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21 de enero - Misión

Ayuda en el extranjero

“El Rey les contestará: ‘Les aseguro que todo lo que hicieron por uno de estos hermanos míos más humildes, por mí mismo lo hicieron’ ” (Mat. 25:40).

Residuos de sangre y huesos flotan en el ambiente mientras sostengo una linterna en una pequeña escuela de un lejano país. El sudor se me acumula en los guantes, a pesar de habérmelos cambiado unas cincuenta veces en el día. Mientras tanto, Sean, el dentista al que ayudo, está en proceso de salvar un par de dientes de una niña de doce años.

Un equipo de ocho dentistas y asistentes dentales misioneros se instalaron en la capilla de una pequeña escuela, que se convirtió en una clínica dental. Se sacaron las bancas y se colocaron sillas dentales, aunque llamarlas sillas dentales es un chiste. Eran, de hecho, cuatro sillas plegables viejas, desvencijadas y raídas, que podían reclinarse. Las equipamos con un par de “esquís” de aluminio soldados rudimentariamente, que aseguraban los pasadores para evitar que las sillas se plegaran sobre el paciente. La desinfección dependía completamente del agua de la llave y de unos pocos frascos de desinfectantes con nombres impronunciables. Sean me explicaba cómo y dónde quería que lo ayudara. Dos días antes, yo había sido un patán en un avión al insistir en que me dieran otra bolsa de pretzels. Ahora era un asistente dental sin medios, muy lejos de casa.

La niña se quedó petrificada cuando comenzaron a taladrarle el diente, mientras yo alumbraba su boca con una linterna del tamaño de un bolígrafo. Tenía dos manchas grises en sus dos dientes frontales. Sean continuó taladrando. En segundos, llegó al núcleo de ambos dientes, que estaban completamente podridos. El interior se veía arenoso y mugriento, con una consistencia parecida a carbón humedecido. Eran sus dientes permanentes, y probablemente llevaba semanas con dolor. Sean raspó toda la caries, dejando un hoyo circular limpio en cada diente. Intenté encontrar el color de relleno adecuado para colocarlo en el aplicador. Torpemente, con mis guantes pegajosos, logré cargar el cartucho de llenado y se lo entregué a Sean, que se mostraba muy paciente conmigo.

Finalmente, terminó. Sean le dijo a la niña que no comiera hasta que se le pasara el efecto de la anestesia. Ella sonrió y saltó del sillón reclinable mutante. El siguiente niño se subió de un salto. Sus dientes estaban peor.

Ah, por cierto, bienvenido al campo misionero. Aquí encontrarás sangre, saliva y pus. No hay respuestas sencillas, solo estás ahí para ayudar. ¿Y adivina qué? Jesús podría estar llamándote a ti. ¿Te animas?

BP

Sin miedo al fracaso

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