Читать книгу Helter Skelter: La verdadera historia de los crímenes de la Familia Manson - Vincent Bugliosi - Страница 8

SÁBADO, 9 DE AGOSTO DE 1969

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Había tanto silencio —diría después una de las personas que cometió los asesinatos— que casi se oía el tintineo del hielo en las cocteleras de las casas a lo lejos, cañón abajo.

Los cañones que hay sobre Hollywood y Beverly Hills engañan con los sonidos. Un ruido que se oye a la perfección a un kilómetro y medio puede ser imposible de distinguir a unos cien metros.

Aquella noche hacía calor, pero no tanto como la noche anterior, cuando la temperatura no había bajado de los treinta y tres grados. La ola de calor de tres días había comenzado a remitir un par de horas antes, hacia las diez de la noche del viernes, para el alivio psicológico además de físico de los angelinos, que recordaban que una noche así, solo cuatro años antes, había estallado la violencia en el barrio de Watts. Aunque ya llegaba la niebla de la costa del Pacífico, en Los Ángeles propiamente dicha seguía haciendo un calor bochornoso, sofocada por sus propias emisiones. Pero allí, muy por encima de la mayor parte de la ciudad, y normalmente por encima incluso del smog, hacía cinco grados menos. Con todo, seguía haciendo bastante calor, de modo que muchos vecinos de la zona durmieron con las ventanas abiertas, con la esperanza de recibir alguna brisa errabunda.

Bien mirado, es sorprendente que no oyera algo más gente.

Pero, por otro lado, era tarde, justo después de la medianoche, y el 10050 de Cielo Drive estaba apartado.

Al estar apartado, también era vulnerable.

Cielo Drive es una calle estrecha que serpentea repentinamente hacia arriba desde Benedict Canyon Road; una de las calles sin salida que pasa inadvertida con facilidad, aunque está justo enfrente de Bella Drive, y que acaba en la alta verja del 10050. Mirando a través de ella, no se veía ni la vivienda principal ni la casa de los invitados, algo más lejos, pero sí, hacia el final de la zona de aparcamiento pavimentada, una esquina del garaje y, un poco más allá, una cerca de madera de donde, en pleno mes de agosto, colgaban luces navideñas.

Las luces, que se veían durante la mayor parte del camino desde Sunset Strip, las puso la actriz Candice Bergen cuando vivía con el inquilino anterior del 10050 de Cielo Drive, Terry Melcher, productor televisivo y discográfico. Cuando Melcher, el hijo de Doris Day, se trasladó a la casa que tenía su madre en la playa, en Malibú, los nuevos inquilinos dejaron las luces. Aquella noche estaban encendidas, como todas las noches, y daban a Benedict Canyon un toque navideño que duraba todo el año.

Desde la puerta principal de la vivienda hasta la verja había más de treinta metros. Desde la verja hasta el vecino más próximo, el 10070 de Cielo Drive, había casi cien metros.

En el 10070 de Cielo Drive, el Sr. Seymor Kott y su esposa ya se habían ido a la cama, después de que los invitados a la cena se marcharan alrededor de medianoche, cuando la Sra. Kott oyó lo que parecieron tres o cuatro disparos en rápida sucesión que provenían de la verja del 10050. No comprobó la hora, pero después supuso que serían entre las doce y media y la una de la mañana. Como no oyó nada más, se durmió.

A unos mil doscientos metros justo al sur y colina abajo del 10050 de Cielo Drive, Tim Ireland era uno de los cinco monitores que supervisaban una acampada de una noche de unas treinta y cinco alumnas del colegio de niñas Westlake. Los otros monitores se habían acostado, pero Ireland se había ofrecido a velar durante la noche. Alrededor de la una menos veinte oyó, desde lo que pareció una gran distancia, hacia el norte o el noreste, una única voz masculina. El hombre gritó: «¡Por Dios, no, por favor! ¡No, no, no, por Dios!».

El grito duró entre diez y quince segundos, luego cesó. El repentino silencio fue casi tan espeluznante como el propio grito. Ireland revisó enseguida el campamento, pero todas las niñas estaban dormidas. Despertó a Rich Sparks, el jefe de estudios, que se había acostado dentro del colegio y, después de decirle lo que había oído, obtuvo su permiso para recorrer en coche la zona y ver si alguien necesitaba ayuda. Ireland hizo una ruta tortuosa desde la calle North Faring Road, donde estaba situado el colegio, hacia Benedict Canyon Road, al sur, hasta Sunset Boulevard, luego al oeste hacia Beverly Glen y de vuelta al colegio, al norte. No observó nada extraño, aunque sí que oyó el ladrido de varios perros.

Hubo otros sonidos durante las horas anteriores al alba aquel sábado.

Emmett Steele, que vivía en el 9951 de Beverly Grove Drive, se despertó con los ladridos de sus dos perros de caza. La pareja por lo general no hacía caso a los sonidos corrientes, pero se volvía loca cuando oía disparos. Steele salió a echar un vistazo alrededor, pero, como todo estaba en su sitio, volvió a la cama. Calculó que serían entre las dos y las tres de la mañana.

Robert Bullington, empleado de Bel Air Patrol, un cuerpo de seguridad privada del que se sirven muchos propietarios de la acomodada zona, había aparcado delante del 2175 de Summit Ridge Drive, y tenía la ventanilla bajada, cuando oyó lo que parecieron tres disparos, con unos intervalos de segundos. Bullington dio parte. Eric Karlson, que estaba trabajando en la oficina de la sede de Bel Air Patrol, registró la llamada a las cuatro y once minutos de la mañana. A su vez, telefoneó a la División del Oeste de Los Ángeles del Departamento de Policía de Los Ángeles (LAPD), y pasó el parte. El agente que recibió la llamada comentó: «Espero que no se trate de un asesinato. Acaba de llegar un aviso de esa zona por unos gritos de una mujer».

Steve Shannon, repartidor de Los Angeles Times, no oyó nada extraño al subir pedaleando Cielo Drive entre las cuatro y media y las cuatro menos cuarto de la mañana. Pero cuando metió el periódico en el buzón del 10050, sí que se fijó en lo que parecía un cable telefónico colgado sobre la verja. También observó, a través de la verja y a cierta distancia, que la luz amarilla contra los insectos, a un lado del garaje, seguía encendida.

Seymour Kott también vio la luz y el cable caído cuando salió a por el periódico alrededor de las siete y media de la mañana.

Hacia las ocho de la mañana, Winifred Chapman bajó del autobús en el cruce de Canyon Drive con Santa Mónica. La Sra. Chapman, una mujer de piel negra clara de unos cincuenta y cinco años, era el ama de llaves del 10050 de Cielo Drive, y estaba molesta porque, gracias al horroroso servicio de autobús de Los Ángeles, iba a llegar tarde al trabajo. Sin embargo, la suerte pareció acompañarla. Justo cuando estaba a punto de buscar un taxi, vio a un hombre con el que había trabajado, el cual la llevó en coche casi hasta la verja.

Se fijó inmediatamente en el cable, que la preocupó.

Delante y a la izquierda de la verja, no oculto pero sin llamar tampoco la atención, había un poste metálico sobre cuyo extremo estaba el mecanismo de control de la verja. Cuando se apretaba el botón, la verja se abría. Había un mecanismo similar dentro del terreno, y los dos estaban colocados de forma que el conductor pudiera alcanzar el botón sin tener que salir del coche.

Por el cable, la Sra. Chapman pensó que a lo mejor la electricidad estaba desconectada, pero cuando apretó el botón, la verja se abrió. Sacó el Times del buzón y entró aprisa en la propiedad, donde observó un coche que no conocía en la entrada, un Rambler blanco, aparcado en un ángulo extraño. Pero lo pasó de largo, como hizo con varios coches más que se encontraban más cerca del garaje, sin pensar demasiado. No era tan raro que los invitados se quedaran a dormir. Alguien había dejado la luz exterior encendida toda la noche, y se acercó al interruptor de la esquina del garaje para apagarla.

Al final de la zona de aparcamiento pavimentada había un sendero de piedra que trazaba un semicírculo hasta la puerta principal de la vivienda. No obstante, giró a la derecha antes de llegar al camino para ir al porche de la entrada del servicio, en la parte de atrás del domicilio. La llave estaba escondida en una viga encima de la puerta. La bajó, abrió la puerta, entró y fue derecha a la cocina, donde descolgó el teléfono de extensión. Estaba cortado.

Pensando que debía avisar a alguien de que la línea estaba cortada, cruzó el comedor hacia el salón. Entonces se paró en seco, porque dos grandes baúles de camarote azules, que no estaban allí la tarde anterior cuando se fue, le impidieron avanzar… y también por lo que vio.

Parecía haber sangre en los baúles, en el suelo al lado de ellos, y en dos toallas que había en la entrada. No podía ver todo el salón (un largo sofá delante de la chimenea se lo impedía), pero en todas partes había manchas rojas. La puerta principal estaba entreabierta. Al mirar hacia fuera vio varios charcos de sangre en el porche de piedra. Y, más lejos, en el césped, vio un cadáver.

Gritó, se dio la vuelta y atravesó corriendo la casa para marcharse por el mismo camino que había tomado al entrar, pero, al bajar corriendo por la entrada de la casa, cambió de dirección hacia el botón de control de la verja. Al hacerlo, pasó por el otro lado del Rambler blanco y vio por vez primera que también había un cadáver dentro del coche.

Una vez fuera de la verja, corrió colina abajo hacia la primera casa, el 10070, llamó al timbre y aporreó la puerta. Como los Kott no respondieron, corrió hacia la siguiente casa, el 10090, golpeó la puerta y gritó: «¡Asesinato! ¡Muerte! ¡Cadáveres! ¡Sangre!».

Jim Asin, de quince años, estaba fuera, calentando el coche de la familia. Era sábado, él era miembro del Cuerpo Policial 800 de los Boy Scouts de América y estaba esperando a su padre, Ray Asin, para que lo llevara a la División del Oeste de Los Ángeles del LAPD, donde tenía previsto trabajar en la oficina. Para cuando llegó al porche, sus padres ya habían abierto la puerta. Mientras intentaba tranquilizar a la Sra. Chapman, que estaba histérica, Jim marcó el número de emergencias de la policía. Adiestrado por los Scouts para ser exacto, anotó la hora: las ocho y treinta y tres.

A la espera de la policía, el padre y el hijo se acercaron andando hasta la verja. El Rambler blanco estaba a unos diez metros dentro de la propiedad, demasiado lejos para distinguir nada del interior, pero sí que vieron que no había uno sino varios cables caídos. Parecía que los habían cortado.

Tras regresar a casa, Jim telefoneó a la policía por segunda vez y, unos minutos después, por tercera.

Hay cierta confusión en cuanto a lo que ocurrió exactamente con las llamadas. El informe policial oficial solo establece que «A las nueve horas y catorce minutos de la mañana, las unidades 8L5 y 8L62 del oeste de Los Ángeles recibieron una llamada de radio, “código dos, posible homicidio, 10050 de Cielo Drive”».

Las unidades eran coches patrulla con un agente. Jerry Joe DeRosa, que conducía la 8L5, llegó primero con el destello de las luces y el estruendo de la sirena15. DeRosa empezó a interrogar a la Sra. Chapman, pero le resultó difícil. No solo seguía histérica, sino que era imprecisa en relación a lo que había visto («sangre, cadáveres por todas partes»), y era difícil entender con claridad los apellidos y las relaciones. Polanski. Altobelli. Frykowski.

Ray Asin, que conocía a los vecinos del 10050 de Cielo, intervino. Rudi Altobelli era el dueño de la casa. Estaba en Europa, pero había contratado a un vigilante joven llamado William Garretson para que la cuidara. Garretson vivía en la casa de los invitados, al fondo de la propiedad. Altobelli había alquilado la vivienda principal a Roman Polanski, el director de cine, y a su esposa. Sin embargo, los Polanski se habían ido a Europa en marzo, y, mientras estaban fuera, dos amigos de ellos se habían mudado allí, Abigail Folger y Voytek Frykowski. La Sra. Polanski había vuelto hacía menos de un mes, y Frykowski y Folger se habían quedado con ella hasta el regreso de su marido. La Sra. Polanski era actriz de cine. Se llamaba Sharon Tate.

Interrogada por DeRosa, la Sra. Chapman fue incapaz de indicar de cuáles de estas personas eran los dos cadáveres que había visto, si es que eran de ellas. A los nombres añadió otro más, el de Jay Sebring, un renombrado estilista masculino amigo de la Sra. Polanski. Lo mencionó porque recordó haber visto su Porsche negro aparcado al lado del garaje junto a otros automóviles.

Después de coger un rifle del coche patrulla, DeRosa pidió a la Sra. Chapman que le enseñara a abrir la verja. Subió con cautela por la entrada de la propiedad hasta el Rambler y miró dentro por la ventanilla abierta. Sí, había un cadáver en el asiento del conductor, pero desplomado hacia el lado del pasajero. Varón, blanco, pelo rojizo, camisa de cuadros, pantalones vaqueros azules, camisa y pantalones empapados de sangre. Parecía joven, probablemente no llegaba a los veinte años.

Más o menos por entonces, la unidad 8L62, conducida por el agente William T. Whisenhunt, paró delante de la verja. DeRosa regresó andando y le dijo que tenía un posible homicidio. También le enseñó a abrir la verja, y los dos agentes subieron por la entrada, DeRosa todavía con el rifle, Whisenhunt con una escopeta. Cuando Whisenhunt pasó al lado del Rambler miró dentro y observó que la ventanilla del conductor estaba bajada, y que ni las luces ni el contacto estaban puestos. Luego la pareja registró los otros automóviles y, tras encontrarlos vacíos, el garaje y la habitación de encima. Tampoco había nadie.

Un tercer agente, Robert Burbridge, se sumó a ellos. Cuando los tres hombres alcanzaron el extremo de la zona de aparcamiento, vieron no uno sino dos cuerpos inertes en el césped. A lo lejos parecían maniquíes mojados con pintura roja y después arrojados al azar sobre la hierba.

Se los veía grotescamente fuera de lugar sobre el bien cuidado césped, con arbustos ajardinados, flores y árboles. A la derecha estaba la propia vivienda, alargada, laberíntica, que parecía más cómoda que ostentosa, con la lámpara de carruaje que brillaba con fuerza delante de la puerta principal. Más lejos, más allá del extremo sur de la casa, vieron una esquina de la piscina, de un verde azulado resplandeciente a la luz matinal. Al lado había un pozo de los deseos rústico. A la izquierda había una cerca de madera con luces navideñas entrelazadas que seguían encendidas. Y más allá de la cerca había una magnífica vista panorámica que se extendía en la distancia desde el centro de Los Ángeles hasta la playa. Allí la vida seguía. Aquí se había detenido.

El primer cadáver estaba entre cinco y seis metros más allá de la puerta principal del domicilio. Cuanto más se acercaban, peor aspecto adquiría. Varón, blanco, probablemente de treinta y tantos años, alrededor de un metro y setenta y cinco centímetros de altura, con botas cortas, pantalón de pata de elefante multicolor, camisa violeta, chaleco informal. Yacía de costado, tenía la cabeza apoyada en el brazo derecho y agarraba el césped con la mano izquierda. Le habían golpeado la cabeza y el rostro de una forma horrible, y docenas de heridas le habían perforado el torso y las extremidades. Parecía inconcebible que pudiera infligirse tanta violencia a un ser humano.

El segundo cadáver estaba a unos siete metros y medio más allá del primero. Mujer, blanca, pelo moreno largo, probablemente le faltaran pocos años para cumplir los treinta. Yacía de espaldas, con los brazos extendidos. Descalza, llevaba un camisón largo, que, antes de las numerosas puñaladas, seguramente había sido blanco.

En ese instante, la calma incomodó a los agentes. Todo estaba tranquilo, demasiado tranquilo. La propia serenidad se tornó amenazante. Aquellas ventanas a lo largo de la fachada de la casa: detrás de cualquiera de ellas podría estar esperando un asesino, observando.

Whisenhunt y Burbridge dejaron a DeRosa en el césped y volvieron hacia el extremo norte del domicilio en busca de otra manera de entrar. Si accedían por la puerta principal serían objetivos francos. Observaron que habían quitado una tela mosquitera de una ventana de la fachada, que estaba apoyada a un lado del edificio. Whisenhunt también se fijó en una hendidura horizontal a lo largo de la parte inferior de la tela mosquitera. Al sospechar que podía ser por allí por donde había entrado la persona o las personas que habían cometido los asesinatos, buscaron otros medios de introducirse. Encontraron una ventana abierta a un lado. Al mirar dentro, vieron lo que parecía una habitación recién pintada, desprovista de muebles. Treparon hacia el interior.

DeRosa esperó hasta verlos dentro de la casa y luego se acercó a la puerta principal. Había una mancha de sangre en el camino, entre los setos; varias más en la esquina derecha del porche, y aún otras justo delante y a la izquierda de la puerta, y en la propia jamba. No vio, o luego no recordó haber visto, huellas, aunque había unas cuantas. Con la puerta abierta hacia dentro, DeRosa estaba en el porche cuando se dio cuenta de que habían garabateado algo en la mitad inferior.

Había tres letras de imprenta escritas con lo que parecía sangre: PIG16.

Whisenhunt y Burbridge habían terminado de registrar la cocina y el comedor cuando entró DeRosa en el vestíbulo. Al torcer a la izquierda al salón, encontró el paso bloqueado en parte por los dos baúles de camarote azules. Daba la impresión de que habían estado en posición vertical y luego los habían derribado, porque uno estaba apoyado contra el otro. DeRosa también se fijó, al lado de los baúles y en el suelo, en unas gafas con montura de carey. Burbridge, que lo siguió a la habitación, observó otra cosa: en la alfombra, a la izquierda del recibidor, había dos trozos de madera. Parecían pedazos de una empuñadura rota.

Habían llegado esperando encontrar dos cadáveres, pero había tres. Ya no buscaban más muerte, sino alguna explicación. Un sospechoso. Pistas.

La habitación era luminosa y espaciosa. Escritorio, silla, piano. Después algo extraño. En el centro de la habitación, frente a la chimenea, había un largo sofá. Una enorme bandera de Estados Unidos cubría la parte de atrás.

No vieron lo que había al otro lado hasta que estuvieron casi a la altura del sofá.

Era joven, rubia, se le notaba mucho el embarazo. Yacía sobre el costado izquierdo, justo delante del sofá, con las piernas dobladas arriba hasta el estómago en posición fetal. Llevaba un sostén floreado y unas bragas a juego, pero el estampado casi no se distinguía por la sangre, con la que daba la sensación de que habían embadurnado todo el cadáver. Habían dado dos vueltas a una cuerda blanca de nylon alrededor del cuello; un extremo se prolongaba sobre una viga en el techo, el otro llevaba a través del suelo a otro cadáver más, el de un hombre, que estaba a menos de un metro y medio.

También habían dado dos vueltas a la cuerda alrededor del cuello del hombre. El extremo suelto pasaba por debajo del cuerpo y luego se extendía alrededor de un metro más allá. Una toalla ensangrentada le cubría la cara, ocultándole los rasgos. Era bajo, medía alrededor de un metro y setenta centímetros, y yacía sobre el costado derecho con las manos juntas cerca de la cabeza, como si estuviera todavía parando golpes. La ropa que llevaba —camisa azul, pantalones blancos de rayas verticales negras, cinturón ancho a la moda, botas negras— estaba empapada de sangre.

Ninguno de los agentes pensó en examinar los cadáveres por si había signos de vida. Como en el caso del cadáver del coche y la pareja del césped, era a todas luces innecesario.

Aunque DeRosa, Whisenhunt y Burbridge eran policías, no inspectores, cada uno de ellos, en algún momento en el desempeño de sus funciones, había visto la muerte. Pero nada parecido a aquello. El 10050 de Cielo Drive era un matadero humano.

Conmocionados, los agentes se dispersaron para registrar el resto de la casa. Había una buhardilla encima del salón. DeRosa subió por la escalera de madera y echó nervioso un vistazo por encima del borde, pero no vio a nadie. Un pasillo comunicaba el salón con el extremo sur del domicilio. Había sangre en dos sitios del pasillo. A la izquierda, justo después de una de las manchas, había un dormitorio, cuya puerta se encontraba abierta. Las mantas y las almohadas estaban arrugadas y había ropa desparramada aquí y allá, como si alguien —posiblemente la mujer del camisón del césped— se hubiera desvestido y acostado antes de que apareciera la persona o las personas que cometieron los asesinatos. Sobre la cabecera de la cama, con las patas colgando hacia abajo, había un conejo de peluche que tenía las orejas levantadas, como si contemplara perplejo el lugar de los hechos. No había sangre ni signos de forcejeo.

Al otro lado del pasillo estaba el dormitorio principal. También tenía abierta la puerta, igual que las puertas de lamas al otro extremo de la habitación, más allá de las cuales se veía la piscina.

Aquella cama era mayor y estaba más arreglada, y la colcha blanca estaba doblada, de modo que dejaba ver la parte superior de la sábana, con un alegre floreado, y la parte inferior, blanca con un diseño geométrico dorado. En el centro de la cama, y no de un lado a otro de la parte de arriba, había dos almohadas, que dividían la zona donde se había dormido de la zona donde no. Al otro lado de la habitación, frente a la cama, había un televisor, y a ambos lados dos espléndidos armarios. Encima de uno de ellos había un moisés blanco. Las puertas contiguas estaban prudentemente abiertas: vestidor, armario empotrado, baño, armario empotrado. Tampoco había signos de forcejeo. El teléfono de la mesilla de noche al lado de la cama estaba colgado. Nada volcado o tumbado.

Sin embargo, había sangre en la parte interior izquierda de la puerta ventana de lamas, lo cual indicaba que alguien, de nuevo, posiblemente la mujer del césped, había salido corriendo por allí tratando de escapar.

Al salir, los agentes quedaron deslumbrados un momento por el resplandor de la piscina. Asin había mencionado una casa de invitados detrás de la vivienda principal. Entonces la divisaron, o más bien divisaron una esquina, a unos veinte metros al sureste, a través de los arbustos.

Se acercaron en silencio y oyeron los primeros sonidos desde que habían llegado a la finca: el ladrido de un perro, y una voz masculina que decía: «Chis, calla».

Whisenhunt fue a la derecha, alrededor de la parte posterior de la casa. DeRosa torció a la izquierda y avanzó rodeando la fachada. Burbridge lo siguió de refuerzo. Al acceder al porche con tela mosquitera, DeRosa pudo ver, en el salón, en un sofá enfrente de la puerta principal, a un joven de unos dieciocho años. Llevaba pantalones pero no camisa, y aunque no parecía armado, eso no significaba, según explicaría después DeRosa, que no tuviera un arma cerca.

DeRosa derribó la puerta principal al grito de «¡Alto!».

Asustado, el chico levantó la cabeza para ver una y, acto seguido, tres armas que le apuntaban directamente. Christopher, el gran weimaraner de Altobelli, atacó a Whisenhunt y mordió la punta de la escopeta. Whisenhunt le estampó la puerta del porche en la cabeza y luego lo mantuvo atrapado ahí hasta que el joven llamó al perro.

En cuanto a lo que pasó a continuación, hay versiones contradictorias.

El joven, que se identificó como William Garretson, el vigilante, afirmaría después que los agentes lo tiraron al suelo, lo esposaron, lo levantaron con brusquedad, lo arrastraron afuera al césped y luego volvieron a tirarlo al suelo.

Después preguntarían a DeRosa, en relación a Garretson:

Pregunta. ¿En algún momento tropezó o cayó al suelo?

Respuesta. Puede ser. No recuerdo si lo hizo o no.

P. ¿Le ordenó que se tumbara en el suelo fuera?

R. Sí, le ordené que se tumbara en el suelo, sí.

P. ¿Le ayudó?

R. No, se echó solo.

Garretson no paraba de preguntar, «¿Qué pasa?, ¿qué pasa?». Uno de los agentes contestó: «¡Ahora te lo vamos a enseñar!», y, después de levantarlo de un tirón, DeRosa y Burbridge lo acompañaron de vuelta a lo largo del camino que llevaba a la vivienda principal.

Whisenhunt se quedó atrás en busca de armas y ropa con manchas de sangre. Aunque no encontró ninguna de las dos cosas, sí que observó muchos pequeños detalles del lugar de los hechos. Uno de ellos en aquel momento le pareció tan insignificante que lo olvidó hasta que un ulterior interrogatorio se lo hizo recordar. Había un equipo estereofónico al lado del sofá. Estaba apagado cuando entraron en la habitación. Al mirar los botones, Whisenhunt se fijó en que el volumen estaba entre el cuatro y el cinco.

Mientras tanto, habían llevado a Garretson más allá de los dos cadáveres del césped. El hecho de que identificara erróneamente el primer cadáver, el de la mujer joven, como la Sra. Chapman, la empleada doméstica negra, revelaba el estado del mismo. En cuanto al hombre, lo identificó como «Polanski, el pequeño». Si, como habían dicho Chapman y Asin, Polanski estaba en Europa, aquello no tenía sentido. Lo que no podían saber los agentes era que Garretson creía que Voytek Frykowski era el hermano pequeño de Roman Polanski. Garretson fue totalmente incapaz de identificar al joven del Rambler17.

En un momento dado, nadie recuerda con exactitud cuándo, informaron a Garretson de sus derechos y le dijeron que estaba detenido por asesinato. Cuando le preguntaron por lo que había hecho la noche anterior, dijo que, aunque la había pasado entera despierto, escribiendo cartas y escuchando discos, no había oído ni visto nada. La coartada, muy poco verosímil, las contestaciones, «imprecisas, poco convincentes», y la confusa identificación de los cadáveres llevaron a los policías que efectuaron la detención a concluir que el sospechoso estaba mintiendo.

¿Cinco asesinatos —cuatro de ellos ocurridos probablemente a menos de treinta metros— y no había oído nada?

Tras bajar con Garretson por la entrada de la propiedad, DeRosa ubicó el mecanismo de control de la verja en el poste, dentro de la misma. Observó que había sangre en el botón.

La conclusión lógica era que alguien, muy posiblemente la persona que había cometido los asesinatos, había apretado el botón para salir, con lo que, como era muy probable, había dejado una huella dactilar.

El agente DeRosa, que tenía la tarea de salvaguardar y proteger el lugar de los hechos hasta que llegaran los inspectores, apretó entonces el botón él mismo y consiguió abrir la verja, pero también produjo una superposición que borró cualquier huella que hubiera podido haber allí.

Después interrogarían a DeRosa al respecto:

P. ¿Hubo algún motivo para colocar el dedo en el botón ensangrentado que accionaba la verja?

R. Cruzar la verja.

P. ¿Y lo hizo a propósito?

R. Tenía que salir de allí.

Eran las nueve y cuarenta. DeRosa dio parte por radio de cinco muertes y un sospechoso detenido. Mientras Burbridge continuaba en el domicilio, a la espera de los inspectores, DeRosa y Whisenhunt llevaron en coche a Garretson a la comisaría del oeste de Los Ángeles para el interrogatorio. Otro agente también llevó allí a la Sra. Chapman, pero estaba tan histérica que tuvieron que trasladarla al Hospital UCLA a que la sedaran.

En respuesta a la llamada de DeRosa, enviaron a cuatro inspectores del oeste de Los Ángeles al lugar de los hechos. El teniente R.C. Madlock, el teniente J.J. Gregoire, el sargento F. Gravante y el sargento T.L. Rogers llegarían todos en menos de una hora. Para cuando aparcó el último, ya estaban los primeros periodistas delante de la verja.

Al escuchar las frecuencias de radio de la policía, habían oído que se informaba de cinco muertes. Eran días calurosos y secos en Los Ángeles, y el fuego era una preocupación constante, sobre todo en las colinas, donde en pocos minutos las vidas y las propiedades podían desvanecerse entre las llamas. Por lo visto alguien supuso que las cinco personas habían resultado muertas en un incendio. En alguna llamada de la policía debió de mencionarse el nombre de Jay Sebring, porque un periodista llamó a su casa y le preguntó al mayordomo, Amos Russell, si sabía algo de «las muertes por incendio». Russell telefoneó a John Madden, presidente de Sebring International, y le habló de la llamada. Madden estaba preocupado: ni él ni la secretaria de Sebring sabían nada del estilista desde finales de la tarde del día anterior. Madden llamó a la madre de Sharon Tate, que estaba en San Francisco. El padre de Sharon, un coronel de Inteligencia Militar, estaba destinado cerca, en Fort Baker, y la Sra. Tate había ido a visitarle. No, no sabía nada de Sharon. Ni de Jay, al que se esperaba en San Francisco en algún momento aquel mismo día.

Antes de casarse con Roman Polanski, Sharon Tate había vivido con Jay Sebring. Aunque lo había dejado por el director polaco, Sebring había mantenido la amistad con los padres de Sharon, igual que con Sharon y Roman, y cuando estaba en San Francisco solía telefonear al coronel Tate.

Cuando Madden colgó, la Sra. Tate marcó el número de Sharon. El teléfono sonó y sonó, pero no cogió nadie.

Dentro de la casa reinaba el silencio. Aunque cualquiera que llamara oía la señal, los teléfonos seguían sin funcionar. El agente Joe Granado, químico forense que trabajaba en la SID, la División de Investigación Científica del LAPD, ya estaba manos a la obra, tras llegar alrededor de las diez de la mañana. La tarea de Granado era tomar muestras de cualquier sitio donde pareciera haber sangre. Por lo general, en un caso de asesinato, Granado terminaba en un par de horas. Pero aquel día no. En el 10050 de Cielo Drive, no.

La Sra. Tate telefoneó a Sandy Tennant, amiga íntima de Sharon y esposa de William Tennant, mánager de Roman Polanski. No, ni ella ni Bill sabían nada de Sharon desde finales de la tarde anterior, cuando Sharon dijo que ella, Gibby (Abigail Folger) y Voytek (Frykowski) se quedarían en casa aquella noche. Jay había dicho que pasaría más tarde, y ella invitó a Sandy a que se apuntara. No se había planeado ninguna fiesta, solo era una noche tranquila en casa. Sandy, que acababa de pasar la varicela, declinó la invitación. Igual que la Sra. Tate, intentó telefonear a Sharon aquella mañana pero no obtuvo respuesta.

Sandy aseguró a la Sra. Tate que probablemente no había relación entre el rumor del incendio y el 10050 de Cielo Drive. Sin embargo, en cuanto colgó la Sra. Tate, Sandy telefoneó al club de tenis de su marido y pidió que lo llamaran por megafonía. Dijo que era importante.

En algún momento entre las diez y las once de la mañana, Raymond Kilgrow, agente comercial de una compañía telefónica, subió al poste por fuera de la verja del 10050 de Cielo Drive y descubrió que habían cortado cuatro cables telefónicos. Los cortes estaban cerca de la fijación al poste, lo que indicaba que la persona que lo había hecho posiblemente había subido también allí. Kilgrow reparó dos cables y dejó que los inspectores examinaran los restantes.

Llegaban coches de policía cada pocos minutos. Y a medida que fueron más agentes a ver el lugar de los hechos, este cambió.

Las gafas de carey, observadas la primera vez por DeRosa, Whisenhunt y Burbridge cerca de los dos baúles, se habían movido de alguna manera ciento ochenta centímetros hasta la parte superior del escritorio.

Dos trozos de empuñadura, vistos por vez primera cerca del recibidor, estaban ya debajo de una silla del salón. Como exponía el informe oficial del LAPD: «Al parecer, uno de los primeros agentes que llegaron los mandó de una patada debajo de una silla. Sin embargo, nadie admite haberlo hecho18».

Un tercer trozo de empuñadura, menor que los otros, se halló después en el porche delantero.

Y uno o más agentes fueron dejando sangre del interior del domicilio en el porche y el camino de delante, con lo que añadieron varias huellas de sangre a las que ya había allí. En un intento de identificar y eliminar las adiciones posteriores, sería necesario hablar con todo el personal que había ido al lugar de los hechos y preguntar a cada uno si llevaba botas, zapatos de suela lisa u ondulada, etcétera.

Granado seguía tomando muestras de sangre. Después, en el laboratorio de la policía, les haría la prueba de Ouchterlony para determinar si la sangre era animal o humana. De ser humana, se aplicarían otras pruebas para establecer el grupo sanguíneo —A, B, AB o O— y el subgrupo. Hay unos treinta subgrupos sanguíneos. No obstante, si la sangre ya está seca cuando se toma la muestra, solo es posible establecer si es de uno de estos tres: M, N o MN. Había sido una noche calurosa, y estaba subiendo la temperatura otra vez. Para cuando Granado se puso manos a la obra, la mayor parte de la sangre, a excepción de los charcos próximos a los cadáveres dentro de la casa, ya se había secado.

Los días siguientes Granado obtendría de la Oficina Forense19 una muestra de sangre de cada una de las víctimas, e intentaría cotejarlas con las muestras que ya había recogido. En un caso de asesinato corriente, la presencia de dos grupos sanguíneos en el lugar del crimen podría indicar que el asesino, además de la víctima, había sido herido, una información que podría ser una pista importante acerca de la identidad del mismo.

Pero aquel no era un asesinato corriente. En vez de un cuerpo, había cinco.

De hecho, había tanta sangre que Granado pasó por alto algunos sitios. En el lado derecho del porche de la puerta principal, si uno se acercaba desde el camino, había varios charcos grandes de sangre. Granado solo tomó una muestra de un sitio, al suponer, como dijo después, que todos tenían la misma sangre. Justo a la derecha del porche, los arbustos parecían rotos, como si alguien hubiera caído a la maleza. Unas manchas de sangre que había allí daban la impresión de confirmarlo. A Granado se le pasaron. Y tampoco tomó muestras de los charcos de sangre en los alrededores de los dos cadáveres del salón, ni de las manchas próximas a los dos cadáveres del césped, al pensar, como declararía después, que eran de las víctimas más cercanas, y que de todos modos obtendría las muestras del coroner.

Granado tomó un total de cuarenta y cinco muestras de sangre. Sin embargo, por algún motivo jamás explicado, no analizó los subgrupos de veintiuna de estas muestras. Si no se hace una semana o dos después de la recogida, la sangre se descompone.

Después, cuando se intentó reconstruir los asesinatos, estas omisiones originarían muchos problemas.

Un poco antes del mediodía llegó William Tennant, todavía con ropa de tenis, que fue acompañado por la policía al otro lado de la verja. Era como si lo condujeran por una pesadilla, pues lo llevaron primero junto a un cadáver y luego junto a otro. No reconoció al joven del automóvil. Pero identificó al hombre del césped como Voytek Frykowski, a la mujer como Abigail Folger, y los dos cadáveres del salón dijo que eran Sharon Tate Polanski y, con indecisión, Jay Sebring. Cuando la policía levantó la toalla ensangrentada, el rostro del hombre estaba tan gravemente contusionado que Tennant no pudo estar seguro. Luego salió fuera y vomitó.

Cuando el fotógrafo de la policía terminó su trabajo, otro agente cogió sábanas del armario de la ropa blanca y cubrió los cadáveres.

Más allá de la verja, los periodistas y fotógrafos ya se contaban por docenas, y cada pocos minutos llegaban más. Los coches de la policía y de la prensa atestaban a tal extremo Cielo Drive que destacaron a varios agentes para intentar desenmarañarlos. Mientras Tennant se abría paso entre la multitud, agarrándose el estómago y sollozando, los periodistas le lanzaron preguntas: «¿Sharon está muerta? ¿Los han asesinado? ¿Ha avisado alguien a Roman Polanski?». Hizo caso omiso de ellos, pero leyeron las respuestas en su rostro.

No todos los que vieron el lugar de los hechos fueron tan reacios a hablar. «Aquello es como un campo de batalla», dijo a los periodistas el sargento de policía Stanley Klorman con gesto sombrío por la impresión que le había producido lo que había presenciado. Otro agente, no identificado, dijo: «Parecía un ritual». Y este único comentario sirvió de base a una cantidad increíble de conjeturas estrambóticas.

La noticia de los asesinatos se propagó como las ondas expansivas de un terremoto.

«CINCO ASESINATOS EN BEL AIR», decía el titular del primer teletipo de Associated Press. Aunque se envió antes de que se conociera la identidad de las víctimas, informaba correctamente sobre la ubicación de los cadáveres, sobre el hecho de que se habían cortado las líneas telefónicas y sobre la detención de un sospechoso no identificado. Había errores: uno de ellos, muy repetido, que «una víctima tenía una capucha en la cabeza (…)».

El LAPD avisó a los Tate, a John Madden, que a su vez avisó a los padres de Sebring, y a Peter Folger, el padre de Abigail. Los padres de Abigail, socialmente prominentes, estaban separados. Su padre, presidente del consejo de administración de A.J. Folger Coffee Company, vivía en Woodside, y su madre, Inés Mejía Folger, en San Francisco. Sin embargo, la Sra. Folger no estaba en casa, sino en Connecticut, visitando a unos amigos después de un crucero por el Mediterráneo, y el Sr. Folger se puso en contacto con ella allí. No se lo podía creer: había hablado con Abigail hacia las diez de la noche del día anterior. Madre e hija habían planeado volar a San Francisco al día siguiente para verse, y Abigail había hecho una reserva en el vuelo de las diez de la mañana de United.

Al llegar a casa, William Tennant hizo la que fue, para él, la llamada más difícil. No solo era el mánager de Polanski, sino también amigo íntimo suyo. Tennant comprobó el reloj y sumó automáticamente nueve horas para obtener la de Londres. Aunque allí sería tarde por la noche, pensó que Polanski podría estar trabajando todavía, intentando cerrar diversos proyectos cinematográficos antes de regresar a casa el martes siguiente, así que probó en el número de su residencia en Londres. Acertó, Polanski y varios colegas estaban repasando una escena del guion de El día del delfín cuando sonó el teléfono.

Polanski recordaría la conversación de la siguiente manera:

—Roman, ha ocurrido una catástrofe en una casa.

—¿En qué casa?

—En tu casa —y luego, a todo correr—: Sharon está muerta, y Voytek y Gibby y Jay.

—¡No, no, no, no! —Sin duda había un error. Los dos hombres estaban ya llorando, y Tennant reiteró que era verdad. Había ido él mismo a la casa—. ¿Cómo? —preguntó Polanski.

Estaba pensando, dijo después, no en un fuego sino en un desprendimiento de tierra, algo que no era infrecuente en las colinas de Los Ángeles, sobre todo después de fuertes lluvias. A veces casas enteras quedaban sepultadas, lo cual significaba que a lo mejor seguían vivos. Solo entonces le dijo Tennant que los habían asesinado.

Voytek Frykowski, según supo el LAPD, tenía un hijo en Polonia, pero ningún familiar en Estados Unidos. El joven del Rambler siguió sin ser identificado, pero dejó de ser anónimo: lo habían nombrado inidentificado 85.

La noticia se divulgó rápido, y con ella los rumores. Rudi Altobelli, dueño del inmueble de Cielo y mánager de varias personalidades del mundo del espectáculo, estaba en Roma. Una clienta suya, una joven actriz, le llamó por teléfono y le dijo que Sharon y otras cuatro personas habían sido asesinadas en su casa, y que Garretson, el vigilante que había contratado, había confesado.

No era así, pero Altobelli no lo sabría hasta después de regresar a Estados Unidos.

Los peritos habían empezado a llegar alrededor de mediodía. Los agentes Jerrome A. Boen y D.L. Girt, de la Sección de Huellas Latentes de la División de Investigación Científica del LAPD, espolvorearon la vivienda principal y la casa de los invitados en busca de huellas.

Después de espolvorear una huella («revelar la huella»), se coloca encima una cinta adhesiva transparente. Luego se «levanta» la cinta con la huella a la vista y se pone en una tarjeta con un fondo contrastante. Detrás se anota la ubicación, la fecha, la hora y las iniciales del agente.

En una tarjeta de un «levantamiento» de este tipo, preparada por Boen, decía: «9-8-69/10050 Cielo/1400/JAB/Marco interior de la puerta ventana izquierda/del dormitorio principal a la zona de la piscina/lado del pomo».

Otro levantamiento, realizado alrededor de la misma hora, era del «Exterior de la puerta principal/lado del pomo/sobre el pomo».

Se tardó seis horas en cubrir las dos viviendas. Después, aquella tarde, se sumaron a la pareja el agente D.E. Dorman y Wendell Clements, un experto civil en huellas dactilares que se concentró en los cuatro vehículos.

En contra de lo que se cree en general, una huella legible es más infrecuente que común. Muchas superficies, como la ropa y los tejidos, no se prestan a las huellas. Incluso cuando la superficie es de un tipo tal que admite huellas, normalmente uno la toca solo con una parte del dedo y deja una cresta fragmentaria, que no sirve para comparar. Si se mueve el dedo, el resultado es una mancha ilegible. Y, como demostró el agente DeRosa con el botón de la verja, una huella sobre otra produce una superposición, que también es inútil para llevar a cabo una identificación. Así pues, en cualquier lugar donde haya habido un crimen, el número de huellas claras y legibles, con suficientes puntos de comparación, suele ser sorprendentemente pequeño.

Sin contar las huellas halladas en el lugar de los hechos que se eliminaron posteriormente por pertenecer al personal del LAPD, tomaron un total de cincuenta de la vivienda principal, la casa de los invitados y los vehículos del 10050 de Cielo Drive. Siete de estas cincuenta huellas se eliminaron por ser de William Garretson (eran todas de la casa de los invitados, y no se encontró ninguna huella de Garretson en la vivienda principal o en los vehículos); otras quince se eliminaron por ser de las víctimas, y tres no eran lo suficiente claras para la comparación. De forma que quedó un total de veinticinco huellas latentes sin identificar, cualquiera de las cuales podía —o no— ser de la persona o las personas que cometieron los asesinatos.

Los primeros inspectores de homicidios llegaron después de la una y media de la tarde. Después de verificar que las muertes no eran accidentales o voluntarias, el teniente Madlock había solicitado que la investigación se reasignara a la División de Robos y Homicidios. Pusieron al mando al teniente Robert J. Helder, superintendente de investigaciones. Él, por su parte, asignó el caso a los sargentos Michael J. McGann y Jess Buckles (el compañero habitual de McGann, el sargento Robert Calkins, estaba de vacaciones y substituiría a Buckles cuando regresara). Tres agentes adicionales, los sargentos E. Henderson, Dudley Varney y Danny Galindo, iban a ayudarlos.

Después de que le notificaran los homicidios, Thomas Noguchi, el coroner del condado de Los Ángeles, pidió a la policía que no tocaran los cadáveres antes de que los examinara un representante de su oficina. John Finken, ayudante del coroner, llegó alrededor de la una y cuarenta y cinco, y luego se le sumó el propio Noguchi. Finken certificó las muertes. Tomó temperaturas del hígado y del ambiente (a las dos de la tarde era de treinta y cuatro con cuatro grados en el césped, de veintiocho con tres grados dentro de la casa), y cortó la cuerda que unía a Tate y a Sebring, de la que dieron algunos trozos a los inspectores para que intentaran determinar dónde se había fabricado y vendido. Era de nylon blanco, de tres ramales, de una longitud total de trece metros y treinta centímetros. Granado tomó muestras de sangre de la cuerda, pero no analizó los subgrupos, basándose de nuevo en una suposición. Finken también quitó las pertenencias de los cuerpos de las víctimas. Sharon Tate Polanski: una alianza de oro, pendientes. Jay Sebring: reloj de pulsera Cartier, cuyo valor se estableció después en más de mil quinientos dólares. Inidentificado 85: reloj de pulsera Lucerne, cartera con varios documentos pero sin carnet de identidad. Abigail Folger y Voytek Frykowski: ninguna pertenencia encima. Después de que cubrieran con bolsas de plástico las manos de las víctimas, a fin de preservar cualquier pelo o piel que se hubiera depositado bajo las uñas durante un forcejeo, Finken ayudó a tapar los cadáveres y colocarlos en camillas para que los llevaran a las ambulancias que los transportarían a la Oficina Forense, en la Sala de Justicia, ubicada en el centro de Los Ángeles.

Asediado por periodistas en la verja, el Dr. Noguchi anunció que no haría comentarios antes de dar a conocer los resultados de la autopsia al día siguiente a mediodía.

No obstante, tanto Noguchi como Finken ya habían transmitido a los inspectores las conclusiones iniciales.

No había signos de abusos sexuales ni de mutilaciones.

Tres víctimas —inidentificado 85, Sebring y Frykowski— habían recibido disparos. Aparte de una herida defensiva de arma blanca en la mano izquierda, que también cortó la correa del reloj de pulsera, inidentificado 85 no había sido apuñalado. Pero los otros cuatro sí, muchas, muchas veces. Además, a Sebring le habían golpeado en la cara, al menos una vez, y a Frykowski le habían pegado repetidas veces en la cabeza con un objeto contundente.

Aunque habría que esperar a las autopsias para tener los resultados exactos, los coroners concluyeron, por el tamaño de los agujeros de bala, que el arma utilizada había sido probablemente del calibre veintidós. La policía ya lo había sospechado. Al registrar el Rambler, el sargento Varney había encontrado cuatro fragmentos de bala entre la tapicería y el metal exterior de la puerta del asiento del pasajero. También se había hallado, en el cojín del asiento trasero, un trozo de bala. Aunque todos eran demasiado pequeños para una comparación, parecían del calibre veintidós.

En cuanto a las heridas de arma blanca, alguien sugirió que el patrón de las mismas no era distinto del de las causadas por una bayoneta. En el informe oficial los inspectores dieron un paso más al concluir que «el arma blanca que ocasionó las heridas fue probablemente una bayoneta». Lo cual no solo eliminó varias posibilidades más, sino también dio por sentado que solo se había utilizado un arma blanca.

La profundidad de las heridas (muchas de más de doce centímetros), el tamaño (entre 2,5 y 3,8 centímetros) y el grosor (de 0,3 a 0,6 centímetros) descartaban que fuera un cuchillo de cocina o una navaja corriente.

Por casualidad, las dos únicas armas blancas que encontraron en la casa fueron precisamente un cuchillo de cocina y una navaja.

Hallaron un cuchillo de carne en el fregadero de la cocina. Granado obtuvo una reacción positiva de bencidina, que indicaba que había sangre, pero negativa de Ouchterlony, lo cual implicaba que era sangre animal, no humana. Boen lo espolvoreó en busca de huellas, pero solo consiguió crestas fragmentarias. Después la Sra. Chapman identificó el cuchillo, era uno que formaba parte de un juego de cuchillos de carne que pertenecía a los Polanski, y localizó todos los demás en un cajón. Pero incluso antes de eso, la policía lo había eliminado por las dimensiones, sobre todo por la finura. Los apuñalamientos fueron tan feroces que una hoja así se habría partido.

Granado encontró la segunda arma blanca en el salón, a menos de un metro del cadáver de Sharon Tate. Estaba metida detrás del cojín de una de las butacas, y la hoja sobresalía. Era una navaja de muelle de la marca Buck, con una hoja cuya anchura no llegaba a los dos centímetros, de 9,6 centímetros de largo. Era demasiado pequeña para causar la mayor parte de las heridas. Al observar una mancha en la parte de la hoja, Granado la analizó para ver si era sangre: negativo. Girt la espolvoreó en busca de huellas: una mancha ilegible.

La Sra. Chapman ni siquiera recordaba haber visto aquella navaja en particular. Eso, sumado al hecho de que la encontraran en un sitio extraño, indicaba que podían habérsela dejado la o las personas que habían cometido los asesinatos.

En la literatura, a menudo se compara el lugar del crimen con un rompecabezas. Si uno tiene paciencia y persevera, al final todas las piezas encajan.

Los agentes veteranos saben que no es así. Una analogía mucho mejor sería la de dos rompecabezas, o tres, o más, ninguno de los cuales está completo en sí mismo. Incluso después de que aparezca una solución —si es que aparece— quedan piezas sueltas, pruebas que no encajan, sin más. Y siempre faltan algunas piezas.

Estaba la bandera de Estados Unidos, cuya presencia añadía un toque estrafalario más a un lugar del crimen que ya era horriblemente macabro. Las posibilidades que sugería abarcaban desde un extremo del espectro político al otro… hasta que Winifred Chapman dijo a la policía que llevaba varias semanas en el domicilio.

Algunas pruebas se eliminaron muy pronto. Estaban las letras escritas con sangre de la puerta principal. Durante los últimos años la palabra «cerdo20» había adquirido un significado nuevo, de sobra conocido por la policía. ¿Pero qué significaba escrita ahí en letra de imprenta?

Estaba la cuerda. La Sra. Chapman declaró de manera rotunda que jamás había visto una cuerda así en la finca. ¿La habían traído la persona o las personas que habían cometido los asesinatos? En tal caso, ¿por qué?

¿Qué relevancia tenía el hecho de que las dos víctimas atadas con la cuerda, Sharon Tate y Jay Sebring, fueran antiguos novios? ¿Acaso era «antiguos» la palabra correcta? ¿Qué hacía allí Sebring, estando Polanski fuera? Era una pregunta que también se harían muchos periódicos.

Las gafas con montura de carey —que dieron negativo tanto en huellas como en sangre—, ¿pertenecían a una víctima, a un asesino, o a alguien que no tenía nada que ver con los crímenes? ¿O bien —a cada pregunta las posibilidades se multiplicaban— las habían dejado allí como pista falsa?

Los dos baúles de la entrada. La criada dijo que no estaban allí cuando ella se fue a las cuatro y media de la tarde el día anterior. ¿Quién los entregó, y cuándo? ¿Vio algo la persona que los entregó?

¿Por qué la o las personas que cometieron los asesinatos iban a tomarse la molestia de cortar y quitar una tela mosquitera cuando había otras ventanas, las de la habitación recién pintada que iba a ser la del hijo no nacido aún de los Polanski, abiertas y sin tela mosquitera?

Inidentificado 85, el joven del Rambler. Chapman, Garretson y Tennant no habían podido identificarlo. ¿Quién era y qué hacía en el 10050 de Cielo Drive? ¿Había presenciado los otros asesinatos, o había sido asesinado antes de que se produjeran? Si había sido asesinado antes, ¿no habrían oído los demás los disparos? En el asiento de al lado había un radiodespertador Sony AM-FM Digimatic. La hora a la que se había parado era las doce y cuarto de la noche. ¿Una coincidencia o era relevante?

En cuanto a la hora de los asesinatos, las declaraciones de los que habían oído disparos y otros sonidos abarcaban desde poco después de la medianoche hasta las cuatro y diez de la mañana.

No todas las pruebas eran inconcluyentes. Algunas piezas encajaban. No se encontraron casquillos de bala en ninguna parte de la propiedad, lo que indicaba que el arma era probablemente un revólver, que no expulsa los casquillos usados, a diferencia de una automática.

Juntos, los tres pedazos de madera negra formaban la parte derecha de una empuñadura. Por lo tanto, la policía supo que el arma que buscaba era probablemente un revólver del calibre veintidós al que le faltaba el lado derecho de la empuñadura. A partir de los trozos a lo mejor se podía determinar tanto la marca como el modelo. Aunque había sangre humana en los tres pedazos, solo uno tenía la suficiente para ser analizada. El resultado dio O-MN. De las cinco víctimas, solo Sebring era O-MN, lo que indicaba que la culata del revólver pudo haber sido el objeto contundente utilizado para golpearle la cara.

Las letras de sangre de la puerta principal dieron O-M. De nuevo, solo una de las víctimas era de ese grupo y subgrupo. La palabra PIG se había escrito con la sangre de Sharon Tate.

Había cuatro vehículos en la entrada de la propiedad, pero no estaba uno que debería estar, el Ferrari rojo de Sharon Tate. Era posible que la o las personas que habían cometido los asesinatos hubieran utilizado el deportivo para escapar, y se difundió un aviso de búsqueda para dar con él.

Mucho después de que se llevaran los cadáveres, los inspectores seguían en el lugar de los hechos, en busca de patrones coherentes.

Encontraron varios que parecían relevantes.

No había indicios de que hubieran revuelto el domicilio o robado. McGann encontró la cartera de Sebring en su chaqueta, que estaba colgada encima del respaldo de una silla del salón. Contenía ochenta dólares. Inidentificado 85 tenía nueve dólares en la cartera, Frykowski dos dólares y cuarenta y cuatro centavos en la cartera y en los bolsillos de los pantalones, Folger nueve dólares con sesenta y cuatro centavos en el monedero. En la mesilla de noche al lado de la cama de Sharon Tate, a plena vista, había un billete de diez, otro de cinco y tres de un dólar. No se habían llevado artículos que eran evidentemente caros: un magnetoscopio, televisores, un equipo estereofónico, el reloj de pulsera de Sebring, el Porsche. Varios días después la policía llevaría a Winifred Chapman otra vez al 10050 de Cielo Drive para ver si podía determinar la falta de algo. El único objeto que no pudo ubicar fue un trípode de cámara, que habían guardado en el armario del vestíbulo. Aquellos cinco asesinatos increíblemente salvajes no se habían cometido, como era evidente, por un trípode de cámara. Con toda probabilidad se lo habían prestado a alguien o se había perdido.

Aunque todo esto no eliminó al cien por cien la posibilidad de que los asesinatos se hubieran producido durante un robo en el domicilio, donde las víctimas hubieran sorprendido al o a los ladrones con las manos en la masa, desde luego la puso muy al final de la lista.

Otros hallazgos ofrecieron una orientación mucho más probable.

Se encontró un gramo de cocaína en el Porsche de Sebring, además de 6,6 gramos de marihuana y una «chicharra» de cinco centímetros, que es en argot un cigarrillo de marihuana que no se ha terminado de fumar.

Había 6,9 gramos de marihuana en una bolsa de plástico en un armario del salón de la vivienda principal. En la mesilla de noche del dormitorio utilizado por Frykowski y Folger había treinta gramos de hachís, además de diez pastillas que, una vez analizadas, resultaron ser una droga relativamente nueva llamada MDA. También había restos de marihuana en el cenicero de la mesilla al lado de la cama de Sharon Tate, un cigarrillo de marihuana en el escritorio al lado de la puerta principal21 y dos más en la casa de los invitados.

¿Estaban en medio de una fiesta con drogas y uno de los participantes tuvo un «mal viaje» y asesinó a todo el mundo? La policía puso esta hipótesis a la cabeza de la lista de posibles razones de los asesinatos, aunque era perfectamente consciente de que tenía varios puntos débiles, sobre todo la suposición de que hubo un solo asesino que empuñó un arma en una mano y una bayoneta en la otra, al tiempo que llevaba trece metros de cuerda, todo lo cual daba convenientemente la casualidad de que había traído consigo. Además estaban los cables. Si los habían cortado antes de los asesinatos, eso indicaba que había habido premeditación, que no se trataba de un estallido de violencia espontáneo. Si había ocurrido después, ¿por qué?

¿O bien los asesinatos podían ser el resultado de un timo relacionado con las drogas, y la o las personas que habían cometido los asesinatos habrían llegado para hacer una entrega o comprar, y entonces una disputa por el dinero o la mala calidad de las drogas habría estallado en violencia? Esta era la segunda, y en muchos aspectos la más probable de las cinco teorías que los inspectores incluirían en el primer informe de la investigación.

La tercera teoría era una variante de la segunda: la o las personas que habían cometido los asesinatos habrían decidido quedarse con el dinero y con las drogas.

La cuarta era la teoría del robo en el domicilio.

La quinta, que se trataba de «muertes por encargo», y la o las personas que habían cometido los asesinatos habrían sido envidadas a la casa para eliminar a una o varias de las víctimas, y luego, a fin de evitar una identificación, habrían encontrado necesario matar a todos. ¿Pero acaso un sicario escogería como una de sus armas algo tan grande, tan llamativo y tan pesado y difícil de manejar como una bayoneta? ¿Y seguiría acuchillando una y otra y otra vez en un arrebato de locura, como se había hecho de forma tan palmaria en este caso?

Las teorías de las drogas eran las que más sentido parecían tener. En la ulterior investigación, cuando la policía habló con los conocidos de las víctimas, y los hábitos y los estilos de vida de las mismas empezaron a verse con más claridad, la posibilidad de que las drogas estuvieran de alguna manera relacionadas con el móvil se convirtió en la mente de algunos en una certeza tal que cuando les daban una pista que podía haber resuelto el caso se negaban a tenerla en cuenta siquiera.

La policía no era la única en pensar en drogas.

Al enterarse de las muertes, el actor Steve McQueen, amigo desde hacía mucho tiempo de Jay Sebring, propuso que se deshicieran de los estupefacientes de la casa del estilista para proteger a su familia y su negocio. Aunque McQueen no participó propiamente en la «limpieza de la casa», para cuando se presentó el LAPD a registrar el domicilio de Sebring ya se habían desecho de todo lo que fuera incómodo.

A otros les entró una paranoia instantánea. Nadie estaba seguro de a quién interrogaría la policía, o cuándo. Una figura sin identificar del mundo del cine dijo a un periodista de Life: «Están tirando de la cadena de los baños por todo Beverly Hills. El alcantarillado entero de Los Ángeles está colocado».

ESTRELLA DE CINE Y CUATRO PERSONAS MÁS MUERTAS EN UNA ORGÍA DE SANGRE

SHARON TATE VÍCTIMA

EN UNOS ASESINATOS «RITUALES»

Los titulares acapararon las portadas de los periódicos de la tarde, se convirtieron en la gran noticia de la radio y de la televisión. Lo estrambótico de los crímenes, el número de víctimas y la prominencia de las mismas —una guapísima estrella de cine, la heredera de un emporio del café, su novio mujeriego de la jet set, que era un estilista conocido a nivel internacional— se combinarían para que este acabara siendo el caso de asesinato más divulgado de la historia, con la sola excepción del magnicidio del presidente John F. Kennedy. Hasta el serio New York Times, que muy pocas veces informa sobre crímenes en portada, lo hizo al día siguiente, y muchos días posteriores.

Aquel día y el siguiente, los reportajes destacaron por la cantidad inusual de detalles que contenían. Se había dado a conocer tanta información, de hecho, que los inspectores tendrían dificultades para encontrar «claves de polígrafo» a fin de interrogar a sospechosos.

En cualquier homicidio, la práctica estandarizada es no revelar cierta información que se supone que solo conoce la policía y el o los asesinos. Si un sospechoso confiesa o acepta pasar una prueba del polígrafo, esas claves pueden utilizarse entonces para determinar si dice la verdad.

Debido a las numerosas filtraciones, los inspectores asignados al «caso Tate», como llamaba ya la prensa a los asesinatos, solo pudieron encontrar cinco. Una, que el arma blanca utilizada fue probablemente una bayoneta. Dos, que la pistola fue probablemente un revólver del calibre veintidós. Tres, las dimensiones exactas de la cuerda, además de la manera como estaba enrollada y atada. Y cuatro y cinco, que se habían hallado un par de gafas con montura de carey y una navaja Buck.

La cantidad de información hecha pública de forma no oficial molestó tanto a los mandamases del LAPD que se impuso una restricción rigurosa a ulteriores revelaciones. Eso no gustó a los periodistas; además, a falta de noticias concretas, muchos recurrieron a las conjeturas y las especulaciones. Los días posteriores se publicó una cantidad monumental de informaciones falsas. Se divulgó mucho, por ejemplo, que el hijo que todavía no había nacido de Sharon Tate había sido arrancado del útero; que le habían cortado uno o los dos pechos; que varias víctimas habían sufrido mutilaciones sexuales. La toalla sobre la cara de Sebring se convirtió en una capucha blanca (¿KKK?) o en una capucha negra (¿satanistas?), dependiendo del periódico o revista que uno leyera.

Sin embargo, cuando se trataba del hombre acusado de los asesinatos, escaseaba la información. Al principio se suponía que la policía mantenía el silencio para proteger los derechos de Garretson. También, que el LAPD tenía que tener pruebas sólidas contra él o de lo contrario no lo habría detenido.

Un periódico de Pasadena, cogiendo informaciones de aquí y de allá, trató de aportar lo que faltaba. Aseguró que cuando los agentes encontraron a Garretson, este preguntó: «¿Cuándo vendrán a verme los inspectores?». Lo que esto implicaba era evidente: Garretson sabía qué había pasado. Garretson preguntó en efecto aquello, pero fue cuando lo conducían a través de la verja, mucho después de la detención, y la pregunta la hizo en respuesta a un comentario anterior de DeRosa. Citando a un policía sin identificar, el periódico también apuntó: «Dijeron que el delgado joven tenía un desgarrón en una rodilla del pantalón, y sus dependencias, en la casa de los invitados, mostraban signos de forcejeo». Pruebas condenatorias, a menos que uno supiera que todo eso ocurrió durante, y no antes de la detención de Garretson.

Durante los primeros días, un total de cuarenta y tres agentes acudirían al lugar de los crímenes en busca de armas y otras pruebas. Al registrar el desván de encima del salón, el sargento Mike McGann encontró una lata de película que contenía un rollo de cinta de vídeo. El sargento Ed Henderson la llevó a la Academia de Policía, que tenía instalaciones para proyectar. La película mostraba a Sharon y a Roman Polanski haciendo el amor. Con cierta delicadeza, la cinta no se registró como prueba, sino que fue devuelta al desván donde había sido encontrada22.

Además de registrar la finca, los inspectores hablaron con los vecinos y les preguntaron si habían visto a personas extrañas por la zona.

Ray Asin recordó que dos o tres meses antes había habido una gran fiesta en el 10050 de Cielo Drive, y que los invitados habían llegado «con atuendo hippy». No obstante, le dio la impresión de que en realidad no eran hippies, porque la mayoría llegó en Rolls-Royces y Cadillacs.

Emmett Steele, al que habían despertado los ladridos de sus perros de caza la noche anterior, recordó que las últimas semanas alguien había subido y bajado a toda velocidad con un bugui por las colinas, bien entrada la noche, pero no llegó a ver de cerca al conductor y los pasajeros.

Sin embargo, la mayoría de las personas con las que hablaron afirmó que no había visto ni oído nada fuera de lo normal.

Los inspectores se quedaron con muchas más preguntas que respuestas. No obstante, tenían la esperanza de que una persona pudiera resolverles el rompecabezas: William Garretson.

Los inspectores del centro eran menos optimistas. Después de la detención, el joven de diecinueve años fue trasladado a la prisión del oeste de Los Ángeles e interrogado. Los agentes encontraron que sus respuestas eran «atontadas y no atingentes», y opinaron que estaba bajo el efecto residual de alguna droga. También era posible, como sostenía el propio Garretson, que hubiera dormido poco la noche anterior, solo unas horas por la mañana, y que estuviera agotado, y muy asustado.

Al poco de esto, Garretson contrató los servicios del abogado Barry Tarlow. Tuvo lugar un segundo interrogatorio en presencia de Tarlow en Parker Center, la sede del Departamento de Policía de Los Ángeles. Para la policía, también resultó infructuoso. Garretson aseguró que aunque vivía en la propiedad, tenía poco contacto con la gente de la vivienda principal. Dijo que solo recibió una visita la noche anterior, un chico llamado Steve Parent, que apareció en torno a las once y cuarenta y cinco y se fue alrededor de media hora después. Cuando le preguntaron acerca de Parent, Garretson dijo que no lo conocía bien. Hizo dedo subiendo el cañón con él una noche un par de semanas antes y, al salir del coche delante de la verja, le preguntó a Steve si estaba en el barrio para que se pasara a verlo. Garretson, que vivía solo en la casa de la parte de atrás, con la única compañía de los perros, dijo que había hecho invitaciones parecidas a otras personas. Cuando apareció Steve, Garretson se sorprendió: era el primero en hacerlo. Pero Steve no se quedó mucho tiempo, y se marchó al saber que Garretson no estaba interesado en comprar un radiodespertador que le quería vender.

En ese momento la policía no relacionó la visita de Garretson con el joven del Rambler, posiblemente porque Garretson había sido incapaz de identificarlo antes.

Después de consultarlo con Tarlow, Garretson aceptó pasar una prueba del polígrafo, que se fijó para la tarde del día siguiente.

Habían pasado doce horas desde el descubrimiento de los cadáveres. Inidentificado 85 seguía sin ser identificado.

El teniente de la policía Robert Madlock, que había estado a cargo de la investigación unas cuantas horas antes de que fuera asignada a homicidios, declararía después: «Cuando encontramos el coche [de la víctima] en el lugar de los hechos, íbamos en catorce direcciones a la vez. Había que hacer muchísimas cosas, supongo que no tuvimos tiempo para asegurarnos de registrarlo bien».

Wilfred y Juanita Parent pasaron el día esperando y preocupados. Steven, su hijo de dieciocho años, no había vuelto a casa la noche anterior. «No llamó por teléfono, no dejó un mensaje. Jamás había hecho una cosa así antes», dijo Juanita Parent.

Alrededor de las ocho de la tarde, consciente de que su esposa estaba demasiado angustiada para hacer la cena, Wilfred la llevó a ella y a los otros tres hijos a un restaurante. «A lo mejor cuando volvamos ya estará Steve en casa», le dijo a su mujer.

Desde fuera de la verja del 10050 de Cielo era posible distinguir la matrícula del Rambler blanco: ZLR 694. Un periodista la anotó y luego hizo una comprobación por su cuenta a través del Departamento de Vehículos de Motor, gracias a la cual se enteró de que el propietario registrado era «Wilfred E. o Juanita D. Parent, 11214 de Bryant Drive, El Monte, California».

Cuando llegó a El Monte, un barrio de las afueras de Los Ángeles, a unos cuarenta kilómetros de Cielo Drive, no encontró a nadie en casa. Tras preguntar a los vecinos, se enteró de que la familia tenía efectivamente un chico de casi veinte años, y también del nombre del párroco de la familia, el padre Robert Byrne, de la Iglesia de la Natividad, y pasó a verlo. Byrne conocía bien al joven y a su familia. Aunque el sacerdote estaba seguro de que Steve no conocía a ninguna estrella de cine y de que todo aquello era un error, aceptó acompañar al periodista hasta el depósito de cadáveres del condado. De camino habló de Steve. Era un «loco» de los equipos estereofónicos, dijo el padre Byrne. Si querías saber lo que fuera sobre tocadiscos o radios, Steve tenía la respuesta. El padre Byrne tenía grandes esperanzas puestas en su futuro.

Mientras tanto, el LAPD descubrió la identidad del joven gracias a una huella y a la comprobación del carnet de conducir. Poco después de que los Parent regresaran a casa, un policía de El Monte apareció en la puerta, entregó a Wilfred Parent una tarjeta con un número de teléfono y le dijo que llamara. Se fue sin decir nada más.

Parent marcó el número.

—Oficina Forense del condado —respondió un hombre.

Confundido, Parent se identificó y explicó lo del policía y la tarjeta.

La llamada fue transferida a un ayudante del coroner, que le dijo:

—Al parecer su hijo se ha visto involucrado en un tiroteo.

—¿Está muerto? —preguntó Parent helado. Su mujer, al oír la pregunta, se puso histérica.

—Tenemos aquí un cadáver —contestó el ayudante del coroner—, y creemos que es su hijo.

Luego pasó a describir los rasgos físicos. Coincidían.

Parent colgó el teléfono y empezó a sollozar. Después, comprensiblemente amargado, comentaría: «Solo puedo decir que ha sido una manera lamentable de comunicar a una persona que su hijo ha muerto».

Hacia la misma hora, el padre Byrne examinó el cadáver e hizo la identificación. Inidentificado 85 pasó a ser Steven Earl Parent, un entusiasta de los equipos de alta fidelidad de El Monte.

Habían dado las cinco de la mañana cuando los Parent se fueron a la cama. «Mi mujer y yo finalmente metimos a los niños en la cama con nosotros y los cinco nos aferramos los unos a los otros y lloramos hasta dormirnos.»

En torno a las nueve de la noche de ese mismo sábado 9 de agosto de 1969, Leno, Rosemary LaBianca y Susan Struthers, la hija de Rosemary fruto de un matrimonio anterior, de veintiún años, abandonaron el lago Isabella para emprender un largo viaje en coche de vuelta a Los Ángeles. El lago, situado en una zona turística muy frecuentada, estaba a unos doscientos cuarenta kilómetros de Los Ángeles.

El hermano de Susan, Frank Struthers hijo, de quince años, había pasado unas vacaciones en el lago con un amigo, Jim Saffie, cuya familia tenía allí una cabaña. Rosemary y Leno habían ido hasta allí en coche el martes anterior para dejarles a los chicos su lancha motora, y después regresaron el sábado por la mañana para recoger a Frank y la lancha. Sin embargo, los chicos estaban pasándoselo tan bien que los LaBianca aceptaron dejar a Frank quedarse un día más, y volvían ya, sin él, con el Thunderbird verde de 1968 y la lancha en un remolque.

Leno, presidente de una cadena de supermercados de Los Ángeles, era de origen italiano y, con casi cien kilos, tenía algo de sobrepeso. Rosemary, una morena esbelta y atractiva de treinta y ocho años, había trabajado en un drive in y, después de una serie de empleos de camarera y de un mal matrimonio, había abierto una tienda de ropa femenina, la Boutique Carriage, en la calle North Figueroa de Los Ángeles, que tenía mucho éxito. Leno y ella llevaban casados desde 1959.

Debido a la lancha, no podían viajar a la velocidad que prefería Leno, y se quedaron rezagados de la mayor parte del tráfico de la autopista del sábado por la noche que iba a toda velocidad hacia Los Ángeles y alrededores. Como muchos otros aquella noche, llevaban la radio puesta y oyeron la noticia de los asesinatos del caso Tate. Según Susan, aquello pareció inquietar especialmente a Rosemary, que, unas semanas antes, había dicho a una amiga íntima: «Alguien entra en nuestra casa cuando no estamos. Han registrado las cosas y los perros están fuera de la casa cuando deberían estar dentro».

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