Читать книгу Helter Skelter: La verdadera historia de los crímenes de la Familia Manson - Vincent Bugliosi - Страница 10
LUNES, 11 DE AGOSTO DE 1969
ОглавлениеA las doce y cuarto de la noche, asignaron el caso a Robos-Homicidios. El sargento Danny Galindo, que había pasado la noche anterior en el turno de vigilancia en el domicilio de Tate, fue el primer inspector en llegar, hacia la una de la mañana. Poco después se sumó el inspector K.J. McCauley y varios inspectores más, en tanto que una unidad adicional, pedida por Cline, acordonó el terreno. Sin embargo, igual que en los homicidios del caso Tate, los periodistas, que ya habían empezado a llegar, al parecer tuvieron pocas dificultades para conseguir información confidencial.
Galindo realizó un registro minucioso del domicilio, de una planta. A excepción de las lámparas tiradas, no había signos de forcejeo. Tampoco había pruebas de que el móvil hubiera sido el robo. Entre los artículos que Galindo registraría en el informe del administrador público del condado31, había un anillo de oro de hombre, con una piedra principal que era un diamante de un quilate, y otras piedras que también eran diamantes, solo un poco más pequeños; dos anillos de mujer, ambos caros, ambos a plena vista en el tocador del dormitorio; collares, pulseras, material de cámara fotográfica, revólveres, escopetas y rifles; una colección de monedas, una bolsa de monedas de cinco centavos fuera de circulación, hallada en el maletero del Thunderbird de Leno, con un valor bastante superior al nominal de cuatrocientos dólares; la cartera de Leno LaBianca, con tarjetas de crédito y dinero en efectivo, en la guantera del coche; varios relojes, uno de ellos un cronómetro muy caro de los que se utilizan en las carreras de caballos, junto con muchos otros artículos que podían venderse con facilidad.
Varios días después Frank Struthers regresó al domicilio con la policía. Los únicos artículos que faltaban, por lo que pudo determinar, eran la cartera y el reloj de pulsera de Rosemary.
Galindo no pudo encontrar indicios de que se hubiera forzado la entrada. Sin embargo, al probar la puerta trasera, descubrió que era muy fácil abrirla con una palanca. Fue capaz de abrirla solo con una tira de celuloide.
Los inspectores descubrieron varias cosas más. El tenedor de trinchar con mango de marfil que sobresalía del estómago de Leno pertenecía a un juego hallado en un cajón de la cocina. Había cortezas de sandía en el fregadero. También había salpicaduras de sangre, tanto allí como en el baño trasero. Y se encontró un trozo de papel empapado en sangre en el suelo del comedor, con una punta raída que indicaba que posiblemente se había utilizado para escribir las palabras en letra de imprenta.
En muchos aspectos las actividades del resto de aquella noche en el 3301 de Waverly Drive fueron una repetición de las que se habían desarrollado en el 10050 de Cielo Drive menos de cuarenta y ocho horas antes. Hasta con el mismo reparto, en algunos casos, porque el sargento Joe Granado llegó hacia las tres y media de la mañana para tomar muestras de sangre.
La muestra del fregadero no fue suficiente para determinar si era sangre animal o humana, pero todas las otras muestras dieron positivo en la prueba de Ouchterlony, lo cual indicaba que eran de sangre humana. La sangre del baño trasero, así como toda la sangre próxima al cadáver de Rosemary LaBianca, era del grupo A, el grupo sanguíneo de Rosemary LaBianca. Todas las otras muestras, incluida la tomada del papel arrugado y de las distintas pintadas, eran del grupo B, el de Leno LaBianca.
En esta ocasión Granado no analizó los subgrupos de ninguna muestra.
Los de huellas dactilares de la SID, los sargentos Harold Dolan y J. Claborn, levantaron un total de veinticinco huellas latentes. Todas ellas, menos seis, se identificarían después como pertenecientes a Leno, Rosemary Frank. Para Dolan, a partir del examen de las zonas donde debería haber huellas pero no había, era obvio que se habían esforzado por destruirlas. Por ejemplo, no había siquiera una mancha en el mango de marfil del tenedor de trinchar, en el tirador de cromo de la puerta de la nevera, o en el acabado de esmalte de la propia puerta, todas ellas superficies que se prestan fácilmente a recibir huellas latentes. Al examinar con detenimiento la puerta de la nevera, vieron marcas que indicaban que le habían pasado un trapo.
Cuando hubo terminado el fotógrafo de la policía, un ayudante del coroner supervisó el traslado de los cadáveres. Las fundas de almohada se dejaron donde estaban, encima de las cabezas de las víctimas; los cables de lámpara se cortaron cerca de la base, de forma que los nudos quedaran intactos para su análisis. Un representante del Departamento de Regulación Animal se llevó los tres perros, que fueron hallados dentro de la casa a la llegada de los primeros agentes.
Quedaron las piezas del rompecabezas. Pero al menos esta vez podía discernirse un patrón parcial, en las similitudes:
Los Ángeles, California; noches consecutivas; asesinatos múltiples; víctimas, blancos acomodados; múltiples heridas de arma blanca; increíble violencia; ausencia de móvil convencional; ninguna prueba de que hubieran registrado la vivienda o robado; cuerdas alrededor del cuello de las dos víctimas del caso Tate, cables alrededor del cuello de los LaBianca. Y la letra de imprenta con sangre.
Sin embargo, en menos de veinticuatro horas la policía concluiría que no había relación entre los dos casos de asesinatos.
SEGUNDO HOMICIDIO RITUAL
MATAN A UNA PAREJA DE LOS FELIZ;
SE HA VISTO RELACIÓN CON EL QUÍNTUPLE ASESINATO
Los titulares de las portadas saltaban a la vista aquel lunes por la mañana. Los programas de televisión se interrumpieron para poner al corriente a los espectadores. Para los millones de angelinos que viajaban a diario al trabajo por las autopistas, las radios de los coches no parecieron emitir mucho más32.
Fue entonces cuando empezó el miedo.
Cuando se reveló la noticia de los homicidios del caso Tate, incluso aquellos que conocían a las víctimas estaban menos asustados que horrorizados, porque al mismo tiempo llegó el anuncio de que se había detenido a un sospechoso, acusado de los asesinatos. No obstante, Garretson estaba en prisión cuando se produjeron aquellos otros asesinatos. Y cuando lo pusieron en libertad aquel lunes —con la misma cara de desconcierto y miedo que cuando lo «apresó» la policía—, se desató el pánico. Y se extendió.
Si Garretson no era culpable, entonces quienquiera que lo fuese andaba todavía suelto. Si aquello pudo suceder en lugares tan apartados como Los Feliz y Bel Air, a personas tan distintas como famosos de la comunidad del cine y el dueño de un supermercado y su esposa, entonces podría pasar en cualquier sitio, a cualquiera.
A veces el miedo se puede medir. Entre los barómetros: en dos días una tienda de artículos de caza de Beverly Hills vendió doscientas armas de fuego; antes de los asesinatos, la media era de tres a cuatro al día. Algunos cuerpos de seguridad privada duplicaron y luego triplicaron el personal. Los perros guardianes, que antes valían doscientos dólares, se vendían ya a mil quinientos. Los proveedores se quedaron pronto sin ejemplares. Los cerrajeros alegaban retrasos de dos semanas en los pedidos. Aumentaron de repente los partes de disparos accidentales y de personas sospechosas.
La noticia de que se habían producido veintiocho asesinatos en Los Ángeles aquel fin de semana (cuando la media era de uno al día) no ayudó precisamente a rebajar el temor.
Se dijo que Frank Sinatra estaba escondido, que Mia Farrow no quería asistir al funeral de su amiga Sharon porque, como explicó un familiar, «Mia tiene miedo a ser la siguiente»; que Tony Bennett se había trasladado de su bungaló ubicado en los terrenos del Hotel Beverly Hills a una suite del interior «para mayor seguridad»; que Steve McQueen llevaba ya un arma debajo del asiento delantero de su deportivo; que Jerry Lewis había instalado un sistema de alarma en su casa que incluía un circuito cerrado de televisión. Connie Stevens confesó después que había convertido su casa de Beverly Hills en una fortaleza. «Sobre todo por los asesinatos del caso Sharon Tate. Todo el mundo estaba aterrorizado.»
Las amistades se truncaban, las aventuras terminaban, la gente salía de repente de las listas de invitados, las fiestas se cancelaban… porque el miedo trajo la sospecha. Casi cualquiera podía ser el asesino o uno de los asesinos.
Una nube de temor se cernía sobre el sur de California, más densa que el smog. No se disiparía durante meses. Todavía el mes de marzo siguiente, William Kloman escribiría en Esquire: «En las mansiones de Bel Air, el terror hace que la gente vuele al teléfono cuando se cae la rama de un árbol fuera».
POLITICAL PIGGY—Hinman.
PIG—Tate.
DEATH TO PIGS—LaBianca.
En los tres casos, escrito con la sangre de una de las víctimas.
El sargento Buckles siguió pensando que aquello no era lo suficiente importante como para hacer más comprobaciones.
David Katsuyama, ayudante de forense, realizó las autopsias del caso LaBianca. Antes de comenzar, quitó las fundas de almohada de las cabezas de las víctimas. Solo entonces se descubrió que además del tenedor de trinchar incrustado en el abdomen, a Leno LaBianca le habían clavado un cuchillo en la garganta.
Como nadie del personal presente en el lugar de los crímenes había observado el cuchillo, aquello se convirtió en una clave de polígrafo del caso LaBianca. Hubo dos más. Por algún motivo, aunque la frase DEATH TO PIGS se había filtrado a la prensa, no había ocurrido lo mismo con RISE ni con HEALTER SKELTER.
Leno A. LaBianca, 3301 de Waverly Drive, hombre blanco, cuarenta y cuatro años, un metro y ochenta centímetros, cien kilos, ojos marrones, pelo castaño (…)
Nacido en Los Ángeles, hijo del fundador de State Wholesale Grocery, Leno entró en la empresa familiar después de ir a la Universidad del Sur de California, y acabó siendo presidente de Gateway Markets, una cadena del sur de California.
Por lo que pudo determinar la policía, Leno no tenía enemigos. Pero pronto descubrieron que él también tenía un lado secreto. Los amigos y los familiares lo calificaron de tranquilo y conservador, pero se asombraron al saber, después de su muerte, que poseía nueve purasangres de carreras, siendo el más destacado de ellos Kildare Lady, y que era un jugador empedernido que frecuentaba el hipódromo casi todos los días de carreras, y a menudo apostaba quinientos dólares de una tacada. Tampoco sabían que en el momento de su muerte debía unos doscientos treinta mil dólares.
Las semanas siguientes los inspectores del caso LaBianca harían un trabajo extraordinario para no perderse por el intrincado laberinto de las complejas finanzas de Leno. Sin embargo, la posibilidad de que hubiera sido víctima de algún prestamista se vino abajo cuando se supo que la propia Rosemary LaBianca tenía bastante dinero, con activos más que suficientes para pagar las deudas de Leno.
Un antiguo socio de Leno, también de origen italiano, que sabía que apostaba, dijo a la policía que creía que la mafia podría haber cometido los asesinatos. Admitió que no tenía pruebas para sostener tal cosa; no obstante, los inspectores se enteraron de que durante un periodo breve Leno formó parte de la junta directiva de un banco de Hollywood que las unidades de inteligencia del LAPD y de la Oficina del Sheriff de Los Ángeles creían que estaba financiado con «dinero gangster». No pudieron demostrarlo, aunque varios miembros de la junta fueron acusados y condenados por pertenecer a una trama que obtenía dinero mediante cheques sin fondo. La posibilidad del vínculo con la mafia se convirtió en una de las diversas pistas que habría que verificar.
Leno no tenía antecedentes penales; Rosemary tenía una multa de tráfico que se remontaba a 1957.
Leno tenía un seguro de cien mil dólares. Había que repartirlos a partes iguales entre Susan, Frank y los tres hijos que había tenido Leno en un matrimonio anterior, cosa que parecía descartar que aquel fuera el móvil.
Leno LaBianca murió en la casa donde había nacido. Rosemary y él se habían mudado a la casa familiar, que Leno había comprado a su madre en noviembre de 1969.
Causa de la muerte: múltiples heridas de arma blanca. La víctima tenía doce heridas de arma blanca, además de catorce perforaciones realizadas con un tenedor de dos dientes, que sumaban un total de veintiséis heridas distintas. Seis de ellas pudieron ser mortales de necesidad.
Rosemary LaBianca, 3301 de Waverly Drive, mujer blanca, treinta y ocho años, un metro y sesenta y cinco centímetros, cincuenta y seis kilos, pelo castaño, ojos marrones (…)
Probablemente ni siquiera Rosemary sabía mucho de sus primeros años de vida. Se creía que nació en Méjico de padres norteamericanos, y que luego quedó huérfana o fue abandonada en Arizona. Permaneció allí en un orfanato hasta los doce años, cuando fue adoptada por la familia Harmon, que la llevó a California. Conoció a su primer marido trabajando de camarera en un restaurante drive in, el Brown Derby, de Los Feliz, a finales de los años cuarenta, cuando todavía no había cumplido los veinte. Se separaron en 1958, y fue poco después, trabajando de camarera en Los Feliz Inn, cuando conoció a Leno LaBianca y se casó con él.
Su antiguo marido hizo la prueba del polígrafo y lo exoneraron de cualquier participación en los crímenes. Hablaron con antiguos empleadores y novios, y con socios actuales. Ninguno de ellos pudo recordar a nadie que le tuviera aversión.
Según Ruth Sivick, socia de Rosemary en la Boutique Carriage, Rosemary tenía ojo para los negocios. No solo triunfaba la tienda: Rosemary invertía en acciones y materias primas, y le iba bien. Hasta qué punto, solo se supo al validar el testamento, cuando se descubrió que había dejado dos millones seiscientos mil dólares. Abigail Folger, la heredera de los asesinatos de Cielo, había dejado menos de una quinta parte de esa cantidad.
La Sra. Sivick vio por última vez a Rosemary el viernes, cuando fueron a comprar para la tienda. Rosemary telefoneó el sábado por la mañana para decirle que tenía planeado ir en coche hasta el lago Isabella, y le pidió que se pasara por casa aquella tarde para dar de comer a los perros. Los LaBianca tenían tres perros. Los tres ladraron con fuerza cuando se acercó a la casa en torno a las seis de la tarde. Después de darles de comer —sacó la comida para perros de la nevera—, la Sra. Sivick revisó las puertas —estaban todas cerradas con llave— y se fue.
El testimonio de la Sra. Sivick estableció que quienquiera que limpiara de huellas el tirador de la nevera con un trapo lo hizo algún momento después de que fuera ella allí.
Rosemary LaBianca: de camarera de restaurante drive in a millonaria a víctima de asesinato.
Causa de la muerte: múltiples heridas de arma blanca. La víctima tenía un total de cuarenta y una. Seis de ellas pudieron ser mortales de necesidad.
Leno LaBianca recibió todas las heridas menos una en la parte anterior del cuerpo; treinta y seis de las cuarenta y una ocasionadas a Rosemary LaBianca se encontraban en la espalda y las nalgas. Leno no tenía heridas defensivas, cosa que indicaba que probablemente le ataron las manos antes de apuñalarlo. Rosemary presentaba una herida defensiva de arma blanca en la mandíbula izquierda. Esta herida, y el cuchillo en la garganta de Leno, indicaban que la colocación de las fundas de almohada encima de las cabezas de las víctimas fue tardía, posiblemente incluso posterior a las muertes.
Identificaron las fundas de almohada, que eran de los LaBianca. Las habían quitado de las dos almohadas de su cama.
El cuchillo hallado en la garganta de Leno también era de la familia; aunque de un juego diferente al del tenedor, iba con otros cuchillos que encontraron en un cajón de la cocina. La dimensiones de la hoja eran: longitud, 12,1 centímetros; grosor, milímetro y medio; anchura, en el punto más ancho, dos centímetros; en el más estrecho, 0,7 centímetros.
Los inspectores del caso LaBianca apuntaron después en el informe: «El cuchillo recuperado de la garganta parecía ser el arma utilizada en los dos homicidios».
Lo cual no pasaba de ser una suposición, porque por algún motivo, el Dr. Katsuyama, a diferencia de su superior, el Dr. Noguchi, que llevó las autopsias del caso Tate, no tomó las medidas de las heridas. Y los inspectores asignados al caso LaBianca tampoco pidieron esos datos.
Las repercusiones de esa única suposición fueron inmensas. Una sola arma indicaba que probablemente solo hubo un asesino. Que el arma utilizada fuera de la vivienda significaba que el asesino llegó probablemente desarmado, y que decidió matar a la pareja en algún momento después de entrar en el edificio. Lo cual a su vez daba a entender: uno, que el asesino llegó con el propósito de cometer un robo o algún otro delito, y luego le sorprendió la vuelta a casa de los LaBianca, o dos, que las víctimas conocían al asesino, y que confiaban en él lo suficiente para dejarle entrar en casa a las dos de la mañana o más tarde.
Una suposición de nada, pero después traería muchos, pero muchos problemas.
Igual que la hora estimada de la muerte.
Cuando los inspectores pidieron a Katsuyama que determinara la hora, este propuso las tres de la tarde del domingo. Cuando otras pruebas parecieron contradecir esa hora, los inspectores volvieron a Katsuyama a pedirle que la calculara de nuevo. Entonces decidió que Leno LaBianca falleció en algún momento entre las doce y media de la noche y las ocho y media de la tarde del domingo, y que Rosemary murió una hora antes. Sin embargo, advirtió Katsuyama, la temperatura de la habitación y otras variables podían afectar al cálculo de la hora.
Todo ello era tan poco concluyente que los inspectores lo dejaron de lado sin más. Sabían, gracias a Frank Struthers, que Leno era un animal de costumbres. Todas las noches compraba el periódico, luego lo leía antes de acostarse, empezando siempre por la sección de deportes. Esa sección estaba abierta sobre la mesa de centro, al lado de las gafas de leer de Leno. A partir de eso y de otras pruebas (Leno llevaba pijama, no se habían acostado en la cama a dormir y demás) concluyeron que los asesinatos se produjeron probablemente alrededor de una hora después de que los LaBianca abandonaran el puesto de periódicos de Fokiano, o en algún momento entre las dos y las tres de la mañana del domingo.
Tan pronto como el lunes, la policía minimizaba las semejanzas entre los dos crímenes. El inspector K.J. McCauley dijo a los periodistas: «No veo ninguna relación entre estos asesinatos y los otros. Hay demasiadas diferencias. No veo ninguna relación, sin más». El sargento Bryce Houchin observó: «Hay cierta semejanza, pero no sabemos si es el mismo sospechoso o un imitador».
Había varios motivos para descartar las semejanzas. Uno era la falta de relación aparente entre las víctimas; otro, la distancia entre los crímenes. Otro más, y de mayor importancia a la hora de concebir un móvil, que se hallaron drogas en el 10050 de Cielo Drive, pero no en el 3301 de Waverly Drive.
Y quedaba otro motivo, quizás el de más peso. Incluso antes de que pusieran en libertad a Garretson, los inspectores del caso Tate ya tenían no uno, sino varios sospechosos más, muy prometedores.