia, dispraxia).

— Pueden presentarse también dificultades en el lenguaje, como tartamudez, dificultades de expresión, ausencia de lenguaje verbal, o dificultades de conexión con otros, como en la condición de espectro autista (CEA).

Cuando los padres reciben el diagnóstico, se movilizan muchas emociones y pasan por distintos estadios dentro del dolor que produce que un hijo tenga una dificultad. Y la angustia muchas veces puede generar que se elija la opción de diagnóstico más benévola o liviana, lo cual no es lo más adecuado.

Lo importante es entender que el cerebro de un niño está en pleno proceso de desarrollo y que, si bien el diagnóstico que se da es ajustado a lo que el niño presenta, a veces el crecimiento y la intervención adecuada permiten que con el tiempo las características hoy descritas se modifiquen. Por eso, muchas veces decimos que los diagnósticos en la infancia se escriben con lápiz. Pero eso no significa que no debamos trabajar con un diagnóstico según los manuales internacionales (como el dsm, que es un manual donde los profesionales encuentran los criterios necesarios para definir que alguien padece un trastorno del área mental), pues eso es lo que nos permitirá trazar una ruta de intervención, con objetivos medibles y claros.

Otro de los sentimientos que suelen aflorar al recibir el diagnóstico de un hijo en el campo de la salud mental es la culpa. Habitualmente, los padres, familiares e incluso docentes suelen atribuir las dificultades de los niños a caprichos o mala crianza, lo que lleva a que los padres en algún momento reten o castiguen a sus hijos. Pero cuando comprenden que estas faltas de conducta o mal rendimiento académico no dependían de la voluntad del niño, la sensación de culpa los invade y suelen cambiar de las penitencias a la permisividad total, lo cual tampoco es una solución al problema. Los padres no tienen por qué saber qué le sucede a un hijo, para eso están los especialistas. Pero sí es importante tener en cuenta que la culpa no es buena consejera en la crianza de ningún niño, con o sin dificultades.

Los padres no son culpables de las condiciones de sus hijos, pero en el momento en que saben el porqué de la dificultad, son los responsables de ofrecerles el mejor tratamiento posible.

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