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I

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Tironea de la sisa del guardapolvo pero la manga no cede, queda atrapada en el intento y pega unos grititos desde el cuarto.

—¿Qué pasa, mamá?

—No me entra, no sé si engordé o se achicó. Le dije que no lo ponga en remojo. Debe ser el almidón.

Eva se seca las manos en el delantal, sale de la cocina, va hacia la pieza, la mira desde el marco de la puerta.

—Mamá, ¿qué hacés? –ve la cama cubierta de trapos y objetos viejos–. Hace calor, te vas a descomponer. A ver, sacate esto –Eva tironea de la manga pero la madre se ofusca.

—No, no, tengo que ir a la escuela, a las ocho suena la campana y yo todavía en veremos.

Eva, resignada, la ayuda a calzarse el guardapolvo. La madre queda atrapada en su estrechez. Trata de treparse a un estante para agarrar el puntero. Las cosas se le caen encima. Eva resopla, cansada. Se oye el ruido de la puerta. Un intenso olor a jazmín del país se cuela hacia la casa. La hija suspira aliviada.

—María, ¿sos vos? Ayudame, estamos en el dormitorio.

María se saca los zapatos, va hacia la cocina y se refresca. Toma tres vasos de agua seguidos, se moja la cara, el cuello. La hermana se le acerca.

—Está de nuevo con toda la loca. Quería ir a dar clases.

María se ríe, Eva refunfuña.

—Vos porque no estás todo el día con ella.

Desde la habitación se oye la voz de la madre.

—Tita. votó.

—¿Ves, María? Está de nuevo con eso. Desde que se levantó.

—¿Qué te molesta?

—¿Quién será esa Tita?

Eva sigue preparando la cena. Le saca la piel al pollo, lo deshuesa, empieza a desmenuzarlo.

—No va a rendir así, se achica con la cocción –dice la hermana.

—Le pongo muchas papas y arvejas. Alcanzame dos o tres hojitas de laurel. Además, lo hago al wok.

—Wok, wok, wok… –la madre aparece en la cocina y juega a que es un pato. Las hijas se ríen. María trata de sacarle el guardapolvo, la madre se resiste. Mientras forcejean, la madre recita: “Hombre rubio que has llegado de lejanos países: cultiva en paz el campo. Ganarás el pan sin inquietud. Tu esfuerzo será bien recompensado. No tendrás que vender tus cosechas a vil precio. Estás en la Nueva Argentina, la patria es Justa, Libre y Soberana”.

Eva resopla. María sonríe, indulgente. Le promete a la madre que va a arreglar el guardapolvo para que no le apriete, que lo va a lavar para sacarle el olor a naftalina. La madre la mira sin comprender. Pregunta por qué cocinan tanto pollo si ella solo come las alitas.

—Juan y Silvina vienen a cenar.

—Ah, la cheta –sonríe la madre con picardía.

Eva piensa en los olvidos de la madre, en los exabruptos, en esas frases inconexas que vocifera de golpe y sin razón. Piensa en el cheque que les pasa el hermano a fin de mes, que no alcanza para consultar con un buen médico, con alguno que les aclare cómo tratarla, qué hacer cuando pierde el hilo de los tiempos.

Eva va inundando la casa con olor a comida, impregna el comedor con aroma a cebolla y a morrón. La madre quiere hundir el pan en la salsa pero Eva la reta como si fuese una nena. La madre hace pucheros y María le guiña un ojo. Cuando la hermana no la ve levanta la tapa del wok y deja que la madre se dé el gusto. Abre una botella de vino y sirve un poco para cada una.

—Brindemos –dice–, porque estamos juntas y conservamos esta casa con perfume a laurel y a jazmín.

María va a preparar la ensalada de frutas, le pide a la madre que haga jugo de naranjas. Ella se lleva unos gajos a la boca, se chorrea el brazo, se chupa los dedos. Parte del jugo mancha el delantal. Frota la tela amarilla con un repasador, María limpia el enchastre y la besa con ternura. Eva resopla.

—No la soporto más.

—Tita votó –grita la madre–. Tita votó y yo no.

Y por enésima vez repite que Eva le rompió la libreta cívica, que primero se la mamarrachó con las pinturitas y ella no pudo votar.

—Tita votó y yo no –repite indignada.

Las hermanas ruegan que venga Juan, el mayor, que las ayude. Temen que las deje otra vez plantadas.

—Si no viene, decidimos nosotras –dice Eva.

—¿Viene Juancito? –se ilusiona la madre.

—Juancito tiene cincuenta años, mamá –le dice, brutal, Eva.

—Y sí, esperemos que esta vez nos haga el honor, y también Silvina.

La madre ríe cuando oye el nombre de Silvina.

—¡Silvina! Entonces guardemos el mate, preparemos té de Ceilán –se burla.

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