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El espíritu de Perón,

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por Virginia Feinmann

Ese año en la escuela se cantaban más marchas. La directora ordenaba formar fila y después decía lo de la patria recuperada, y decía firmes, distancia, descanso, firmes. A la salida se arriaba la bandera con “Vamos, argentinos, vamos a vencer”. Era una bandera nueva, con la franja del medio muy blanca, pero tenía un agujero pequeño en el costado. Cata podía verlo con toda claridad. Cada vez que después de firmes-distancia-descanso-firmes arriaban la bandera, lo único que ella miraba era ese agujero en la tela.

Su hermana Pepi iba a buscarla seguido durante el recreo. No le gustaba jugar con otros chicos. No sabían tocar la guitarra como ella ni conocían temas de Pedro y Pablo. Muchas veces terminaban las dos solas, caminando en círculos por el patio, cantando en voz baja.

Era un día de esos en que Pepi se acercaba. Había querido cantar la La Luis Burela y nadie más quiso. A ella le gustaba esa canción. “¿Con qué armas, señor, lucharemos? / Con las que les quitaremos, dicen que gritó.” Siempre repetía el estribillo, mientras saltaba a la soga, mientras saltaba al elástico, si bien su papá, que era quien en principio se lo había enseñado, desde el comienzo del año venía diciéndole que no lo cantara más.

Así estaban cuando llegaron las inglesas. En realidad no eran inglesas. Florencia se llamaba Florencia pero le decían Florence, y a Carolina, Carol. Sus padres habían nacido en algún lado, con nombres de ese estilo. El nombre de la madre, por ejemplo, era Eudora, pero ellas habían explicado que se pronunciaba Iudora. También contaron que tenían un perro que se llamaba Maxwell y que era un preston terrier. Fue lo primero que les informaron a todos al empezar la escuela.

Ahora querían invitarlas a jugar. ¿A nosotras?, se sorprendió Pepi. Cata esperó callada. Bueno, sí, dijeron las inglesas. Well, yes, dijo Florence. Why not?

Jamás les hablaban en los recreos. Cata y Pepi no tenían idea de qué estaba balbuceando Florence mientras movía las manos y mostraba el cielo y Carol les miraba los zapatos con sus ojos finitos y celestes, así que volvieron a preguntar por qué.

—Es un juego que inventó nuestro primo de Adlington, les va a encantar.

—Pero a nosotras ¿por qué?

—Bueno porque... well... Porque nadie más se anima.

Caminaron. Florence tenía piernas largas e iba adelante sin esfuerzo. La punta del lazo de su delantal, siempre más blanco que los demás, subía y bajaba con sus movimientos, las iba guiando por calles en círculo, con árboles cada vez más grandes que empezaron a oscurecer el cielo. Las casas se hicieron anchas y bajas y las plantas trepaban por las paredes. El aire era frío, pesado.

—¿Cómo es el juego? –dijo Pepi.

—Well... –Carol miró a Florence–, se cortan unos papeles...

—Sí –dijo ella y se dio vuelta, las trenzas rubias también giraron y el lazo de su delantal la rodeó como la cola del corcel encantado–. Se cortan unos papeles, en cada uno escribís una letra del eibicí, los ponés en círculo, arriba de una mesa… Apoyamos una copa de cristal boca abajo. Cada una pone su dedo arriba de la copa.

Siguió caminando.

—¿Y entonces?

—Y entonces podés hablar con los muertos –completó Carol.

La casa tenía puertas verdes como pizarrones gigantes y dos leones de bronce con anillos en la boca. Pepi quiso tocar uno, pero Cata le detuvo la mano. Florence apretó un timbre que sonó como una campanita. Una señora parecida a la portera de la escuela les abrió la puerta. Las inglesas pasaron sin saludarla. Pepi quiso darle un beso pero por alguna razón no se animó. Entraron.

Iudora, la madre, leía un libro cerca del fuego. Era una chimenea como la de los cuentos, como la de Papá Noel en trineo, con fuego encendido de verdad. Ella estaba envuelta en una manta y la tapa del libro era de terciopelo rojo y letras doradas. Antes de que pudieran acercarse las miró, levantó una ceja y les sonrió con media boca. Volvió al libro.

—¿Le avisaste a tu mamá que veníamos? –preguntó Cata mientras seguían a las inglesas por una escalera de madera lustrada.

Cada paso hacía un ruido que nunca habían escuchado. Quizá solo el piano de la escuela cuando venían a afinarlo. Le abrían la panza de madera oscura, las cuerdas y los martillos y el pañolenci adentro. Así pisaban ahora.

—Sí, le avisamos.

—¿Y qué dijo?

—Que estaba bien –se rió un poco–. Que seguro iban a querer hablar con Perón.

—Queremos hablar con Perón –dijo Pepi–. Tenemos que hablar con Perón, Cata, papá se va a poner contento…

—Very well then –Florence dispuso las letras sobre una mesita de madera redonda–, ¿cuál es el nombre del señor Perón?

—Juan Domingo –dijo Cata y sintió que se paraba más derecha.

—Pongan los dedos –indicó Florence y una vez que lo hicieron cerró los ojos y recitó: si el espíritu del señor Juan Domingo Perón se encuentra presente en la sala, que se manifieste a través de la copa.

—Haced que compadezca... –agregó Carol.

—Sí, haced que compadezca delante de..., no, que comparezca...

—No, que compadezca…

—¡Queremos hablar con Perón! –dijo Pepi.

La copa se movió.

Pareció que flotaba sobre esa madera casi negra y suave. Sin que la forzaran de ningún modo fue de letra en letra. Primero a la L, después I, después B. Se miraron.

–Liberación –dijo Cata–. Liberación o dependencia. –Lo había escuchado varias veces.

—No way! –dijo Florence.

—¿Entonces qué?

La copa frenó un segundo y retomó hasta la R y después la O. ¿Libro? Y después M, A, D, R, E. Y después volvió al centro y se quedó totalmente quieta.

—Libro madre no es nada. Libro madre...

—Cuando entramos tu mamá estaba leyendo un libro –se acordó Cata.

Carol bajó las escaleras corriendo. Volvió y dijo que su madre estaba leyendo The hound of the Baskervilles y que lo había escrito sir Arthur Conan Doyle y que por lo tanto estaban hablando con él.

—No puede ser. ¡Llamamos a Perón!

—Excuse me pero me parece mucho más interesante –dijo Florence y empezó a hablar en inglés con la copa.

Cata y Pepi no volvieron a poner los dedos, agarraron sus portafolios y se fueron sin saludar. Cuando la señora igual a la portera de la escuela fue a abrirles Pepi la abrazó y lloró. Ella no dijo nada. Solo le acarició la cabeza con una mano callosa, despacio, hasta que se calmó, hasta que se le pasaron la rabia y el llanto, y pudieron irse y caminar las treinta cuadras que había entre su casa y ese lugar.

Tomaban una sopa de letras. Pepi juntó con la cuchara, la P, la E, la R. Nadie hablaba. Papá no tocaba la guitarra. Mamá lo miraba y cada tanto le daba la mano, le sacudía un poco el brazo.

—Hay que avisarle al Negro, Héctor.

Hay que avisarle al Negro era lo único que decía, en voz muy baja. Solo después, horas más tarde, cuando Cata se despertó en medio de la noche y cruzó el pasillo de baldosas frías para ir al baño, escuchó llorar a mamá.

La directora daba discursos cada vez más largos. Se había triunfado, decía, sobre los enemigos de la nación. Y llevaba los hombros hacia atrás, erguía más el pecho, levantaba más el mentón y taconeaba por los pasillos. Su rodete era cada vez más tirante.

—Nosotras tenemos que hacer algo –le dijo Pepi a Cata en el recreo, mientras caminaba alrededor de ella en círculos porque ninguno de sus compañeros, ni ella misma esta vez, habían querido cantar La Luis Burela.

—Tenemos que hacer algo.

Desde el otro lado del patio Florence las miraba, sentada con su pelo dorado en trenzas, con el lazo del delantal reposando a su lado. Subía y bajaba los ojos del libro de terciopelo rojo con letras doradas. No creían que lo estuviera leyendo. Más bien parecía que lo había llevado para molestarlas.

Esa noche sonó el teléfono y mamá escuchó un rato largo.

—Está bien, yo aviso –dijo–. Héctor no... no sé... no está bien... desde lo de Alicia y el Negro.

Cata miró a papá que a su vez miraba algo inexistente, como si esperara, como si vigilara, como si quisiera atrapar ruidos con los ojos.

—Vamos a jugar de nuevo –les dijeron entonces a las inglesas–. El juego del primo de ustedes.

Florence se hacía la distraída, aunque Carol ya estaba diciendo yes, yes.

—Y si quieren pueden tratar de hablar con Perón otra vez.

—Sí, con Perón queremos hablar. ¿Les parece esta tarde?

Volvieron a recorrer las calles en círculo, las casas con plantas en las paredes, el aire frío y pesado, los árboles que oscurecían el cielo, la punta brillante del lazo del delantal de Florence.

Esta vez no se veía a Iudora frente al fuego y nadie leía el libro del señor ese, así que pensaron que todo iba a ser más fácil.

Carol arrimó la mesita oscura de tres patas y Florence apoyó una por una las letras. De un armario lleno de cristales y adornos sacó la copa. Lo cerró con un clic suave y una vuelta de llave. Pasó una franela verde a la copa, la puso boca abajo en el centro de la mesa, posó el índice en la base y, well, pongan los dedos ustedes también.

—Perón, te pedimos por favor que vengas y ayudes a papá y a mamá –dijo Pepi.

Y las inglesas:

—Dear God, ¡así no es!

Pero ella lo repitió, lo repitió unas tres o cuatro veces, frunciendo los labios finitos, haciendo fuerza con los ojos sobre la copa, hasta que empezó a deslizarse y todas sintieron un golpe seco en la panza, como si hubiera arrancado un auto. Se miraron. Y después a las letras.

I–T–S –pausa– C–A–M–I–L–L–A.

—Camilla. Perón está enfermo. Está en una camilla, Cata, por eso estamos así.

—Así ¿cómo? –dijo Florence.

—No sé –dijo Pepi–, así.

—Tristes –dijo Cata–. Con miedo –y le sostuvo la mirada.

La copa volvió a moverse.

CAMILLA – FROM – BARLEY–FIELD.

—Camilla... ¡la nena del camión silo! –Florence y Carol se agarraron las manos–. Es una nena… –les dijeron–, era una nena... murió en el campo de su padre... era como nosotras...

—Como ustedes cómo.

—Como nosotras, así como somos nosotras, pero fue al campo y habló con los peones. No saben por qué fue y habló con los peones. Y a la noche la encontraron en un camión silo.

—¿Un camión qué?

—Un camión silo... –Carol pensó...

—...Grain storage lorry –dijo Florence, y Cata quiso preguntarle a esa nena si sabía algo, si los peones le habían hablado de Perón.

—¿Vos entendés lo que dice?

—Obvio que entiendo, entiendo todo, ella fue al campo y los peones la metieron en un camión silo y le tiraron los granos encima a propósito y la ahogaron.

—La mataron –completó Carol.

—¿Cómo sabés que fueron los peones? –Cata se levantó tan fuerte que golpeó la mesa con las rodillas. La copa se inclinó un segundo, después volvió a su lugar–. A lo mejor ni sabían que ella se había metido ahí. A lo mejor se metió sola, por ser una nena inglesa tonta que no entiende nada.

—¿Qué decís? Fueron los peones. La mataron, right, Camilla? –Florence siguió hablando en inglés.

Carol lloraba y decía “poor Camilla” y ellas agarraron los portafolios de nuevo y se fueron corriendo de ahí.

A la hora de la cena el teléfono sonó más que nunca. Mamá se apretaba el ceño con dos dedos y decía:

—Sí, sí, estoy avisando. Estoy avisando a los que puedo. A algunos ya no los encuentro.

Papá había dicho que no cenaba, que cenaran sin él. Le dolía mucho la cabeza y se había tirado en un sillón. Estaba acurrucado como un bebé con frío.

Pepi le dijo a su hermana que iba a pasar el recreo con amigas, que había encontrado una que se sabía, Ay país, que iban a cantarla juntas y que no se preocupara. Apenas Cata se dio vuelta para jugar al elástico, ella salió por la puerta de hierro negro sin mirar a nadie. Pensó que así nadie la miraría a ella, y así fue.

Corrió por la avenida hasta la calle en círculo, las casas anchas, el aire frío. Imaginaba el lazo blanco de Florence adelante, como las miguitas de Hansel y Gretel, como la cola del corcel encantado que le decía por dónde ir. Reconoció la casa de los pizarrones verdes. Tocó el timbre de campana. La señora igual a la portera de la escuela la abrazó, le secó las lágrimas, le apartó el pelo húmedo de la frente, escuchó todo lo que tenía para contarle. Cuando, llegado el momento, Pepi le pidió el favor de subir al cuarto de la copa, la dejó pasar. Y cuando le dijo que necesitaba ver las letras un segundo, la señora, tranquila, callada y armoniosamente, también dio vuelta a la llave del mueble y lo abrió con el suave clic.

Esa noche mamá tampoco cenó. Les dejó unas milanesas cortadas y un puré con grumos y se fue a seguir envolviendo. Cada tanto le llevaba un té a la cama a papá. Y después puso la máquina de escribir en una caja y la cerró con cinta. Recubrió los vasos con papel de diario. Bajó libros de la biblioteca y los apiló en el piso, cerca de las valijas.

Cuando todos se acostaron, Pepi la escuchó llorar otra vez, bajito. Golpeó la puerta del dormitorio. Entró. Mamá tenía el codo apoyado en la mesa de luz y la cara sobre ese codo. La levantó y la miró. Le sonrió. Pepi se acercó y le dio lo que guardaba para ella desde la tarde. Una por una le fue alcanzando, primero la P, después la E, la R, la O, la N. Mamá las acomodó sobre el vidrio de la mesa de luz. Le acarició la cabeza. Le dijo sí. Sí, mi amor, sí.

Las mil y una noches personistas

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