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Responsabilidad y psicopatología

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La historia de la psicopatología de los dos últimos siglos puede ser analizada, en su conjunto, desde la perspectiva de la responsabilidad subjetiva y del tratamiento que los clínicos le han dado. De todos es conocida la función social inserta en la medicina alienista y en la psiquiatría que de ella derivó. En la época de Pinel y Esquirol, esto es, a principios de siglo XIX, la medicina alienista se vio compelida a pronunciarse sobre la responsabilidad penal de algunos «monstruos» criminales. Desde entonces, la colaboración entre el psiquiatra —ahora también el psicólogo clínico— y el legislador se ha estrechado de tal manera que nuestras comparecencias en los Tribunales forman parte de nuestro quehacer cotidiano.

Tal como desarrollé en el libro La invención de las enfermedades mentales, el epicentro de esta confluencia se situó inicialmente en la noción de «monomanía», sobre todo en la llamada por Esquirol «monomanía homicida», fuente de encendidas polémicas como muestra la literatura de la época. Considerada en principio por Esquirol como el resultado de un delirio, por más que fuera éste muy fugaz, a partir de 1808 la concibió como una «monomanía sin delirio», advirtiendo en su Tratado completo de las enajenaciones mentales (1838): «En otros casos el monomaniaco homicida no presenta alteración alguna apreciable de la inteligencia o de las afecciones. Es arrastrado entonces por un instinto ciego, por una cosa indefinible que le empuja al asesinato». Estas y otras consideraciones fueron esgrimidas por este autor en el célebre proceso de Henriette Cornier, una mujer que había degollado a sangre fría a la hija de sus patronos. Según el parecer de Esquirol, y también el de Georget, Henriette Cornier debía ser considerada irresponsable de su crimen por estar afectada de una monomanía homicida y por haber dado muerte a la joven en un estado de locura, pese a que en todo lo ajeno a ese acto razonaba perfectamente. Argumentaba Esquirol que los monómanos homicidas —a diferencia de otros asesinos—no premeditaban su crimen ni elegían a sus víctimas, sino que se veían arrastrados por una fuerza incontrolable. Según este autor, ahí radicaba precisamente el fundamento de su irresponsabilidad.

El proceso de Henriette Cornier no fue, evidentemente, el único en su género; muy conocido es también el de Pierre Rivière, a quien Michel Foucault dedicó un estudio. De manera que, teniendo como telón de fondo los debates sobre la existencia o no de las monomanías o locuras parciales —ancestros nosológicos de la paranoia—, los alienistas comenzaron a frecuentar los Palacios de Justicia, a menudo reclamados por los jueces, quienes buscaban en las opiniones de los expertos en psicopatología un alivio de la siempre ingrata decisión respecto a la responsabilidad o no de la comisión de un acto criminal. Fue en este punto de intersección, como advertía anteriormente, donde se hermanaron los intereses comunes de la medicina mental y el orden social, a resultas de lo cual la clínica psiquiátrica se vio abocada a diagnosticar, prevenir y remediar el malestar social y sus desórdenes.

Estos aspectos históricos de la psiquiatría han sido especialmente bien estudiados por el profesor Rafael Huertas, quien ha tenido a bien acompañarnos en estas Jornadas. En la misma línea cabe incluir el estudio de Fernando Álvarez–Uría Miserables y locos. Medicina mental y orden social en la España del siglo XIX (1983), donde escribió: «La declaración de locura para estos criminales liberaba a la justicia, y a sus finos y precisos mecanismos de represión, de un desgaste inútil. […] El criminal, el criminal a secas, iba ahora a ser estudiado en sus actos, sus pensamientos, su constitución, etcétera, para desentrañar si se trataba de un sujeto normal o de un irresponsable manicomiable».

Dos son las consecuencias indelebles que han surgido a raíz de estos debates sobre la responsabilidad o la irresponsabilidad, la culpabilidad o la inocencia. Supuso la primera una ruptura con la concepción clásica de la locura y una paulatina transformación del insensato clásico en el alienado moderno, quien a su vez —en el marco de la nueva concepción médica impulsada por Jean–Pierre Falret y ampliamente desarrollada por Kraepelin— habría de convertirse en el «enfermo mental» tal como hoy lo conocemos. La segunda consecuencia —y sigo en esto a Jacques Postel en su artículo «La monomanie homicide d’Esquirol: une maladie sans symptôme?»— implicó la transformación del alienista en experto médico–psiquiatra y la consideración de la psiquiatría como una especialidad médica mayor.

La conversión de la locura en las enfermedades mentales, tarea ésta que ocupó a los clínicos cerca de ocho décadas, prácticamente hasta 1930, supuso un cambio radical en el estatuto del sujeto alienado. Ciertamente, Pinel consideraba al alienado una mezcla de enfermo y loco, es decir, un ser sumido en una sinrazón enferma pero en el que persiste aún una brizna de discernimiento. Precisamente por conservar en su enfermedad un resto de razón indestructible era posible dispensarle un tratamiento —«tratamiento moral» lo llamaba—, el cual iba dirigido a ese núcleo inalienable a fin de rescatar al trastornado de su locura. Más claras que mis palabras son, a este respecto, las que Hegel dedicó a Pinel en su Enciclopedia de las ciencias filosóficas (1817): «El verdadero tratamiento anímico debe atenerse en consecuencia a esta concepción de que la locura no constituye una pérdida abstracta de la razón ni por parte de la inteligencia, ni por parte de la voluntad y de la responsabilidad, sino un simple desvarío del espíritu, una contradicción de lo que aún restase de razón […]». Pues bien, únicamente si tenemos en cuenta este aspecto, el que atañe a la responsabilidad subjetiva, podremos juzgar adecuadamente los efectos sobre la práctica clínica y la terapéutica que ha ocasionado la desaparición del alienado y la creación del enfermo.

Para ilustrarles este cambio de mentalidad sobrevenido a mitad del siglo XIX evocaré, brevemente, la descripción realizada por Valentin Magnan del «delirio crónico de evolución sistemática», considerado por este autor como una especie patológica natural claramente definida y metodológicamente regular en su evolución, la cual se desarrolla a lo largo de cuatro fases características, sucesivas e inexorables. En dichas fases el enfermo se presenta sucesivamente bajo cuatro aspectos sintomáticos bien distintos: está al principio inquieto, se siente más tarde perseguido, luego se muestra megalómano y al final se precipita en la demencia; así planteado, este tipo de delirio constituiría el paradigma de la enfermedad mental, cuya esencia nosológica se apoya en criterios clínico–evolutivos. Pese a que la descripción de Magnan, matizada después en colaboración con su alumno Paul Sérieux, trata de explicar incluso las formas predeterminadas de transición de una a otra fase, su «delirio crónico» se topó con un escollo insuperable a la hora de ser asumido por el resto de sus colegas: no había forma de encontrar un sujeto delirante que se amoldara a esa nueva enfermedad natural. De manera que, para abreviar, «el delirio crónico de evolución sistemática», antes que constituir la enfermedad mental por excelencia, muestra de forma clara el anhelo de la psicopatología psiquiátrica de convertir la patología mental en enfermedades del organismo, lo que implica a su vez convertir al trastornado en una marioneta cuyos movimientos ya están fijados por los designios de la naturaleza. Lamentablemente, la implantación y la posterior generalización de la ideología de las «enfermedades mentales» han contribuido en buena medida a la irresponsabilización del loco, cuyas consecuencias afectan de manera directa a la terapéutica en la medida en que implican una desconfianza en las capacidades subjetivas para salir de la locura, a menudo mediante el trabajo delirante.

Retomando ahora algunos términos anteriormente empleados, la concepción de Magnan se enmarca entre aquellas que han creído poder explicar el pathos subjetivo desde una perspectiva estrictamente determinista, en este caso referida a la herencia, tan de moda en estos últimos años. Magnan participó de la teoría de la degeneración moreliana, la cual él mismo definió en sus Lecciones clínicas (1893) en los siguientes términos: «Conocen ustedes, Señores, la doctrina de Morel. Para él, el hecho general radica en la transmisión de las afecciones mentales por agravamiento progresivo de la enfermedad en los descendientes. De este modo, advirtiéndose ya en los ascendientes por la exageración del temperamento nervioso, engendran a histéricos, epilépticos, hipocondriacos (a sujetos afectados de grandes neurosis). Éstos, los histéricos, los epilépticos, los hipocondriacos, procrearán alienados, y estos últimos tendrán como descendientes a imbéciles, idiotas, los cuales, en último análisis (natura medicatrix), son castigados con la esterilidad. Tal es la concepción original y verdadera, así debe reconocerse en muchos casos, que ha permitido a Morel establecer sus alienaciones o locuras hereditarias». Aunque Magnan introdujo ciertos matices en el degeneracionismo, colaboró en su desarrollo y contribuyó a extenderlo de manera decisiva. Pero si traigo a colación el «delirio crónico» es para mostrarles hasta qué punto su concepción es abiertamente determinista y excluye por completo la subjetividad, máxime cuando este tipo de delirio —esta auténtica entidad nosológica, según su opinión— no fue incluido por él entre los delirios de los degenerados, es decir, los delirios causados directamente por la herencia.

También se ha achacado al psicoanálisis un determinismo completo, pero de índole contraria. Aunque merecería un tratamiento más detenido, una afirmación tal requiere ser respondida y precisada, para lo cual me valdré de dos pasajes de la obra de Freud: el «caso Dora» y un artículo de 1925 titulado «La responsabilidad moral por el contenido de los sueños». La mayoría de ustedes conoce el análisis de Dora, una joven histérica, bastante díscola, que fue llevada por su padre a la consulta del Dr. Freud a regañadientes. Sentada frente al Señor Profesor, Dora expuso una reivindicación extremadamente vívida relativa al cariño de su padre, quien tenía por amante a la Sra. K., razón por la cual la había dejado un tanto de lado. Dora estaba perfectamente al corriente de las correrías de los amantes, y ya no podía soportar más esa situación. Tras escuchar el relato de la joven quejumbrosa y reivindicativa, Freud le contestó interpelándola sobre su responsabilidad en los hechos que acababa de referirle: todo lo que acaba de contarme, todo ese embrollo en el que está metida, ¿acaso no es algo en lo que usted también ha participado? Y lo era, en efecto, pues, a sabiendas de la relación que se traían, la joven facilitaba las citas del padre con la mencionada señora y se hacía cargo del cuidado de los hijos mientras ella estaba ausente.

Se aprecia aquí, con claridad meridiana, la posición de Freud, quien, antes que compadecerla o ponerse en su lugar comprensivamente, apela a su participación en ese desorden del mundo del que viene a quejarse y que tanto le hace sufrir. Tal es, como les decía al principio, la clínica en su estado más puro, el que conviene siempre preservar.

Quienes creen que el psicoanálisis plantea un completo determinismo, por ejemplo atribuyendo al inconsciente la responsabilidad última de los hechos de la vida del alma, deberían de leer el breve texto freudiano que se interroga sobre la responsabilidad del soñante en el contenido de sus sueños, consideración que es menester hacer extensiva también a aquellos sueños de contenido inmoral o escabroso. Freud lo dice muy claro: «Desde luego, es preciso asumir la responsabilidad de los impulsos oníricos malvados. ¿Qué otra cosa podría hacerse con ellos? Si el contenido onírico —correctamente comprendido—no ha sido inspirado por espíritus extraños, entonces no puede ser sino una parte de mi propio ser. […] y si, defendiéndome, digo que cuanto en mí es desconocido, inconsciente y reprimido no pertenece a mi Yo, entonces me coloco fuera del terreno psicoanalítico […]».

Así planteadas las cosas, el psicoanálisis muestra una particular articulación entre un determinismo inconsciente y la responsabilidad subjetiva, pues, en efecto, las determinaciones existen y es necesario conocerlas mediante el análisis, pero el sujeto es finalmente responsable de decidir y de saber qué hacer con ellas. En esta perspectiva cabe entender la noción de ‘libertad’ según el psicoanálisis: no se trata de una libertad que está dada de entrada, una libertad ontológicamente inmanente, sino de una conquista a realizar. De este modo, la obra de Freud y la de Lacan —especialmente en todo aquello que el psicoanalista parisino habría de desarrollar a partir de «Acerca de la causalidad psíquica»— se enmarcan sobre este particular en la tradición desarrollada por la Ética de Spinoza y la Fenomenología del espíritu de Hegel.

Doy por seguro que muchos de los aquí presentes convendrán en que estas apreciaciones son por completo aplicables a los sujetos neuróticos y también a los más normales, si los hubiere. Pero seguro también que habrá algunos a quienes repugnará trasladar tales argumentos a los psicóticos, en especial cuando su locura está muy activa. Todos conocemos casos concretos de locos que parecen puntualmente animados por fuerzas irrefrenables o por un «instinto ciego» —como rezaba la cuestionable expresión de Esquirol—, en especial cuando están sometidos a alucinaciones imperativas del tipo «Mátala» o «Despedázate», ámbito este último que el profesor François Sauvagnat ha estudiado en profundidad. Aun teniendo presentes estos hechos en los que la responsabilidad subjetiva parece diluirse, ciertamente, la perspectiva analítica la sigue defendiendo y apostando por ella. Dejando al margen los casos de enfermedades orgánicas que repercuten directamente sobre el psiquismo, cabe suponer, en última instancia, que el sujeto siempre podrá decidir o elegir entre un sí y un no.

Desde esta perspectiva puede entenderse la taxativa afirmación de Lacan en su Seminario de 1965–1966 El objeto del psicoanálisis, también recogida en el escrito «La ciencia y la verdad»: «Desde nuestra posición de sujetos somos siempre responsables. […] La posición del psicoanalista no deja escapatoria, puesto que excluye la ternura del ‘alma bella’ [hegeliana]». Tal consideración se extiende asimismo a la locura y al crimen, aspectos más desarrollados en su conferencia «Introducción a las funciones del psicoanálisis en criminología» (1950), realizada en colaboración con Michel Cénac, donde Lacan planteó que «el psicoanálisis reivindica la autonomía de una experiencia irreductiblemente subjetiva». Según mi consideración, estas apreciaciones estaban ya implícitas en ese grano de razón, ese núcleo inalienable, que otrora proponía la noción de «alienación mental».

Pero tras la exposición de los argumentos defendidos por doctrinas contrarias, conviene conocer qué dicen los propios delirantes que además han cometido algún tipo de crimen.

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