Читать книгу Helter Skelter: La verdadera historia de los crímenes de la Familia Manson - Vincent Bugliosi - Страница 17

DEL 1 AL 12 DE NOVIEMBRE DE 1969

Оглавление

Noviembre fue un mes de confesiones que, al principio, nadie creyó.

Después de que la ficharan por el asesinato de Hinman, Susan Denise Atkins, alias Sadie Mae Glutz, fue trasladada al Instituto Sybil Brand, el centro de detención para mujeres de Los Ángeles. El 1 de noviembre, después de terminar la orientación, la asignaron al dormitorio 8000 y le dieron una litera enfrente de una tal Ronnie Howard. La Srta. Howard, una antigua call-girl pechugona que a lo largo de sus treinta y tantos años había tenido casi veinte alias, estaba entonces esperando juicio acusada de falsificar una receta.

El día que Susan fue asignada al dormitorio 8000, también lo fue una tal Virginia Graham. La Srta. Graham, asimismo una antigua call-girl con un número considerable de alias, había sido detenida por violar la libertad condicional. Aunque llevaban cinco años sin verse, Ronnie y Virginia no solo habían sido amigas y socias, cuando salían juntas en las «llamadas»: Ronnie se había casado además con el antiguo marido de Virginia.

A Susan Atkins y Virginia Graham les asignaron el trabajo de «recaderas», que consistía en llevar mensajes a las autoridades de la prisión. En los periodos de poca actividad, cuando no había mucho movimiento, se sentaban en taburetes en «control», el centro de mensajes, y hablaban.

De noche, una vez apagadas las luces, Ronnie Howard y Susan también hablaban.

A Susan le encantaba hablar. Y a Ronnie y Virginia, escuchar absortas.

El 2 de noviembre de 1969 apareció un tal Steve Zabriske en el Departamento de Policía de Portland, en Oregón, y le dijo al sargento Ritchard, inspector, que un tal «Charlie» y un tal «Clem» cometieron los asesinatos de los casos Tate y LaBianca.

Se lo oyó, dijo Zabriske, de diecinueve años, a Ed Bailey y Vern Plumlee, dos hippies de California a los que conoció en Portland. Zabriske aseguró también a Ritchard que Charlie y Clem estaban en aquel momento detenidos en Los Ángeles por otra acusación, robo de vehículos.

Bailey le contó otra cosa, afirmó Zabriske: que vio en persona a Charlie disparar a un hombre en la cabeza con una automática del calibre cuarenta y cinco. Fue en el Valle de la Muerte.

El sargento Ritchard le preguntó a Zabriske si podía demostrar alguna cosa. Zabriske admitió que no. No obstante, Michael Lloyd Carter, su cuñado, también estuvo presente durante las conversaciones, y le respaldaría si el sargento Ritchard quería hablar con él.

El sargento Ritchard no quiso. Como Zabriske «no tenía apellidos ni nada concreto para demostrar que decía la verdad», el sargento Ritchard, según el informe oficial, «no otorgó ninguna credibilidad a la conversación y no dio parte al Departamento de Policía de Los Ángeles (…)».

Las chicas del dormitorio 8000 llamaban a Sadie Mae Glutz —que era como Susan Atkins insistía en que la llamaran— «Sadie la Loca». No era solo por aquel nombre ridículo. Se la veía demasiado contenta, teniendo en cuenta dónde se encontraba. Se reía y cantaba en ocasiones inapropiadas. Sin avisar, dejaba lo que estuviera haciendo y empezaba a bailar a lo gogó. Hacía ejercicio desprovista de bragas. Alardeaba de haber probado todo lo habido y por haber en materia sexual, y más de una vez hizo proposiciones deshonestas a otras internas.

Virginia Graham pensaba que era como una «niña pequeña perdida» que hacía mucho teatro para que nadie supiera lo asustada que estaba en realidad.

Un día, mientras estaban sentadas en el centro de mensajes, Virginia le preguntó:

—¿Por qué estás aquí?

—Por asesinato con premeditación —contestó Susan como si nada.

Virginia no pudo creérselo, Susan parecía muy joven.

En aquella conversación en concreto, que por lo visto tuvo lugar el 3 de noviembre, Susan dijo poco del asesinato en sí, solo que creía que otro acusado, un chico que se encontraba detenido en la cárcel del condado, la había delatado. Al interrogarla, Whiteley y Guenther no le dijeron que fue Kitty Lutesinger la que la había implicado, y ella suponía que el soplón había sido Bobby Beausoleil.

Al día siguiente Susan dijo a Virginia que el hombre de cuyo asesinato se la acusaba se llamaba Gary Hinman. Aseguró que estaban implicados Bobby, otra chica y ella. A la otra chica no la acusaron del asesinato, afirmó, aunque había estado en Sybil Brand no hacía mucho por otro cargo. En aquel momento se encontraba en libertad bajo fianza y había ido a Wisconsin a por el niño que tenía39.

—Y qué, ¿lo hiciste? —Susan la miró y sonrió.

—Claro —dijo como si nada.

Solo que la policía se equivocaba, dijo. Según la policía, ella sujetó al hombre mientras el chico lo apuñaló, cosa que era una tontería, porque ella no podría sujetar a un hombre tan grande. Fue al revés: el chico lo sujetó y ella lo apuñaló, cuatro o cinco veces.

Lo que dejó atónita a Virginia, como comentaría después, fue que Susan lo contó «como si fuera la cosa más normal del mundo».

Las conversaciones de Susan no se limitaron al asesinato. Los temas abarcaron desde los fenómenos parapsicológicos hasta las experiencias de bailarina en topless en San Francisco. Fue estando allí, le dijo a Virginia, cuando conoció «a un hombre, a Charlie». Era el hombre vivo más fuerte. Había estado en la cárcel pero jamás se había hundido. Susan dijo que obedecía sus órdenes sin rechistar, como todos, todos los chicos que vivían con él. Él era el padre, el líder, el amor de todos.

Fue Charlie, aseguró, el que le puso el nombre de Sadie Mae Glutz.

Virginia comentó que eso no le parecía precisamente favorecedor.

Charlie iba a guiarlos al desierto, dijo Susan. Había un agujero en el Valle de la Muerte, solo Charlie sabía dónde, pero muy abajo, dentro de él, en el centro de la Tierra, había toda una civilización. Y Charlie iba a llevar allí a la «familia», a los pocos escogidos. Iban a ir a vivir a aquel pozo del abismo.

Charlie, le confió Susan a Virginia, era Jesucristo.

Susan, decidió Virginia, estaba chiflada.

La noche del miércoles 5 de noviembre un joven que quizás habría podido aportar la solución de los homicidios de los casos Tate y LaBianca dejó de existir.

A las siete y treinta y cinco de la tarde unos agentes del Departamento de Policía de Venice, al responder a una llamada telefónica, llegaron al 28 de la avenida Clubhouse, una casa cercana a la playa alquilada por un tal Mark Ross. Encontraron a un joven —de unos veintidós años, apodado «Zero40», nombre verdadero desconocido— tumbado en un colchón en el suelo del dormitorio. El fallecido aún estaba caliente al tacto. Había sangre en la almohada y lo que parecía un orificio de entrada en la sien derecha. Al lado del cuerpo había una funda de pistola de cuero y un revólver Iver & Johnson del calibre veintidós de ocho balas. Según las personas presentes —un hombre y tres chicas—, Zero se había matado jugando a la ruleta rusa.

Las versiones de los testigos —que se identificaron como Bruce Davis, Linda Baldwin, Sue Bartell y Catherine Gillies, y que dijeron que se alojaban en la casa mientras Ross estaba fuera— cuadraron a la perfección. Linda Baldwin afirmó que estaba tumbada en el lado derecho del colchón y Zero en el izquierdo, cuando este se fijó en la funda de cuero colgada en un perchero al lado de la cama y comentó: «Vaya, una pistola». Desenfundó la pistola, dijo la Srta. Baldwin, y dijo: «Solo hay una bala». Sujetando el arma con la mano derecha, giró el tambor, colocó la boca contra la sien derecha y apretó el gatillo.

Los demás, en distintas partes de la casa, oyeron lo que pareció el estallido de un petardo, según afirmaron. Cuando entraron en el dormitorio, la Srta. Baldwin les dijo: «Zero se ha pegado un tiro, como en las películas». Bruce Davis reconoció que recogió la pistola. Luego llamaron a la policía.

Los agentes desconocían que todos los presentes eran miembros de la Familia Manson que llevaban viviendo en el domicilio de Venice desde su puesta en libertad, tras la redada del rancho Barker. Dado que, al ser interrogados por separado, todos contaron en lo esencial la misma versión, la policía aceptó la explicación de la ruleta rusa y registró como suicidio la causa de la muerte.

Había muy buenas razones para dudar de aquella explicación, aunque al parecer nadie dudó.

Después, cuando el agente Jerrome Boen espolvoreó la pistola en busca de huellas latentes no encontró ninguna. Tampoco en la funda de cuero.

Y cuando examinaron el revólver, descubrieron que Zero se la había jugado, desde luego. La pistola contenía siete balas y un casquillo usado. Estaba totalmente cargada, no había ninguna recámara vacía.

Varios miembros de la Familia, entre ellos el propio Manson, seguían en la cárcel en Independence. El 6 de noviembre, Patchett y Sartuchi, inspectores del caso LaBianca, acompañados del teniente Burdick, de la SID, fueron allí a hablar con ellos.

Patchett preguntó a Manson si sabía algo de los homicidios del caso Tate o del caso LaBianca. Manson contestó: «No». Y eso fue todo.

A Patchett le impresionó tan poco Manson que ni siquiera se molestó en redactar un informe de la conversación. De los nueve miembros de la Familia con los que hablaron los inspectores, solo uno mereció un memorándum. En torno a la una y media, aquella tarde, el teniente Burdick habló con una chica registrada con el nombre de Leslie Sankston. «Durante la conversación —apuntó Burdick— pregunté a la Srta. Sankston si estaba al corriente de la supuesta implicación de Sadie [Susan Atkins] en el homicidio de Gary Hinman. Contestó que sí. Pregunté si estaba al corriente de los homicidios del caso Tate y del caso LaBianca. Señaló que de los homicidios del caso Tate, sí, pero pareció desconocer el caso LaBianca. Le pregunté si tenía alguna información de personas de su grupo que pudieran estar implicadas en los homicidios del caso Tate o del caso LaBianca. Señaló que algunas “cosas” la empujaban a creer que alguien de su grupo podría estar implicado en los homicidios del caso Tate. Le pedí que explicara con más detalle esas “cosas”, [pero] ella rehusó señalar a qué se refería y afirmó que quería pensarlo por la noche, que estaba perpleja y no sabía qué hacer. Sí que me dijo que a lo mejor me lo contaba al día siguiente».

No obstante, a la mañana siguiente, cuando Burdick volvió a preguntarle, «afirmó que había decidido que no quería decir nada más sobre el asunto y la conversación se terminó».

Aunque las conversaciones no dieron ningún fruto, los inspectores del caso LaBianca sí que encontraron una posible pista. Antes de marcharse de Independence, Patchett pidió ver los efectos personales de Manson. Al registrar la ropa que llevaba Manson cuando lo detuvieron, Patchett observó que usaba cordones de cuero en los mocasines y también en los pespuntes de los pantalones. Patchett llevó muestras de las dos prendas a Los Ángeles para cotejarlas con el cordón utilizado para atar las manos de Leno LaBianca.

Un cordón de cuero es un cordón de cuero, le dijo en efecto la SID. Aunque los cordones eran similares, no había manera de saber si venían de la misma tira de cuero.

El LAPD y la LASO no tienen el monopolio de la envidia. En cierta medida hay envidia entre casi todos los cuerpos policiales, e incluso dentro de algunos de ellos. La División de Homicidios del Departamento de Policía de Los Ángeles es una sola sala, la 308, en la tercera planta de Parker Center. Aunque es amplia y de forma rectangular, no hay tabiques, solo dos largas mesas, y todos los inspectores trabajan en una u otra. Solo unos metros separaban a los inspectores del caso LaBianca de los del caso Tate.

Pero hay distancias psicológicas además de físicas, y, como se ha señalado, mientras que los inspectores del caso Tate eran en buena parte la «vieja guardia», los del caso LaBianca eran sobre todo los «jóvenes arrogantes». Por añadidura, al parecer había vestigios de resentimiento, que provenía del hecho de que a varios de los últimos, no de los primeros, les adjudicaron el último caso de gran atención mediática en Los Ángeles, el asesinato del senador Robert F. Kennedy por parte de Sirhan Sirhan. En resumidas cuentas, había cierta envidia. Y cierta falta de comunicación.

Por consiguiente, ningún inspector del caso LaBianca caminó esos pocos metros para decirles a los inspectores del caso Tate que estaban siguiendo una pista que podría relacionar los homicidios. Nadie informó al teniente Helder, a cargo de la investigación del caso Tate, de que fueron a Independence y hablaron con un tal Charles Manson, quien creían que estaba implicado en un asesinato sorprendentemente parecido, o de que estando allí, una de las seguidoras de Manson, una chica que se llamaba Leslie Sankston, admitió que alguien del grupo podría estar implicado en los homicidios del caso Tate.

Los inspectores del caso LaBianca siguieron por su cuenta.

Si Leslie Sankston —el nombre verdadero era Leslie Van Houten— hubiera cedido al impulso de hablar, podría haber contado a los inspectores muchas cosas sobre los asesinatos del caso Tate, pero aún más sobre los del caso LaBianca.

Pero para entonces Susan Atkins ya había hablado bastante por las dos.

El jueves 6 de noviembre, en torno a las cinco menos cuarto de la tarde, Susan se acercó a la cama de Virginia Graham y se sentó. Habían acabado el trabajo del día, y Susan/Sadie tenía ganas de hablar. Empezó a charlar sobre los viajes de LSD, el karma, las vibraciones buenas y malas y el asesinato de Hinman. Virginia la advirtió de que no hablara tanto: conocía a un hombre que fue condenado solo por lo que le contó al compañero de celda.

Susan contestó: «Sí, ya lo sé. No he hablado de esto con nadie más. Es que te miro y tienes algo, sé que puedo contarte cosas». Además, tampoco le preocupaba la policía. No eran tan buenos.

—Fíjate, ahora mismo hay un caso y andan tan despistados que no saben ni lo que está pasando.

—¿A qué te refieres? —preguntó Virginia.

—Al de Benedict Canyon.

—¿Benedict Canyon?¿No será el de Sharon Tate?

—Sí. —Aquí Susan pareció emocionarse. Soltó las palabras a todo correr—. ¿Sabes quién lo hizo, no?

—No.

—Bueno, la tienes delante.

—Lo dices de broma —dijo Virginia con voz entrecortada.

—Ajá —dijo solo Susan sonriendo41.

Después Virginia Graham no recordaría con exactitud cuánto tiempo hablaron, y calcularía que fueron entre treinta y cinco minutos y una hora, a lo mejor más. También reconocería estar confusa en cuanto a si hablaron de algunos detalles aquella tarde o en conversaciones posteriores, y en cuanto al orden en el que surgieron algunos temas.

Pero el contenido lo recordaba. Eso, afirmaría después, no se le olvidaría en la vida.

Primero hizo la gran pregunta:

—¿Por qué, Sadie?

—Porque —contestó Susan— queríamos cometer un crimen que asustara al mundo, al que el mundo tuviera que prestar atención—. ¿Pero por qué la casa de Tate? La respuesta de Susan fue escalofriante en su sencillez—: Está aislada.

El domicilio se escogió al azar. Conocieron al dueño, Terry Melcher42, el hijo de Doris Day, alrededor de un año antes, pero no sabían quién estaría allí, y no importaba. Una persona o diez, fueron allí preparados para cargarse a todo el mundo.

—En otras palabras —preguntó Virginia—, no conocías a Jay Sebring ni a nadie más.

—No —contestó Susan.

—¿Te importa que te haga preguntas? Es que tengo curiosidad.

A Susan no le importó. Le dijo a Virginia que tenía unos ojos marrones tiernos, y que si miras a través de los ojos de una persona le ves el alma.

Virginia le dijo a Susan que quería saber exactamente cómo fue. Añadió:

—Me muero de curiosidad.

Susan la complació. Antes de abandonar el rancho, Charlie les dio instrucciones. Se pusieron ropa oscura. También llevaron de repuesto para cambiarse en el coche. Condujeron hasta la verja, luego bajaron otra vez al pie de la colina en coche, aparcaron y subieron de nuevo andando.

—¿O sea que no fuiste solo tú? —interrumpió Virginia.

—Pues no —le dijo Susan—. Éramos cuatro.

Además de ella, había otras dos chicas y un hombre.

Cuando llegaron a la verja, prosiguió Susan, «él» cortó los cables telefónicos. Virginia volvió a interrumpirla para preguntarle si no le preocupó cortar los cables eléctricos, apagar las luces y alertar a la gente de que pasaba algo. Susan contestó: «No, no. Sabía lo que hacía». Virginia tuvo la impresión, menos por lo que le dijo que por cómo lo dijo, de que el hombre había estado allí.

Susan no mencionó cómo cruzaron la verja. Dijo que primero mataron al chico. Cuando Virginia preguntó por qué, Susan contestó que los había visto. «Y él tuvo que dispararle. Le pegó cuatro tiros».

En ese momento Virginia se confundió un poco. Luego afirmaría: «Creo que me dijo —no estoy segura del todo—, creo que dijo que ese tal Charles le disparó». Antes Virginia había tenido la impresión de que aunque Charlie les ordenó qué hacer, no los acompañó. Pero entonces pareció que sí.

Lo que no sabía Virginia era que en la Familia había dos hombres llamados Charles: Charles Manson y Charles Watson, alias Tex. Las dificultades que ocasionaría después este simple malentendido serían enormes.

Al entrar en la casa —Susan no dijo cómo— vieron a un hombre en el sofá del salón, y a una chica, a quien Susan identificó como «Ann Folger», sentada en una silla leyendo un libro. No levantó la vista.

Virginia le preguntó cómo sabía los nombres. Susan contestó: «No los supimos hasta el día siguiente».

En un momento dado por lo visto el grupo se separó. Susan fue hacia el dormitorio, en tanto que los demás se quedaron en el salón.

—Sharon estaba incorporada en la cama. Jay estaba sentado en el borde hablando con ella.

—¿De verdad? —preguntó Virginia—. ¿Qué llevaba ella?

—Un sujetador y bragas.

—¿En serio? ¿Y estaba embarazada?

—Sí. Y levantaron la vista, y se quedaron muy sorprendidos.

—¡Vaya! ¿Hubo un buen lío o qué?

—No, se quedaron demasiado sorprendidos y supieron que íbamos en serio.

Susan se saltó una parte del relato y siguió. Era como si «flipara», pasando de repente de un tema a otro. De pronto estaban en el salón. Sharon y Jay estaban colgados con sogas alrededor del cuello, para que se asfixiaran si intentaban moverse. Virginia preguntó por qué pusieron una capucha en la cabeza a Sebring.

—No le pusimos ninguna capucha en la cabeza —la corrigió Susan.

—Eso dijo la prensa, Sadie.

—Pues no había ninguna capucha —repitió Susan, que se puso bastante insistente.

Entonces el otro hombre (Frykowski) se escapó y corrió hacia la puerta.

—Estaba lleno de sangre —dijo Susan, que lo apuñaló tres o cuatro veces—. Estaba sangrando y corrió hacia la parte delantera. —Salió por la puerta al césped—. ¿Y te puedes creer que estuvo allí gritando «¡Socorro, socorro, que alguien me ayude, por favor!», y no vino nadie? Luego acabamos con él —dijo sin rodeos, sin entrar en detalles.

Virginia ya no hizo preguntas. Lo que había empezado como el cuento de hadas de una niña pequeña se había convertido en una pesadilla horripilante.

No mencionó lo que les pasó a Abigail Folger o Jay Sebring, solo que «Sharon fue la última en morir». Al decirlo, Susan se rio.

Susan aseguró que le sujetó los brazos a Sharon detrás, y que Sharon la miró y lloró y suplicó: «Por favor, no me mates. Por favor, no me mates. No quiero morir. Quiero vivir. Quiero tener a mi hijo. Quiero tener a mi hijo».

Susan afirmó que miró a los ojos a Sharon y dijo: «Mira, puta, no me importas. No me importa si vas a tener un hijo. Más vale que te prepares. Vas a morir, y me da lo mismo».

Luego Susan añadió: «En unos minutos acabé con ella y estuvo muerta».

Después de matar a Sharon, Susan se dio cuenta de que tenía sangre en una mano. La probó.

—¡Vaya, menudo viaje! —le dijo a Virginia—. Pensé: «Probar la muerte, y sin embargo dar vida». —Le preguntó a Virginia si había probado la sangre—. Está caliente, es pegajosa y sabe rica.

Virginia logró hacer una pregunta. ¿No le importó matar a Sharon Tate estando embazada?

Susan miró a Virginia con cara de sorpresa y dijo:

—Bueno, parece que no me entiendes. Yo la quería, y para matarla estaba matando una parte de mí.

—Sí, claro, ya lo entiendo —contestó Virginia.

Quiso extraer el bebé, dijo Susan, pero no hubo tiempo. Querían sacarle los ojos a la gente y aplastarlos contra la pared, y amputarle los dedos. «Íbamos a mutilarlos, pero no tuvimos ocasión de hacerlo.»

Virginia le preguntó cómo se sintió después de los asesinatos. Susan contestó:

—Me sentí de lo más eufórica. Cansada, pero en paz conmigo misma. Supe que aquello solo era el principio de helter skelter. El mundo iba a escuchar ya.

Virginia no entendió qué quería decir con «helter skelter», y Susan intentó explicárselo. No obstante, habló tan rápido y con una emoción tan evidente que Virginia tuvo problemas para seguirla. Por lo que entendió, había un grupo, unas personas escogidas, reunidas por Charlie, y esa nueva sociedad había sido elegida para que saliera, por todo el país y por todo el mundo, a seleccionar a gente al azar y ejecutarla, a fin de liberarla de este mundo. Susan explicó: «Tienes que sentir un amor verdadero en tu corazón para hacer eso por la gente».

Cuatro o cinco veces mientras hablaba Susan, Virginia tuvo que advertirla de que bajara la voz, que alguien podía oírla. Susan sonrió y dijo que eso no la preocupaba. Se le daba muy bien hacerse la loca.

Después de abandonar el domicilio de Tate, prosiguió Susan, descubrió que había perdido la navaja. Pensó que a lo mejor la había cogido el perro. «Ya sabes cómo son los perros a veces.» Pensaron en volver para buscarla pero decidieron que no. También dejó una huella de una mano en un escritorio. «Caí en la cuenta después —dijo Susan—, pero mi espíritu era tan fuerte que lógicamente ni siquiera se notó, de lo contrario ya me habrían cogido».

Por lo que entendió Virginia, tras abandonar el domicilio de Tate, al parecer se cambiaron de ropa en el coche. Luego condujeron un rato y se detuvieron en un sitio donde había una fuente o algo parecido para lavarse las manos. Susan dijo que salió un hombre y quiso saber qué hacían. Empezó a gritarles.

—Y —dijo Susan—, adivina quién era.

—No lo sé —respondió Virginia.

—¡Era el sheriff de Beverly Hills!

Virginia dijo que pensaba que Beverly Hills no tenía sheriff.

—Bueno —dijo Susan irritada—, el sheriff o el alcalde o lo que sea.

El hombre empezó a meter una mano en el coche para coger las llaves, y «Charlie encendió el motor. ¡Nos salvamos por poco! No paramos de reír», dijo Susan, que añadió: «¡Si hubiera sabido!».

Susan guardó silencio un momento. Luego, con su sonrisa de niña pequeña, preguntó:

—¿Sabes los otros dos de la noche siguiente?

Virginia recordó de repente al dueño del supermercado y a su esposa, los LaBianca.

—Sí —dijo—. ¿Fuiste tú?

Susan guiñó un ojo y dijo:

—¿Tú qué crees? Pero eso forma parte del plan —continuó—. Y hay más…

Pero Virginia ya había oído bastante aquel día. Se disculpó para ir a darse una ducha.

Virginia recordaría después haber pensado: «Tiene que estar bromeando. Se lo está inventando todo. Es demasiado disparatado, demasiado fantástico».

Pero se acordó de por qué estaba Susan en la cárcel: asesinato con premeditación.

Virginia decidió no contar nada a nadie. Era demasiado increíble. También decidió evitar a Susan en lo posible.

Sin embargo, al día siguiente Virginia se acercó a la cama de Ronnie Howard para decirle algo. Susan, que estaba tumbada en su cama, interrumpió:

—¡Virginia, Virginia! ¿Te acuerdas de aquel tipo tan guapo del que te hablé? Quiero que te fijes en su apellido. Escucha, se apellida Manson: ¡Man’s Son43!

Lo repitió varias veces para asegurarse de que Virginia lo entendiera. Lo dijo en un tono de asombro infantil.

No se lo pudo guardar más. Era demasiado. La primera vez que estuvieron solas Ronnie Howard y ella, Virginia Graham le contó lo que le había dicho Susan Atkins.

—Oye, ¿qué hacemos? —preguntó a Ronnie—. Si es verdad… Dios mío, es espantoso. Ojalá no me lo hubiera contado.

Ronnie pensó que Sadie «estaba inventándoselo todo, a lo mejor lo ha sacado de la prensa».

La única forma de asegurarse, decidieron, sería que Virginia le hiciera más preguntas para ver si podía enterarse de algo que solo sabría una de las personas que cometieron los asesinatos.

Virginia tuvo una idea para hacerlo sin despertar las sospechas de Susan. Aunque no se lo mencionó a Susan Atkins, a Virginia Graham le interesaban mucho los homicidios del caso Tate. Conocía a Jay Sebring. Una amiga que trabajaba de manicura para Sebring se lo presentó en el Luau unos años antes, poco después de que Sebring abriera el local de Fairfax. Fue algo informal, él no era ni cliente ni amigo, solo alguien al que se saluda con la cabeza y se dice «hola» en una fiesta o en un restaurante. Fue una extraña coincidencia que Susan se lo confesara a ella. Pero hubo una coincidencia todavía más extraña. Virginia estuvo en el 10050 de Cielo Drive. En 1962, su marido de entonces y ella, junto con otra chica, buscaban una casa tranquila, apartada, y se enteraron de que se alquilaba el 10050 de Cielo Drive. No había nadie allí para enseñarles el domicilio, de modo que solo miraron por las ventanas de la vivienda principal. Recordaba pocas cosas, solo que parecía un granero rojo, pero al día siguiente a la hora de comer le comentó a Susan que había estado allí, y le preguntó si el interior seguía decorado de color dorado y blanco. No fue más que una conjetura. «Ajá», contestó Susan, pero no dio más detalles. Luego Virginia le dijo que conocía a Sebring, pero Susan no se mostró muy interesada. Aquella vez Susan no estuvo muy habladora, pero Virginia insistió y consiguió retazos de información de todo tipo.

Conocieron a Terry Melcher a través de Dennis Wilson, miembro de los Beach Boys, un grupo de rock. Ellos —Charlie, Susan y los otros— vivieron con Dennis durante un tiempo. Virginia tuvo la impresión de que eran hostiles con Melcher, a quien le interesaba demasiado el dinero. Virginia se enteró también de que los asesinatos del caso Tate se produjeron entre la medianoche y la una de la mañana; de que «Charlie es amor, puro amor», y de que cuando apuñalas a alguien «es agradable cuando el cuchillo penetra».

También se enteró de que además de los asesinatos de Hinman, Tate y LaBianca, «hay más… y más antes (…) Hay también tres personas en el desierto (…)».

Retazos. Susan no aportó nada que demostrara si decía o no la verdad.

Aquella tarde Susan se acercó y se sentó en la cama de Virginia. Había estado hojeando una revista de cine. Susan la vio y empezó a hablar. Lo que contó, diría mucho después Virginia, fue incluso más estrambótico que lo que ya le había relatado. Fue tan increíble que Virginia ni siquiera se lo mencionó a Ronnie Howard. Nadie le daría crédito, decidió. Porque Susan Aktins, que arrancó a hablar sin pausa, le dio una «lista de la muerte», con personas que iban a ser asesinadas a continuación. Todas eran famosas. Luego, según Virginia, describió con detalles truculentos exactamente cómo morirían Elizabeth Taylor, Richard Burton, Tom Jones, Steve McQueen y Frank Sinatra.

El lunes 10 de noviembre, Susan Atkins tuvo una visita en Sybil Brand, Sue Bartell, que le habló de la muerte de Zero. Cuando se fue, Susan se lo contó a Ronnie Howard. Si la adornó o no, no se sabe. Según Susan, una de las chicas le estaba cogiendo de una mano a Zero cuando murió. Cuando la pistola se disparó, «se eyaculó encima».

Susan no pareció afectada al enterarse de la muerte de Zero. Al contrario, la emocionó. «¡Imagínate qué bonito estar allí cuando ocurrió!», le dijo a Ronnie.

El miércoles 12 de noviembre llevaron a Susan Atkins al tribunal para una audiencia preliminar a propósito del asesinato de Hinman. Allí oyó la declaración del sargento Whiteley, según la cual fue Kitty Lutesinger —no Bobby Beausoleil— quien la había implicado. Cuando la devolvieron a la prisión, Susan dijo a Virginia que la acusación tenía una testigo sorpresa. Pero no le preocupó su testimonio: «Su vida no vale nada».

Ese día Virginia Graham recibió una mala noticia. Iban a trasladarla a la cárcel de mujeres de Corona, donde cumpliría el resto de la pena. Iba a irse aquella tarde. Mientras recogía sus cosas se le acercó Ronnie y le preguntó:

—¿Tú qué crees?

—No lo sé —contestó Virginia—. Ronnie, si quieres sigue tú a partir de ahora…

—He hablado todas las noches con esa chica —dijo Ronnie—. Mira que es rara. Pudo ser ella, ¿sabes?

Virginia olvidó preguntar a Susan por la palabra «cerdo», que según la prensa escribieron en letra de imprenta con sangre en la puerta del domicilio de Tate. Propuso que Ronnie le preguntara por aquello, y por cualquier cosa que se le ocurriera que indicara si decía la verdad.

Mientras tanto, decidieron no mencionar nada a nadie.

Ese mismo día los inspectores del caso LaBianca recibieron una llamada del Departamento de Policía de Venice. ¿Seguían interesados en hablar con uno de los Straight Satans? Si así era, iban a interrogar a uno, a un chico llamado Al Springer, por otro cargo.

Los inspectores del caso LaBianca pidieron que trajeran a Springer a Parker Center, donde grabaron una conversación con él. Lo que les dijo fue tan inesperado que les costó creerlo. Porque, según Springer, el 11 o 12 de agosto —dos o tres días después de los homicidios del caso Tate—, Charlie Manson alardeó ante él de haber matado a gente, y añadió: «La otra noche mismo nos cepillamos a cinco».

Helter Skelter: La verdadera historia de los crímenes de la Familia Manson

Подняться наверх