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2.5. RASGOS PRINCIPALES DEL FUNDAMENTALISMO

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Veamos a modo de conclusión, después de las anteriores pinceladas históricas sobre los fundamentalismos en el siglo XX, especialmente en sus últimas décadas, aquellas en las que vamos a asistir también al nacimiento de la Nueva Era, algunas de las principales características de esa tendencia religiosa a dirigir la mirada hacia el pasado (Mardones, 1999; Tamayo 2005):

Literalismo e inerrancia de los textos sagrados, considerados revelados, así como, en algunos casos, apelación a una tradición pura y originaria. Las escrituras fundantes se consideran directamente reveladas por Dios, dictadas literalmente, de modo que son infalibles, en ellas no cabe el error, hay una única interpretación, la literal, procedente de una lectura directa. Se llega al extremo de considerar que la autoridad del Texto (Biblia, Corán, Vedas) es definitiva y completa, incluyendo lo que respecta a cuestiones científicas. Este rasgo, quizás el más destacado, es lo que Tamayo caracteriza como «negativa a recurrir a la mediación hermenéutica» (Tamayo, 2005:87).

El lenguaje simbólico, metafórico e imaginativo es suplantado por el lenguaje realista. Niegan la polisemia de los símbolos religiosos, produciendo un empobrecimiento semántico del rico mundo simbólico (Tamayo, 2005:90). Los fundamentalismos se oponen al ecumenismo y se muestran intolerantes con otras concepciones y experiencias que no coincidan con la suya.

Suele ser una ideología religiosa que conlleva un proyecto socio-político, intentando dotar de relevancia pública a la religión (rejudeizar, recristianizar, reislamizar o rehinduizar la sociedad) –Mardones, 1999:40–. Es más, «la actitud fundamentalista se caracteriza por imponer sus creencias, incluso por la fuerza, a toda la comunidad humana en la que está implantada la religión profesada, sin distinguir entre creyentes y no creyentes. De ahí la confusión entre lo público y lo privado y la ausencia de distinción entre comunidad política y comunidad religiosa, entre ética pública y ética privada. La ética religiosa se impone a toda la comunidad como ética pública» (Tamayo, 2005:91). El fundamentalismo religioso ha desembocado con frecuencia en choques, enfrentamientos y guerras de religiones. No pocos textos fundantes del judaísmo, el cristianismo y el islam presentan a un Dios violento y sanguinario, a quien se apela para vengarse de los enemigos, declararles la guerra y decretar castigos eternos contra ellos. Es lo que René Girard ha llamado la sacralización de la violencia o violencia de lo sagrado. El Antiguo Testamento, asegura N. Lohfink, «es uno de los libros más llenos de sangre de la literatura mundial». Hasta mil son los textos que se refieren a la ira de Yahvé que se enciende, juzga como un fuego destructor, amenaza con la aniquilación y castiga con la muerte. El Alla de Muhammad, como el Yahvé de los profetas, se muestra implacable con los que no creen en él (ibid.).

El fundamentalismo adopta una actitud hostil frente a los fenómenos socio-culturales de la modernidad que, a su juicio, socavan los fundamentos del sistema de creencias: la secularización, la teoría evolucionista, el progresismo, el diálogo con la cultura moderna y postmoderna, las opciones políticas revolucionarias de las personas y de los grupos creyentes, la emancipación de la mujer, los descubrimientos científicos, los avances en la genética, los movimientos sociales, los métodos histórico-críticos. Todos ellos son considerados enemigos de la religión y en esa medida son combatidos frontalmente (Tamayo, 2005:94). Los fundamentalismos tienen vocación de reconquista y de restauración. Se oponen al pluralismo. Generan actitudes excluyentes y xenófobas. Suelen tener tendencias claramente sexistas y machistas, que vienen a reforzar la organización patriarcal de la sociedad y de las instituciones religiosas (Tamayo, 2005:95). Ahora bien, el rechazo es a la modernidad ilustrada y relativizadora que somete la religión a sospecha crítica, pero no a la modernidad tecno-económica, ampliamente instrumentalizada, como en las multinacionales del espíritu y la Iglesia electrónica (Mardones, 1999:40).

Una característica que define al fundamentalismo, sobre todo al pentecostal de Estados Unidos y de América Latina, es el milenarismo de carácter apocalíptico con tonos beligerantes y en sus aspectos más destructivos. Se distinguen dos esferas perfectamente localizadas: la de los hijos de la luz y la de los hijos de las tinieblas, la del bien y la del mal, ambas enfrentadas y en lucha. La realidad es interpretada de forma catastrofista. Esto suele ir unido a la consideración de la comunidad como lugar de la verdad y de una vida de fe correcta. Lo veremos reaparecer en la crítica de los evangélicos a la Nueva Era.

La absolutización no dialéctica de la tradición desemboca en tradicionalismo. Los fundamentalistas viven una existencia descontextualizada. Garaudy hablaba (refiriéndose al islam) de «un culto idolátrico a la tradición, situada a veces por encima de la revelación coránica» (Tamayo, 2005:97).

Dejemos aquí la caracterización de los fundamentalismos, integrismos y tradicionalismos religiosos, pues la función de este capítulo no era sino mostrar cómo durante el último cuarto del siglo XX el retorno de lo sagrado muestra dos rostros, cual Jano bifronte. El uno, diríase regido por el arquetipo planetario Saturno, mira el pasado con nostalgia y el presente con pesimismo e ira castradora. Rígido e intransigente se halla presto a combatir a los hijos de la modernidad ilustrada. El otro, acaso inspirado por el arquetipo planetario Urano, quiere traer el fuego del futuro al presente y no duda para ello en adoptar una actitud revolucionaria en la que la libertad, la libre interpretación y la libre experimentación constituyen ya valores irrenunciables. Esto no debe llevarnos a suponer que todos los miembros de las religiones mayoritarias de las que hemos analizado sus tendencias más severas compartan tales actitudes e ideas. El análisis y el juicio acerca de toda una religión, aunque sea en un período determinado como estas tres décadas aproximadamente, en las que aquí estamos centrándonos, son harto complejos y cualquier generalización es falseadora y desafortunada, por más que puedan indicarse las principales líneas de tensión y, en algunos casos, mostrar las corrientes dominantes, debido al poder religioso y/o político, cultural a veces, que detentan. Vayamos, pues, ya al análisis del fenómeno Nueva Era.

5. El 20 de septiembre de 1974 podía leerse en los titulares de The New York Times: «Last Hope for Mankind: The Messiah. Wake up America, Now is the Time. Reverend Sun Myug Moon at Madison Square Garden». Para su principales conceptos, véase Young Whi Kim (1974).

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