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Siete

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Gillian casi sentía pena por él.

Por su incomodidad cuando sus hombres descubrieron la sangre de su herida y la confundieron con la de ella.

Por su confusión y su rabia cuando sus hombres se pusieron de su lado y le ofrecieron su apoyo.

Por su completa sorpresa al descubrir que su mujer era una bastarda y poco poder tenía sobre las tierras que planeaba arrebatarle a su hermano.

Sentía pena por aquéllos que morirían en lo que sin duda sería un intento infructuoso por expulsar a Oremund de sus tierras.

Mientras caminaba por el campamento de lord Brice aquella mañana, escuchando y preguntando a sus hombres para estimar cuál era su fuerza, todo apuntaba al desastre cuando comenzara la batalla contra su hermanastro y sus aliados. Luego, hablarle de la futilidad de sus planes, aun teniéndola a ella como esposa, había empeorado las cosas y no le había dirigido la palabra desde entonces.

Sólo habían tardado unas pocas horas en desandar sus pasos desde Thaxted, pero al llegar a la cresta de la última colina y comenzar a descender, Gillian estuvo a punto de quedarse sin aliento.

Había un ejército entre Thaxted y ellos.

Probablemente doblasen en número al grupo con el que ella viajaba, y estaban esparcidos alrededor de la fortaleza como si fueran un segundo muro, impidiendo que cualquiera entrara o saliera. Al buscar la zona junto a la parte norte del muro, se dio cuenta de que nunca habría escapado si hubiera esperado un día más.

Los saludos de los hombres que estaban a su alrededor mientras se acercaban a sus camaradas le recordó su intento fallido de escape. Luego Brice se acercó a ella con expresión sombría.

Se estiró para ayudarla a bajarse del caballo y sus manos se deslizaron por sus costillas hasta que reposaron bajo sus pechos. Aunque se había quitado los guantes de metal, llevaba los de cuero debajo, lo que probablemente evitaría que sintiera su contacto, pero eso no evitó que su piel reaccionara. Se le endurecieron los pezones tanto como cuando se los había acariciado la noche anterior.

Con las manos apoyadas en sus hombros, lo miró a los ojos y vio cómo su mirada marrón se oscurecía hasta casi volverse negra. Y en aquellos ojos vio el brillo que indicaba que se daba cuenta de su reacción. Brice permitió que se deslizara hasta el suelo, mucho más lentamente de lo que consideraba necesario.

—Haremos eso cuando no lleve cota de malla y armadura, milady —le prometió con voz profunda.

Aparentemente estaba más satisfecho que ella con el encuentro de aquella mañana. ¿Acaso los hombres se contentaban con unos pocos momentos de placer? A juzgar por su promesa apasionada, parecería que pretendía repetir el acto con ella. Sin importar lo que ella pensara, su cuerpo tenía ideas propias, y sintió cómo un torrente de calor se extendía por su piel al sentir sus manos bajo los pechos.

Fue tal el calor que estuvo a punto de agarrarlo para que la abrazara, antes de darse cuenta de lo que significaría aquel comportamiento. La suerte estuvo de su parte, pues el joven Ernaut los interrumpió cuando llamó a Brice.

—¿Milord? —dijo desde detrás de él. Cuando Brice no respondió ni apartó la mirada de ella, el chico gritó con más fuerza—. ¡Milord Brice!

Brice la soltó entonces y se apartó con tanta rapidez que Gillian estuvo a punto de perder el equilibrio. Antes de darse la vuelta para mirar a su escudero, le susurró una advertencia; una que la sorprendió por lo descabellada y por lo ferviente.

—Ni se os ocurra coquetear con mis hombres. Sois mi esposa y ninguno de ellos os apoyará si yo no se lo ordeno.

Lo único que logró impedir que le diera una bofetada por haber ofendido su honor fue él hecho de que le agarró la muñeca con un movimiento rápido. Se la agarró justo cuando empezaba a levantarla y la libró de más lesiones, aunque no del dolor de sus acusaciones. Cuando intentó soltarse, él la agarró con más fuerza.

—Durante el último día me han perseguido, me han hecho prisionera, me han atado, me han casado contra mi voluntad, me han quitado la virtud sin importar lo que yo pudiera pensar y ahora me insultáis, milord —utilizó la otra mano para soltarle los dedos y dio un paso atrás, temerosa de intentar abofetearlo de nuevo—. He intentado mantener mi virtud intacta a pesar de los esfuerzos de mi hermano por encontrar a alguien que me comprara. Me he resistido a hombres más grandes y fuertes que los vuestros para mantenerme pura, como le prometí a mi padre. ¿Creéis que me deshonraría a mí misma, o al recuerdo de mi padre, porque vos encontrasteis la manera de arrebatármela? Bastarda o no, sajona o no, no soy ninguna prostituta que se abra de piernas ante cualquiera.

Gillian tomó aliento entonces, pues las palabras le habían salido con tanta rapidez y tanta fuerza que no había respirado mientras hablaba. Se ajustó el velo y la capa y se preparó para ser castigada cuando levantó la cabeza y descubrió la razón de aquel silencio. No creía haberle levantado la voz a Brice, pero al parecer había hablado lo suficientemente fuerte para que los demás la oyeran.

La cara de su marido adoptó entonces una expresión que le recordó a la de Oremund, cada vez que ella intentaba escapar a su control y a sus planes. Sus ojos brillaban con furia y algo que no lograba identificar. Cuando agarró la empuñadura de la espada, Gillian se preguntó si se enfrentaría a la muerte por semejante explosión.

Unas gotas de sudor comenzaron a resbalar-le por el cuello y por la espalda. Cada vez le costaba más trabajo respirar y buscó la manera de salir de aquella situación tan humillante y peligrosa. ¿Debería rogarle perdón? Se secó las manos en el vestido. ¿Debería someterse a él delante de sus hombres? Se estremeció al pensar en los latigazos y los golpes. El silencio se alargó hasta hacer que temblara de preocupación.

Lord Brice rompió el momento al darse la vuelta y mirar a aquéllos de sus hombres que tenía más cerca. Apartó la mano de la espada, se quitó el casco y se lo entregó a Ernaut, que estaba de pie a su lado.

—Empiezo a entender por qué Oremund de Thaxted no quiere que vuelva.

Gillian decidió que aquél no era el momento ni el lugar en el que quería morir, así que aceptó su comentario como lo que era; una manera de calmar la tensión entre ellos y de salvar su dignidad ante sus hombres. Y, como ella misma había aprendido de pequeña, los hombres atacaban cuando se sentían desafiados o inferiores. En esa ocasión había sido con palabras y no con golpes. Gillian tragó saliva y se aclaró la garganta. Hizo una reverencia y capituló.

—Así es, milord —dijo, y trató de formular una disculpa que no se le atragantara ni resultara ofensiva.

Pero sus palabras fueron interrumpidas por su partida, pues, mientras permanecía mirando al suelo, Brice se dio la vuelta y se alejó como si ella no importara. Sus hombres lo siguieron hasta que se quedó sola con Ansel.

—Si queréis venir conmigo, milady, puedo llevaros a vuestra tienda —dijo el soldado ofreciéndole la mano para ayudarla a levantarse.

Gillian aceptó su ayuda y Ansel la condujo a través del campamento, que con el añadido de los hombres de lord Brice ahora era aún más grande.

Se alejaron de Thaxted hasta llegar a la linde del bosque donde el terreno se inclinaba considerablemente; tanto que impedía que alguien pudiera acercarse a la tienda por detrás, o que huyera en esa dirección.

¿Lo habría planeado Brice así por ella?

Tal vez nunca lo supiera, pues estaba segura de que no había acabado con ella. Y la furia que había visto en sus ojos se igualaba, o incluso sobrepasaba a la que había visto en la mirada de Oremund tras su último intento de escape.

Le había llevado una semana levantarse de la cama tras los golpes.

Ansel abrió la tienda y le permitió entrar primero. Gillian miró a su alrededor y vio que estaba tan ligeramente amueblada como la anterior. Sin importar su nuevo estatus, lord Brice se veía a sí mismo como siempre se había visto; un guerrero sin dinero que luchaba para el duque.

Se sentó en el camastro y se apoyó en uno de los postes de la tienda. Supo entonces que Brice no regresaría hasta mucho más tarde para enfrentarse a ella. Lo único que sabía con certeza era que, si la mataba, nunca sabría de la dote que su padre le había proporcionado y ocultado antes de morir.

Aun así ella seguía siendo pobre, pues lo que era suyo ahora le pertenecía a él como su marido. Si es que acaso lograba encontrarlo.

Tonto.

Estúpido.

Un maldito estúpido.

Brice se maldecía a sí mismo de todas las maneras posibles por haber perdido el control de su ira, de sus pensamientos, incluso de sus estrategias y de sus planes, desde que conociera a lady Gillian de Thaxted el día anterior.

¿Sólo había pasado un día?

Si sólo había pasado un día y ya había tenido ganas de estrangularla y de exiliarla una docena de veces desde que la conociera, ¿cómo iban a sobrevivir una semana? ¿O toda una vida juntos? Desde que la había encontrado en aquel camino, huyendo de él, su cuerpo había sufrido, su reputación había sufrido y hasta su mente había sufrido.

Por no hablar de su orgullo.

Brice sabía que Gillian no había quedado satisfecha después de su primer encuentro sexual. Había decidido hacerlo cuanto antes y se había olvidado de darle placer. De modo que, debido a las prisas, su primera experiencia con su marido, un hombre que tenía mucha experiencia con las mujeres, había sido un desastre.

A pesar del modo en que lo había desafiado ante sus hombres, Brice había pasado todo el día oscilando entre la lujuria y la rabia, entre el orgullo y el miedo, y entre todas las demás reacciones que un hombre podía tener ante los hechos acaecidos. Pero, por encima de todo, una parte de él deseaba borrar la culpa y el miedo de sus ojos y calmar su dolor.

Sir Gautier les había dicho que siempre era más fácil reconocer los propios defectos en otra persona. Y más fácil culpar a otros por los propios errores. El padre de Simon, que había acogido a tres bastardos junto con su propio hijo biológico, había sido un hombre sabio y había compartido esa sabiduría con los chicos que había educado.

Mientras caminaba de un extremo al otro del campamento, saludando a los caballeros, a los soldados y a los arqueros que lucharían por él y por sus derechos, sólo había podido pensar en ella. En dos ocasiones había tenido que contenerse para no regresar a la tienda a ver cómo estaba. Y en otras tres ocasiones se había quedado de pie, mirándola, pues Gillian había convencido a Ansel para que le permitiera quedarse fuera de la tienda. Al principio había pensado en obligarla a meterse dentro, por su seguridad, pero luego advirtió que parecía disfrutar del calor del sol y de la suave brisa del día. Ya era casi de noche cuando terminó los preparativos para la batalla del día siguiente y pudo regresar a la tienda.

Había otro guardia en el lugar de Ansel, que le saludó con la cabeza cuando pasó por delante. Brice respiró profundamente y se preparó a entrar. El susurro de advertencia del guardia lo detuvo.

—La dama ha pedido hablar con el padre Henry, milord. Ansel no ha visto razón para negarse —explicó—. Acaba de terminar de confesar a los hombres y ha llegado hace unos minutos —el guardia señaló hacia la tienda para señalar que el sacerdote estaba dentro.

Tras entregarle sus armas y el casco al guardia, Brice se quedó allí de pie, en silencio, intentando escuchar algo de la conversación que estaba teniendo lugar entre su esposa y el sacerdote. En ningún momento creyó que el motivo de la petición fuese una simple confesión de pecados. Y las palabras que logró entender nada tenían que ver con los pecados de su esposa, sino con los suyos propios. Levantó la solapa y entró en la tienda para poner fin a la conversación de inmediato.

—Milord —dijo el padre Henry mientras se levantaba de la banqueta en la que estaba sentado—. Venid con nosotros —el anciano se echó a un lado para permitirle ir con su esposa—. Estábamos hablando de vos.

—¿Hablando de mí, padre? ¿Y qué le habéis contado a mi esposa de mí?

Antes de que el sacerdote pudiera responder, Gillian se puso en pie y habló.

—Milord, he pedido hablar con el buen padre porque apenas recordaba nada de nuestra boda y deseaba confirmar los detalles de nuestro contrato.

Brice advirtió que sólo lo miró un instante antes de mirar por encima de su hombro, y luego a sus manos, pero nunca a sus ojos.

—¿Y ha logrado responder a vuestras preguntas?

—Sí, milord —contestó ella apenas con un hilillo de voz.

—Milord —dijo el padre Henry—. Brice — cambió el tratamiento a uno menos formal—. Lady Gillian no quería ofenderte al preguntarme.

Brice frunció el ceño. Obviamente los dos pensaban que su conversación le enfurecería y temían su reacción. De la dama, teniendo en cuenta su último encuentro, podía entenderlo, pero no le había hecho nada al sacerdote ni a nadie más en su presencia para provocar esa reticencia.

—Y no me ofendo. Aunque creí que querría confesar sus pecados y arrepentirse de ellos — dijo Brice, y tuvo que hacer un esfuerzo por no reírse. Ella ladeó la cabeza ligeramente, pero lo suficiente para ver el brillo de rabia en sus ojos.

—Solía confesarme diariamente, milord. Hasta que nuestro sacerdote se fue y no tuve a nadie que escuchara mis pecados —la voz y el tono fueron suaves, pero sus ojos mostraban cómo se sentía realmente.

En ese momento Brice se dio cuenta de que prefería a aquella esposa furiosa y desafiante antes que a una solemne y asustada. A la luchadora que le había dejado inconsciente y no una que besara el suelo a sus pies.

—¿Habéis comido ya, padre? —le preguntó al sacerdote—. ¿Queréis quedaros con nosotros? —en ese momento entró Ernaut con una fuente de carne, quesos y pan.

El viejo clérigo miró a su esposa y luego a él antes de hablar. Brice sentía su deseo hacia Gillian latente bajo la piel, como desde el primer momento en que la viera. ¿Sería igual de evidente para el padre Henry? ¿Se daría cuenta de que lo único que deseaba era arrancarle la ropa a su mujer y hacerle el amor durante el resto de la noche?

El sacerdote se aclaró la garganta y negó con la cabeza.

—El joven Selwyn se encarga de mi cena, milord. Pero gracias por la oferta —se dirigió hacia la salida, pero se detuvo un instante—. Brice, si quieres, puedo quedarme con lady Gillian durante… —el padre miró a Gillian preocupado antes de continuar—… mañana.

—Valoraría vuestra compañía, padre —respondió la dama en cuestión—. Pero temo que os necesitarán en otros lugares durante la batalla.

Para encargarse de los heridos y moribundos, pensó Brice. Ambos lo miraron y él asintió.

—Estoy seguro de que la dama os ayudará en vuestro trabajo mañana, padre. Parece el tipo de mujer que prefiere trabajar y estar ocupada a esperar.

—Entonces os dejo con mi bendición.

El sacerdote agachó la cabeza y murmuró unas palabras en latín antes de concluir con el signo de la cruz y abandonar la tienda para dejarlos solos. Brice le indicó a Gillian que se sentara y disfrutara de la comida y de la bebida que Ernaut había dispuesto sobre la mesa. Sin dejar de mirarlo, ella se sentó y lo esperó. Brice sirvió un poco de cerveza y le entregó una jarra.

Comieron tranquilamente, pero la tensión entre ellos iba creciendo a cada segundo. Cuando se terminaron la cerveza, Brice llamó a Ernaut para que recogiese la fuente y le ayudase a quitarse la cota de malla.

Cuando el escudero se marchó, Brice se quitó la túnica y las mallas que llevaba bajo la protección metálica y las colgó en una esquina de la tienda para que se secaran antes de volver a necesitarlas para la batalla. Luego se volvió hacia ella e imaginó que se daría la vuelta para no ver cómo se desnudaba. Estuvo a punto de sonreír cuando le mantuvo la mirada por un instante.

Brice se quitó la túnica interior, se desabrochó el taparrabos que llevaba bajo las mallas y se aflojó las ligas de las piernas. Le dio la espalda y comenzó a lavarse al tiempo que sus respiraciones se convertían en el único sonido.

Miró por encima del hombro y vio que Gillian finalmente había apartado la mirada. Terminó de lavarse y se agachó para alcanzar el paño de lino para secarse. Se lo anudó a la cadera y vio el rubor en las mejillas de su esposa a pesar de no estar mirándolo. Cuando se volvió hacia él, Brice vio cómo sus ojos se agrandaban. Y su boca, aquélla con la que había estado soñando todo el día, se abría y se cerraba como si estuviera intentando hablar, a pesar de no emitir sonido alguno. Al mirar hacia abajo vio la evidencia de la reacción de su cuerpo al estar cerca de ella y prácticamente desnudo. Y ella también la vio.

Había vuelto a excitarse pocos minutos después de estar con ella aquella mañana y cada mirada o cada palabra que pronunciaba hacían que su erección permaneciera durante todo el día. En aquel momento, ver aquellos ojos abiertos que lo contemplaban no hizo sino aumentar su deseo y su erección.

E-Pack Placer marzo 2021

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