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Dos

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Aunque las circunstancias y a veces la triste historia de su existencia como bastardo entre la nobleza deberían haberle enseñado la lección, Brice Fitzwilliam nunca había aprendido eso de que la paciencia era una virtud. Siempre le había parecido sobrevalorada y una molestia necesaria, y aquella situación simplemente confirmaba su opinión al respecto.

Tras ser paciente como el rey pedía, y esperando mientras pasaba el invierno a que llegaran los documentos que le cedían las tierras y los títulos de barón y de lord de Thaxted, había llegado hasta allí y se había encontrado con la fortaleza cerrada. Tres semanas esperando los refuerzos de su amigo Giles no hacían que estuviese más cerca de conquistar la fortaleza ni a los que vivían dentro. Ahora, tras capturar a varios campesinos que huían, descubría que su prometida, que ya había huido en varias ocasiones, también acababa de escapar bajo su vigilancia; y que buscaba refugio lejos de su control en un convento. Por suerte Stephen le Chasseur lo acompañaba y nada ni nadie escapaba a él cuando cazaba.

Aunque Gillian se retorcía entre sus brazos, Brice sabía que no tenía idea de su identidad, ni de que era suya. Su rabia aumentó al darse cuenta de que ignoraba los peligros del camino. Si no la hubiera encontrado, la idea de lo que podría haberle sucedido le aterrorizaba por muchas razones. Había que enseñarle una lección, y él sería el encargado.

Al menos estaba viva, así podría hacerle pensar en sus actos.

—¿Cuánto cobráis por noche, señorita? — preguntó mientras deslizaba la mano por su cuerpo y sentía el escalofrío bajo sus dedos—. Muchos de mis hombres han ahorrado y podrían pagaros bien para que os quedarais con nosotros.

—No soy pro… pros… —se estremeció—. No vendo mis favores.

Brice la soltó y le dio la vuelta para mirarla, y estuvo a punto de perder la cabeza, pues por fin pudo ver claramente a su prometida. Era guapa y le pertenecía.

Unos ojos grandes, luminosos y de un color entre el azul y el verde adornaban su rostro. Sus rizos largos y castaños escapaban bajo su velo y le caían sobre los hombros. Aunque iba vestida al estilo sajón, con ropa ancha, advertía que su cuerpo tenía curvas y encajaba con las formas femeninas que él deseaba en sus amantes; caderas y pechos voluptuosos. A juzgar por la fuerza de su resistencia, sabía que sus piernas y sus brazos eran fuertes.

Su cuerpo reaccionó antes de terminar de mirarla, y cierta parte de su anatomía cobró vida, dispuesta a hacerle todas las cosas con las que la había amenazado. Sólo habló cuando uno de sus hombres tosió audiblemente.

—Si no sois prostituta, ¿entonces qué?

—Les he dicho a estos hombres que mi señora me envía al convento e iba de camino.

—¿Sola, señorita? ¿Con los merodeadores y rufianes que controlan los bosques y los caminos? Vuestra señora habrá enviado guardias para protegeros.

Ella dio un paso atrás, pero sus hombres no retrocedieron y permaneció atrapada entre ellos. Advirtió el miedo creciente en su mirada y supo que su apariencia valiente corría el peligro de venirse abajo. Pero luego vio cómo recuperaba la confianza en sí misma, estiraba los hombros y levantaba la barbilla.

—Mi señora tiene otras cosas de las que preocuparse, señor. Sabe que soy independiente y puedo llegar sola al convento.

—¿Bromeáis? —preguntó él—. ¿Buscáis problemas? Cualquier señora que envíe a su sirvienta sola por estos caminos en estos tiempos tan peligrosos que corren comprenderá el mensaje que está enviando.

Brice casi pudo oírla intentando tragarse el miedo. Los ojos le brillaban con la inminencia de las lágrimas y el labio inferior había empezado a temblarle. Tal vez estuviera dándose cuenta de lo absurdo de su plan.

—Un noble honraría la promesa de una dama a su doncella y le permitiría la llegada al convento. Un noble de verdad no se aprovecharía de una mujer sin protección. Un noble de verdad… —comenzó a explicar otra cualidad, pero él la detuvo negando con la cabeza.

—Yo no he dicho que sea un noble, señorita —susurró él—. Si vuestra señora cree que se puede confiar en los nobles y que éstos dejarían pasar una tentación como la que vos representáis, entonces es más tonta de lo que pensaba.

Sus hombres se carcajearon, sabiendo que ni ellos ni él eran nobles ni de nacimiento legítimo, y Brice reconoció la confusión en su expresión. Casi todos los hombres se habrían sentido halagados por ella, pero no aquéllos que se habían abierto camino en el mundo con el trabajo y el sudor de sus cuerpos.

Lady Gillian pareció querer decir algo, pero no encontró las palabras, así que agachó la cabeza y se dio la vuelta. Sus intentos de humillarla no le dieron la satisfacción esperada. Miró a sus hombres. Sabía que la noche se acercaba y que aún quedaban muchas cosas por hacer ahora que su prometida estaba allí.

—Llevadla a mi tienda y aseguraos de que se queda ahí —ordenó.

—¡No podéis! —gritó ella. Brice se acercó a ella para obligarla a levantar la cabeza y mirarlo a la cara—. Las buenas hermanas…

—Las buenas hermanas cenarán, rezarán sus oraciones y se irán a dormir como cada noche, señorita. Vuestra señora debería haber pensado en su plan antes de llevarlo a cabo.

—Pero me esperan. Mi señora les envió un mensaje.

—Puedo aseguraros que al convento no ha llegado ningún mensaje. Llevamos acampados aquí varias semanas y nadie de Thaxted se ha cruzado en nuestro camino… hasta hoy.

Gillian miró a su alrededor, visiblemente desanimada, y por primera vez pareció darse cuenta de que la superaban en número y que eran peligrosos. Si en efecto había un mensajero, los hombres de Brice no lo habían visto. Siempre existía la posibilidad de que el mensajero hubiera huido en dirección contraria al ver su campamento y saber que no podría pasar. Aparentemente ese mensajero no informó del fracaso a su señora.

—Lleváosla —repitió suavemente, mientras se echaba a un lado para que Stephen pudiera llevar a cabo su orden.

La dama pareció dispuesta a ofrecer resistencia, pero luego asintió y se dejó arrastrar. Al menos ya estaba a salvo, y era una cosa menos de la que tenía que preocuparse en aquella situación tan inestable. Por la mañana sería suya, al igual que la mansión Thaxted y todos los terrenos vinculados a ella y a él por ser lord Thaxted.

Y con el apoyo de los hombres de Giles desde Taerford y las tropas del rey, tomaría el control de la fortaleza, expulsaría a los rebeldes que no apoyaran al rey Guillermo y comenzaría su vida como todopoderoso en vez de seguir siendo un simple soldado. Respiró profundamente y se dio cuenta de que ansiaba muchas de las cosas que aún tenía ante sí en los próximos días.

Enfrentarse a la ira de aquella dama por su conducta no era una de esas cosas.

Pasaron las horas mientras supervisaba los preparativos para su asalto final a la fortaleza, así como otros asuntos más personales que tenían que ver con lady Gillian. Envió un mensaje al convento para hacerles saber que estaba a salvo y que regresaría a su hogar. Una generosa donación acompañaba al mensaje para suavizar, o así lo esperaba, los futuros tratos con las monjas. Había visto cómo muchos otros cometían el error de no respetar al clero y estaba decidido a no caer en el mismo error.

Finalmente, varias horas después de que el sol se ocultara por el oeste y, cuando la noche ya los cubría con su manto, decidió que era el momento de dar el primer paso para recuperar el control de sus tierras… y de su esposa. Avisó a los más cercanos a él y se dirigió hacia su tienda. Había cuatro hombres montando guardia allí, uno en cada esquina, y ninguno parecía feliz.

—¿Problemas, Ansel? —preguntó mientras se acercaba. Todos parecían tranquilos, pero sus expresiones decían lo contrario. Aunque aquélla era la primera campaña de guerra de Ansel, confiaba en el joven para realizar cualquier tarea que le ordenase.

—Sí —respondió Ansel en su dialecto—. Es… la dama… es muy decidida —negó con la cabeza como si hubiera fracasado y Brice advirtió los inicios de un hematoma en su barbilla.

Brice agarró la solapa de entrada a la tienda y se detuvo.

—Mientras no se le haga daño, no cuestionaré tus actos.

Ansel asintió, pero aún había un problema que Brice no lograba identificar. Entonces se acercó Stephen.

—Ha estado a punto de escaparse tres veces, Brice —explicó—. Una vez ha logrado llegar hasta el perímetro sur del campamento sin ser vista —Brice miró a los dos hombres que custodiaban la tienda y vio que varios tenían arañazos y hematomas. Luego volvió a mirar a Stephen, que respiró profundamente y se encogió de hombros—. Échame la culpa a mí si quieres, pero era la única manera de que estuviera a salvo.

Brice se preguntó cómo lo habrían hecho.

—Traedle algo de comer y luego buscad algo para vosotros —dijo—. Procederemos después de comer.

Los hombres se alejaron y Brice levantó la solapa de la tienda para poder entrar. Se agachó para no golpearse la cabeza con el techo de la tienda, entró y se detuvo. A pesar de que en el interior sólo había un farol, pudo verla claramente y se quedó con la boca abierta ante lo que vio.

Sus hombres habían clavado estacas de madera al suelo y la habían atado a ellas, con las muñecas y los tobillos juntos y atados a los postes. Tenía la capucha quitada y una mordaza en la boca. A causa de retorcerse contra las ataduras, el vestido se le había subido por las piernas y dejaba ver su forma. Debido a la posición de sus brazos y al movimiento del escote del vestido, sus pechos se restregaban contra la tela y los pezones erectos eran visibles a través del tejido.

Brice tragó saliva, pero la boca volvió a secársele. Terminó de entrar en la tienda y dejó caer la solapa tras él. Gillian comenzó a retorcerse de nuevo al verlo aproximarse, y sus esfuerzos provocaron que el vestido se le subiera más y le proporcionara una visión clarísima de sus muslos y de sus caderas. Brice apretó los dientes y los puños para evitar deslizar las manos por su piel y palparle las nalgas. El pulso se le aceleró mientras pensaba en todos los lugares donde la besaría y la acariciaría antes del amanecer.

Gillian murmuró algo y él se dio cuenta de que no podía dejarla así. Se agachó junto a ella, sacó su daga y le rompió la mordaza.

—Ya está, señorita —susurró. Con una caricia suave, le apartó el pelo de la cara y le secó las mejillas.

Lágrimas. Había estado llorando. Por lo poco que sabía de su prometida, deducía que aquel síntoma de debilidad la humillaría y no le apetecía eso. Se acercó a la mesa, sirvió vino en una jarra metálica y se lo ofreció.

—Tomad, bebed esto —le levantó la cabeza y la ayudó a beber hasta que se tomó el vino. Después volvió a llenar la jarra y se la bebió rápidamente.

Se arrodilló a su lado y comenzó a colocarle el vestido. Pero cuando le tocó el tobillo, no pudo evitar disfrutar del momento. Deslizó la mano hasta su rodilla antes de agarrarle el dobladillo del vestido. Su cuerpo le pedía que siguiera subiendo, que introdujera la mano entre sus piernas hasta llegar al lugar que le haría llorar de placer. Brice se resistió al deseo de explorar su cuerpo y sólo las suaves palabras de Gillian le hicieron volver en sí.

—Os lo ruego, milord. Por favor, no… — susurró.

No se movió en absoluto, y fue algo bueno, pues Brice se debatía entre hacer lo correcto o seguir los instintos de su cuerpo. Tras un momento que duró demasiado, tiró del dobladillo hasta cubrirle las piernas y luego se apartó.

La tensión entre ellos se rompió cuando Ansel lo llamó desde fuera. Brice se dio la vuelta, salió y regresó con un plato de madera para la dama. Lo colocó sobre la mesa y volvió a sacar la daga para soltarle las muñecas. Cuando le ofreció la mano, se dio cuenta de que aún llevaba puesta la cota de malla y los guantes de cuero.

A pesar de la mirada suave en su rostro en aquel momento, Gillian no confiaba en él. Oh, sus hombres no le habían hecho daño aún, pero ser atada y amordazada, después abandonada durante horas, había puesto a prueba su paciencia y su coraje. Aunque era virgen, había reconocido la lujuria en la mirada de aquel hombre cuando le había tocado la pierna y había observado el modo en que el vestido se le movía y dejaba al descubierto partes que era mejor no enseñar. No sabía cuánto tiempo permanecería intacta, y no se atrevía a preguntar.

Aun así, si no estaba atada, tendría más posibilidades de escapar que si permanecía así. Gillian aceptó su mano y le permitió ayudarla a incorporarse. Cuando se dispuso a desatarse las piernas, él la detuvo.

—Déjalo —dijo con voz grave, esa voz profunda de palabras acentuadas que le afectaba más de lo que desearía. Tiró del dobladillo del vestido y se cubrió los pies todo lo que pudo antes de hacer lo mismo con el escote.

Él sumergió un pedazo de lino en un cubo situado junto a la entrada de la tienda y luego se lo entregó. Gillian se frotó la cara y se limpió el polvo y las lágrimas que había derramado a pesar de sus esfuerzos por no llorar. Luego se limpió las manos y le devolvió el trapo.

—Merci —susurró, una de las pocas palabras que conocía en su idioma.

Él se sorprendió al escucharla y Gillian se dio cuenta de su error. Una pobre doncella inglesa no sabría hablar francés. Una pobre mujer inglesa sólo sabría hablar inglés… o sajón o danés, pero no francés. Cuando él respondió en su propio idioma, ella parpadeó y negó con la cabeza como si no entendiera nada. En realidad podía entenderlo casi todo si hablaba despacio, pero no quería que él o sus hombres lo supieran. Mejor obtener toda la información posible y compartirla después con su hermano cuando regresara a la fortaleza de Thaxted.

Si lograba regresar.

Gillian se estremeció al darse cuenta de que tal vez no sobreviviera a esa noche. Después de todo, aquellos hombres no se creían su historia y la creían prostituta. Si la obligaban contra su voluntad, tal vez no estuviese viva por la mañana para intentar escapar una vez más. Un escalofrío recorrió su cuerpo de la cabeza a los pies descalzos.

El caballero reaccionó con rapidez, pero de una manera inesperada, pues llamó al otro, Stephen, y le pidió algo. ¿Una túnica? ¿Una capa? Pronto le devolvieron la capa y los zapatos. Él sacudió la capa y se la puso sobre los hombros. Gillian la agarró y se tapó con ella para intentar protegerse. Su cuerpo comenzó a calentarse casi de inmediato bajo la gruesa capa de lana. Después volvió a sorprenderle su actitud cuando le puso los zapatos suavemente. Sus hombres se los habían quitado la última vez que había intentado escapar, sabiendo que no podría ir muy lejos sin ellos.

Cuando le ofreció el plato, el estómago le rugió y no le dio opción a rechazar su oferta. Aceptó la comida y se la comió. Sin importar los desafíos que pudieran venir, tenía que estar con fuerzas, así que siguió comiendo hasta acabar con todo. Levantó la mirada y vio que él estaba observando todos sus movimientos. Cuando le sirvió una jarra, ella se la bebió de un trago.

Consciente de que aquello no era más que un respiro antes de lo que fuera que hubiese planeado para ella, supo que debería haber tardado más para tomarse su tiempo, pero el estómago vacío y el ejercicio realizado durante el día habían puesto a prueba su voluntad.

Apenas había terminado de beber y comer cuando oyó movimiento fuera y varias voces acercándose. ¿Acaso su hermano había descubierto su desaparición y la había seguido? Cuando el soldado le quitó el plato, abandonó toda farsa y comenzó a intentar soltarse los tobillos. O la ignoró o no la creyó capaz de hacerlo, pues abandonó la tienda mientras ella forcejeaba.

Si al menos tuviera una daga o un cuchillo pequeño, o algo afilado para poder aflojar el nudo o cortar las cuerdas. Gillian continuó hasta que oyó las palabras que Stephen le dirigió a su captor.

—Los hombres están listos.

Su mente se vacío entonces de todo pensamiento y lo único que pudo hacer fue forcejear contra las cuerdas. Estaba segura de que saciarían sus necesidades con ella. ¿Pero todos? Que Dios se apiadara de ella.

Tratando de luchar contra el pánico, Gillian sabía que debía mantener el control y buscar un momento en el que pudiera escapar. Para hacer eso, tenía que sobrevivir. Respiró profundamente varias veces y supo lo que tenía que hacer. Cuando el que estaba al mando entró en la tienda y se acercó a ella, supo que la única manera de salir de aquello era a través de él.

Se había quitado la cota de malla y sólo llevaba una túnica gruesa. También se había quitado los guantes. En vez de apaciguar sus miedos, pues sabía que los hombres podían copular con una mujer con o sin armadura, aquello los incrementó, pues seguía teniendo aspecto de guerrero peligroso. Se agachó junto a ella una vez más y utilizó la daga para cortar las cuerdas. La ayudó a levantarse y le pasó un brazo por la cintura cuando comenzó a tambalearse.

—Milord —susurró ella—, yo… satisfaría todas vuestras necesidades si prometéis no compartirme con los demás.

Sorprendida de poder pronunciar esas palabras en voz alta, sabía que debía parecer sincera en sus intenciones o todo estaría perdido. Gillian estiró la mano y le agarró el cuello de la túnica para prometerle cualquier cosa con tal de mantenerse con vida.

—Sólo deseo calentar vuestra cama, milord.

El guerrero la soltó tan deprisa que estuvo a punto de caerse al suelo. Lo había enfurecido por algo, al contrario de lo que pretendía. La agarró por la muñeca y la arrastró hacia la entrada de la tienda.

—No, milord —gritó ella—. ¡Os ruego que no me compartáis con vuestros hombres!

En pocos segundos se encontró de pie fuera de la tienda, frente a lo que le parecieron cientos de hombres. Aunque era de noche, la luna llena habría hecho que fuera posible ver la cantidad, pero las antorchas que bordeaban el campamento hacían que pareciese de día. El guerrero le sujetó la muñeca con fuerza y tiró de ella para que lo mirase.

—Oui, milady Gillian, calentaréis mi cama esta noche —gruñó apretando los dientes.

¡Lo sabía! ¡Sabía quién era! Antes de que pudiera explicarse, la acercó más a él hasta que sólo ella pudo oír sus palabras.

—Y no compartiré a mi esposa con ningún otro hombre.

E-Pack Placer marzo 2021

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