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PRÓLOGO:
FRAGMENTOS
DE UNA MEMORIA VIVA

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No es mi propósito escribir una autobiografía. Tampoco exponer en detalle las enseñanzas de aquellos que más han influido en la formación de mi filosofía de la vida y mi camino humano. Se trata, más bien, de una serie de “reconocimientos” y de “agradecimientos” en memoria de aquellas personas y aquellas enseñanzas que me han marcado en mi búsqueda de lo esencial. Son, pues, fragmentos, tanto en el tiempo como en lo que respecta a las dimensiones de mi experiencia tenidas en cuenta aquí. Ni los comienzos de mi vida ni los últimos quince años, aproximadamente, están incluidos. Eso hará que en los capítulos siguientes se recojan autores e ideas ausentes en el prólogo, en algunos casos porque su aparición es reciente, en otros porque lo ha sido mi descubrimiento.

La narración de este prólogo cobra sentido, pues, como clarificación de los capítulos que constituyen este libro: La llamada (de la) Nueva Era: hacia una espiritualidad místico-esotérica. Dejo fuera, por tanto, aquellas influencias más estrictamente filosófico-occidentales que, sin embargo, tienen que contarse entre mis formadores y maestros del pensar. Al igual que haré más tarde, conviene distinguir entre las enseñanzas aprendidas a través de libros y las enseñanzas transmitidas por un profesor, un instructor o un maestro. En el primer caso tendría que decir: Platón, Descartes, Kant, Hegel, Husserl, Heidegger, Zubiri. No se trata de multiplicar innecesariamente los nombres, sino de evocar aquellos que más han influido en la formación de mi pensar. Entre los profesores de filosofía no me atrevería a mencionar a ninguno que haya cumplido la función de maestro en sentido fuerte, ni siquiera a nivel filosófico. El primer nombre que viene a mi mente, en cualquier caso, es el de J.M. Navarro Cordón, quien me introdujo en los últimos años universitarios a Kant, Hegel y Heidegger. Más tarde, acuden a mi memoria, no sólo como “enseñantes” que han “ilustrado” mi camino filosófico y han ejemplificado para mí la dedicación intelectual seria e íntegra, sino también, y en primer lugar, como amigos, estimuladores y facilitadores en el camino filosófico, Adela Cortina y Jesús Conill. Ambos no tan sólo me han ayudado en mi peregrinaje filosófico, sino que sus enseñanzas y sugerencias han sido muy útiles para no desligarme excesivamente de la actualidad filosófica académica. Gracias a ellos leí con atención a Habermas y Apel, a Zubiri y a A. Renaut, a fenomenólogos y hermeneutas y, sobre todo, me interesé por el campo de la filosofía práctica a partir de la ética dialógica o discursiva, así como por la entonces en auge postmodernidad filosófica

Pero no es mi intención demorarme ahora en ellos. Quiero pasar ya a la faceta que más me interesa y que ha ido marcando cada vez más –desde los últimos años de estudiante en la Facultad de Filosofía– mi pensamiento y mi vida. Junto a la formación filosófica académica occidental a la que antes hacía referencia, hay que destacar y pasar a primer plano mi formación o mi búsqueda espiritual y esotérica. Cobra sentido relacionar esto con mi (relativa) fascinación por Oriente, pues, como se verá, buena parte de las influencias más significativas poseen la fragancia oriental (Merlo, 2002). Distingo –sin separar– entre “espiritualidad” y “esoterismo,” ya que en el caso de algunas figuras debe diferenciarse, si bien, en última instancia, mi actitud personal es tratar de unir ambas tendencias y proponer una “espiritualidad esotérica”. En el desarrollo de las páginas siguientes se irá clarificando el sentido de ambos términos. De momento comencemos con un cierto orden cronológico que permite comprender mejor la evolución o al menos la transformación de mi pensamiento y mi vida. Mi vida intelectual que se gesta en los dos últimos años de bachillerato, pero comienza a dar sus primeros pasos balbuceantes en los primeros cursos de la Facultad de Filosofía en Valencia.

La educación cristiana católica tradicional recibida, sin grandes entusiasmos ni convicciones, durante los dieciséis o diecisiete primeros años de mi vida, entra en crisis dos años antes de ingresar en la Universidad. Dos años de angustia religioso-existencial, en los que el pensamiento inicia la búsqueda de un camino de comprensión del sentido de las creencias y prácticas religiosas. Asisto al despertar del pensamiento crítico en mí; las dudas y el escepticismo, junto a la conciencia de la dificultad de desembarazarse de las creencias en las que uno ha sido alimentado, abundan y dominan la escena personal. Son los años de las primeras lecturas significativas.

La entrada a la Facultad de Filosofía y Letras, para cursar la especialidad de Filosofía Pura, tras haber acariciado la idea de estudiar Psicología, y concretamente Psicoanálisis, supone un despertar y una iniciación a la vida intelectual. Los dos primeros años, de convulsiones políticas universitarias (estamos en los años 1973-1975), implican un despertar, por ósmosis, de la sensibilidad política y social, al mismo tiempo que una politización de la filosofía. Son los años del inevitable freudo-marxismo: H. Marcuse, W. Reich y la revolución sexual, S. Freud, K. Marx, E. Fromm, M. Harnecker, A. Schaff, Carlos Castilla del Pino, y un largo etcétera de textos que iban circulando entre los aprendices de filósofos que nos habíamos encontrado en esa Facultad, en esos años.

Los intereses y hasta la preocupación religiosa o espiritual habían quedado enteramente abolidos. Filosofía, política y psicología son los tres temas que ocupaban entonces mi atención.

Por esas mismas fechas discuto con mi hermano por sus recientes flirteos con la espiritualidad oriental, a través de Guru Maharaji, el joven hindú que con apenas 16 años lleva tiempo ya sorprendiendo a los auditorios masivos de la India, Estados Unidos y Europa hablando de meditación, de paz interior y del “Conocimiento” que otorga para la realización de todo ello. El escéptico en mí, alejado ya de toda creencia y práctica religiosa o espiritual, contempla con ignorante condescendencia a mi hermano, José, dos años mayor que yo, quien sin dejar sus pantalones acampanados, su larga melena y su amor por Bob Dylan y los Rolling Stones, creo que ha caído en manos de alguna secta con un guru jovenzuelo que le debe estar tomando el pelo. Pero, poco a poco, debo reconocer que veo a mi hermano más contento, más feliz, y sobre todo más centrado, más en paz, con más calma, sabiendo resolver o al menos afrontar los conflictos familiares intergeneracionales, con mayor acierto y serenidad. Asisto a una innegable transformación positiva y algo en mi interior, sin que mi mente intelectualizada más superficial cese en sus críticas, tiene que ir reconociendo que alguna cosa valiosa hay tras todo ello, aunque sean unas técnicas de meditación a las que luego se les añada una parafernalia espiritualoide.

En fin, por ese primer toque, esa primera grieta en mi muralla materialista e intelectualista te estaré siempre reconocido y agradecido, hermano.

Son los años en que leí por primera vez el Dhammapada y la Bhagavadgîtâ, La República de Platón y otros textos. Y sobre todo, sobre todo, supuso el descubrimiento de la obra de Blavatsky, de A. Besant, de Leadbeater, de Jinarajadasa, la concepción teosófica, en una palabra. Tras las lecturas introductorias iniciales: A. Powell, E. Schuré, A. Besant, C.W. Leadbeater, Yogi Ramacharaka, etc., bucée en La Doctrina Secreta de H.P. Blavatsky, la revelación fundacional del esoterismo moderno, así como, aunque en menor medida, en su otra gran obra, Isis sin velo.

Las enseñanzas teosóficas habían calado en mí hasta tal punto que al terminar la carrera, como tema de mi tesina elegí Platón y la filosofía esotérica, donde esto último significaba Blavatsky y la teosofía. Fue el momento de leer y estudiar despacio tanto a Platón como La Doctrina Secreta. Desde entonces me acompaña la firme convicción de la existencia de una Fraternidad Espiritual formada por Iniciados y Maestros de Sabiduría y Compasión. La vida cobra un nuevo sentido desde esta concepción esotérica. Todo ello se profundizaría más tarde con la inmersión en lo que llegó a ser una de las dos enseñanzas que más iban a influirme, las enseñanzas de A. Bailey, recibidas del Maestro D.K. (Djwal Kul), el Tibetano. El descubrimiento de sus libros y mi ingreso en la Escuela Arcana (escuela esotérica fundada por A. Bailey), se produciría algo más tarde. Poco antes acaece otra de las influencias significativas: la iniciación en la Meditación Trascendental de Maharishi Mahesh Yogi

Mi llamada a la meditación oriental encontró pronto dos cauces por los que discurrir: uno de ellos es, justamente, la Meditación Trascendental popularizada por Maharishi Mahesh Yogi, sobre todo a través de la publicidad que los Beatles le habían hecho en su momento. Todo comenzó con una sencilla ceremonia y con la transmisión del mantra correspondiente y de la técnica de meditación, sin necesidad de adoptar posturas yóguicas ajenas a la mayoría de los occidentales. Los estudios científicos sobre la meditación, que habían sido impulsados por la Universidad de Maharishi en Ginebra, así como su adaptación a las costumbres occidentales, le daban un aspecto atractivo y moderno. De esta manera me inicié en la meditación. No recuerdo, no obstante, grandes experiencias, aunque fui adoptando el hábito de meditar diariamente, sobre todo al principio. Quizás el mantra, cuando no los pensamientos, estaba demasiado presente y el vacío permanecía subyacente sin ser descubierto.

El segundo cauce a través del cual discurrieron mis primeras meditaciones fue el ofrecido por el Centro Aurobindo de Valencia, y concretamente por la persona que lo fundó y lo dirigía, Manuel Palomar. Podemos hablar en este caso de rajayoga, el yoga de Patañjali, yoga de la mente, en el que la concentración y la meditación desempeñan un importante papel. Manuel llamaba a su centro “Centro Aurobindo,” pues dicho yogui le había impactado especialmente, al leer sus obras, La vida divina, La Síntesis del yoga, etc., aunque no hay ninguna relación con el âshram de Sri Aurobindo en Pondicherry ni con la Fundación Sri Aurobindo de Barcelona, instituciones ambas que me sería dado conocer años después. No obstante, en dicho centro fue cuajando un grupito de buscadores que fuimos guiados por el propio Manuel hacia las que se convertirían en dos influencias mayores para casi todos nosotros y en cualquier caso, sin duda, para mí: la obra de A. Bailey, por una parte, y los cursos y los libros de Antonio Blay, por otra.

En fin, con Manuel Palomar, además de todo lo anterior, realicé mi primer viaje a la India y sobre todo, pues fue lo más significativo del viaje, al âshram de Sri Aurobindo en Pondicherry. La huella más hermosa de esos dos meses en la India (yo debería tener unos 25 años, allá por 1980) fue nuestra breve estancia en Pondicherry. Recuerdo que en la revista Solar escribí un artículo sobre la paz sentida en el samâdhi de Sri Aurobindo y Madre. Quizás desde entonces quedó sembrada en mi alma la semilla que me haría volver a Pondy al cabo de unos siete años, para residir allí casi dos y recibir la influencia más importante de mi vida. Por lo demás, en esa ocasión, los tres que viajamos juntos a la India, Manuel, Pepe Muñoz (entonces profesor de Sociología de la Facultad de Filosofía) y yo, volvimos diciendo que jamás volveríamos a la India. Ellos dos lo han cumplido. Calor, comida excesivamente picante de modo al parecer irremediable, tremendas dificultades con el idioma, pues apenas sabíamos inglés ninguno de los tres, incomodidades en el transporte, trenes y autobuses, anhelo desmesurado y un poco infantil de encontrar a nuestro Maestro, suciedad de los hoteles, pues nuestra economía no era de lujo, decepción por lo noencontrado, todo ello hizo que el viaje se convirtiera en una pesadilla. Queríamos ver demasiadas cosas: Delhi, Bombay, Benarés, Madrás, Pondicherry, Tiruvanamalai-Arunachala, Rishikesh, etc., y sobre todo anhelábamos encontrar al Tibetano, el Maestro D.K., cuyas obras devorábamos por aquel entonces como la máxima revelación esotérica habida hasta el momento. Nuestro sueño secreto era que en algún lugar aparecería, esperándonos con los brazos abiertos, para reconocer nuestra altura espiritual y regalarnos su presencia, su dharsan, su mirada, sus palabras, su existencia confirmada. Pero ni apareció el Maestro D.K., ni nos iluminamos en la cueva donde meditaba Ramana Maharshi en Arunachala, ni en Benarés nos cautivó el Ganges, ni en Rishikesh pudimos alojarnos en el âshram de Sivananda, ni acertamos en nuestra negativa de ir a ver a un iluminado al que uno de los improvisados guías que con tanta facilidad y en ocasiones sospechosamente aparecen a los occidentales a su llegada a la India nos quería llevar: desafortunadamente, se trataba del entonces desconocido, para nosotros, Sri Nisargadatta Maharaj, por muchos considerado uno de los grandes jñânis y realizados más recientes, en la linea del advaita más puro. Al menos Manuel se trajo el I am That, antes de que aquí se conociera. Frente a todo ello, sólo el remanso de paz de Pondicherry, la ligereza magnética y la luminosidad vibrante de las proximidades del samâdhi de Sri Aurobindo y Madre, quedó en mi corazón como algo verdaderamente valioso.

***

A medida que voy escribiendo van saltando recuerdos que piden su inclusión en estos fragmentos de memoria que nacían como una confesión de las influencias mayores que han marcado mi trayectoria humana, espiritual y esotérica. Pero entre todas las influencias recibidas hay que establecer diferencias de grado. Y, como acto de justicia, debe quedar claro desde el principio que tres han sido las grandes influencias recibidas por personas vivientes, de carne y hueso, encarnadas, físicamente presentes: Antonio Blay, Vicente Beltrán Anglada y Jean Klein. Del mismo modo, entre las enseñanzas leídas o escuchadas, hay que destacar de modo muy especial las de A. Bailey (D.K.) y más recientemente las de Pastor-Omnia, éstas con un carácter distinto y quizás más impactante por el hecho de poder escuchar la voz (en grabaciones) y ver al canal (Ghislaine Gaualdi) que transmitía tales enseñanzas, así como presenciar algunas de las inolvidables transmisiones. Un caso aparte, especial por muchos motivos, por la profundidad de su impacto y por el significado que ha tenido en mi vida, es el de Sri Aurobindo (y junto a él, siempre, Mirra Alfassa –Madre–), pues si bien no puede hablarse de presencia física, la vivencia en su entorno, en el âshram en el que residieron, la presencia prolongada, durante dos años, en su samâdhi, en su pensamiento, en su atmósfera, quizás en su Presencia sutil, hacen que ocupe un lugar especial.

Pero, vayamos, de momento, a la figura de Antonio Blay. Su influencia sobre mí (y sobre tantos otros que fui conociendo en sus cursos) ha sido enorme y nunca le agradeceré lo suficiente su ejemplo, sus palabras, su transmisión, su presencia. Con él no se trataba ya de leer o escuchar unas ideas que te convencían o no; no se trataba sólo de una “filosofía,” sino de un “estado de ser,” de una experimentación con “estados de conciencia,” de un descubrir la dimensión estrictamente “espiritual” o “superior” de nuestro ser. “Estar centrado” sería uno de los lemas que podrían caracterizar la actitud de Blay, de Antonio. Fuese o no un Maestro o un Iluminado (aquel que se ha instalado en Brahman, que ha trascendido su ego, que se ha convertido en un canal para la iluminación de otros seres humanos), el caso es que para mí ha desempeñado la función de un maestro no del pensar (maestro del pensar o maestro-filósofo), sino del ser esencial. Esto significa la trascendencia de la filosofía como sentido último, la superación de la reflexión discursiva como valor supremo y actividad predilecta, tal como suele ser el caso en el “intelectual”. Esto significa que descubrir, alimentar y vivir-en un “estado de conciencia superior” se convierte en algo más importante que el manipular ideas. Es en presencia de Blay cuando voy –en cada uno de sus cursos con mayor claridad– experimentando lo que significa el silencio mental y la conciencia despierta más allá de las ideas. Esta lucidez de la conciencia brilla ya como la joya que otorga un nuevo sentido a la vida intelectual y a la vida en su conjunto.

Al mismo tiempo estaban sus libros, desde Creatividad y plenitud de vida hasta Caminos de realización, pasando por los libritos sobre cada uno de los principales “yogas” (Hatha, Bhakti, Raja, Karma, Mahâ-yoga, etc.) o el que tenía sobre Tantra-yoga, antes de que el Tantra se pusiera tan de moda. Y es que Blay ha sido un precursor del yoga y de la espiritualidad oriental (o lo que sería más exacto, de una espiritualidad integral) en España, aunque muchos hoy lo ignoren ya, a pesar de la multiplicación de libros que tras su muerte se ha producido (recordemos que uno de ellos lleva justamente el título de Palabras de un Maestro).

En algunas ocasiones, cuando venía a dar un curso a Valencia, el grupito yóguico-esotérico reunido en torno al centro Aurobindo íbamos a cenar con él. Para nosotros era todo un acontecimiento.

Una de las cosas más impresionantes de Blay es el carácter integral de su trabajo, integralidad evidente no sólo en el planteamiento de sus enseñanzas, sino sobre todo en su propia persona. Fuerza, amor e inteligencia tienen que ser trabajadas simultáneamente. Aquel aspecto que no desarrollamos nos deja a merced de aquellos que sí lo han desarrollado (aunque no siempre sea del modo correcto). Además, el trabajo psicológico y el desarrollo espiritual conviene que sean integrados. Esta cuestión sería pronto el campo de discusión favorito de algunos de sus alumnos o discípulos al compararlo con Jean Klein, cuando éste comenzó a dar cursos aquí en España. Al margen de esas referencias que a mí me resultan más cercanas, constituye, sin duda, una de las grandes cuestiones en la Búsqueda intensa que cada vez más personas están iniciando o tomándose en serio, una Búsqueda que no se limita a la narcisista satisfacción afectiva personal, al compromiso social y político más o menos ciego, limitado o fanático, o la investigación científica o filosófica, pero en cualquier caso meramente teórica, mental, intelectual. Si Klein representaba –como veremos más tarde– el advaita puro, la Realización espiritual que prescinde del trabajo directo sobre lo psicológico, Blay encarnaba perfectamente el trabajo integral psico-espiritual. Qué duda cabe que cualquier generalización es un poco grosera y que cada individuo tiene unas necesidades y una línea propia de desarrollo. Qué duda cabe que algunos logran una cierta experiencia o hasta Realización espiritual, sin profundos trabajos psicológicos. Sin embargo, “la experiencia enseña” –como gustaba decir Blay– que en muchos casos los conflictos psicológicos impiden la estabilización de la conciencia espiritual. Muchos de nosotros hemos podido comprobar suficientemente que es posible gozar de estados de meditación, de éxtasis, de expansión de conciencia, de centramiento, de apertura, de lucidez, etc., pero que luego resulta difícil mantener ese estado, pues el peso de los conflictos psicológicos personales no resueltos nos hace gravitar hacia ellos. Esto Blay lo sabía muy bien, sin duda por propia experiencia, y debido a ello se esforzó por conciliar e integrar el trabajo psicológico de limpieza del inconsciente con el desarrollo espiritual y el acceso a estados superiores de conciencia. Blay firmaba sus libros como “psicólogo” y ofrecía sus enseñanzas bajo la denominación «Curso de psicología de la auto-realización». Y aquí entraba en juego su conocimiento de Oriente, en particular de la India. Le escuché hablar con admiración sobre todo de Anandamayee Ma, de Ramana Maharshi (a propósito del cual hablaba del mahâ-yoga) y de Sri Aurobindo.

La auto-realización suponía, pues, la realización del âtman o de brahman (términos que Blay se cuidaba de no utilizar, pues otra de sus grandezas es la simplificación del lenguaje evitando todo exotismo y tecnicismo innecesario), la Realización del Ser, del Yo profundo. Para ello, y no sólo para poder gozar de puntuales experiencias de lo Superior, sino para integrarlo e instalarse en Eso, es preciso la auto-observación y el trabajo con el ego y con el inconsciente. La lucidez de Blay en el análisis psicológico es, quizás, otro de sus rasgos destacados. Su conceptualización del problema en términos del “yo-idea,” el “yo-ideal” y el “yo-experiencia,” desenmascarando el papel que el “personaje” que desempeñamos, impulsados por nuestra errónea o limitada y desfigurada “idea del yo” intentando alcanzar el “ideal del yo” o el “yo ideal,” es magistral. Sobre todo cuando la clarificación y análisis de cada caso concreto contaba con la fina intuición de su mente iluminada capaz de desvelar los juegos del ego y el personaje. Ni que decir tiene que las raíces del ego, del yo idea y del yo ideal se hunden en el subconsciente. De ahí que Blay propusiera un minucioso trabajo con él. Hablar con el niño interior, como se diría hoy, pero que ya Blay exponía con maestría, hacer del inconsciente nuestro aliado, liberarnos de todo trauma y toda carga que nos impide descubrir las dimensiones superiores de la existencia e instalarnos en ellas, es el trabajo central de Antonio Blay. O mejor dicho, de su primera parte. Recuerdo perfectamente cómo conducía los cursos de tal modo que la primera parte (solían ser cursos de cinco días) se centraba más en lo psicológico, y ahí nos veías a todos hurgando en nuestras heridas y nuestras incomprensiones, enfrentándonos a nuestras oscuridades y traumas irresueltos, algunos hundidos, otros ansiosos por comentar el estado reciente de su problema, otros más receptivos escuchando las dudas de todos sus compañeros, en esas sesiones para “viejos” o “repetidores” en las que ya no había exposiciones largas, sino que se desarrollaban en torno al esquema preguntas-respuestas. En la segunda parte, fuese del curso introductorio o de la continuación, Blay iba guiándonos hacia “lo Superior,” la Inteligencia superior, el Amor y el Gozo superiores, la Voluntad superior. Y comenzaba a respirarse una nueva atmósfera. Como si Blay intensificase la lucidez de la conciencia del grupo y pudiésemos disfrutar de un estado de meditación o de centramiento, sin necesidad de hacer ninguna técnica de meditación ni de cerrar los ojos. Sus palabras ya no eran incisivas y desenmascaradoras, sino inspiradoras y elevadoras, clarificadoras y luminosas. Todo ello dentro de una gran sencillez de lenguaje que apenas permitía sospechar, a quienes no lo supieran por otros medios, la riqueza de conocimientos, tanto tradicionales como actualizados, que Blay poseía. Si a él debo haber podido ver a Ananda-mayee Ma, haber establecido contacto con Sri Aurobindo, o haberme introducido en los libros de A. Bailey, también a él le debo mis primeros conocimientos y estímulos para leer a Dane Rudhyar, primero, dentro de la astrología contemporánea (astrólogo consumado era también Blay), y a Ken Wilber, más tarde, cuando todavía no se había traducido nada de él y me traía de Londres The Atman Project, Up from Eden, o A Sociable God. Pasarían años para que llegase a España el boom Wilber y para que me conviertiera en co-fundador de la Asociación Transpersonal Española. Antonio, gracias, de todo corazón, por todo lo que nos has enseñado, por lo que has significado para nosotros.

***

El impacto espiritual causado por Jean Klein es probablemente el más amplio y hondo de los que persona viviente me ha producido. La presencia de Jean Klein; la profundidad del Silencio por él transmitido o por él facilitado, al menos junto a él vivido, es tan inmensa que todo lo otro parece borrarse ante eso. Al igual que con Blay, una vez lo conocí, fui a cuantos cursos pude de Klein. Creo que durante algún tiempo se superpusieron los cursos de ambos. Recuerdo que tras morir Blay, la voz corrió y algunos de los “huérfanos espirituales” se transvasaron a Klein. Para unos sirvió de sustituto de padre espiritual, de maestro, otros no lograron sintonizar con él, o no les llegaba tanto y echaban en falta a Antonio; otros nos descubrimos ante el oceánico silencio gozoso al que se nos invitaba.

Si al pensar en el trabajo de Blay no resulta fácil hallar referentes comparables por su integralidad (durante un tiempo señalé sus similitudes con el Yoga integral de Sri Aurobindo, pero el sentido de la integralidad creo que es distinto, o al menos el modo de trabajarla, por la ausencia de enfrentamiento directo y estructurado con el inconsciente personal por parte de Sri Aurobindo), aunque el recientemente descubierto “enfoque diamante” de A.H. Almaas me ha sorprendido por sus similitudes, al pensar en Klein es fácil que venga a la mente Ramana Maharshi, o Nisargadatta Maharaj, o incluso Krishnamurti. El caso es que con Klein el término “no-dualidad” (advaita) cobró un nuevo sentido para mí, un sentido experiencial, vivencial. Klein utilizaba muy pocas referencias teóricas: Vedânta Advaita, como trasfondo, es cierto, a pesar de que, su filiación más directa parece ser el no-dualismo del shivaísmo de Cachemira, en la línea de Abhinavagupta, aunque Klein no hiciera referencia alguna al tantra.

La presencia silenciosa de Klein es difícil de explicar, pues en su caso, digamos al estilo budista o advaita radical, la palabra es una herramienta para conducir al silencio que trasciende toda palabra. Claro que en Blay era utilizada también así, pero todavía había un discurso racional, en el que el pensamiento y las explicaciones tenían un sentido, lo cual, si por una parte permitía una mayor claridad y riqueza de ideas, por otra parte facilitaba el que uno pudiera permanecer a ese nivel de ideas, por más que tratase de aplicarlas o incluso trascenderlas. En Klein, el aferrarse a las ideas era muy difícil, no sólo porque el contenido de su pensamiento fuera menos rico y menos explicativo, sino ante todo por la forma misma de transmisión de la Enseñanza. Cuando llegaba a la sala, se sentaba en silencio y permanecía un buen rato así. En ocasiones dirigía una relajación meditativa antes de comenzar les entretiens, conversaciones en las que ya formalmente la mayor parte del tiempo la ocupaba el Silencio. Cuando se le hacía una pregunta, Klein permanecía en silencio durante un buen tiempo. Y toda la sala se cargaba de un silencio luminoso. Como si su irradiación silenciosa fuese incomparablemente más importante que lo que pudiera decir. En realidad, no se trata de “como si,” sino que realmente el Silencio se revelaba más importante que la respuesta. No sólo porque toda respuesta terminaba más o menos explícitamente invitando al Silencio en el que toda pregunta tiene que disolverse, sino porque el silencio que envolvía a la respuesta, antes de ella, después y sobre todo durante ésta, impregnaba las pocas palabras que iban siendo como cuidadosamente desgranadas por el Maestro. Para quien no ha tenido la experiencia, o mejor dicho, experiencias similares, la referencia al Silencio resulta hueca y vacía, sin sentido. Cada uno no puede sino interpretar la palabra que remite al Silencio desde su propia experiencia, su propio sistema de experiencias y de creencias. En sí misma, la palabra “silencio” o el remitir al Silencio no dice nada. Silencio, aquí, no significa la mera ausencia de algo, sino la Presencia sublime de algo numinoso, sagrado, experimentado como máximamente valioso. Algo ante lo cual la palabra, cualquier palabra, y el pensamiento, cualquier pensamiento, se tornan prácticamente insignificantes.

Escuchando a Klein, no lo que dice, sino el Silencio que impregna lo que dice y que brilla por igual cuando nada dice, surge una nueva comprensión, una nueva lucidez, un nuevo estado de ser. No hay nada que tenga que ser conocido. Ningún objeto reclama nuestra atención, ningún contenido de nuestra conciencia nos importa. Más bien permitimos que se vacíe de todo contenido, como el cuerpo se libera de toda tensión inne cesaria, como el corazón desata todo nudo y todo apego. Ningún objeto exterior nos importa ahora (todos nos importan cuando hayan perdido ya su influjo fascinatorio sobre nuestra conciencia y seamos capaces de una mirada inocente, no aprehensiva, posesiva, interesada), ningún contenido en tanto objeto de la conciencia posee valor y produce apego porque hemos comprendido que se trata más bien de “Ser” el “Sujeto” de todo conocimiento, el Sujeto que no puede, de ningún modo, ser objetivado. El Ser-Sujeto que es libre de todo fenómeno capaz de aparecer ante nuestra conciencia. El Sujeto que es Espacio luminoso, Vacuidad plena, Lucidez silenciosa. Vivir desde allí es el único objetivo prioritario. Klein, instalado allí, sabía conducirnos a ese no-espacio, a ese no-tiempo en el que uno quedaba liberadoramente apresado en una embriaguez impregnada de paz y de ânanda, del gozo de ser, de la joie sans objet, de la dicha incondicionada, de la alegría espiritual sin objeto, sin razón, sin motivo, con la fragancia de la rosa que no tiene por qué, que florece porque florece.

Eckhart y Heidegger son dos de las escasísimas referencias que recuerdo haber escuchado de labios de Klein. Una más: también R. Guénon.

La presencia de un ser así, que no podía sino exponer su ausencia de “ego,” arroja una gran luz sobre los textos sagrados que se refieren a cómo habla un yogui establecido en brahman, cómo se mueve un iluminado, qué significa la trascendencia del ego, qué supone una mente en calma, en silencio, serena. Todavía recuerdo el primer encuentro con Klein, en Segovia, cuando ante la pregunta «Klein, quién eres, en realidad,» respondió: «personne». Nadie. El yo individual se había mostrado ya hace tiempo como una ilusión. Había dejado de ser necesario para el funcionamiento de ese ser que vivía –acaso nos atrevamos a pensar que permanentemente– en la Luz.

Recuerdo también, en una de las pocas referencias personales que pueden leerse en sus obras (siempre transcripción de sus conversaciones en los Cursos), la descripción que él mismo realiza del momento en que se produjo la Liberación definitiva, la Iluminación radical, la trascendencia del ego, la Inmersión en la Luz. Había seguido durante años las indicaciones de su maestro indio, probablemente de la tradición del shivaísmo de Cachemira, cuando un día paseando por Bombay sucedió. El pájaro de fuego voló como el águila, sin dejar rastro.

Desde ese punto adimensional, desde este espacio inespacial por el que nos sentimos solicitados de vez en cuando, como tú nos mostraste, gracias, Klein, por la pureza en la transmisión de la Enseñanza primordial.

***

Con el trabajo integral de Blay y la experiencia advaita tan profunda de Klein nos sentíamos afortunados por tener cerca dos instructores de tal talla, por haber recibido enseñanzas tan luminosas y esenciales. Diríase que no hacía falta nada más. Tan sólo llevar a la práctica dichas enseñanzas. En ambos casos, no obstante, lo esencial parecía ser la lucidez, adoptar la actitud del testigo, despertar la conciencia más allá de los mecanismos psicológicos. La vida cotidiana era el campo de entrenamiento, el campo de juego y el campo de batalla. En ocasiones, uno salía de los cursos, sobre todo del de Klein, creyendo que se hallaba cerca de la Realización definitiva. Recuerdo una vez, caminando por las calles del lugar donde se había celebrado el curso con Klein, que sentía tal ligereza, tal felicidad, tal plenitud que uno estaba presto a aceptar la ilusión de que dicha experiencia cumbre se iba a mantener y permanecer para siempre. Ilusiones de principiante que la dureza de algunos aspectos de la vida se encarga pronto de desvelar. No obstante, en tanto que experiencias puntuales, no cabe duda de la significatividad y el alcance de éstas.

Mientras tanto, otra vertiente de mis inquietudes seguía igualmente activa: lo que he denominado antes “la dimensión esotérica de la espiritualidad”. Articularé este aspecto en torno a la tercera persona viviente que más me ha influido: Vicente Beltrán Anglada.

Recuerdo haberme comprado en la librería «Isadora» de Valencia sus dos primeros libros: Los misterios del yoga, y el que más me impactó y entusiasmó La Jerarquía, los Ángeles solares y la Humanidad.

Desde el descubrimiento de la teosofía y la obra de Blavatsky, Besant, Leadbeater, etc., la existencia de la Jerarquía espiritual del planeta, de la Gran Fraternidad Blanca, del Colegio Iniciático de sabios iluminados, había sido el “mito” fundamental de los que compartíamos el fervor esotérico. Parte de ello era la ilusión de ser un Iniciado (para los más pretenciosos o con una mejor autoimagen) o al menos un “discípulo,” es decir, alguien que se halla en contacto directo y consciente con alguno de los Maestros de la Jerarquía, con “su” Maestro, justamente. Y como mínimo, uno esperaba ser un discípulo de un grado u otro, secretamente supervisado por alguno de tales Maestros. Si la imagen de uno mismo no daba para más, o en los arrebatos de (falsa o genuina) humildad, uno se conformaba con ser un “aspirante” que al menos hubiese entrado, aunque fuese recientemente, en “el Sendero”. Si la Teosofía puso en órbita la idea de los Maestros y el Sendero, de las Iniciaciones y los grados iniciáticos –creando ya ciertos problemas al ser manipulada tal información por egos no suficientemente pulidos– la extensa obra de A. Bailey, el Tibetano presentó un esquema más claro y coherente, más profundo y detallado, más libre de apropiaciones y manipulaciones por parte de escuela y personajes más o menos esotéricos.

Simultáneamente, algunos de nosotros leíamos otras muchas cosas del esoterismo y husmeábamos en otros grupos: Gurdjieff y el cuarto camino, el viejo siloísmo, la gnosis tántrico-alquímica de Samael Aum Weor, los Rosacruces en alguna de sus versiones, la Antroposofía de Rudolf Steiner (otra de las presentaciones esotéricas que más respetables me han parecido siempre), la Orden y la Misión Rama, etc. Pero el hilo conductor y el sistema de creencias básico seguía siendo la obra de Bailey. El Maestro D.K. comenzó presentando su obra (resulta evidente en su dedicatoria a Blavatsky en Un tratado sobre Fuego cósmico) como continuación de la obra de Blavatsky. Prefiero hablar de un enfoque posteosófico que se reconoce deudor de la teosofía blavatskyana, pero sabe adoptar también un enfoque crítico con las deficiencias y sobre todo vulgarizaciones tergiversadoras de algunos círculos teosóficos.

En la obra de Bailey, comenzada con Iniciación humana y solar en 1919 y terminada justo a mitad de siglo con, entre otras, La Reaparición de Cristo o Los Rayos y las Iniciaciones –el último tomo de los cinco que componen el magno Tratado de los siete rayos–, asistimos a la profundización y clarificación más destacada del esquema teosófico. Constituye, a mi entender, la verdadera fundamentación esotérica de la filosofía de la Nueva Era. Recordemos que algunas de sus obras hacen referencia a dicho término desde su mismo título, así por ejemplo, El discipulado en la Nueva Era, o Educación en la Nueva Era. Quien no ha buceado en una obra de semejantes características difícilmente imagina su profundidad y alcance.

Volvamos a V. Beltrán, pues la realización del sueño (post)teosófico y el motivo del entusiasmo inicial venían producidos por la convincente confesión realizada por V. Beltrán acerca de su relación consciente con uno de los âshramas de la Jerarquía y con uno de sus Maestros. Efectivamente, en La Jerarquía, los Ángeles solares y la Humanidad, V. Beltrán contaba con suficientes detalles su ingreso en el âshrama al que pertenecía, su composición, su encuentro con el Maestro, algunas de las enseñanzas recibidas cuando por la noche su cuerpo descansaba y su ser interno, sin perder la conciencia, asistía a las reuniones del âshrama, y tantos otros datos esotéricos que estimulaban nuestra voraz curiosidad y nuestro sincero interés. Por otra parte, en Los misterios del yoga ofrecía una versión esotérica de los principales yogas del pasado, así como anunciaba el más adecuado al presente –desde el punto de vista jerárquico– y los yogas del futuro. Si el hatha yoga, el bhakti yoga y el raja yoga correspondían esencialmente a épocas pasadas, cuando el centro de la atención del desarrollo de la humanidad estaba respectivamente en el cuerpo físico, el cuerpo emocional y el cuerpo mental, la vanguardia de la humanidad actual, intentando trascender integrando la mente, estaba llamada a realizar un nuevo tipo de yoga, lo que V. Beltrán (aunque no sólo él, pues ya antes lo habían hecho, por ejemplo, Nicolás y Helena Roerich) comenzó a llamar “Agni Yoga”. En un futuro ya vendría el desarrollo del devi yoga. V. Beltrán habló cada vez más del agni yoga, así, después del primero de sus libros sobre Los misterios del yoga, publicó años más tarde su Introducción al agni yoga. En el agni yoga, las disciplinas y el esfuerzo cobran un nuevo sentido, no se desechan, pero no se pone el acento sobre ellos. Si hay una clave es la “observación atenta,” lo que Beltrán gustaba llamar la “serena expectación”. Empleando constantemente la ley de analogía, método esotérico de investigación o al menos de exposición, por excelencia, muestra cómo el agni yoga es el cuarto yoga fundamental, en correspondencia con el cuarto rayo (el rayo de armonía a través del conflicto) y con el cuarto chakra o centro de energía, anâhata, el centro del corazón, desde donde puede funcionar no la mente (tercero de los principios de la constitución humana), sino la intuición, desde donde es posible este yoga de síntesis que es el agni yoga.

Como dije, también Blay mostraba su admiración hacia los libros del Tibetano, aunque había terminado acuñando su propio lenguaje sencillo y directo, a diferencia de V. Beltrán, quien se hallaba terminológicamente más cerca del lenguaje empleado por el Tibetano. Pero no nos engañemos, tras la jerga esotérica y la aparentemente compleja estructura verbal desplegada por V. Beltrán en sus charlas y sus obras, latía una intuición muy afinada y una clarividencia bien entrenada, y sobre todo una experiencia esotérica de primera mano, no sólo en lo que respecta a los âshramas y al plan jerárquico, sino también, por ejemplo, al mundo de los devas o ángeles, tema al que dedicó una excelente trilogía, en la que, utilizando su propia clarividencia mental y sus contactos directos con varios tipos de devas o ángeles, nos ha expuesto detalles que son difíciles encontrar en otras obras. Tendremos ocasión de ver algo de esto más adelante.

Sin abandonar los temas típicos de esta “tradición esóterica” en la que se enmarca V. Beltrán y de la que tan cerca me he hallado siempre, por un motivo u otro, a través de unos autores u otros (Blay, Escuela Arcana, Beltrán, Meurois-Givaudan, Gualdi/Pastor, etc.), V. Beltrán ha hablado no sólo de la Jerarquía y su estructura, sino también de Shamballa. A ello dedicó uno de sus últimos libros, Los misterios de Shamballa, otro de los “mitos” y “símbolos” actualizados y recreados por V. Beltrán, aunque de nuevo no sólo por él (recordemos la versión del budismo tibetano, por ejemplo a través de Chögyam Trungpa o las referencias que veremos en J. Argüelles).

Las dos décadas de máxima creatividad de V. Beltrán son las décadas de los setenta y los ochenta. Pleno auge del movimiento de la Nueva Era. El primero de sus libros ve la luz en 1974 y el último, Magia organizada planetaria, que conservo con cariño, pues me lo dedicó a mi vuelta de los dos años de estancia en la India, la última vez que lo ví, antes de pasar él a planos más sutiles, lo terminó en 1987. Sería 1989 cuando le abracé por última vez.

Gracias Vicente por el cariño con que nos enseñabas, tanto en tus charlas, como en las reuniones de los jueves, a las que pocas veces pude asistir, pero que tan significativas fueron. Gracias por habernos ayudado a mantener encendida y viva la llama de la espiritualidad esotérica auténtica, por haber reactualizado y haber compartido con nosotros, con el sabor y la autenticidad que tu presencia transmitía, tantas narraciones esotéricas, tantas enseñanzas ashrámicas, tanta sabiduría intuitiva escuchada de labios de tu Maestro, quizás leída-vista con tu clarividencia en los registros akáshicos, en el Libro de los Iniciados, en la Memoria de la Naturaleza, tanta experiencia acumulada y transmutada, con devas luminosos y con otros seres que no lo son tanto, con seres humanos y con aquellos que han trascendido la etapa humana. Gracias, Vicente.

***

Me fui a la India con las enseñanzas esotéricas en mi mente, con el trabajo de Blay bien presente y con la experiencia asociada a Klein que nunca olvidaré. Volví con Sri Aurobindo y Madre en el corazón, tras haber vivido importantes experiencias que han marcado mi vida para siempre. He escrito suficiente sobre Sri Aurobindo como para no volver ahora a hacerlo. He de limitarme a evocar algunos de los aspectos más significativos de mis vivencias y mis reflexiones en la India.

Llegué, si la memoria no me falla, en marzo de 1986. Aterricé en Bombay. La beca de investigación para la realización de la tesis doctoral, concedida por el Ministerio de Asuntos Exteriores, tenía como destino el Saint Xavier’s College de Bombay. Allí el padre Francesc Macià me recibió con mucha amabilidad como supervisor que aceptaba mi estancia en la India, pero tenía que buscar director de la investigación, pues él no conocía suficientemente el pensamiento de Sri Aurobindo. Había considerado ya la posibilidad de ir directamente a Pondicherry, al âshram, pero desde la perspectiva oficial se necesitaba una institución académica. Me puse en marcha, a la búsqueda de un director de investigación, recuerdo sobre todo cuando fui al Elphinstone College, el otro College cristiano de mayor prestigio de Bombay, en esta ocasión no católico, sino protestante. Hablé con un profesor de filosofía, pero justamente entonces se habían acabado las clases y se iban de vacaciones. Me recomendó volver pasados dos meses, aunque también me sugirió ir a Pondicherry. Eso hice, con la idea de permanecer allí uno o dos meses, recoger información y volver a Bombay. Se lo comenté al padre Macià y compré un billete para el tren Bombay-Madrás. No recuerdo exactamente, pero duraba el viaje unas veinte horas o algo así. Los días en Bombay fueron duros. No me habituaba a la comida, siempre demasiado picante para mi paladar y mi estómago. Tampoco a los mosquitos omnipresentes y al excesivo calor. Y sobre todo, la principal barrera era el idioma. Mi inglés no era lo suficientemente ágil como para sentirme cómodo. A decir verdad era bastante deficiente. Había cursado tres años en la Escuela Oficial de Idiomas, es cierto; había leído bastantes libros en inglés, pero en especial la conversación me fallaba por todas partes, tanto la compresión como la expresión. Así que hablaba poco. Podría decirse que se inició un mauna forzoso. Mauna es la disciplina de silencio, el tapas o voto ascético propio del muni, especie de sadhu o renunciante que dedica su vida a la búsqueda o a la contemplación del Absoluto. Esto seguiría en Pondicherry. Dado que en el âshram de Pondicherry se facilita y hasta se estimula una vida de silencio y minimización de relaciones “vitales” (en terminología aurobindiana, que incluye las relaciones sexuales y las relaciones emocionales centradas en la personalidad, invitando así a un centrar la afectividad en lo Divino, como todo el bhakti yoga ha propuesto siempre), podían pasar varios días en los que el habla era mínima.

Hice pues las maletas y partí hacia Pondicherry. El viaje fue largo y pesado. Al llegar a Madrás había que buscar la estación de autobuses que conduce a Pondicherry, cuatro horas más para recorrer los 120 km aproximadamente que separan ambas ciudades. En el trayecto se sentó a mi lado un anciano vestido todo de blanco. Me preguntó adónde iba y al responderle que al âshram de Sri Aurobindo me dijo que él era un ashramita, un miembro del âshram, un devoto de Sri Aurobindo y Madre. Al preguntarme, le expliqué cuál era el motivo de mi visita y me recomendó hablar con el profesor Maheshwari. Eso hice al día siguiente de instalarme en la International Guest House, uno de los hotelitos que tiene el âshram para ofrecer alojamiento a los visitantes. El profesor Maheshwari me preguntó cuál era el tema de mi tesis y me recomendó algunas lecturas. Otro de los profesores de filosofía era Arabinda Basu, a quien llegué gracias a M.P. Pandit, uno de los eruditos e intelectuales, escritores y conferenciantes más célebres del âshram. Fue él, en nuestra primera conversación quien, tras escuchar mi caso, me recomendó ir a ver al profesor Arabinda Basu, encargado de dirigir trabajos de ese tipo. Arabinda Basu había sido profesor de filosofía en Benarés y en Durham (Inglaterra). Según él mismo me contaría más tarde, hacía muchos años que había conocido la obra de Sri Aurobindo y fascinado por su profundidad había solicitado ingresar en el âshram. Estaba casado entonces. Sri Aurobindo le recomendó continuar por algún tiempo en su “vida social”. Tendrían que pasar varios años para ser aceptado en el âshram. Cuando yo lo conocí, tendría ya sus setenta años o algunos menos. Desde nuestro primer encuentro me ofreció visitarle todos los miércoles por la tarde en su casa «Gaveshana». Y así lo hice, sin faltar ni una semana, excepto las contadas ocasiones que dejé Pondicherry con el fin de viajar un poco, generalmente en busca de algunos de los gurus vivientes y conocidos.

Una de las veces que salí del âshram fue para ver a Bhagawan Shree Rajhness, más tarde conocido como Osho, cuando uno de los amigos de Bombay que había conocido en el Saint Xavier’s College me escribió diciéndome que iba a llegar al âshram de Poona. Me había interesado su visión provocativa y novedosa de la espiritualidad, su unión de técnicas psicológicas contemporáneas y prácticas espirituales tradicionales, su presentación del tantra de manera revolucionaria y atractiva. Fui a Poona, e hice coincidir el viaje con mi exigida presencia en Bombay ante el Ministerio de la India para dar cuenta de mis progresos en la investigación, quizás de cara a renovar durante un año más mi estancia en la India y prolongar el plazo de mi beca. Era la época del calvario de Osho, tras haber sido expulsado de Estados Unidos y haberle sido negada la entrada en multitud de países.

La segunda escapada del âshram de Pondicherry fue a Putapparty, al âshram de otro polémico guru, en esta ocasión todavía vivo: Satya Sai Baba, “el guru de los milagros”. Fui con la idea de permanecer allí una semana, pero sólo estuve cuatro días. No fue una experiencia significativa. El clima tan emotivo que había en torno a su persona, el montaje multitudinario en el que se mezclaba la ansiedad por entregarle personalmente una carta y el deseo de ser seleccionado para tener una entrevista, personal o en grupo reducido, con él, así como las medidas de seguridad adoptadas, a partir de un intento de agresión que sufrió en el pasado, convertían su darshan* en un espectáculo cuyo tono vibracional no me llegaba. Sin duda, hay que tener en cuenta que venía de varios meses de estancia en el âshram de Pondicherry, impregnado de la energía de aquel sagrado lugar, de la energía de Sri Aurobindo y Madre, de la conciencia paradisíaca que había descendido sobre mí desde el primer día que llegué. Todo ello influyó en que cualquier otra cosa me pareciera innecesaria y hasta sin sentido. Eso es lo que sentí. Que había abandonado el paraíso en busca de no sabía muy bien qué. De un innecesario turismo espiritual que terminaba defraudándome (haya o no fraude en la “creación” de vibhuti y otros milagros asombrosos por parte de Sai Baba). El âshram, con miles de visitantes, estaba plagado de sudamericanos devotos de Sai Baba. Lo cierto es que el rosario de experiencias espectaculares con su guru era impresionante. Curaciones, logro de excelentes trabajos, regalos y materializaciones de todo tipo, sueños alucinantes, etc. Un clima, todo él, que una parte de mí tendía siempre a interpretar como excesivamente “astral” (en terminología teosófica) o “vital” (en terminología aurobindiana). Otro aspecto significativo fue la lectura de algunos de sus libros. Acostumbrado a la altura intelectual y espiritual de las obras de Sri Aurobindo, las palabras de Sai Baba no terminaban de llegarme. En fin, al cuarto día decidí volver a Pondicherry, sin haber sintonizado con Sai Baba. Dos veces más hice el esfuerzo de “encontrarme” con él, libre de prejuicios, pero los resultados no fueron muy distintos. Lo hice por última vez en 1993, cuando volví a la India en verano, ocasión en la que estuve algunos días en el âshram de Muktananda en Ganeshpuri. Swami Muktananda (también murió hace pocos años) es otro de los gurus influyentes en Occidente, a través, sobre todo, de sus seminarios de fin de semana en los que daba shaktipat, una transmisión de shakti, de energía espiritual, de poder, capaz de despertar ciertos chakras o estimular la kundalinî de quien estuviera predispuesto. En esa ocasión tuvimos darshan no de él, sino de su sucesora, Gurumayee, hermana de Nityananda, entre quienes hubo ciertos problemas de sucesión en los que no es necesario detenernos ahora. Recuerdo que ya habíamos visitado el âshram de Ganeshpuri, cuando fui con Manuel Palomar a la India, en mi primera visita al país, pero aunque entonces todavía estaba vivo Muktananda, se encontraba en su âshram de Estados Unidos. Tampoco hubo sintonía ni impacto significativo en ninguno de los dos casos. Actualmente tanto Gurumayee como Nityananda, cada uno por su camino, siguen transmitiendo las enseñanzas del siddha-yoga de Muktananda.

La tercera y última salida de Pondicherry, más cerca en esta ocasión, fue para ir a Tiruvanamalai, a la montaña de Arunachala, al âshram de Ramana Maharshi, otro de los grandes maestros espirituales de la India del siglo XX. Fue hermoso, pero una vez más la ausencia de la vibración del âshram de Pondicherry destacaba más que la presencia silenciosa existente en el destartalado, pero entrañable, âshram. Siempre me ha sorprendido ver cómo unas personas se encuentran de maravilla en Arunachala y apenas reciben impacto espiritual signficativo en Pondicherry, y otras experimentan justo lo contrario. Probablemente cada uno, en la medida en que se halle “abierto” y “receptivo” espiritualmente, sintoniza con un tipo de energía, un tipo de rayo, un tipo de enseñanza, un maestro, más que con otros, se produce como un reconocimiento, una armonización, un acorde de vibraciones, dependiendo de un conjunto de circunstancias tanto ambientales como personales y coyunturales. También a Arunachala volvería en dos ocasiones más, con resultados parecidos.

Pero volvamos ya a los primeros días de Pondicherry. Comienza lo indescriptible. Desde el segundo día, una vez hube descansado del viaje, me impregnó una inenarrable paz y una oceánica dicha. Era como si de repente, a medida que uno se aproximaba al recinto del âshram, le fuera invadiendo una paz y un silencio luminosos indescriptibles. Especialmente a medida que uno se acercaba al samâdhi, el lugar en el que moran los restos mortales de Sri Aurobindo y Madre, en el centro del jardín del âshram, protegido por un anciano árbol que dedica una constante ofrenda de flores amarillas sobre la losa que sostiene los cientos de varitas de incienso y de otras flores que permanentemente adornan la tumba de estos dos grandes seres, junto a la cual siempre pueden verse a algunos de sus discípulos, orando, meditando, quizás sintiendo o evocando la Presencia de sus Maestros. Sí, el mismo samâdhi que unos siete años antes había dejado en mi alma una huella tan honda y tan hermosa, como si una invisible semilla dorada hubiera sido divinamente sembrada con el fin de hacerme regresar a ese lugar de luz. La sensación anímica de “haber vuelto a casa,” de haber retornado a mi hogar espiritual, de haber sido invitado a un oasis de paz profunda, de haber llegado allí con un sentido, era tal que a los pocos días llamé por teléfono al padre John Macià (así le llamaban los indios en Bombay) y le escribí una carta explicándole lo que sucedía. La invitación a quedarme allí era tan firme, el gozo profundo era tan inmenso que estaba dispuesto a permanecer allí independientemente de lo que sucediera con mi tesis y con mi beca. Lo que había respirado, lo que había vislumbrado, lo que estaba viviendo en estos primeros días era tan magnífico que algo dentro de mí me decía que tenía que estar allí. No era una pregunta, era la comunicación de una decisión firme, aunque llevase implícito un ruego, una petición: el poder realizar mi investigación en el âshram con su consentimiento oficial. John Macià sonrió, pero consintió. Me permitió quedarme, siempre que le enviase informes de la persona que –según pude decirle ya– había comenzado a dirigirme la investigación. Arabinda Basu no tuvo inconveniente en entrar en contacto con J. Macià y la realización de la tesis fue algo que sucedió “por añadidura”. Y digo esto porque, ante la intensidad de la experiencia espiritual, en más de una ocasión dudé respecto a si continuar con la investigación teórica de la tesis o dejarla de lado y dedicar todo mi tiempo a la meditación, pues sentarse en el samâdhi era un regalo tan grande que hasta la satisfactoria lectura palidecía ante tamaña dicha. El tiempo mostró que lejos de ser incompatibles, la lectura y la escritura de y sobre el pensamiento de Sri Aurobindo se convertían, de un modo sorprendente, en verdaderas experiencias de intensidad y calidad espiritual desconocidas para mí hasta entonces. Al contrario, la inmersión en el pensamiento de Sri Aurobindo era una parte armónicamente integrada en el resto de la experiencia propiciada por aquel santo lugar, aquel “lugar sagrado,” santuario de paz y de luz supramentales.

Es imposible describir qué sucede cuando se instala en la psique una paz, un silencio, una armonía, una felicidad tan poderosos. Cuando el silencio luminoso se torna mucho más real que cualquier serie de procesos psicológicos. El silencio de palabras, casi total, iba unido a un silencio de pensamientos igualmente notable. O más bien, aunque ciertos pensamientos continuasen su ronda, lo hacían ya a otro ritmo, con otra armonía, en otra profundidad. Y sobre todo no impedían la percepción de la presencia del alma. Presencia que se revela acompañada de un sonido encantador, de una armonía sutil, de una vibración tan desconocida como familiar. La shakti del lugar parecía vibrar en todo mi ser. El estado en que uno se sentía permanentemente era un estado de Gracia, como una lluvia de bendiciones que no se termina de comprender por qué ni cómo se ha producido.

Así permanecería, sin apenas altibajos, los casi dos años que tuve ocasión de residir en el âshram de Pondicherry. Los momentos en los que algún acontecimiento parecía que podía hacer tambalear la paz y el silencio, bastaban unos minutos junto al samâdhi o en el meditation hall para recobrar la armonía sublime que se había instalado en mi ser. El paseo gozoso por el pensamiento de Sri Aurobindo se producía en la biblioteca del âshram, donde podía consultar los 30 volúmenes de sus obras completas, o en mi propia habitación; esto último sobre todo cuando tuve la oportunidad de residir en Golconde, una de las Guests Houses más mimadas del âshram, en parte por haber trabajado allí Madre y haber intentado mantener un clima más íntimo, exigiendo ciertos requisitos para poder residir en ella, y en parte también por la originalidad y características de su construcción, encargada por Madre a un arquitecto japonés.

Pronto fui descubriendo la importancia de la figura de Madre. No podía ser de otro modo, pues muchos de los ashramitas entonces vivos o no habían conocido a Sri Aurobindo (recordemos que abandonó su cuerpo en 1950), o tan sólo lo habían visto una o dos veces por año durante el dharsan. Por el contrario, Madre (Mother, Mère) había estado muy cerca de ellos durante todos esos años, hasta 1973 en que pasó también a la otra parte del velo. Al llegar a Pondicherry, en mi mente la talla espiritual de Sri Aurobindo estaba ya clara. Había leído La Vida divina y La Síntesis del yoga, así como otras obras menores, sabía lo que había significado para Antonio Blay, y estaba acostumbrado a que fuera reconocido en bastantes libros como uno de los Maestros espirituales más destacados de la India del siglo XX. Pero de Madre apenas había oído hablar. Y poco a poco fue entrando en mi conciencia y en mi corazón, a través de las palabras emocionadas de algunos de los ahsramitas que contaban sus experiencias con ella, su altura de verdadera Maestra espiritual. Fui leyendo también algunas de sus obras, sobre todo, al principio, sus Conversaciones (Entretiens), en los 15 volúmenes de sus Obras Completas (que no incluyen los 13 tomos de La Agenda de la acción supramental sobre la Tierra). Fui cogiéndole cariño, respeto y admiración. Resultaba obvio, no sólo por los relatos de sus discípulos y por la calidad y sublimidad de sus palabras, sino también por las explícitas afirmaciones del propio Sri Aurobindo, que Madre era parte indispensable en la generación, mantenimiento y sentido del Yoga integral, tanto en su aspecto teórico (por ejemplo, toda la importancia concedida a l’être psichique, the psychic being, el alma individual, no sólo por Madre, sino también por Sri Aurobindo), como en su aspecto práctico, ya que desde la experiencia crucial de Sri Aurobindo en 1926, conocida como “el descenso de Krishna” o la conciencia sobremental, él se encerró en su habitación en una intensa sâdhana (trabajo yóguico-espiritual), delegando en Madre no sólo las funciones más prácticas de organización del âshram –que fue creciendo y sobrepasando las dos mil personas–, sino también la dirección espiritual de los discípulos, su guía directa. Claro que la unión de ambos era tan estrecha a nivel interno, su comunicación anímica era tan transparente, que sus voluntades, sus pensamientos y sus sentimientos diríase que constituían el fluir psíquico de un solo ser. Efectivamente, en los primeros años, en los que algunos discípulos de Sri Aurobindo encontraban difícil aceptar a Madre como Maestra, él mismo salió al paso de tales conflictos afirmando solemnemente que la conciencia de Madre y la suya eran una sola y misma Conciencia encarnada en dos cuerpos distintos para la mejor realización del trabajo que habían venido a llevar a cabo sobre la Tierra y que, por tanto, quien no aceptaba a Madre plenamente, no lo aceptaba a él, ni podía seguir seriamente el Yoga integral.

Creo que no domina en mí “el devoto,” que no soy el tipo “bhâkta”. De hecho, pese al buen número de Maestros a los que me he aproximado, nunca me he sentido “discípulo” –mucho menos “devoto”– de ninguno de ellos. Las “formas religiosas” han despertado en mí cierto rechazo desde el abandono paulatino de mis costumbres “católicas,” y el postrarme o reconocer como Maestro a otro ser humano nunca me ha resultado fácil ni cómodo. Sin embargo, siempre me ha asombrado la facilidad con que miles de buscadores aceptaban a un guru u otro como “su” Maestro y se entregaban totalmente a él y a sus enseñanzas. En ocasiones, en momentos de cansancio y desaliento, uno sentía incluso cierta envidia ante el visible “amor al guru ”. Pero, en mi caso, la voluntad de que el corazón y la inteligencia discriminadora marchen unidos, hacía difícil la “entrega” en brazos del Maestro. Y no obstante, por primera vez, y quizás única, en el âshram, ante la Presencia invisible de Sri Aurobindo y Madre, en diálogo silencioso con ellos, sentí el gozo de querer merecer ser discípulo de tan grandes seres. Y sentí cómo mi corazón se entregaba a ellos, sin reservas, con pleno reconocimiento y agradecimiento.

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Finales de 1987. Todavía no se han cumplido los dos años que la prolongación de la beca de investigación me permitía residir en la India. Ciertos acontecimientos imprevistos me llevan a salir de Pondicherry antes de lo esperado. Tras un cierto calvario por Colombo (Sri Lanka/Ceylán) y Katmandú que no viene al caso detallar ahora, mi destino será… no España, como cabría esperar, sino Francia. Permanecí allí durante un año justo y partí de nuevo rumbo a la India, esta vez directamente a Auroville, donde residí durante cuatro meses.

Aunque vivía en una casita en la ladera de una montaña, a pocos kilómetros del pueblecito de Lourmarin –conocido por el castillo en el que residió durante un tiempo Albert Camus–, viajé bastante. Lourmarin se encuentra en la Provenza. De hecho, a unos 30 o 60 kilómetros, no recuerdo bien, se halla Aixen-Provence, donde iba con frecuencia. Sería, no obstante, el Norte de Francia y la Suiza francesa la región que me deparaba las principales sorpresas y los principales encuentros. El centro catalizador fue la comunidad de Lucinges, creo recordar que en la Haute-Savoie. Un activo grupo de miembros procedentes de varios lugares, con diversas influencias, entre las que quizás destacaban las de Findhorn, por una parte, y las de la Escuela Arcana, por otra, sin querer con ello limitar la variedad de influencias recibidas por sus miembros, compartían esa comunidad viva. Fui allí, en primer lugar, a conocer a un célebre astrólogo del que me habían hablado muy bien: Samuel Djan-Gutenberg. Y lo hice coincidir con una conferencia que iban a dar, allí mismo, Anne y Daniel Meurois Givaudan.

Mi conocimiento de ellos se remonta a los últimos meses de Pondicherry, cuando cayó en mis manos un libro suyo, titulado Voyage à Shamballa. Su lectura, bebida con intensidad y rapidez, reactivó en mí todas las semillas del esoterismo contemporáneo que habían sido sembradas con anterioridad (Blavatsky, Bailey, Beltrán, etc.) y que, sin embargo, ante la poderosa influencia del Yoga integral de Sri Aurobindo y Madre habían quedado enterradas durante aquella época. La plenitud de la experiencia y la amplitud del pensamiento de Sri Aurobindo, en el cual me hallaba fascinadamente inmerso, habían hecho que dejase bajo el umbral de mi conciencia toda la herencia de estas enseñanzas esotéricas que tanta importancia habían tenido en el período anterior a Pondicherry.

Una vez más, de modo similar a lo que había ocurrido con Vicente Beltrán, me hallaba ante testimonios personales directos, no ante teorías o enseñanzas abstractas, por interés que éstas tuvieran, sino ante narraciones vivas y actuales de sujetos que habían estado en presencia de Guías, Iniciados y Maestros y habían recibido enseñanzas esotéricas de sus propios labios. Anne y Daniel, como pude ir comprobando en otros de sus li bros al llegar a Francia y comprarlos, hacía años que habían comenzado a salir espontáneamente de su cuerpo físico, para viajar durante la noche, al modo de los llamados “viajes astrales,” por los planos más sutiles que el físico –planos de nuestra propia realidad multidimensional, que constituyen dimensiones desconocidas por la mayoría–. En sus primeros libros, Relatos de un viajero del astral, o Tierra de Esmeralda, contaron ya todo ello. Pronto, al ir devorando sus libros con gran interés, fui comprobando que la terminología y los problemas, a pesar de presentarse siempre como una investigación personal, libre de escuela determinada, coincidían mucho con la terminología y los problemas por los que tan atraído me había sentido a través de Bailey y de V. Beltrán. En Wesak, otro de los libros de los que guardo un recuerdo más bello, en Vestidos de luz, en Aquel que viene, se iba perfilando cada vez más, aunque siempre de forma nueva y original, la coherencia de su pensamiento. Y ¡cómo no! he aquí que “el Tibetano,” el Maestro D.K., hace su aparición, en repetidas ocasiones, en varios de sus libros, como uno de aquellos que camina junto a ellos, se dirige a ellos y comparte con ellos su sabiduría. Wesak es justamente el nombre del festival espiritual cuya importancia D.K. había revelado a través de A. Bailey. Corresponde a la Luna llena de Tauro, en mayo (o finales de abril), y constituye el momento de mayor intensidad espiritual para el planeta Tierra. Es el momento en que el Buda, cumpliendo su promesa de no entrar en el nirvâna hasta que el último ser humano no lo haga con él, desciende hasta el plano etérico del planeta irradiando unas sublimes bendiciones, transmitiendo unas poderosas energías extraplanetarias que en tal momento, en la oposición entre el Sol en Tauro y la Luna en Escorpio, la Jerarquía espiritual del planeta, la Gran Fraternidad Blanca, con Cristo como Guía de Maestros y de Ángeles, se encarga de canalizar, reduciendo su frecuencia vibratoria a fin de que sea integrable y provechosa para la Humanidad. Esta ceremonia, paradigma del ritual propio de la Nueva Era, ocurre sobre todo en los planos internos, allí donde los Maestros, Iniciados y discípulos avanzados se reúnen conscientemente con el objetivo de trabajar para y con la Humanidad menos iluminada. No obstante, también en el plano físico se realiza una ceremonia en un valle de los Himalayas, donde acuden físicamente muchos Maestros e Iniciados, para prolongar la cadena de transmisión en la que participan asimismo todos los miembros del Nuevo Grupo de Servidores del Mundo, aquellos cuyas almas despiertas han adoptado un cierto compromiso jerárquico, antes de encarnar en esta vida, de cara a colaborar en el despertar de la humanidad en estos cruciales momentos de cambio de era.

Pues bien, después de haber leído ya tres o cuatro de sus libros, tuve la oportunidad de escuchar varias de las conferencias de Anne y Daniel, la primera de ellas en la comunidad de Lucinges. Recuerdo que en aquel momento estaban especialmente centrados en la sanación esotérica, tal como habían expuesto en su obra Vestidos de luz, en la que proponen un método para visualizar el aura (los vestidos de luz que cada uno porta consigo) y para sanar áuricamente ciertos procesos de desarmonía, desorden o malestar profundo. Aunque entonces no se trataba de atender a pacientes, sino de hablar de sus experiencias y luego cenar juntos en Lucinges, al parecer había una mujer bastante enferma a la que accedieron a atender. Coincidió que se hallaba en una habitación contigua a la nuestra y puedo decir que pronto se hizo un silencio y una atmósfera psíquico-espiritual tan luminosa y armoniosa que era fácil entrar en un estado de meditación profunda y gozar sutilmente de ese acto de amor curativo.

Meses después tuve ocasión de escucharles de nuevo, esta vez en Suiza, ante un auditorio de más de trescientas personas, pues a medida que se fueron publicando sus libros, su fama fue creciendo. A mi entender no sin razón, pues no es fácil encontrar quien pueda hablar por experiencia propia de estos temas con la sencillez y la soltura con que ellos lo hacen. Mucha gente queda desconcertada ante la viveza de sus narraciones y la riqueza de detalles que ofrecen y lo tacha de cuento de hadas o de pura fantasía, otros quedan entusiasmados como yo quedé desde el principio. Y debo decir que he mantenido esa fidelidad a sus obras. Siempre me ha parecido que sus narraciones desprendían la fragancia de la autenticidad, pese a la fácil acusación, que muchas veces he escuchado, de que se hallaban “en el astral,” expresión frecuente en ciertos medios esotéricos para descalificar a aquellas personas o enseñanzas que se asientan en dicho nivel. Y es cierto que, el título mismo del que me parece que fue el primero de sus libros, Récits d’un voyageur de l’astral, puede hacernos pensar en ello. También es cierto que los detalles de sus descripciones pueden verse como pertenecientes al plano astral. En cualquier caso se trataría de un astral sutil, de uno de sus subplanos más elevados y que no se halla exento de cierta realidad, aunque sólo sea como espejo que refleja verdades de planos superiores. A este respecto puede pensarse que su contacto con ciertos Guías sigue igualmente dentro del plano astral y que la presencia de elevados Maestros, como es el caso de D.K., no sería sino la réplica en el astral de su verdadero Ser personal. No estoy seguro de ello, pero una vez más me parece secundario en relación al estado de conciencia que transmiten y propician sus libros, a la información en ellos ofrecida y a la acertada manera de presentarlo. ¡Cuántas veces me había quedado dudando a la hora de recomendar algún libro de introducción al esoterismo, a la concepción de la Nueva Era, a la manera de entender una nueva espiritualidad, y cuántas veces he recomendado posteriormente algunos de sus libros como tal introducción! El caso es que, a través de los libros de Anne y Daniel, y de su presencia, a quienes siento como hermanos del alma, la concepción esotérica ya afianzada en mí por las influencias anteriores ya relatadas, se fue fortaleciendo todavía más: era como un punto de luz más, en esa dirección, sobre todo en los momentos de dudas de la mente.

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Pero una influencia todavía mayor en este mismo enfoque esotérico tendría su origen también en Francia, en el mismo Lucinges, desde el primer día que llegamos a la comunidad. Todo comenzó con un vídeo que alguno de los miembros de la comunidad puso mientras estábamos dentro de la casa, sin que se tratara oficialmente de verlo. Estábamos caminando y hablando por la casa mientras pasaba el vídeo, y casi como de refilón, de pronto oigo cómo la joven que está dando la conferencia menciona los nombres de Morya y Kuthumi, los Maestros inspiradores de la Sociedad Teosófica, regentes de los âshramas de la Jerarquía del 1° y del Rayo, presentes en la obra de Bailey y en la de Beltrán, como hemos visto anteriormente. Pero, aparte de tales nombres, al dirigirse mi atención hacia la charla del vídeo me veo atraído enormemente por todo lo que está diciendo y por la manera de decirlo. Preguntamos quién era y se nos dijo que era Ghislaine, una joven que desde hacía algunos años “transmitía,” “canalizaba” o “expresaba a través de la telepatía superior” las enseñanzas de un elevado Maestro. Nos dijeron que de vez en cuando iba a Lucinges a ofrecer una de tales “transmisiones”. Me quedé con unas ganas inmensas de asistir a una de ellas. Conservé el programa y no pasarían muchos meses antes de que volviésemos a recorrer los 500 o 600 km que separaban ambos puntos de Francia. Ahora ya no era vídeo, era en vivo. En la sala del pequeño pueblecito de Lucinges estaríamos unas 120 o 140 personas. Ghislaine subió al estrado. Era joven, de unos veintitantos años. En la sala se hizo el silencio. Cerró los ojos durante unos segundos y saludó: «Bon jour». Preguntó cuáles eran las preguntas de la sala. La persona encargada de ello había recogido por escrito las preguntas que la gente quería plantear y comenzó a leer la primera. Dos o tres preguntas bastaron para que durante más de dos horas asistiéramos a un despliegue de conocimientos esotéricos y, sobre todo, de sabiduría para la vida. Al mismo tiempo, la atmósfera psíquica y espiritual de la sala era bellísima. Un silencio gozoso y luminoso facilitaba la comunicación en tre el Guía (cuyo nombre no ha sido revelado, si bien ha insinuado que se podría utilizar el término Pastor para referirse a él) y la sala. Pues, tal como luego vería con mayor claridad, a partir de las preguntas formuladas, Pastor, abarcando en su conciencia a la sala entera y percibiendo las inquietudes más profundas de todos y cada uno de los allí presentes, desarrollaba justo aquello que resultaba más conveniente para la sala en su conjunto, o en ocasiones para algunos de los presentes de manera particularizada. No exagero al confesar que salí embelesado, con la convicción no sólo de que un Maestro de Sabiduría nos había hablado, sino incluso con el gozo, con la impresión de que había leído lo más secreto de mi corazón y había dado respuesta a ello. Es muy difícil acertar a transmitir estas impresiones, pero tengo que decir que tanto la calidad vibratoria de la reunión (cual si ángeles de luz, de paz y de amor nos envolviesen mientras Pastor hablaba, o como si su poderosa y amorosa aura nos abrazase en su manto de luz) como la altura, belleza y precisión de las enseñanzas dejaron una huella muy profunda en mí. De tal manera que volví en dos ocasiones, una más en Lucinges y otra en Ginebra, lugar de residencia de Ghislaine Gualdi y de la gente que se ha encargado de distribuir las cintas de sus conferencias, bajo la denominación de OMnia.

Desde 1985 a 1994, durante diez años justos, de manera ininterrumpida y abundante Pastor ha hablado a través de G. Gualdi. Al menos de esos años conservamos grabaciones, la primera de ella, del 4 de julio de 1985, la última del 26 de junio de 1994. Tuve la fortuna de conservar la dirección y, años más tarde, pude solicitar algunas de las grabaciones, las cuales han constituido para mí, durante mucho tiempo, uno de los alimentos espirituales más intensos y sabrosos, una de las luces más brillantes y clarificadoras, una de las presencias más embargadoras y familiares, una de las presentaciones de la verdad con las que mayor sintonía he experimentado y experimento.

«OMnia es una joven que practica una telepatía de alto nivel y que acepta responder, con el objetivo de servir, a las preguntas de orden general o espiritual presentadas a Pastor, su Guía cósmico», dice la presentación del índice de grabaciones pertenecientes a los años citados.

De algunos años contamos con 12 o 14 conferencias, de otros hasta 20. En ocasiones de tres y hasta cuatro horas de duración, generalmente de dos o dos horas y media. Durante 10 años supone más de 150 conferencias en cada una de las cuales uno tiene la impresión de asistir a un acontecimiento cósmico. Y es que no es para menos cuando uno tiene la fortuna de escuchar las palabras de un Maestro de Sabiduría. Y en pocas ocasiones la certeza de estar escuchando palabras de semejante altura y autenticidad es tan firme, al menos en mi caso. En bastantes ocasiones, a lo largo de mi peregrinaje espiritual se me ha planteado la duda acerca de la autenticidad o validez, altura o calidad de lo que he escuchado o visto. O incluso cuando no había razones para dudar, el impacto sobre mí no ha sido tan profundo (Ananda Mayee, Anandamurti, Krishnamurti, Sai Baba, Amritananda Mayee, serían ejemplos de ello) como lo ha sido con OMnia/Pastor. Este disfrute espiritual y esotérico, el gozo por poder beber de este agua que sacia y poder compartir esta “espiritualidad esotérica de la Nueva Era,” dura hasta el momento presente, pues son muchas las cintas que he ido pidiendo, y cada vez que escucho una de ellas es una bendición que clarifica y fortalece mi visión y mi actitud, mi energía interior y mi pensamiento, mi confianza y mi convicción respecto a la existencia de Maestros de Sabiduría como Pastor. Es quizás el broche final de la cosmovisión esotérica con la que más identificado me he sentido y me siento, la concepción del mundo que despierta en mi interior a través de Blavatsky y el largo equipo de teósofos que comienza con A. Besant y C.W. Leadbeater, pero continúa con A. Powell, E. Schuré, Y. Ramacharaka, Jinarajadasa o Taimni; concepción teosófica algo confusa en su presentación que se profundiza, clarifica y depura con la grandiosa obra de A. Bailey, cobra vida y cercanía con la presencia, el testimonio y las enseñanzas de V. Beltrán, recibe retoques y matices de muchos autores entre los que he destacado a Anne y Daniel Meurois Givaudan, pero de los que podrían citarse otros afines a la presentación posteosófica como Dane Rudhyar o Ciril Scott, y llega a su plena madurez y consumación con la fuerza, flexibilidad y actualización enriquecedora de las palabras de Pastor/OMnia.

No es cuestión de pasar revista a los temas desplegados por Pastor, quien ha insistido, por otra parte, en que no era su propósito ofrecer una “nueva” enseñanza ni una gran revelación, sino transmitir una llama y una confianza, una esperanza y una fuerza anímica, que realmente se despiertan al vibrar con una conciencia tan luminosa y sabia. Digamos tan sólo que se parte de la realidad del momento crucial en que se encuentra la humanidad. Se va a producir un “impasse,” una “pausa” –decía Pastor en la última grabación que conservamos de OMnia– sobre todo en los campos de la Economía, las Finanzas y la Política (áreas relacionadas con el rayo, relacionado a su vez con el planeta-arquetipo Urano-Prometeo, regente del signo zodiacal de Acuario, y por tanto en estrecha relación con la Nueva Era de Acuario), pues para pasar a otra civilización hay que esperar a que se derrumben los viejos y gastados edificios, corroídos por la corrupción y la mentira, o mejor dicho, no hay que esperar, sino que al mismo tiempo que tales áreas dejan de recibir energía y atención por parte de la Jerarquía, otras áreas, otros proyectos, un nuevo suelo sobre el que edificar la nueva humanidad, están ya en preparación y recibiendo la atención de los Maestros que conocen el Plan y lo sirven, ayudando de mil modos a la humanidad, sobre todo enviando telepáticamente las ondas que contienen las semillas del futuro, la nueva vibración que ha de implantarse.

Cuántas veces me ha dado la impresión de estar escuchando al mismo Tibetano, al Maestro D.K. (no me extrañaría que fuera él). Por la terminología, por los temas, por las referencias, por las preocupaciones. Pero, al mismo tiempo, de un modo tan nuevo y fresco, tan actualizado, tan variado. Desde temas cosmogónicos, como el papel de los Grandes Devas, Arcángeles y Elohim en su elaboración de los mundos, hasta cuestiones concretas y candentes como las raíces ocultas de enfermedades como el cáncer y el sida, o en su momento la crisis del Golfo Pérsico. Pero lo característico es la amplitud de la visión, la referencia constante a los Maestros de Sabiduría que forman parte de Shamballa y la Jerarquía de nuestro planeta, sin faltar referencias a Jerarquías extraplanetarias, sea en las Pléyades o en Sirio, aunque este “esoterismo galáctico” (como me gusta llamarlo) que recientemente abunda sigue estando en un segundo plano. Es el trabajo interno, la actitud que hay que adoptar ante los problemas cotidianos, la clarificación del sentido de la meditación y el modo de practicarla, la llamada a trascender nuestras ataduras, nuestros conflictos y traumas psicológicos apelando a la fuerza de nuestra alma, lo que abunda en sus conferencias.

En fin, una vez más, desde el fondo de mi corazón y de mi alma, brota con fuerza y reconocimiento un enorme agradecimiento hacia Pastor por todo lo que ha vivificado en mi alma, todo lo que ha clarificado en mi mente, todo lo que ha llenado mi alma, con esa renovada y fortalecida confianza en la existencia del Gran Sentido, por una parte, y de los Maestros de Sabiduría, por otra, pero también y sobre todo en la presencia y luminosidad de nuestra propia alma, como ser de luz que trata de hacerse cada vez más presente en nuestras vidas, pese a las dificultades y crisis de la personalidad que irremisiblemente nos es necesario vivir.

* Darshan: momento en que el Maestro se hace presente entre sus discípulos. (N. del A.)

La llamada (de la) Nueva Era

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