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3. [su despacho borgoña]

Areum

—No tengo fuerzas para ir a trabajar –escupí el hueso de la cereza lloriqueando, apoyada contra el árbol de siempre del instituto–. No quiero ver su cara...

—No suenas muy convencida –observó Kohaku, tirando también el hueso de la cereza a la tierra–. ¿Cuánto durará la colaboración?

—Seis largos meses.

—Todavía no me has contado por qué no te cae bien el heredero de la Hyundai –miró al cielo reflexionando, pero no lo compartió conmigo y yo me quedé callada. Se metió otra cereza a la boca–. A mí no me da nada de confianza, sobre todo después de lo de la discoteca –oí el crujido seco cuando sus dientes reventaron el hueso, su expresión fastidiada–, ¿y si llegas a estar sola de verdad?

—No saldría de fiesta sin ti –dije tensa, evitando el tema.

—Ya –hizo una pausa–, pero si llego a tardar más en el baño... El tal Takashi tenía la mirada muy oscura, Areum. Eso no es buena señal, ¿sabes?

“También me ha acosado y cogido del cuello” pensé.

—La discoteca estaba oscura –me hice la tonta, cogiendo otra cereza y evitando sus ojos.

—No me refiero a eso. A la gente mala se le ensombrece la mirada cuando quieren hacer el mal, y es justo lo que le pasó a ese.

Me saltó la alarma al oír el tono defensivo y seco de Kohaku, ya que no quería que supiera lo del Señor Takashi. Prefería lidiar con ello en silencio en vez de pedir ayuda, cosa que no volvería a hacer jamás.

—Es muy egocéntrico, me saca de quicio –apoyé la mejilla en su hombro, con cuidado de no manchar su camisa de Yves Saint Laurent de maquillaje.

—Yo también soy egocéntrico... –Kohaku apoyó su cabeza contra la mía, un ambiguo gesto entre amigos. A ninguno de los dos le pareció mal la cercanía, así que la disfrutamos miserablemente en silencio.

No me pasó por alto su voz necesitada de aprobación, y pensé que Kohaku tal vez se sintió amenazado por el Señor Takashi. No me extrañaría, ese hombre tenía algo extraño...

Lo cierto era que Kohaku era un bombón que se empeñaba en hacer de chico malo, pero él había sido el primer alumno japonés en dirigirme la mirada, cuando muchos otros me miraron con burla. Se había convertido en mi único y mejor amigo, y quería mantenerlo así.

—Pero a ti te lo perdono. Me regalas cerezas para comprar mi amistad –sonreí un poquito, apartándome para llevarme otra cereza a la boca. Bajo sus cejas rectas y negras, se le dilataron los ojos por la sombra del árbol. Tuvo la misma mirada oscura que Takeshi, pero no dije nada.

—Las que quieras –desvió la mirada solo para ubicar las cerezas, y cuando cogió una pensativo, sus ojos estaban más negros, y ya no sabía si era por la sombra o porque estaba viendo algo que le gustaba. Tal vez yo.

No quise hablar para no romper la intimidad que se había formado, así que miré curiosa a Kohaku, cuyos dedos me ofrecían la cereza directamente en la boca. Sentí una chispa de algo, al mirarle directamente a los ojos, y ahí comencé a sentir las primeras mariposas en el estómago, que tendría que haber matado.

—¿No abres la boca?

Sentí mi cara arder y no supe exactamente de qué, pero no tuve que ponerme más nerviosa ya que mi chófer hizo sonar el claxon e interrumpió el momento.

Kohaku abultó fastidiado la mejilla con la lengua, pero no dijo nada.

—Bueno...intenta no morir en el trabajo –carraspeó incómodo, tirando la cereza fríamente al suelo y cogiendo su mochila del césped. Y no sé por qué pero aquel gesto me afectó.

—Nos vemos mañana –le despedí con la mano e hice el amago de irme, pero un urgido tirón en mi muñeca me devolvió a atrás–. ¿Kohaku...?

—Espera –buscó en el bolsillo del pantalón con dificultad, sacando un pañuelo de papel. Me miró confiado y se inclinó hacia mi cara–. Estás manchada de cereza –me quedé quieta y pretendí calma–. Si vas a ir a ver al gilipollas ese, tienes que ir presentable, ¿no crees?

—Claro –dije automática.

Cogió mi barbilla con una mano y limpió con extrema delicadeza las comisuras de mis labios. Y aunque era imposible que se fuesen a romper, los trató como si fuesen de cristal, aquello me dio paz.

El claxon volvió a sonar y me subí al coche privado, destino la sede de la Hyundai.

Vi la sonrisa triste de Kohaku por el espejo retrovisor, la primera de muchas.

...

Ya subiendo en el ascensor gigante, alisé las arrugas invisibles de mi pantalón de traje, sintiéndome mucho más cómoda que con el uniforme de clase. Hoy sí me había dado tiempo a cambiarme, y esperaba que eso resolviese el conflicto erróneamente sexual con el heredero de la Hyundai.

Y hablando del mismo diablo, las puertas del ascensor se abrieron y ahí apareció él, apoyado tranquilamente contra una pared. ¡Uh! ¡¿Pero cómo podía dormir por las noches?!

Aproveché que estaba distraído con su teléfono, y caminé sigilosa para entrar al despacho que rezaba “Sr. Takashi”. Pero cuando mis dedos casi rodearon el pomo de la puerta, una voz gruesa demasiado cerca me hizo saltar del susto.

—Te estaba esperando –levantó mi mano del picaporte, y me giré con pánico para encararle. No me soltó la mano, sino que tiró sutilmente de mí–. ¿A dónde ibas con tanta prisa? Ese es el despacho de mi padre –algo en su voz me hizo sentir pequeña, tal vez el reproche–. Ya sé que estás ansiosa, pero mi despacho está en la planta superior.

Comenzó a caminar hacia la disimulada y pulida escalera que había a un lado del ascensor, donde había que subir a pie.

—No me toques –espeté, y subí primero las escaleras, enfadada. Oí sus pasos calmados detrás de mí, casi como si no tuviera prisa en subir. Curiosa, giré la cabeza hacia atrás, y vi claramente cómo subió la mirada de una zona baja de mi cuerpo, y encima sonrió y fui yo la que se avergonzó. ¡Me acababa de mirar el culo, el muy sinvergüenza!

—¿Llegaste bien a casa anoche, nena?

—No me llames así.

El último piso tenía una sola puerta, la que supuse que era su despacho, y añadiendo que no había ascensor sino escaleras, no me agradó para nada la idea de estar tan aislada con él.

Fue jodidamente incómodo entrar a su despacho, y me sentí todavía más pequeña al enfrentar las dos paredes acristaladas. La única pared de yeso estaba pintada de rojo borgoña, ese mismo color de su copa de vino de la discoteca, y ahí había un escritorio grande y con dos documentos rectos y alineados. Frente a las paredes/ventanas, residía un sofá con una mesita de centro, y me imaginé cómo sería ver las luces de neón de Tokio desde aquí.

El despacho le complementaba bastante, y pensé que sería una buena guarida de villano.

—¿Quieres vino? –sacó dos copas de un armario tras el escritorio, y no pude evitar fijarme en cómo el traje marcaba su complexión atlética–. Hay que celebrar que has entrado al despacho –añadió, enigmático.

—No es muy políticamente correcto ofrecerle vino a una menor –revelé sutilmente mi edad al acercarme al escritorio, con una mueca.

—Soy de todo menos políticamente correcto, Señorita So –vertió el vino en ambas copas, dando por hecho mi respuesta–, pero eso lo descubrirá más adelante –señaló el asiento frente a él–. Siéntate, tienes algo que leer.

Me hizo gracia cómo alternaba los honoríficos con un tono casual, tomándose la confianza de jugar conmigo verbalmente. Pero acabé sentándome y él se quedó de pie, bebiendo de vez en cuando.

Cogí el papel y lo leí. Me tuve que obligar a no gritar de rabia cuando leí el título. Era la aprobación de su idea estúpida, la de instalar cámaras inteligentes en el interior del coche. ¿Pero cómo se había atrevido a hacerlo cuando claramente le dije que no?

—¿Pero qué es esto? –espeté indignada, agitando los papeles en mi mano–. Te dije que no me gustaba tu idea –se relamió los labios tintados de vino, sonriendo con ánimos de triunfo.

Menudo hijo de puta

—Pero tu madre y mi padre sí han dado el visto bueno, y ya sabes que ellos son los jefes –se levantó, posicionándose detrás de mi asiento. Me puso nerviosa no verle y su presencia tan invasiva, y se me pusieron los pelos de punta. Apoyó las manos en la mesa, y su respiración cosquilleó contra mi oído a propósito. Tuve un espasmo involuntario–. Yo ya he firmado, tú también lo tienes que hacer...

Señaló el recuadro destinado a las firmas, la suya ya trazada con una tinta igual de negra que su alma. Cero presión, claro.

—Pero yo no aprobé esta idea, ¿cómo ha podido enviarla sin mi consentimiento? –mis palabras cayeron al vacío poco a poco–. Ni siquiera ha escuchado mi opinión.

—Hay mayoría absoluta y tiene que firmar, Señorita So –habló, de nuevo, demasiado cerca de mí, y cogió mi muñeca para que firmara–. Tampoco es una idea tan loca la de las cámaras –me consoló, y rayé mi nombre con la pluma con el único propósito de que se alejase de mí.

No solo el modelo Hyundai x Samsung saldría a la venta dentro de seis meses, sino que también tendría inútiles cámaras inteligentes para aquellos conductores más pervertidos.

Takashi caminó de vuelta a su butaca con aires vencedores, mirándome con una sonrisa descarada mientras volvía a beber de la copa, manteniendo el contacto visual de una forma provocativa.

¡Por Dios! ¡Que dejase de mirarme así!

—Espero que estés contento –me levanté violentamente de la silla, humillada, irritada y enfadada–. Si no vas a escuchar mi opinión, será mejor que trabajes con algún asistente. Buenas tardes –di un golpe nervioso contra la mesa y me di la vuelta dispuesta a irme, pero algo tiró de mi muñeca y volví a caer sentada, pero en sus piernas.

Me quedé totalmente atónita de que hubiera cruzado la línea.

—¿Puedo saber a dónde ibas? –preguntó casual, rodeando la cinturilla de mi pantalón con su ancho brazo. Yo solo podía pensar en que estaba sobre sus piernas, en el maldito descaro que tenía con las mujeres. Giró la butaca hasta que el borde de la mesa chocó contra mis costillas, encerrándome un poquito más–. Qué mona estás calladita.

No me salían las palabras, ni tampoco podía mover el cuerpo debido a la parálisis momentánea. ¿Cómo salía de esta?, ¿por qué su cuerpo se sentía tan reconfortante?, ¿ por qué mis mejillas estaban tan calientes?

—Señor Takashi –aquello no fue más que un susurro desorientado, y permití que me absorbiera cuando rodeó mi cuerpo con algo de posesividad, como si fuera una simple muñeca manejada por y para él–, esto no está bien.

—¿Quién dice que no esté bien? –me retiró el pelo a un lado, presionando una sonrisilla malvada contra la sensible zona–. No te voy a hacer nada malo todavía, no hace falta que estés tan tensa cada vez que me acerco.

¿”Todavía”? ¡Qué gran consuelo!

Mi móvil comenzó a sonar en el bolso, y sabía que era Kohaku, quien llamaba justo a tiempo.

—Suéltame –me removí para tratar de levantarme, pero apretó más mi cintura, como un candado.

—Harás la llamada después –comenzó–, ahora estás en mi despacho y aquí hay unas normas que seguir –habló contra mi pelo, y agradecí que mi traje cubriera la piel de gallina que se me puso. ¿Por qué se empeñaba en ponerme nerviosa?–. ¿Lo has entendido, nena?

¿”Bajo su autoridad”? ¿Acaso tenía complejo de Takashi Jong-un?

—Te he dicho que no me llames nena... –susurré, cerrando los ojos para evitar pensar demasiado, pero me lo puso muy difícil.

—¿Sabes? Creo que no hemos empezado con buen pie y por eso me guardas rencor –subió los dedos por mi nuca, acariciando complaciente con las yemas de sus dedos.

¿”Creía”? ¡Se me había tirado encima prácticamente en la primera reunión!

—Nos vamos a estar viendo todos los días, no me gustaría que las cejas tan bonitas que tienes se arrugaran cada vez que me ves –bajó el tacto por mi brazo, trazando patrones imaginarios más suaves que una pluma. Me sentí avergonzada de mí misma al no querer levantarme, al creerme sus palabras aduladoras.

—Llegas bastante tarde para una disculpa... –arrastré las palabras, columpiando la pierna adelante y atrás, sabiendo que me miraba satisfecho por estar dócil.

—Vaya, ¿te debo una disculpa? –su pecho reverberó con una risa egocéntrica, y mi respiración escaseó cuando abrazó mis costillas opresivamente–. La verdad es que no te veo muy incómoda sentada encima de mí –apoyó su recta nariz en mi pómulo, y sentí unas tremendas ganas de llorar porque lo que dijo tenía algo de cierto–. ¿Acaso no me da la razón, Señorita So?

—¡Pues no! –le arañé el dorso de la mano con fuerza, hasta que se quejó y me soltó–. No sé qué pretende con esto, Señor Takashi, ¡pero no me puede tocar así!

Corrí hacia la puerta, pero cuando fui a abrirla, me di cuenta de que nos había encerrado. El muy cabrón nos había encerrado en su despacho, aislándome del mundo. Podía hacer lo que quisiese conmigo y nadie se enteraría. Y esa idea me aterró.

El Señor Takashi no lucía feliz mientras analizaba los pequeños cortes en su piel, y cuando cruzó la mirada por toda la habitación, se sintió como una sentencia.

Mierda, ¿dónde me había metido?

No dijo nada cuando me vio luchar inútilmente contra el pomo de la puerta, y en su lugar avanzó hasta mí sin prisa, un poquito de silencio sepulcral entre cada pesado paso que daba.

—Señor Takashi...abra la puerta –estiré las manos frente a mí para evitar que se acercase más, y por algún motivo, me tomó en cuenta y frenó justo cuando su trabajado pecho quedó en contacto con las yemas de mis dedos–. No se acerque más, por favor.

—¿Esto no cuenta como agresión? –me enseñó petulante el dorso con varios cortes–. Tskkk...en mi propio despacho y por una maldita coreana –arrugó la nariz en desagrado y estampó la mano solo unos centímetros arriba de mi cabeza. Me quedé quieta por precaución, mirándole a los ojos con pánico–. Me gustaría haberte conocido en 1910 –dijo, como si me estuviera contando un envenenado secreto–, seguro que se te quitaba la tontería con los trabajos forzados en el Imperio Japonés –me estremecí extremamente, pero no del frío–. Putos coreanos, siempre os creéis mejor que los demás.

—¡Déjame! –le grité, con los ojos vidriosos–. Voy a llamar a mi mad...–

—Cállate, me estás poniendo de los nervios –me sujetó las mejillas con una sola mano, hundiendo los dedos y logrando a la fuerza que guardara silencio. No había ninguna situación en la que eso pudiera ser un toque cariñoso, y mi cuerpo se tensó al no saber qué haría–. Señaló su escritorio con el mentón–. Siéntate. Tengo que mostrarte algo antes de que te vayas.

Sugar, daddy

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