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Tres

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Gillian buscó en su cara respuestas que no encontró. Estaba furioso, sí, porque se le notaba. Comprendió entonces que había sabido su identidad desde el principio, a pesar de haberle mentido. ¿Cómo?

—¿Quién sois? —preguntó.

Su hermano le había hablado del noble usurpador que quería reclamar sus tierras y a ella misma, pero aquel hombre que tenía delante juraba no ser un noble. Lo había oído maldecir y además los demás lo llamaban por su nombre, Brice, y no con el respeto exigido por un lord.

—Brice Fitzwilliam, recientemente nombrado lord Thaxted y barón de su alteza el duque Guillermo de Normandía y rey de Inglaterra — lo dijo lo suficientemente alto para que todos sus hombres lo oyeran—. Y vuestro marido — añadió con una ligera reverencia.

Los vítores agitaron la noche y la aterrorizaron. Aquél era el hombre que destrozaría su mundo, mataría a su hermano, se quedaría con sus tierras y con su gente, al igual que había hecho el propio duque bastardo en el sur de Inglaterra.

¿Fitzwilliam? Él también era bastardo. Ahora comprendía su rabia, pues sus palabras sobre los nobles eran un insulto a su nuevo honor.

—No sois mi marido —dijo ella, negándose a creer que aquello pudiera ser posible sin su consentimiento.

Él se carcajeó.

—Pero eso puede arreglarse fácilmente, milady —dijo, y señaló a alguien situado al otro lado del claro—. Cuando queráis.

Un anciano que parecía un sacerdote se acercó seguido de un joven que no iba vestido como un miembro del clero, pero que llevaba varios pergaminos. Se detuvieron frente a ella e hicieron una reverencia.

—Lady Gillian —dijo el anciano con sumo respeto—. Soy el padre Henry, recientemente llegado de Taerford —se volvió hacia el normando—. Milord, Selwyn leerá ahora el contrato de matrimonio y la disposición de las propiedades y de los títulos.

Tan sorprendida estaba Gillian por los acontecimientos que no había advertido el momento en que Brice le había soltado la muñeca y le había estrechado la mano. Había pasado de ser prisionera a esposa prometida en pocos segundos y no lograba comprender el cambio. Mientras el joven Selwyn leía los honores y las tierras cedidas a lord Brice Fitzwilliam, que era de Bretaña, no de Normandía, ella intentaba pensar en una manera de salir de aquélla. Una manera de regresar a su casa; a la protección de su hermano; a su vida como la conocía hacía unos meses.

En vez de eso, allí estaba con un completo desconocido, un caballero extranjero ascendido por su rey, un hombre que, si ella lo consentía, controlaría sus tierras, a su gente, su persona y su cuerpo como si fueran suyos. Gillian sabía que tenía que hacer algo, pero, cuando intentó zafarse, él le susurró las palabras que le helarían la sangre y asegurarían su cooperación.

—Esposa honrada o campesina deshonrada. ¿Qué deseas ser esta noche, Gillian?

Selwyn terminó de leer el contrato aprobado por el rey y todos los ojos se posaron en ella, expectantes.

Algo en su interior la instaba a ser valiente y a denunciar al enemigo, a resistirse a sus intentos por tomarla contra su voluntad y a desafiar las intenciones de su hermano. El sacerdote no podría quedarse mirando mientras la obligaban a casarse o mientras sus hombres abusaban de ella.

Otra parte de ella quería mantenerse firme y hacer lo que pudiera, soportar lo que tuviera que soportar para proteger del conquistador a la gente que vivía en sus tierras. La sangre noble que corría por sus venas, aunque teñida por las circunstancias de su nacimiento, se remontaba generaciones atrás a través de su padre y reforzó su voluntad de no quedarse parada mientras su gente sufría. Si el matrimonio con aquel guerrero llevaba la paz a su tierra, entonces lo soportaría.

—¿Consientes este matrimonio? —preguntó el bretón una vez más, en esa ocasión con aquella voz tan tentadora que hasta la propia Eva habría vuelto a ser expulsada del paraíso para decirle que sí.

Aunque deseaba que, sólo por una vez, pudiera ser considerada sólo por su propia valía y no como una mercancía valiosa, Gillian comprendía la verdad de su situación y la responsabilidad que recaía sobre sus hombros. Tal vez en otra ocasión pudiera hacer algo sólo porque lo deseara, o podría negarse a algo, pero aquélla no era esa otra ocasión y no tenía el lujo de poder decidir.

Y así, manchada con el polvo del camino, cubierta con una capa de sirvienta y de pie frente a cientos de hombres que no conocía, Gillian renunció a su voluntad y consintió aquel matrimonio. Lo peor fue que, mientras él le juraba protección con aquella voz tan sensual, Gillian sintió el calor en cada parte de su cuerpo e imágenes pecaminosas inundaron su mente.

Cuando concluyó el discurso y se inclinó hacia ella para sellar el trato con un beso, Gillian supo exactamente cómo se había sentido Eva aquel día enfrentada al pecado.

Sofocó su suspiro con los labios. Gillian estaba allí, perdida en sus pensamientos, mientras decían sus votos, pero Brice quería que comprendiera a lo que había accedido. La facilidad con la que se había lanzado sobre él en la tienda le había puesto furioso, pero saboreó su inocencia y su miedo mientras besaba sus labios. Se acercó más y le pasó el brazo por los hombros, tanto para abrazarla como para evitar que se cayese.

Ella no se resistió, pero tampoco participó en el beso, y Brice sintió cierto grado de decepción al comprobar que la actitud que había mostrado antes se había esfumado. Deseaba saborear su fuego y su fuerza, pero sólo sintió su miedo. Su cuerpo temblaba entre sus brazos, así que la besó rápidamente y apartó la cabeza.

Sus ojos turquesa se quedaron mirándolo mientras él observaba su curiosidad, su miedo y su sorpresa en su mirada. Ella levantó la mano y se acarició la boca como si nunca la hubieran besado. A pesar de su inocencia o su falta de participación, su cuerpo había respondido al sabor de sus labios y a la promesa de tenerla en su cama. Deslizaría las manos bajo su vestido y acariciaría cada parte de su cuerpo antes de que la luz del sol iluminase el campamento una vez más.

Lo comprendiese o no, su cuerpo sí lo hacía, pues se estremeció cuando Brice la miró a los ojos, y sólo deseó verla desnuda y retorciéndose bajo sus caricias. Calentaría su cama aquella noche y todas las demás, y Brice le proporcionaría tal placer que jamás se arrepentiría de haber accedido a casarse. Apartó la mirada de la de ella y la examinó de la cabeza a los pies.

Sus caderas anchas prometían hijos saludables y, cuando expulsaran a su hermano de sus tierras y asegurase la zona para Guillermo, pensaba engendrar muchos con ella. Todos llevarían su apellido, al contrario que su propio padre, pues Brice se había casado con la mujer que le daría hijos. Ahora que era de su posesión, todo lo que había deseado, todo aquello por lo que había luchado por fin estaba a su alcance.

Le tomó la mano y la giró hacia sus hombres.

—Lady Gillian de Thaxted —dijo en voz alta—. ¡Mi esposa! —los aplausos y vítores fueron en aumento hasta convertirse en una sola voz que recorría el campamento. Señaló a Stephen, que se acercó y le hizo una reverencia a Gillian—. Llévate a la dama a mi tienda y protégela hasta que llegue —ordenó.

Brice estaba seguro de que las palabras que había dicho su esposa, las promesas que había hecho, desaparecerían tan pronto como se diera cuenta de lo que había hecho. Por tanto cualquier consumación le haría comprender que ahora era suya y evitaría cualquier intento de anulación de los votos. Hasta que eso sucediera y su matrimonio fuese reconocido por todas las partes, la protegería como al tesoro que era.

Stephen se aproximó y Brice sintió cómo Gillian se tensaba. El soldado le ofreció el brazo para acompañarla.

—¿Milady?

Brice contuvo la respiración y esperó a que ella se apartara, pero Gillian le puso la mano a Stephen en el brazo y caminó junto a él en dirección a la tienda. Brice tenía que encargarse de varios asuntos antes de poder retirarse y, si pareció tener prisa, sus hombres no lo mencionaron.

Una o dos horas más tarde, tras enviar mensajes y colocar a más guardias alrededor del campamento, Brice estaba de pie frente a su tienda preguntándose qué mujer encontraría allí; la esposa honrada o la campesina huidiza. Estiró la mano, levantó la solapa de la tienda y entró.

Aunque Gillian lo oyó acercarse y entrar en la tienda, no levantó la cabeza para mirarlo.

Aún insegura con respecto a su situación y al hombre en cuestión. Había estado sopesando sus opciones durante las últimas dos horas. Y eso después de pasar un rato sorprendida por las circunstancias. En vez de acostumbrarse a los cambios siempre presentes en su vida, empezaba a cansarse de ellos.

Su plan de escapar al control de su hermanastro y de evitar aquel matrimonio había fracasado. Había sido descabellado desde el principio, pero al menos era un plan mejor que los primeros tres intentos. Tanto las amenazas de su hermano de repetir los castigos que ya le había infligido como su necesidad de huir la habían conducido a aquello.

Ya no se atrevía a pedirle ayuda a Oremund. No podría llegar al convento. Con un suspiro asumió que se había quedado sin opciones.

—¿Milady? —dijo él con una voz profunda que la sacó de su ensimismamiento y la obligó a levantar la mirada.

Se había quitado la cota de malla y demás accesorios de pelea y se presentaba ante ella sólo como un hombre. Aun así parecía más peligroso que antes.

Era alto, lo suficientemente alto como para tener que agacharse para entrar en la tienda y no golpearse la cabeza con el techo. Era grande, de hombros anchos que hablaban de años de entrenamiento. Y estaba… esperando. Gillian tragó saliva al darse cuenta de que estaba viendo cómo lo observaba y lo permitía. Gillian agachó la mirada y esperó en silencio.

—¿Os han traído agua fresca y se han encargado de que estéis cómoda? —preguntó suavemente. Sin ni siquiera levantar la cabeza, Gillian advirtió cómo se acercaba a ella—. ¿Necesitáis algo de beber o de comer?

Sabiendo que se le acababa el tiempo antes de tener que consumar su matrimonio, Gillian decidió intentar por última vez disuadirlo de su propósito.

—Milord —dijo con voz tranquila mientras se ponía en pie—, no necesito nada vuestro salvo la garantía de dejarme ir al convento.

La tensión entre ellos aumentó mientras esperaba su respuesta. Cuando sólo obtuvo silencio por respuesta, levantó la cabeza y lo miró directamente. Sus ojos marrones se oscurecieron más aún mientras la intensidad y el calor de su mirada inundaban su cuerpo.

—Habéis pedido una de las dos cosas que no puedo daros, milady, aunque lo deseara.

¿Lo había hecho a propósito? Había pronunciado sus palabras de manera que tuviera que preguntarle por la otra cosa. ¿Acaso sabía de su incesante curiosidad, algo que su hermano y su padre habían considerado siempre como un defecto en su carácter? El corazón comenzó a latirle con fuerza en el pecho cuando se acercó y le tomó la mano. Por mucho que lo intentó, Gillian no pudo evitar que las palabras se le escaparan de la boca.

—¿Cuál es la otra? —preguntó. Contuvo la respiración mientras él se llevaba su mano a los labios y le daba un beso en la muñeca.

—No podría dejaros recibir a la mañana siendo aún doncella —contestó.

Gillian negó con la cabeza y apartó la mano de él. O al menos lo intentó, pues la tenía agarrada con fuerza y no le permitió soltarse.

—Milord…

—Milady —replicó él.

—Os lo ruego… —se quedó sin voz al sentir cómo deslizaba la manga del vestido hacia abajo y la seguía con la boca para cubrirle la piel de besos. Gillian sintió las llamas en su interior y no logró encontrar los argumentos que momentos antes le parecían tan coherentes. Su cuerpo temblaba, y alzó la otra mano para intentar soltarse.

—No, milady —susurró él contra su piel, sin ni siquiera pararse mientras le atrapaba la otra mano y la colocaba sobre su pecho—. No podría permitirlo.

Con las manos atrapadas, Gillian se vio obligada a inclinarse hacia él. Buscó en su cara cualquier señal de rendición, pero no la encontró. Y, cuando Brice se volvió para mirarla y ella reconoció aquel brillo de deseo en sus ojos, supo que no tenía oportunidad de escapar a sus intenciones. Incluso cuando le soltó las manos, fue sólo por un momento, sólo para quitarle el velo. Se deshizo de la prenda de lino y la abrazó. Cuando la besó, Gillian perdió el sentido por completo y cualquier intento de centrarse en su plan, en un plan, en cualquier plan, fracasó al tiempo que su cuerpo se rendía bajo su hechizo.

Aquel beso comenzó como había comenzado el primero, pero luego cambió rápidamente y se convirtió en algo más exigente, más seductor y salvaje. Gillian sintió sus manos deslizándose por sus hombros y luego en su pelo; fue entonces cuando se entregó por completo al beso. Abrió la boca y permitió que le acariciara los labios con la lengua, lo que le produjo escalofríos por todo el cuerpo. La idea de que nunca la habían besado así se abrió paso en su mente por un instante.

Cuando Brice le soltó el pelo y deslizó una mano lentamente por su cuerpo, tocándola y acariciándole el cuello, y luego los pechos hasta detenerse sobre su vientre, Gillian se apartó de sus besos e intentó respirar. Un beso era una cosa, pero tocarla de esa manera tan íntima era…

Pecaminoso.

Prohibido.

Escandaloso.

No la obligó a aceptar sus caricias, pero tampoco apartó la mano de aquel lugar tan cercano a la unión de sus muslos. Un lugar en el que no había pensado mucho antes, pero que ahora ardía por algo desconocido. Y aquel ardor se extendió al ver el deseo en su mirada.

—Esto está mal, milord —susurró—. ¿No sabemos nada el uno del otro y aun así os acostaríais conmigo ahora?

—El rey me ha concedido estas tierras, este título y a vos, milady. A pesar de vuestros esfuerzos y los de vuestro hermano…

—Hermanastro —lo interrumpió ella.

—Eso no nos importa al rey ni a mí —contestó él y luego negó con la cabeza—. A pesar de los esfuerzos por mantenerme alejado de dichas tierras y de dicha esposa, os he encontrado y no me arriesgaré a más retrasos y a más desapariciones. No necesito saber nada más que el hecho de que ahora sois legalmente mi esposa… —antes de que Gillian pudiera pensar en algo que decir, Brice se agachó y la besó de nuevo antes de seguir hablando—… y pronto dejaréis de ser doncella.

Algo estalló por fin en su interior, ya fuera idiotez o valentía, y se apartó una vez más.

—Y, si morís en la inminente batalla, no sabré nada de vos salvo vuestro nombre. ¿Eso no os preocupa? —a juzgar por la mirada de seguridad en sus ojos, supo cuál sería la respuesta.

—No perderé en la batalla, milady. Si alguien muere, será vuestro hermano.

Sus palabras la asustaron, pues realmente no había pensado suficiente en todo el proceso. Oh, sí, sabía que habría una pelea por recuperar el control de Thaxted y algunos acabarían heridos. Incluso sabía de algunos nombres que le gustaría ver en una lista o en otra, pero también habría otros; gente inocente en aquel juego entre reyes y nobles. Los inocentes siempre acababan por pagar el precio.

—Perdonadme por esas palabras —dijo agarrándola por los hombros—. La guerra no es fácil para los que luchan y os pido perdón por hablar de la muerte de vuestro hermano.

Había vuelto a sorprenderla, lo sabía, pues sus ojos turquesa se abrieron más aún, al igual que su boca. No era tonto cuando se trataba de seducir a mujeres y aun así todas sus habilidades parecían haberlo abandonado cuando más las necesitaba. Debía poseerla esa misma noche. Debía convertirla en su esposa en todos los sentidos para que, ocurriera lo que ocurriera durante las batallas, contara con la protección de sus amigos e incluso del rey. Brice comenzó de nuevo a seducirla para llevarla a la cama.

—Tendremos muchos días para conocernos mejor. Vamos a dar el primer paso —le susurró mientras le apartaba el pelo de los hombros.

Ella se estremeció bajo sus caricias, lo supiera o no, mientras su cuerpo se preparaba. Brice se inclinó y la besó sin esperar sus preguntas y protestas. Al principio permaneció quieta, pero cuando la tentó con la lengua y comenzó a tocarla, Gillian cerró los ojos y aceptó aquella invasión íntima una vez más. Fue suavizándola con más besos hasta oír su respiración entrecortada. Pero fue aquel suspiro de placer el que estuvo a punto de hacerle perder el control.

Aunque era él quien llevaba la iniciativa en aquel encuentro, su cuerpo reaccionó a los sonidos de su excitación inocente y cada suspiro enviaba más sangre a su entrepierna, hasta hacerle sentir que iba a explotar.

Deslizó un brazo por sus hombros y luego la levantó, y la besó mientras la llevaba a su catre y se arrodillaba para depositarla encima. Aunque limpio, sabía que le faltaba el nivel de comodidad y lujo al que ella estaría acostumbrada. De pronto se vio abrumado por la idea de poseerla en un catre en una tienda de campaña en mitad de un campamento de armas.

Una dama merecía algo mejor que ser poseída así. Una dama debería ser cortejada y renunciar a su virginidad por propia voluntad. Una dama debería ser honrada y amada con intimidad y comodidades.

Permitiéndose sólo un instante de arrepentimiento por las circunstancias, Brice tumbó a Gillian en el catre y se recostó a su lado, con el brazo aún alrededor de sus hombros. Cuando se vio obligado a renunciar a su boca, le besó la mandíbula y llegó hasta el lóbulo de la oreja. Complacido al notar cómo su cuerpo temblaba, deslizó un dedo por sus labios y fue bajando por el cuello hasta llegar al escote. Gillian emitió un grito ahogado cuando le desató los nudos del vestido y le agarró la mano para que se detuviera.

—Puede que entre alguien —susurró.

Aunque Brice sabía que nadie se atrevería a interrumpirlos, intentó disipar su miedo.

—A no ser que la tienda se incendie, no entrará nadie.

Brice se inclinó una vez más y le besó el cuello mientras seguía desabrochándole el vestido. Acarició sus pechos con los dedos al deslizar la mano por debajo del vestido. Gillian se arqueó cuando le tocó los pezones y tomó aliento mientras seguía acariciándola ahí. Sintió su propio deseo, dispuesto a poner fin al acto a pesar de sus esfuerzos por ir despacio y garantizarle placer a ella.

La miró a la cara y vio que tenía los ojos cerrados con fuerza. Sólo su boca daba muestras de que sus intentos por tranquilizarla estaban surtiendo efecto. Mientras la observaba, Gillian se mordió el labio inferior y luego se lo humedeció con la lengua. Cada movimiento y sonido que hacía le producía escalofríos por el cuerpo y hacía que la sangre le ardiese en las venas. Aunque deseaba arrancarle la ropa y poseerla, se conformó con algo más sutil.

Sin dejar de mirarla a la cara, deslizó la mano hacia abajo y empleó el reverso para acariciarle los pechos, el vientre y luego los muslos. Ella se retorció en sus brazos; su cuerpo inocente respondía a sus caricias a pesar de que probablemente no lo comprendiese. Luego, cuando deslizó la mano entre sus piernas y tocó el lugar que ansiaba ver, ella gritó e intentó incorporarse.

—No, cariño —susurró él—. Dejad que os muestre el placer que puede haber entre un hombre y una mujer. Entre un marido y una esposa —su piel mientras la acariciaba era suave y brillante; y sus piernas, expuestas ya a sus ojos, eran largas y curvilíneas. Estuvo a punto de soltar el vestido cuando ella le agarró la muñeca con fuerza.

—Pueden oírnos, milord. Pueden oír cualquier sonido que hagamos.

Ésa era una de las razones por las que nunca se acostaba con vírgenes; su timidez interfería con el nivel de placer que podían alcanzar. Y un bastardo como él nunca era lo suficientemente bueno como para tener acceso a una virgen, sobre todo una de buena familia como lo era su esposa.

—Os aseguro que tienen órdenes de no molestarnos. E ignorarán cualquier sonido que hagamos, si acaso lo oyen entre todos los sonidos del campamento. No os preocupéis por eso.

Brice colocó la mano sobre la piel desnuda de su muslo y comenzó a acariciar el vello aún oculto bajo el vestido, pero ella dio un respingo y consiguió apartarse de él.

—¿Habéis oído eso? —susurró—. Hay alguien ahí fuera.

Brice escuchó, pero no oyó nada. Si aquello iba a hacer que se tranquilizase, se aseguraría de que los soldados siguieran sus órdenes. Dudaba que alguno se hubiese acercado a la tienda, aun así se puso en pie y se subió los pantalones para ocultar su erección. Se acercó a la entrada, levantó la solapa y se asomó al exterior.

Los guardias estaban en sus posiciones, a varios metros de distancia. No detectó ningún movimiento ni sonido adyacente a la tienda. Cuando se dio la vuelta para decírselo, esperaba que aquello le diese la tranquilidad necesaria para entregarse a él.

No vio acercarse el arma hasta que le golpeó en la cabeza. Pero ya era demasiado tarde.

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