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Cora volvió a trabajar,

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por Celeste Abrevaya

Francisca se miró la bombacha limpia y frunció el ceño.

—Mamá, mamá, vení, quiero agua, salí del baño. Mamá, dale.

Los hijos siempre golpeaban a la puerta, ese reclamo de cada día, lleno de amor, seguro, pero implacable.

Terminó lo suyo y salió.

La llamaban la puta. Seco, impiadoso. “Ahí viene la puta”, decían cuando ella pasaba. Esos pantalones, el cigarrillo que fumaba hasta en la calle, hasta en la calle ¿te das cuenta?, es increíble, y la cascada de rulos negros que le llegaba a la cintura, para el barrio eran suficientes argumentos. Los muchachos del Atalaya en Isidro Casanova le comían el culo con los ojos cada vez que salía a hacer los mandados. Un culo redondo y parado que movía como Tita Merello. “Mirá ese pan dulce, por favor, querido”, decían sin disimulo desde la mesa del bar, junto a la ventana. “Cuando viene es una gloria, pero cuando se va, mi Dios, me arruina el día”. Y también: “A esta le gusta que la miren, lo único que quiere es tener un macho encima”.

Algunas vecinas la despreciaban y tampoco ocultaban su opinión: “Ay señora, cuide a su marido, los hombres son cabeza fresca y a estas putitas se le van al humo”.

Sin embargo, otras, las menos, la admiraban en secreto. Quizás porque entendían que Francisca era lo que ellas hubieran querido ser, pero no se habían animado. Mientras baldeaban la vereda cuchicheaban sobre el último novio de Francisca y comentaban ese andar soberbio que tenía, esa seducción desfachatada que ellas habían perdido por tener que lavar calzones. ¿Qué no hubieran dado por ser como ella, aunque más no hubiera sido por un momento? La admiración las desgarraba. Y tenían el coraje de admitirlo.

Elena y Nilda se la cruzaron en la verdulería y rompieron el hielo. Caminaron juntas. Entre risitas nerviosas, como una travesura, le pidieron un Derby. Ella les convidó. Tosieron la tos del primer cigarrillo.

—¿Qué me diste, Francisca? Me da todo vueltas.

Francisca se encogió de hombros.

—Es la costumbre, cuando se te pasa el mareo, empezás a disfrutar y entonces entendés para qué fumás.

— ¿Y para qué fumás?

—Mirá, después de dormir a los nenes, salgo al patio, prendo un cigarrillo y ya tenerlo entre mis dedos me cambia el día. No parece mucho, ¿no? Pero yo lo veo como los negros cuando abolieron la esclavitud. Una vez que probaste eso, es un camino de ida.

Entonces, con la premura de lo nunca dicho, hablaron de la vida doméstica, del ahogo que sentían. Se decía que del trabajo a casa y de casa al trabajo, pero para Elena y para Nilda el trabajo y la casa eran lo mismo.

Francisca había tenido que conseguirse una changa cuando su marido se fue, dos años atrás. Hacía la manicura en la peluquería de Teresa. Juntaba unos mangos, mantenía a los hijos, que eran tres, dos nenas y un varón.

—Se fue con otra, Elisa. Supe que armó una familia nueva. Yo ya hice eso del matrimonio y la verdad es que no me gustó. No me enganchan más. Ya sé que en el barrio me llaman puta, que digan lo que quieran. A Evita también le dicen puta.

— ¿No lo extrañas?

—Al principio, un poco. Pero un día me di cuenta de que hacía mucho que estaba harta de esa vida, y entonces me alivié, así que, en secreto, le agradecí al turro ese por su traición y decidí seguir sola. Mis hijos lo extrañan, y tienen razón, pobrecitos, el tipo no les da ni cinco de bola. Pero estamos inventado una familia sin un pelotudo en camiseta que se tira pedos y que en lo único que piensa es en Boca. Yo me divierto y no lo tengo ahí diciéndome “Francisca, ¿qué hiciste todo el día? ¡Esta casa es una pocilga!”. Igual, les digo, alguna cosa linda tenía Antonio, en primavera mi casa siempre olía a jazmines que él me traía. Pero ahora huele a Derby, qué se le va a hacer. Y me encanta. José duerme conmigo dos veces por semana, el tipo me cumple, eso me gusta, arregla la cortina cada vez que se traba y encima cocina un pastel de papas para chuparse los dedos. No necesito que me dé un techo, ya tengo uno. Y si alguna vez se borra, entonces, chicas, al carajo con José. No necesitás ser un macho para cambiar una lamparita.

Hubo escandalizadas risas femeninas.

—¿Y cómo es estar con otros hombres? –preguntó Nilda, tenía la excitación a la vista–. Yo solo conocí a Juan. Me casé a los 19, y acá estoy. No me quejo, eh, nos llevamos bien, es bueno conmigo, me ayuda con la casa, los sábados hacemos las compras, es un padre amoroso –Nilda hizo un silencio–. Lo que pasa es que yo, cuando era chica, me imaginaba otra cosa de la vida.

Francisca hizo una mueca y las miró con el cigarrillo en la boca.

Las chicas tenían el corazón agitado, querían escucharla, saber más.

—Hay que probarlo. Un mismo hombre para siempre es aburrido, pero eso es para mí. Y que Dios me perdone.

Miró al cielo y dio otra pitada al cigarrillo.

Después charlaron como la mayoría de sus vecinas, dijeron que gracias a la Señora pronto iban a poder votar, algo muy importante.

—¿Se imaginan? Yo nunca estuve en un cuarto oscuro, no veo la hora de depositar mi voto en la urna, PERÓN PRESIDENTE–EVITA VICE, yo apoyo al General y a la Señora hasta la muerte –dijo Elena.

—Eso, hasta la muerte –dijeron las otras dos a coro, se sorprendieron, se miraron, y empezaron a reír a carcajadas.

Después cambiaron los temas, los bueyes perdidos aparecieron como siempre, dijeron que era un invierno frío, y también comentaron la última película de Carlos Schlieper, Cosas de mujer. Se despidieron con un beso, y Nilda propuso ir a la plaza con los chicos el domingo a la tarde.

Cuando Francisca entró a su casa, dejó el changuito con las compras en la cocina y se fue al baño.

La bombacha seguía limpia.

Preparó fideos, gritó “a comer”, los chicos llegaron corriendo, parlotearon y comieron como potros felices. Después los acostó, salió al patio, suspiró, prendió un Derby. Contó las estrellas, canturreó Cambalache, terminó el cigarrillo, lo pisó, se fue a la cama.

Ya se dormía cuando pensó:

—No quiero ser madre otra vez.

El domingo, después de la siesta, se encontraron en la plaza. Llevaron bizcochitos de grasa, mate, una Crush. Mientras los chicos jugaban a la mancha, ellas charlaban, la conversación fluía, los temas se atropellaban, hablaban, se escuchaban, desmenuzaban cada palabra que salía de cada boca, no dejaban de contenerse y aconsejarse, de compartir lo silenciado por pudor o por la creencia de que hay cosas que no se ventilan. Dijeron groserías, hablaron de sexo, se retorcieron de la risa, fumaron, se abrazaron, las lágrimas vinieron solas.

Se hicieron las ocho.

—Chicos, a casa, vamos, a despedirse. Cinco minutos más y listo, es tarde –gritó Elena, que ya juntaba las cosas.

Francisca le agarró la mano a Nilda, la miró a los ojos, le dijo:

—Creo que estoy embarazada.

Elena escuchó y volvió la mirada para donde estaban las dos mujeres.

—Bueno, bueno, jueguen un rato más –dijo, y se metió en la conversación.

—¿Estás embarazada? ¡Qué alegría, Francisca! ¡Felicitaciones! –dijeron casi en automático y se le acercaron para abrazarla.

Francisca les mostró una palma, se fue para atrás, no quería abrazos.

—No entienden. No voy a tener otro hijo, necesito que me ayuden.

La miraban.

—No es momento, no tengo plata, pero tampoco es eso, yo, la verdad, no tengo ganas. A José no voy a contarle. Estamos tan bien así –las miró–. Yo creí que con todo lo que hablamos me iban a entender. Todo ese blablá de la libertad, el deseo, el fastidio con el encierro, ir y venir a mi antojo. Yo no conseguí nada por mí misma. Y estoy cansada para empezar de nuevo con los pañales. Che, no me miren así, por favor.

Elena agarró sus cosas, les pegó un grito a los hijos, miró a Francisca:

—Con esto no puedo, lo que tenés adentro tuyo es un tesoro, y que estés pensando en sacártelo, ay, Dios, no, no. Perdoname.

Se fue Elena.

Nilda la abrazó y le susurró al oído:

—Yo te voy a ayudar, hermana.

Le dio un beso como nunca antes le había dado a una mujer y buscó a sus hijos que seguían en las hamacas.

Francisca se quedó sola, se apretó el entrecejo con los dedos, hizo fuerza para no llorar. Prendió un cigarrillo, le dio una pitada larga. Miró al frente, un grupo de chicos jugaban a la pelota. Atrás, en un viejo paredón una pintada decía “Perón–Eva Perón. La fórmula de la Patria”. Agarró a los nenes, se fueron a casa. Los mandó a bañarse y puso a Juanita Larrauri en el tocadiscos.

Bailó Evita Capitana en la cocina mientras hacía milanesas con puré.

Al día siguiente se despertó temprano, llevó a los hijos al colegio y se fue a lo de Teresa. A media mañana apareció Nilda, se paró frente al mostrador y le dijo a la empleada que quería hacerse las manos.

—Con Francisca, por favor.

Francisca sacó los elementos de manicura, empezó a limarle las uñas. Charlaron del rumor: parecía que el domingo siguiente, Día del niño, la Fundación Eva Perón iría al barrio a repartir regalos.

—Carlitos quiere una bicicleta. Ya le dijimos que ni lo sueñe, no nos alcanza, que le pida a Evita, a ver si tiene suerte. Así que, dicho y hecho, le escribió la carta y, dice que se la quiere dar a la Señora en persona –contó Nilda, y se miró las uñas–. ¡Quedaron preciosas!

Antes de irse, agarró la cartera, sacó la propina para la manicura, en la propina iba un papelito, en el papelito un número de teléfono.

—Llamá a Cora, es amiga de toda la vida –le dijo en un susurro.

—Gracias Nilda, gracias, de verdad.

En el descanso, se fue al teléfono público y marcó el número.

—Hola. ¿Hablo con Cora? Mi nombre es Francisca. Llamo de parte de Nilda Gómez. Ella me pasó su teléfono, quiero hacerme un… este… usted entiende.

—Sí, sí, qué tal. Fenómeno, el viernes de la semana que viene, a las cinco de la tarde, ¿le viene bien?

—Sí, está bien. ¿Cuánto me va a costar?

—Nada, princesa, lo que pueda.

— ¿Cómo?

—¿Nilda no le explicó? Somos la REP, Red de Enfermeras Peronistas. Donde existe una necesidad nace un derecho. Para eso estamos, ayudamos en lo que podemos a las mujeres que lo necesiten, y solo eso. La REP es una red clandestina, somos enfermeras, y peronistas hasta la muerte.

Hasta la muerte, escuchó Francisca, y dijo:

—Gracias, Cora. Estoy un poco nerviosa. ¿Usted está en Capital?

—No estés nerviosa, mami, te puedo tutear, ¿no? Te vamos a cuidar. Estoy en Boedo. Salcedo 3610, departamento 2. Te espero.

—Un beso, gracias en serio. Nos vemos.

***

La calle principal de Isidro Casanova era un hervidero. Los pibes estaban excitados, daban alaridos, corrían entre los adultos, se tropezaban, berreaban. Esperaban la llegada de los camiones con los regalos.

Las veredas estaban decoradas con banderines de colores con las figuras de Perón y Eva, y la leyenda “Los únicos privilegiados son los niños”. Algunos llevaban carteles hechos a mano o con sábanas viejas. Le hablaban a Eva, le pedían que fuera candidata, le decían que la amaban.

Nilda y Elena vieron a Francisca de lejos, se saludaron con la mano. Elena la miró seria, pero fue la primera en acercarse. La agarró a Nilda de la mano y cruzó la calle esquivando gente. Se dieron un abrazo.

—¿Cómo estás, Francisca?

—Estoy tranquila, gracias.

—Disculpá que el otro día me fui así, me sentí mal después.

—No te preocupes, vení, dame un abrazo.

—Escuché que viene Evita, no sé si será cierto, ¿ustedes qué dicen?

—¿Evita? ¿En serio? Ay, que me va a dar algo, conozco una vueltita para quedar más cerca, vengan, llamemos a los nenes. Si la veo la voy a besar, le voy a tocar ese pelo brillante que tiene. ¡Ya sé! Le puedo regalar mi cadenita –dijo Elena casi en un grito.

Los camiones llegaron escoltados por un Cadillac negro. Se acercaban despacio. Estacionaron en medio de la calle, entre el tumulto. Elena, Nilda y Francisca habían podido dar la vuelta, pero no había manera de avanzar más.

—¡La veo! ¡La veo! ¡Ahí está, mirá como saluda! –gritó Francisca.

Los aros de perlas, el rodete, esa sonrisa que solo ella podía mostrar. La piel tersa y luminosa. Tan bella, la Señora. Saludaba con el brazo levantado, la palma de la mano abierta.

Norma, la más chica de las hijas de Francisca, se escabulló y corrió hasta ella. Le colgaban mocos verdes de la nariz. Cuando la vio, se le prendió a las piernas, Eva se agachó, la agarró de la cara y le dijo:

—¡Pero qué hermosa sos! ¿Cuántos años tenés?

Norma abrió grandes los ojos y le mostró cuatro dedos.

—Tomá, mi amor, un regalo para vos –Evita le entregó una muñeca de paño, una negrita llena de rulos, le revolvió el pelo, le dio un beso y siguió.

Un custodio se le acercó al oído y le dijo:

—Señora, la nena le ensució el tapado con moco.

Eva lo miró seca y contestó:

—Los niños no ensucian.

***

—Nilda, ¿me vas a acompañar? Tengo miedo.

—Sí, Francisca, yo te acompaño. Va a salir todo bien.

***

Entraron al consultorio. Cora abrió la puerta y saludó primero a Nilda. Era una gorda sonriente, el pelo corto y lacio, petisa, hablaba fuerte. Tenía la boca ancha, pintada de rojo y un delantal blanco.

—¡Negra querida! ¡Tanto tiempo! No esperaba verte, qué sorpresa.

Se abrazaron, Nilda le presentó a Francisca.

—Cuidámela, Corita, es mi amiga. Ponele unos tangos, que le gustan.

Caminaron por un pasillo largo y entraron al departamento. Había muchas plantas, y en un almanaque un dibujo de un obrero con un overol azul que alzaba un martillo. Dos gatos daban vueltas por ahí. Las paredes estaban pintadas de amarillo clarito, y la luz del hall de entrada titilaba.

—Vení Francisca, vamos a empezar. No va a ser largo.

Francisca besó a Nilda.

Entraron en una habitación, había una camilla negra.

—Acostate y sacate el pantalón, mami, ¿así que te gusta el tango? Vamos a poner la radio.

Francisca hizo caso, estaba nerviosa, pero el tango la calmaba.

Cora empezó a preparar el instrumental.

Nelly Omar cantaba Desde el alma.

—¡Esta Nelly tiene una voz! ¡Por favor! ¡Quién pudiera! Canta mejor que muchos que se hacen los machitos –dijo Cora.

—Sí, sí –contestó Francisca, con voz de persona ausente. Su cuerpo era lo único que tenía en la cabeza.

La transmisión se interrumpió de golpe. El locutor anunció una cadena nacional.

Compañeros, quiero comunicar al Pueblo Argentino mi decisión irrevocable y definitiva de renunciar al honor con que los trabajadores y el pueblo de mi patria quisieron honrarme en el histórico cabildo abierto del 22 de agosto…

Se produjo un silencio. Francisca, con las piernas abiertas y las manos atrás de la cabeza, masticaba un caramelo de menta.

No tengo en estos momentos, más que una sola ambición. Una sola y gran ambición personal: que de mí se diga cuando se escriba este capítulo maravilloso que la historia seguramente dedicará a Perón, que hubo al lado de Perón una mujer que se dedicó a llevarle al presidente las esperanzas del pueblo, que Perón convertía en hermosas realidades y que a esta mujer el pueblo la llamaba cariñosamente Evita. Nada más que eso.

Cora rompió en llanto. Francisca empezó a temblar. Se agarraron de las manos y se miraron.

Evita quería ser cuando me decidí a luchar codo a codo con los trabajadores y puse mi corazón al servicio de los pobres […]. Si con ese esfuerzo mío, conquisté el corazón de los obreros y de los humildes de mi patria, eso ya es una recompensa extraordinaria que me obliga a seguir con mis trabajos y con mis luchas. Yo no quiero otra cosa que este cariño.

—Es una reina –dijo Cora.

Estoy segura de que el Pueblo Argentino y el Movimiento Peronista que me lleva en su corazón, que me quiere y que me comprende, acepta mi decisión porque es irrevocable y nace de mi corazón. Por eso ella es inquebrantable, indeclinable y por eso me siento inmensamente feliz y a todos les dejo mi corazón.

El locutor anunció el fin de la cadena nacional.

Volvió el tango.

Las mujeres quedaron en silencio.

Y en silencio se miraron, sonrieron, lagrimearon.

Cora volvió a trabajar.

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