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Dificultades Inesperadas

Las celebraciones de fin de año estaban en el ambiente, y pasamos momentos familiares muy amenos, sin dejar de pensar que pronto tendríamos en casa al regalo que Dios nos había enviado.

Al pasar las festividades, un día de enero, mi hija me había pedido que la llevara a comprar una hamburguesa, en un restaurante de comida rápida. Al ver la foto de una hamburguesa con doble queso, tocineta, y vegetales, decidí comprarme una. ¡Qué mala elección! Me dejé llevar por mis deseos y no por mi condición estomacal.

Regresamos a casa. Cuando llegó mi esposo, mi condición había empeorado. Volvía a sentir ese dolor punzante que me había afligido durante las vacaciones con mis padres. El lado derecho de mi cuerpo se paralizaba ante el avance del dolor. Al comunicarnos con nuestros padres, la orden fue llevarme a la clínica lo antes posible. Al ingresar en la unidad de emergencia, comenzaron las preguntas de rutina:

—“¿Qué comiste?”

—“¿Desde cuándo tienes este dolor?”

—“¿Dónde sientes dolor?”

Para que cesara el dolor, me colocaron un protector gástrico y otras medicaciones. El doctor le comentaba a mi esposo que era algo común en las mujeres embarazadas sufrir de acidez. A las 2 de la madrugada, el doctor de guardia nos dice que podemos regresar a casa. A pesar de no sentirme recuperada totalmente decidí ir a casa.

A las 2:30 am llegamos a casa. Fuimos a la habitación para poder descansar. Al acostarme en la cama, el dolor volvió con mayor fuerza.

—“¿Cómo puedes sentir dolor?” – me preguntaba mi esposo. “Hace unos pocos momentos recibiste medicamentos de forma endovenosa”.

Al ver su rostro perplejo ante mi situación, pensé que lo mejor era tratar de descansar. Tomé un jarabe antiácido y protector gástrico que tenía en casa. A las 6:00 am, mi esposo se levantó y me halló adolorida. Su preocupación aumentó.

—“Tengo una reunión muy importante con mi jefe hoy. De esta reunión dependen muchas cosas en el trabajo.” A esto agregó, “En caso de cualquier emergencia, o si el dolor continúa, me llamas inmediatamente”.

Eran las 10:00 am. El dolor había empeorado.

—“Amor, tienes que venir a casa, por favor”.

—“¿Cómo estás? ¿Qué está pasando?”

—“No es normal tener un dolor tan intenso. Algo está pasando. Es un dolor que abraza el lado derecho de mi cuerpo”.

—“¿Cómo puede ser esto una acidez? Iremos a la clínica inmediatamente. Estoy de salida”.

Mis padres nos siguieron hasta el centro médico. Al entrar nuevamente en el área de emergencia, algunos de los doctores me reconocieron. Era la misma paciente que había estado en la sala unas horas antes. Al ver que el dolor no cesaba, una especialista en gastroenterología vino a evaluarme. Hizo una ecografía y vio la causa del dolor. Mi vesícula estaba llena de cálculos.

—“Es una colecistitis aguda”.

—“¡Hay que hospitalizarla inmediatamente!”

—“¿Cuál es el mejor plan en su estado de gestación?”

—“Debemos tratar de mantener al bebé en el vientre lo más que podamos. Los ultrasonidos muestran que hay inmadurez pulmonar. No es conveniente sacar al bebé”.

Estuve hospitalizada tres días. Me sentía muy mal. No podía comer absolutamente nada, me mantenían hidratada por vía endovenosa. El dolor sólo cedía por algunos minutos. Las noches eran interminables y mi cuadro estaba complicándose. Mis padres sugerían hacer una cesárea de emergencia. Sin embargo, el centro donde me encontraba no tenía cupo en terapia neonatal, la cual por ser un prematuro la necesitaría al momento de nacer.

Contra opinión médica fui trasladada a otro centro donde se podría hacer esta cesárea. El riesgo de mortalidad era muy alto, tanto para José Antonio, como para mí. Clínicamente, todo se estaba complicando. Los movimientos del bebé eran desesperados. El doctor del centro médico donde me encontraba, pensaba que yo estaba un poco “aprehensiva” y que lo mejor era esperar. Sin embargo, había un gran riesgo a que este dolor se convirtiera en una complicación que podríamos pagar, el bebé y yo, con nuestras propias vidas.

A las 10:00 pm fui llevada a la clínica donde sería atendida de emergencia. Nuevamente me colocaron calmantes. En este momento, los médicos se reunieron con mi esposo y mis padres para discutir mi caso:

—“Haremos una resonancia magnética para poder visualizar las vías biliares, páncreas y vesícula. Después de la evaluación podremos saber con más certeza qué camino tomar”.

Pronto me introdujeron en un largo túnel. Llevaba un chaleco de plomo para proteger al feto. Una vez realizada la resonancia, se reunió nuevamente la junta médica con mi padre y mi esposo.

—“La resonancia muestra que los cálculos están bajando por el colédoco hacia el páncreas. Si ella hace una pancreatitis aumenta el riesgo de muerte”.

—“¿Haremos entonces la cesárea de emergencia?” – preguntó mi padre.

—“Mañana procederemos,” contestó el doctor. “En el caso que tengamos que decidir entre la vida del feto o de la madre, salvaremos la de la madre”.

El agua caliente recorría mi cuerpo aliviándome un poco del dolor. Sin embargo, mi mente estaba fija en el momento de la intervención quirúrgica. Necesitaba mantener la esperanza viva en medio de todas las tormentas.

Buscando una esperanza

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