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La psicopatología psicoanalítica

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Así como entre Cicerón y Pinel existe un eslabón que se comprueba en las referencias textuales, en el caso de Freud la conexión con ellos es de otra índole105. Comparte con los anteriores la capacidad de despejar, aprehender y penetrar en las problemáticas imperecederas que hacen a la esencia humana, y, sin saberlo, participa con ellos de posiciones muy próximas.

Más de dieciocho siglos separan a Cicerón de Pinel, y menos de una centuria a éste de Freud. Sin embargo los vínculos que unen a los dos primeros parecen más sólidos, sin duda por la subversión que Freud introdujo en la historia del pensamiento. Conforme a los argumentos que vengo desarrollando relativos al pathos, al ethos y al lenguaje, los tres comparten grosso modo una misma orientación, evidente cuando menos en lo que atañe al uso terapéutico de la palabra, a la participación subjetiva en la contracción de las enfermedades anímicas y en los remedios internos para vencerlas, así como, especialmente, en el tratamiento que dedican a la responsabilidad personal.

Aun formando parte de una hermandad, las diferencias se tornan grandiosas en tres aspectos, en los cuales la obra freudiana supera con creces la de los anteriores: en primer lugar, la trascendencia teórica y clínica del psicoanálisis y su fortaleza heurística; en segundo lugar, la continua demostración que Freud ha transmitido del poder del lenguaje, el cual no se limita únicamente a la dimensión salutífera de la que hace gala limando el malestar, sino que constituye la esencia de lo humano, el tejido del alma, hasta un punto tal que los síntomas se nos plantean como hechos de lenguaje; por último, la construcción de una superestructura conceptual dotada de significaciones novedosas, puesto que ese continente desconocido que se presenta ante los ojos de Freud exige la creación de otros conceptos que permitan conquistarlo, como sucede, por ejemplo, con la monolítica noción de ‘pasiones’ y su parcelación en otras más específicas y precisas como ‘pulsión’, ‘deseo’, ‘goce’, ‘placer–displacer’, ‘afecto’, etc.

En efecto, en lo tocante a esta última cuestión conceptual, la noción tradicional de ‘pasión’ (Leidenschaft; literalmente, ‘lo que crea sufrimiento’) es empleada por Freud en contadas ocasiones y siempre en un sentido popular. Con ella refiere los momentos álgidos del amor, los celos, la cólera; en definitiva, «la furia de hirvientes pasiones»106. Por esa razón, así lo entiendo, emplea el término ‘pasiones’ de forma significativa en el texto divulgativo ¿Pueden los legos ejercer el análisis? Diálogos con un juez imparcial (1926): «[…]; decidir cuándo es más acorde al fin dominar sus pasiones e inclinarse ante la realidad, o tomar partido por ellas y ponerse en pie de guerra frente al mundo exterior: he ahí el alfa y el omega de la sabiduría de la vida»107. Más explícito es aún el uso de este vocablo, conforme a lo que pretendo mostrar, en la Conferencia XXXI de las Nuevas conferencias de introducción al Psicoanálisis (1933), donde Freud escribió: «Ajustándonos a giros populares, podríamos decir que el yo se subroga en la vida anímica a la razón y la prudencia, mientras que el ello subroga las pasiones desenfrenadas»108.

Como sucede con el término ‘pasiones’, otras nociones tradicionales le parecían demasiado gastadas o insuficientes para dar cuenta de los nuevos hechos captados desde su perspectiva. Desde su posición de investigador y clínico, paulatinamente se fue acrecentando en él la convicción de que el buen uso de la palabra no servía sólo para liberar ciertos sufrimientos (dimensión terapéutica), sino que los síntomas se conformaban de acuerdo con las leyes del lenguaje (dimensión patogénica), incluso el inconsciente mismo se estructuraba —como más tarde sostendría Lacan— conforme a las leyes del lenguaje. Naturalmente, también fue de forma progresiva comprobando los límites terapéuticos de la palabra, la cual se estrellaba contra los bastiones de ciertas formas genuinas de satisfacción o goces privados que el sujeto afligido rehusaba perder. De acuerdo con la interpretación ampliamente argumentada por Lacan109, el sujeto descrito por Freud, antes que dueño de su discurso, se nos presenta más bien como su efecto. Quizás se pudiera establecer algún paralelismo entre la suposición de Heráclito y algunos estoicos, según la cual un mismo logos determina los esquemas del pensamiento y la estructura de la realidad110. Pero de lo que no cabe duda es que hasta Freud, a nadie se le había ocurrido explicar la estructura formal del síntoma a partir de las leyes del lenguaje. Tal es la consecuencia lógica que se encuentra implícita en el hecho de que una palabra acertada y oportuna afecte de pleno al corazón del síntoma. Ahora bien, como quien sigue la pista del humo hasta hallar la hoguera, Freud advirtió que el síntoma era influenciable mediante el buen uso de la palabra. Este hecho se debía, como no podía ser de otro modo, al determinismo del lenguaje en cualquier tipo de formación del inconsciente.

Estas concreciones insólitas obedecen, a buen seguro, a una relación singularísima del neurólogo judío —cuyo primer escrito teórico de importancia versaba sobre la afasia— con el lenguaje. Y si el análisis de sus propias cogitaciones, sueños y lapsus le había enseñado tantas cosas, otro tanto esperó de lo que sucedía a sus pacientes a la hora de explicar sus tropiezos y sinsabores. Mas esa confianza que Freud concedió a sus analizantes y el valor que atribuyó a sus ocurrencias, sólo podía darse en alguien que rehusaba de entrada arrogarse la posición de amo de un saber. Se dejó enseñar, ciertamente, como se desprende de la breve narración que remitió a W. Fliess en diciembre de 1897. Un paciente, el Sr. E., sufrió una crisis de angustia mientras trataba de capturar un escarabajo [Käfer] negro, pero no alcanzaba a comprender ese hecho hasta que un día evocó una conversación entre su madre y su tía, de la cual se desprendía que la primera había estado indecisa mucho tiempo antes de comprometerse; es cierto, la madre no supo durante algún tiempo qué hacer, pero el Sr. E., a través de sus asociaciones dio con la interpretación: «[…] al comienzo de la siguiente sesión me cuenta que en el ínterin se le había ocurrido la interpretación del Käfer. Sería Que faire?; es decir, la indecisión, la incapacidad de resolverse…»111.

La viñeta clínica que acaba de citarse no tiene nada de extraordinario, pues prácticamente en todas las páginas de Freud podemos leer cosas similares. La saco aquí a colación para poner de relieve la forma tan particular del Sr. Profesor a la hora de leer el síntoma, como si de un mensaje críptico se tratara y hubiera que traducirlo según la materia prima que él mismo aporta, esto es, tomando su texto a la letra y prescindiendo de los posibles sentidos o simbolismos.

Estas apreciaciones, que conforman el gran pilar de las formaciones del inconsciente, están ya presentes desde los primeros trabajos psicopatológicos de Freud y presidirán todos los ulteriores desarrollos, a los que se añadirá el otro gran pilar de su edificio conceptual relativo a la psicosexualidad. Con estas dos columnas edificará una nueva psicología general que da solidez al conjunto de sus investigaciones psicopatológicas. Por tanto, a la hora de precisar la esencia de la psicología patológica elaborada por el psicoanálisis, no basta con señalar su preferencia por el más allá de la conciencia, del yo y de la personalidad. Es preciso captar en su base el determinismo inconsciente de los fenómenos descritos tradicionalmente por la psicopatología, su causalidad psíquica, sus mecanismos patogénicos específicos y la particular conformación clínica que el sujeto imprime a sus síntomas, esas creaciones híbridas en la que éste muestra tanto sus fracasos y sus dolores como sus formas de satisfacción más íntimas, excesivas y singulares112.

Según esta orientación, en efecto, es necesario tener siempre presente dos aspectos: la repercusión del lenguaje en el pathos y el compromiso irrevocable que cada quien mantiene con su malestar y su goce, cuestión ésta que concierne propiamente al ethos, es decir, a la responsabilidad subjetiva. Así las cosas, la psicopatología psicoanalítica y la clínica que de ella deriva implican una dialéctica que gira continuamente sobre dos polos: el que constituye la esencia más singular de cada sujeto y el que nos hace partícipes de estructuras clínicas universales.

A título de ejemplo ilustrativo del doble papel del lenguaje —patogénico y terapéutico— en la conformación del pathos, vale la pena recordar un fragmento clínico extraído de los Estudios sobre la histeria (1895), donde podrá apreciarse cómo ese mensaje críptico que constituye una de las caras del síntoma adquiere su forma específica de acuerdo con las leyes del lenguaje de cada sujeto. En este caso, además, se comprueba la influencia de la palabra en el funcionamiento del cuerpo, un cuerpo que habla lo que el sujeto, de alguna manera, reprime por doloroso. Cuando Freud investigó el origen de la neuralgia facial que presentaba una de sus pacientes histéricas, la señora Cecilia M., síntoma cuyo inicio se había producido inmediatamente después de que su marido le profiriera palabras ofensivas, Freud advierte: «Cuando intenté convocar la escena traumática, la enferma se vio trasladada a una época de gran susceptibilidad anímica hacia su marido; contó sobre una plática que tuvo con él, sobre una observación que él le hizo y que ella concibió como una grave afrenta (mortificación); luego, se tomó de pronto la mejilla, gritó de dolor y dijo: ‘Para mí eso fue como una bofetada’. Pero con ello tocaron a su fin el dolor y el ataque»113.

Ahora bien, si tanto Cicerón como Pinel estuvieron muy lejos siquiera de imaginar la vertiente patogénica del lenguaje, esa distancia se acorta con Freud en lo que concierne a los remedios internos de los que cada quien dispone para restañar las heridas del alma; sin embargo, las explicaciones de los dos primeros no dejan de resultarnos francamente insuficientes. Su coincidencia radica aquí en un gesto único, en una apuesta común por la confianza en el sujeto, a quien se atribuye en buena lid la capacidad de reaccionar, reorientar y recomponer el cataclismo personal. Tal es el mensaje que encierra la teoría del delirio elaborada por Freud, fiel discípulo en esta materia de su profesor de psicosis, el loco Dr. Schreber. Aunque hoy nos resulte difícil de comprender, lo cierto es que a nadie se le había ocurrido proponer que el delirio básicamente es un intento autocurativo de la psicosis. De manera que, además de esa mixtura de goce y sentido (jouis–sens)114 que ofrece cada síntoma, se aprecia en él una fuerza creativa capaz a veces de estabilizar situaciones críticas.

En efecto, la noción de enfermedad mental, en su sentido más naturalista, hurtaba al loco cualquier posibilidad interna de remedio y lo condenaba a un destino que la naturaleza había elegido para él. Pues bien, todo lo contrario leemos en el sin par ensayo sobre la paranoia que Freud publicó en 1911. Sabedor de la fuerza de sus argumentos, le escribió a Jung que dicho texto «plantea el golpe más atrevido contra la Psiquiatría»115. El paso del tiempo ha venido dándole la razón. Desde entonces los especialistas permanecen divididos en dos orientaciones contrarias e irreconciliables. A unos nos parece evidente que «[…] la formación delirante es, en realidad, el intento de restablecimiento [ist in Wirklichkeit der Heilungsversuch], la reconstrucción»116; a otros les perece inverosímil esta contundente afirmación.

A mi modo de ver, esta definición del delirio basada en su función reconstructiva —trabajo delirante— guarda un parentesco incuestionable con aquella brizna de razón inalienable presente en las concepciones nosológicas de Pinel, quien a su vez se hacía eco, siquiera de forma lejana, de los filósofos de la Antigüedad, especialmente de Cicerón cuando insistía en que los «remedios del alma se encuentran en ella misma».

Resta, por último, glosar el otro polo en el que he pretendido asentar esta reflexión: el que concierne al ethos y la responsabilidad. En verdad, no habría manera de que todos estos argumentos sobre el pathos y el lenguaje se sostuvieran si el psicoanálisis no apostara completamente por la responsabilidad subjetiva, la cual no debe ser confundida con la responsabilidad penal. Pues bien, desde sus primeros pasos como clínico, Freud no vacila a la hora de confirmar a sus pacientes esa capacidad irrevocable de decisión, sea para lo bueno o lo malo, al tiempo que se aleja de posiciones paternalistas o compasivas. No sólo la clínica psicoanalítica está entretejida indisociablemente de esta dimensión ética, sino también la propia teoría se estratifica de acuerdo a decisiones subjetivas de las que se deducen los grandes conceptos. En este sentido, J.–A. Miller, a propósito de la noción de ‘defensa’, explicó: «Ahora bien, este valor ético se introduce porque Freud busca detrás del método de defensa y su efecto de represión una decisión del sujeto. En sus primeros textos claramente imputa tras la existencia de este obstáculo una decisión del sujeto de no admitir la idea que lo molesta»117.

De este modo se engranan en el psicoanálisis todos aquellos puntos de vista tan comunes para los antiguos, como he evocado a propósito de Epicteto, Séneca, Marco Aurelio y el propio Cicerón. Uno de los más hermosos pasajes donde se aprecia la sobriedad del gesto ético de Freud se halla en la respuesta con la que acusa recibo de las quejumbrosas palabras de la joven Dora. Narra ésta al Profesor un conjunto de lamentos, reproches y reivindicaciones relativas al cariño de su padre, un antiguo paciente suyo que por entonces se hallaba complicado en tejemanejes amorosos con la Sra. K., una mujer también casada. Pues bien, las palabras que Dora recibió por respuesta la confrontaron directamente con el papel que adoptaba en el drama del que tanto se quejaba: Todo lo que acaba de contarme, todo ese embrollo en el que está metida, ¿acaso no es algo en lo que usted también ha participado? Y así era, ciertamente, pues con gran complacencia Dora facilitaba los encuentros del padre con la mencionada señora, haciéndose cargo incluso del cuidado de los hijos de ella, etc.

El tratamiento de la responsabilidad subjetiva alcanzó en Freud desarrollos inusitados si se los compara con los propuestos por otros clínicos de su tiempo, quienes a menudo la desdeñaron sin más o se ocuparon simplemente de discriminar posibles estados de inimputabilidad a causa de enfermedades mentales. Estos desarrollos están presentes de modo permanente en su reflexión y en su práctica, sin arrugarse siquiera a la hora de plantear «la elección de la neurosis» o desentrañar la responsabilidad moral en el contenido de los sueños, como hizo en su artículo homónimo de 1925. También Lacan se mostró en este terreno hondamente comprometido con la dignidad y la insobornable responsabilidad del sujeto, dejando de ello frases tan contundentes como: «De nuestra posición de sujetos somos siempre responsables. […] La posición del psicoanalista no deja escapatoria, puesto que excluye la ternura del ‘alma bella’ [hegeliana]»118; incluso refiriendo la causa de la psicosis a una «insondable decisión del ser»119.

De esta manera, tirando de los hilos de ese ovillo al que da cuerpo la articulación entre el lenguaje, el pathos y el ethos, he querido mostrar la trabazón entre Cicerón, Pinel y Freud. Alcanzando resoluciones distintas, los tres han bebido de esas fuentes de las que manan las más hondas problemáticas humanas, aquéllas que encumbraron el saber de la Antigüedad, haciendo así válido el adagio de Goethe según el cual «lo verdadero se transmite a la posteridad».

Estudios sobre la psicosis

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