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Sopa de generales,

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por Osvaldo Contreras Iriarte

El general que fue presidente en el extremo sur del continente americano deambulaba con su capote marrón y peinado tirante a la gomina. Lo hacía por la dimensión de la fantasía, la eternidad o la simple locura de un teclado. Siempre acompañado del mate que le regaló su esposa en épocas de juventud, el general con su tibieza se calentaba las manos. Buscaba con quién conversar. Apareció en escena su acostumbrado contertulio. Hacía tiempo que mantenía largas charlas con el gran zorro de la política. Ambos quedaban con el garguero seco de tanta cháchara. Este último, presidente centroamericano, había cambiado los destinos económicos y políticos de su país. El hombre era de palabra clara y frontal; encontraba en cada expresión la medida justa para acompañar sus disertaciones. Pronunciaba cada sílaba con ahínco. Vestía siempre camisa roja y hablaba con voz potente realizando voluptuosos ademanes. Se sentó y dijo al general engominado:

—¡Hola general! ¿Cómo anda usted?… Parece que tiene frío…

—Como siempre, estoy un poco aburrido… No estar en actividad a veces me pone triste. ¿A usted no le pasa lo mismo?

El de camisa roja se tomó un tiempo para responder:

—Lo hecho, hecho está. Ahora nos toca descansar, observar, sacar conclusiones. Usted, amigo, ¿no trabaja sobre el recuerdo?

—¿Sobre el recuerdo? Quizás debería. ¿Sabe? Nunca me he sentido muerto.

—Lo sé, lo sé… Como fuese, nuestros pueblos jamás nos dejarán morir del todo…

A lo lejos, el general de capote marrón se asomó por un ventanuco: otro general se acercaba. Miró al de rojo y con sonrisa gardeliana le comentó:

—Este sí que la pasó jodido, batallas y batallas y al enemigo lo tenía adentro y afuera.

—Bah, a nosotros nos pasaba lo mismo… –agregó el general centroamericano.

—Usted lo ha dicho, siempre peleamos contra la condición humana, los hombres somos así. Luego del acuerdo viene la cuchillada artera bajo el poncho de sangre.

Cuando el general que llevaba capote azul estuvo a distancia prudente, el de marrón extendió el mate.

—¿Un amargo, general?

El general de capote azul al que llamaron padre de la patria chupó de la bombilla y luego se dirigió a sus anfitriones.

—Acabo de estar con el sargento que me salvó la vida, el “Negro”. La verdad es me enerva que no se diga toda la verdad sobre su identidad. Digo… ¿Por qué nadie dice que era un esclavo y que fue enviado con otros negros por su patrón, y que no fue el único moreno que murió defendiendo a su patria? En mi ejército jamás hubo negros ni blancos: todos eran iguales. Esa es la verdad.

El general de capote marrón oteó el piso, buscando una respuesta a lo expresado por el general de mayor antigüedad.

—Vaya, vaya, general, déjese de embromar. Siempre que nos vemos hablamos de lo mismo… ¿O no? –hizo una pausa–. Tilingos habrá siempre.

—El problema es que hablan y escriben. Y se inventan la historia.

El general de rojo apuró sus palabras para preguntarle al padre de la patria:

—¿Y si mejor hablamos de sus amores? ¿O me va a mandar “alca, alca, al carajo”?

El general de cabellos blancos balbuceó y se le cayó el mate al piso.

—Si quieren saber les contaré no lo que hice sino lo que dicen que hice de mi vida entre las sábanas…

El de rojo sonrió.

—¡Vamos, carajo! Algo es algo…

El hombre de las batallas libertadoras arrancó impetuoso como casi no lo conocían sus camaradas.

—Cébeme un mate, por favor, así tomo coraje… No soy yo mismo el que va a contar, pero cuando uno está muerto todo vale. La leña alimenta cualquier fuego. Les contaré de los amores que marcaron mi vida. En la península fueron Lola y Pepa, una de ellas me acompañó en mi trayectoria militar en Cádiz. La otra, cuando estuve en Badajoz. Siguió mi esposa Remedios, con quien estuvimos poco tiempo… Dios se la llevó muy joven, como ustedes saben. En el Ejército del Norte conocí a Juana Rosa Gramajo Molina, esposa del dueño de la estancia en la que me hospedé. Linda hembra, atrevida y la mejor amiga de la amante de Belgrano. En Mendoza, Jesusa, la mulata de la casa, que cuidaba a Remedios… Dicen que Jesusa tuvo un hijo. Ah, y Josefa Morales de Los Ríos… viví en su casa antes de salir para el Perú. Ahí conocí a Fermina González Lobatón, dueña de una estancia azucarera. También tuvo un hijo. Y por entonces conocí a Rosa Campusano. Creo que estuvimos juntos un año y medio, hasta que me fui del Perú. Luego cayó Carmen Mirón y Alayón. Otro hijo…

Se hizo un silencio. El general de camisa roja y acento caribeño fue el primero en romperlo. El mate ya estaba lavado.

—Mierda… Veo que usted no perdía tiempo, general…

—Bueno… Dicen que en sus cuarenta y siete años de vida el general Bolívar tuvo treinta y cinco amores –añadió el otro general acomodando su capote marrón y chupando la bombilla del mate que había vuelto a ensillar–.Tendríamos que hacer estas tertulias más seguido, ¿no?

—E invitar al general Bolívar para que nos ilustre… –añadió el de capote rojo.

El general de capote marrón se puso de pie y preguntó, dirigiéndose al más anciano:

—General, cuando usted comenta como al pasar que sus amores tuvieron “un hijo”, ¿eran suyos?

—Amigo, lo que acabo de contarle es lo que se dice. La verdad ni yo la sé. Todo está teñido por lo que dice la chusma, la historia... No podemos cuidarnos de eso. ¿Vamos con otra ronda de mate?

Las mil y una noches personistas

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