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3.1. ALGUNAS DIFICULTADES EN EL ESTUDIO DE LA NUEVA ERA

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El tema que abordamos resulta especialmente espinoso y delicado, pues –como ha señalado bien F. Díez de Velasco refiriéndose en general a las nuevas religiones– se presta a muchas distorsiones y análisis simplistas o sesgados que muchas veces tienden a desacreditar o incluso demonizar a estas «nuevas religiones» (Díez de Velasco, 2000:12-13). Por otra parte es un tema todavía poco estudiado desde una perspectiva académica y rigurosa. P. Heelas ha señalado dos deficiencias importantes en los estudios sobre la Nueva Era: por una parte faltaría una observación participante detallada de la riqueza de cursos, seminarios, prácticas, creencias y valores, generalmente ignorados por los académicos; por otra parte, es un campo que permanece sub-teorizado, sobre todo poniéndolo en relación con la polémica entre la modernidad y la postmodernidad (Heelas, 1996).

Si analizamos los tipos de textos que circulan sobre los nuevos movimientos religiosos y en especial sobre la Nueva Era, podríamos decir que pertenecen a alguno de estos cuatro grupos principales: 1) Textos periodísticos, sensacionalistas y superficiales, que no hacen más que transmitir clichés y este reotipos generalmente procedentes de prejuicios poco reflexivos; 2) Textos escritos desde una actitud escéptica que suelen ser irónicos e hipercríticos, la mayoría de las veces ridiculiza-dores y poco objetivos e incluso con escasa información fidedigna; 3) Textos escritos desde una confesión religiosa ajena a lo analizado; muy frecuentemente desde el cristianismo, criticando los grupos orientales o Nueva Era por considerar que atentan contra algunas creencias cristianas consideradas fundamentales, y 4) Textos escritos desde una perspectiva Nueva Era (Hanegraaff, 1998; Heelas, 1996).

Ante el predominio de tales textos resulta de especial relevancia el intento de estudiar seriamente tales movimientos ofreciendo un «marco neutral de análisis que tome conciencia de la distorsión que los modos religiocéntricos de pensar generan en la percepción social del tema» (Díez de Velasco, 2000:13). Neutralidad como ideal reconocido en los Religious Studies, tal como Ninian Smart se esforzó en mostrar y es norma actualmente. Así, P. Heelas recuerda que «el estudio académico de la religión debe permanecer neutral respecto a la cuestión de la verdad última» de los temas estudiados (Heelas, 1996:5-6). Con total claridad lo ha presentado W. Hanegraaff al proponer una metodología empírica que se caracteriza por un “agnosticismo metodológico” que se desmarque tanto del enfoque positivista-reduccionista que parte del carácter ilusorio de toda creencia religiosa, como del enfoque religionista que presupone a priori la verdad y la validez de la religión. Más bien debe partirse de la imposibilidad de contestar científicamente la pregunta acerca de la verdad religiosa o metafísica. Por ello se considerará fundamental tratar por todos los medios de hacer justicia a la integridad de la cosmovisión de los creyentes (en una determinada “religión”). En ese sentido será crucial la distinción entre el punto de vista del creyente (emic) y el punto de vista del discurso académico sobre el fenómeno religioso (etic), tomando prestadas estas útiles categorías antropológicas.

En este estudio tomaré como hilo conductor la reflexión sobre la “espiritualidad Nueva Era,” mostrando que, en principio, se sitúa en las antípodas de la tendencia fundamentalista y que ambos polos se desarrollan de manera paralela en el tiempo, encontrando algunas de sus fundamentaciones teóricas durante la primera mitad del siglo XX y logrando su auge social en la segunda mitad del siglo, especialmente gestándose en los años sesenta y alcanzando su culminación entre los años setenta y noventa del siglo XX.

Efectivamente, después de declarada la muerte de Dios y de acentuarse el proceso de modernización secularizadora y desacralizadora, retiradas las religiones cada vez más a la esfera de lo privado y perdiendo su hegemonía cultural, por tantos siglos incuestionada, desde finales de los años sesenta asistimos a un nuevo impulso religioso o espiritual, a un retorno de lo sagrado, a una revancha de Dios, a una resacralización del mundo. Ahora bien, esto puede producirse al modo tradi-cionalista, fundamentalista, integrista, como intento de rejudaización, recristianización y reislamización de la cultura, la sociedad y la política –por limitarnos al horizonte abrahámico, pues sabemos que en la India y Japón hemos asistido a movimientos similares con el hinduismo y el shintoismo–, como un retorno a los textos revelados en el origen de las religiones correspondientes y al valor de las tradiciones e instituciones históricamente consagradas o, por el contrario, al modo Nueva Era, llevando a cabo una crítica radical del pasado, sobre todo con vientos que impulsan a la des-tradicionalización y des-institucionalización de la religiosidad/espiritualidad, una crítica del carácter autoritario y dogmático de las jerarquías que han detentado el poder espiritual y temporal en las diversas tradiciones y remitiendo ya sea a nuevas revelaciones espirituales (véase el importante tema de las “canalizaciones” en los orígenes y desarrollo de la Nueva Era) ya sea directamente a la propia autoridad personal, característica de la “espiritualidad del yo” o “espiritualidad interior”. Por decir esto último con palabras de Heelas: «Esencialmente, por tanto, se trata de un yo que se valora a sí mismo. Al valorar su propia identidad, su propia libertad, su propia libertad de expresión, su propia autoridad, poder y creatividad, su propio derecho a decidir cómo vivir la vida buena, es fácil ver como consecuencia que este yo es crítico de todo aquello cargado de tradición» (Heelas, 1996:160)

Ahora bien, el propio Heelas sabe ver que tales características constituyen condiciones necesarias, pero no suficientes, de la sensibilidad Nueva Era, pues todo ello puede vivirse desde un enfoque puramente “humanista-expresivista” ajeno a cualquier espiritualidad. Lo anterior forma parte de lo que T. Parsons denominó “revolución expresivista” –refiriéndose al giro cultural que se produjo en los años sesenta y setenta–. También Ch. Taylor ha hablado del «giro subjetivo masivo de la cultura moderna». En cualquier caso, la tesis de Heelas es que «la Nueva Era atrae a yoes relativamente destradicionalizados, que buscan una auto-cultura autónoma, que aspiran a fundamentar su identidad en el interior, que quieren ejercer su independencia, su autoridad, su elección, su expresividad» (Heelas, 1966:163).

Efectivamente, todo el esfuerzo de Heelas es el de contextualizar la Nueva Era, poniendo de manifiesto que es una espiritualidad de la modernidad, que constituye, en realidad, una radicalización de los valores típicamente modernos y que no puede entenderse sino como continuación del movimiento romántico contra-ilustrado (pues ni que decir tiene que la modernidad es una realidad compleja en la que intervienen distintos modos de auto-comprensión y que resulta simplista reducirla a alguna de sus modalidades).

Esta consideración de la Nueva Era como “movimiento romántico” (entendiendo el romanticismo como una tendencia universal de la mente humana) la encontramos también en Hans Sebald. Pero veamos hasta qué punto y en qué sentido la Nueva Era es moderna, tal como la interpreta Heelas:

«La Nueva Era es una espiritualidad “de” la modernidad en el sentido de que ofrece una versión sacralizada de valores ampliamente compartidos (libertad, autenticidad, auto-responsabilidad, auto-confianza, igualdad, dignidad, expresividad creativa y, sobre todo, el yo como valor en sí mismo y por sí mismo) y presupuestos relacionados con todo ello (sobre la bondad intrínseca de la naturaleza humana, la idea de que es posible cambiar para mejor, la persona como locus primario de autoridad, la desconfianza hacia las tradiciones y la importancia de liberarse de las restricciones impuestas por el pasado, etc.). La Nueva Era pertenece a la modernidad en su tendencia progresista (mira hacia el futuro) y constructivista (más que pensar que las cosas tienen que repetirse continuamente, se piensa que tienen que cambiarse). La Nueva Era pertenece también a la Modernidad por su fe en la eficacia de prácticas específicas» (Heelas, 1996:169).

Esta pertenencia de la Nueva Era a la modernidad puede parecer algo obvio, sin embargo conviene insistir en ello para su mejor comprensión, pues a veces, desde dentro del propio movimiento sobre todo, suele pasarse por alto el factor continuidad y creerse que se fundamenta en revelaciones totalmente novedosas y sin relación con el pasado. También F. Díez de Velasco considera las Nuevas Religiones como productos de la modernidad, de las sociedades industriales y postindustriales, del mismo modo que las sociedades preagrícolas y luego las agrícolas vieron nacer religiones que correspondían a un determinado marco general de producción. Efectivamente, las nuevas religiones se inscriben en el marco industrial y postindustrial, surgiendo de la disolución de la sociedad tradicional y del impacto de los presupuestos ideológicos de la modernidad y más recientemente de la globalización. De ahí también su fuerte carácter individualista y su organización poco compleja, o incluso su tendencia cada vez mayor al funcionamiento en redes.

Especial mención merecen los matices de Hanegraaff, quien ve en la Nueva Era el impacto de la modernidad, ciertamente, pero explicitando y tematizando su relación con el esoterismo. De tal modo que la mediación crucial pasa a ser el proceso de reinterpretación creativa del esoterismo tradicional, en su transformación en esoterismo secularizado. Coincidimos con él cuando afirma que los procesos de “secularización del esoterismo” deberían pasar a ser una prioridad del estudio académico del esoterismo y de los Nuevos Movimientos Religiosos. Eso le lleva a distinguir entre un esoterismo conservador y tradicionalista (tendencia que hallamos en cualquier religión) y un esoterismo secularizado que hace coincidir con la noción de “ocultismo”.

En este aspecto de su estudio, Hanegraaff recurre especialmente a las obras de Antoine Faivre6 para seguir la pista a las transformaciones del esoterismo tradicional, desde su síntesis renacentista de neoplatonismo, hermetismo y kábala (más las ciencias esotéricas tradicionales, sobre todo magia, alquimia y astrología) hasta su secularización moderna bajo la denominación de ocultismo: «El ocultismo puede definirse como una categoría en el estudio de las religiones, que comprende todos los intentos llevados a cabo por esoteristas para habérselas con un mundo desencantado o, alternativamente, por personas en general para dar sentido al esoterismo desde la perspectiva de un mundo secular desencantado» (Hanegraaff, 1998:422).

Así pues, los orígenes del ocultismo habría que buscarlos en E. Swedenborg (1688-1772), en F.A. Mesmer (1734-1815) y en el espiritismo moderno. Y su verdadera constitución en la síntesis teosófica llevada a cabo por H.P. Blavatsky (1831-1891). En este campo, Hanegraaff sigue a J. Godwin (1994) e insiste en el carácter fundamentalmente occidental de la nueva teosofía,7 algo que va contra la opinión generalizada, que suele ver en la teosofía un esoterismo de corte oriental (hindú-budista sobre todo), frente a los esoterismos más claramente occidentales (en especial cristianos, pero también judío-cabalísticos), como el caso de las diversas escuelas rosacruces y de la antroposofía de Rudolf Steiner. Habría que ver hasta qué punto estas diferenciaciones siguen teniendo sentido, justamente a partir de estas nuevas revelaciones de las que quizás hay que destacar no tanto su carácter externamente sincretista, como su espíritu genuinamente sintético, partiendo de principios esotéricos centrales. Veremos que esto sí se manifiesta así en las presentaciones posteosóficas: pienso fundamentalmente en el propio R. Steiner y en la obra de A. Bailey, a mi entender fundamento principal de la tematización esotérica de la Nueva Era. Dos autores que Hanegraaff sólo cita de pasada, aunque no deja de reconocer que constituyen las bases de la «Nueva Era sensu stricto». En este estudio tendremos que detenernos en ellos mucho más de lo que Hanegraaff ha realizado, no sin razón, dado que él se centra sobre todo en las dos décadas que van de 1975 a 1995. A partir de la segunda mitad del siglo XX y a través de la popularización de la espiritualidad Nueva Era, asistiremos a un estallido polimorfo de enseñanzas, mensajes y autores que se sitúan en la estela de la llamada Nueva Era. Ofreceremos algunas indicaciones sobre ello, a partir del fenómeno de las “canalizaciones,” aspecto destacado de la new age.

Veamos algo más despacio algunas de las raíces, de los precursores remotos, de los pioneros inmediatamente anteriores, de los fundadores principales y de sus representantes más influyentes.

La llamada (de la) Nueva Era

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