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Las pasiones y las enfermedades del alma según Cicerón

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La expansión y el desarrollo de estas corrientes filosóficas supuso finalmente una demarcación entre la medicina —centrada en curar el cuerpo enfermo— y la filosofía práctica —destinada a la terapéutica de las enfermedades del alma—, como dejó escrito Marco Tulio Cicerón (106–43 antes de J. C.), el más destacado compilador del saber antiguo, en sus Tusculanas: «Porque existe, en efecto, una medicina para el alma: la filosofía. Para obtener su ayuda no es menester salir fuera, como ocurre con las enfermedades corporales, sino que debemos poner a contribución todas nuestras energías y a nosotros mismos»49. Si hemos de dar crédito a la tesis de Jackie Pigeaud50, esta escisión entre las enfermedades del alma y las del cuerpo se debió al estudio que Cicerón realizara de las pasiones en sus Tusculanas, pues anteriormente prevalecía una visión de corte monista según la cual el juicio y el organismo formaban un todo indivisible.

Inspirándose en Pitágoras y Platón, propuso Cicerón su interpretación dualista de la descripción tradicional monista de las pasiones, en especial la desarrollada por Crisipo. A esta interpretación le atribuye Pigeaud un valor sustancial, pues de ella deriva la tajante separación entre una medicina del cuerpo y otra medicina del alma. Ciertamente, esta mirada dualista resulta patente en el párrafo de las Tusculanas que a continuación se cita: «Como lo que los griegos llamen pathe nosotros preferimos denominarlo pasiones (perturbationes) y no enfermedades (morbos), nos atendremos a aquella antigua diferencia establecida primero por Pitágoras y luego asumida por Platón, que distingue en el alma dos partes, la una dotada de razón y la otra carente de ella. En la parte racional sitúan la tranquilidad, es decir, el equilibrio plácido y sosegado, en la irracional los movimientos desordenados, tales como la ira y los deseos contrarios y hostiles a la razón. Partamos de esta fuente. Con todo, para la descripción de estas pasiones recurriremos a las definiciones y a las divisiones de los estoicos, que son quienes, a mi parecer, con mayor penetración han analizado estas cuestiones»51. El alcance de esta disociación debe comprenderse no sólo como una disimetría entre las enfermedades del alma y las del cuerpo, puesto que insinúa también una supremacía de las primeras respecto a las segundas: «El dualismo no significa el paralelismo del alma y del cuerpo; designa una jerarquía con un estado conflictivo siempre posible. Pero el orden quiere que el alma dirija a sí misma y al cuerpo, lo cual implica la disimetría […]»52. Esta consideración según la cual las pasiones se separan del cuerpo traerá importantes consecuencias, como veremos, en la reflexión de Pinel, principalmente las que atañen a las relaciones del cuerpo y el alma, la causalidad de la alienación mental y la responsabilidad del alienado.

Pese a muchos matices que no viene al caso detallar, los pensadores de la Antigüedad clásica consideraron a las pasiones (pathos: ‘pasión’, ‘sufrimiento’, ‘enfermedad’) alteraciones emocionales de una intensidad exagerada, muy superior a la de las emociones, y de una prolongada duración, mayor incluso que los sentimientos normales. De las pasiones se destacó su inalterabilidad frente a los hechos de la experiencia, con lo que se subrayaba el domino sobre las ideas y la afectación que ocasionaban a la capacidad de juzgar. Como si de un «aguijón»53 se tratara, la pasión penetra con virulencia, emponzoña y arrastra al sujeto, empujándole a «seguir el peor camino», tal como confiesa Fedra a la Nodriza54 en la tragedia de Séneca.

Según la definición clásica de Zenón, frecuentemente citada, en este caso por Diógenes Laercio, la pasión o perturbación «es un movimiento del alma, irracional y contra naturaleza, o bien un ímpetu exorbitante»55. Se trata, en primer lugar, de una conmoción que se opone a la recta razón, esto es, un «juicio pervertido»56. A la idea «juicio pervertido» o de razonamiento erróneo le asoció también Zenón, en segundo lugar, la del exceso («ímpetu exorbitante», «apetito excesivo», «impulso excesivo»). La tercera característica, por último, hace de la pasión un empuje contrario a la naturaleza, con lo que esto significa para los estoicos. Las tres características que señalo aparecen en las apreciaciones de la mayoría de comentaristas. Así lo recoge Plutarco cuando analiza la opinión de los estoicos, a quienes considera los filósofos que más se ocuparon de indagar en la naturaleza de las pasiones y en los remedios para combatirlas: «Pues la pasión, según ellos, es una razón perversa e intemperante procedente de un juicio vil y erróneo que ha tomado además violencia y fuerza»57. La filosofía y la medicina greco–romanas las consideraron causa de enfermedad del alma, pues enturbian la capacidad intelectiva, con lo que se afianza la oposición entre pasión y razón58. Del choque entre la pasión y la razón, de su antagonismo, se ha destacado el poderío de las pasiones sobre la razón, la capacidad que tienen de subyugarla, «como los caballos salvajes se desbocan con el carro y no se les puede refrenar»59, según escribiera Robert Burton echando mano de una vieja metáfora.

Fueron especialmente los estoicos quienes asimilaron las pasiones a enfermedades, describiendo un paralelismo en la evolución de unas y otras. Según ellos, el primer estadio corresponde a la propensión (euemptosia o proclivitas); vendría después el pathos, o enfermedad propiamente dicha, a la que seguiría la nosema o estado crónico del mal; a continuación aparecería la arrostema (aegrotatio, según traduce Cicerón), que mantiene al individuo como si estuviera siempre enfermo; por último, el proceso culminaría en un estado de vicio (kakia), esto es, la aegrotatio inveterata de Cicerón o el vitium malum de Séneca, el cual se manifiesta en una deformación de la persona totalmente entregada a la pasión. Puesto que se las consideraba enfermedades del alma, los estudiosos, además de definirlas y clasificarlas, propusieron diversas estrategias para atemperarlas, moderarlas o intentar erradicarlas según el ideal antiguo de la ataraxia o indiferencia hacia todo aquello que provoca deseo o temor.

Durante muchos siglos, hasta el Romanticismo, las pasiones fueron consideradas como un factor de turbación y de trastorno de la razón. A lo largo de su Antropología, Kant, uno de sus más señeros censores, las consideró perjudiciales para el desempeño de la razón: «Las pasiones son cánceres de la razón pura práctica y, las más de las veces, incurables; porque el enfermo no quiere curarse […]»60. Pero de enfermedades de la razón y enemigas declaradas de la cordura, según escribió Gracián61, con Schopenhauer y Nietzsche, las pasiones fueron enfocadas desde perspectivas completamente nuevas. El primero, aun admitiendo el componente de «irracionalidad», destacó su poderío hasta calificarlas como «el más poderoso agente del mundo»62. Nietzsche, por su parte, además de criticar el ideal de sabio antiguo, afirmando que «la ausencia de pasión dista mucho de ser conocimiento»63, se mofa de la Iglesia por cuanto «combate la pasión con la extirpación», y añade: «su medicina, su “cura”, es el castradismo»64.

Ampliamente influido por la escuela estoica en lo que hace a las pasiones, Cicerón insistió una y otra vez en que éstas no son causadas por la naturaleza, sino que provienen de la opinión: «[…] todas ellas surgen de juicios basados en opiniones erróneas y voluntariamente asumidas […]»65. De manera que, de seguir a este autor, las pasiones en modo alguno serían fuerzas turbulentas surgidas de la naturaleza o del organismo que, como caballos desbocados, conducirían a su antojo al impotente jinete. Al contrario, estarían arraigadas en lo más íntimo de la persona, quien, en última instancia, les daría su aquiescencia o no consentiría en dejarse atrapar por ellas. Cuando Cicerón expuso en De finibus la doctrina estoica sobre las pasiones, puso en boca de su interlocutor, Catón, las siguientes palabras que ratifican su posición: «Por lo que se refiere a las perturbaciones del espíritu, que hacen miserable y amarga la vida de los necios […], esas perturbaciones, digo, no son suscitadas por ninguna fuerza natural; y todas se dividen en cuatro géneros con numerosas subdivisiones: tristeza, temor, deseo, y la que los estoicos, con un nombre que se aplica igualmente al cuerpo y al alma, llaman hedoné, pero que yo prefiero llamar ‘gozo’, algo así como un transporte voluptuoso del alma cuando se exalta. Las perturbaciones no son provocadas por ningún impulso de la naturaleza, y todas esas cosas provienen de errores de opinión y ligereza de juicio»66.

Aunque Cicerón renegó del marcado dogmatismo y de los rigores extremos que proponía el estoicismo —casi tanto como le repugnaba el ideal placentero que creyó ver en Epicuro67—, destacó la decisión personal a la hora de entregarse a las pasiones: «Las dolencias corporales pueden acontecer sin culpa alguna, pero no las del alma, porque aquí las enfermedades y las pasiones sobrevienen siempre como consecuencia de una desviación de los dictados de la razón»68. Siguiendo el principio de la moderación, en el que coinciden grosso modo todas las escuelas antiguas, propuso Cicerón diversos remedios de tipo filosófico para eliminar la aflicción mediante el razonamiento. Más que detallarlos, interesa dejar claro que todos esos remedios para los males que afectan al alma «se encuentran dentro de ella misma, mientras que los remedios corporales hay que ir a buscarlos al exterior»69.

Acaso estas puntualizaciones que acaban de transcribirse comiencen a resultar un tanto familiares a los conocedores de la historia reciente de la clínica mental. Ciertamente, pues da por sentado Cicerón, en primer lugar, que los males que afligen al alma no provienen de la naturaleza (ahora diríamos del organismo o de la herencia), sino que el sujeto está implicado en su causa al consentir en dejarse arrastrar por la pasión; y, en segundo lugar, que dentro del propio alma enfermo se hallan también los remedios para alcanzar la salud.

Como trataré de mostrar más adelante, ambos planteamientos están en la base de la concepción pineliana de la alienación mental, por cuanto las pasiones desempeñan en ella un papel etiológico innegable y porque siempre subsistirá un grano de razón inalienable cohabitando con la locura, de tal modo que el «tratamiento moral» será efectivo cuando logre potenciar ese resto indestructible de humanidad. También estoy convencido de que estos mismos planteamientos están presentes en Freud, de una manera, por lo demás, mucho más nítida y rigurosamente argumentada en lo que atañe a la responsabilidad última del sujeto en la conformación de su estructura psíquica y en la creación de sus síntomas, productos enfermizos del propio alma que naufraga y también realizaciones creativas destinadas a salir a flote, como ejemplarmente muestra el delirio respecto a la psicosis.

Son muchas, finalmente, las consideraciones generales sobre el hombre que compartían los filósofos de la Antigüedad. Algunas de ellas se han adensado hasta conformar problemáticas imperecederas que desde entonces, de forma recurrente, han interrogado a los pensadores. Citaré sólo tres de ellas, ya que constituyen parte de la esencia de nuestra pequeña ciencia. La primera nos presenta al hombre como un ser desdoblado, cosa que nombra por sí misma una experiencia universal: «El alma griega —sintetiza Colina—, remontándose a los antiguos, ya era un alma dividida, un doble del hombre, y como un espíritu fragmentado, como una autoconciencia desventurada, se ha venido mostrando desde entonces a lo largo de la cultura. Freud recoge estas figuras tradicionales de la división humana, las variantes del Sileno y del Jano de dos caras, y las provee de un rigor conceptual nuevo»70. La segunda nos lo muestra padeciendo permanentemente la añoranza de algo para siempre perdido. La tercera, por último, lo describe en continua lucha consigo mismo, teniendo que decidir sobre sus acciones y usando la razón para no ceder ante los temores y los deseos. Por tanto, además de la escisión y la división subjetiva, en el centro de estas reflexiones se erigen también las nociones de melancolía y pasión, las cuales habrían de motivar ubérrimos desarrollos en los siglos venideros71, desembocando finalmente en el alienismo decimonónico y en los fundamentos del psicoanálisis.

A fin de mostrar el contraste entre la actitud clásica ante las pasiones y la actual visión de los síntomas y las enfermedades mentales, se pueden resaltar, de forma sintética, los siguientes aspectos. En primer lugar, en lo tocante a las pasiones es el propio sujeto quien debe hacerse cargo de ellas y responder de su quehacer; en segundo lugar, la moderación de las pasiones constituye la regla fundamental a observar; por último, de todas las actitudes posibles, sin duda la más despreciable es la que hace de la pasión un motivo de regocijo o de satisfacción orgullosa. Dicho esto, con más motivo se entenderá ahora la enfática afirmación de Cicerón: «El hombre valeroso no sucumbe a estas cosas y, por tanto, tampoco a la aflicción»72.

Estudios sobre la psicosis

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