Читать книгу Maravillas, peregrinaciones y utopías - AA.VV - Страница 10

2. Las Antípodas

Оглавление

Cuando se trata del mundo conocido, de lo que los griegos antiguos llamaron el oikoumene (a fines de la Edad Media, bastante ampliada –véase Hay 1991–), la mezcla de realidad y fantasía es notable. Pero más allá del oikoumene hubo regiones totalmente desconocidas e incluso, según la visión medieval del mundo, imposibles de conocer. La existencia de las Antípodas y el origen de sus hipotéticos habitantes –temas ya muy discutidos en la Antigüedad clásica– se debatían vigorosamente en la época patrística y la baja Edad Media.1 Se trataba de una cuestión no sólo geográfica sino teológica. El mundo se dividía en cinco zonas, dos de las cuales eran inhabitables a causa del frío extremo y una a causa del calor extremo, de modo que la zona habitable del sur (las Antípodas) quedaba irrevocablemente aislada de la del norte (Europa, Asia y el norte de África). Esta opinión medieval nace de los antiguos mapas del mundo según zonas.2


Era imposible, según esta opinión, conocer las Antípodas; sólo se podía especular. El problema teológico se centraba en los posibles habitantes: si vivían hombres allí, ¿descendían de Adán y Eva? Fue igualmente imposible contestar sí o no, ya que la descendencia de nuestros primeros padres no podría haber pasado por el intenso calor ecuatorial, mientras que la idea de una raza humana no descendida de Adán y Eva era incompatible con Génesis 9:19: «Tres isti filii sunt Noe: et ab his disseminatum est omne genus hominum super universam terram». Por eso, el Ulises de Dante habla del «mondo sanza gente».3

La idea de las Antípodas habitadas (aceptada por Lucrecio, De rerum natura, I.373-375) es ridiculizada por San Agustín («Antipodas esse [...] nulla ratione credendum est», De civitate Dei XVI.9), San Isidoro (Etymologiae IX.II.113 y XIV.V.17) y Beda:

Neque [...] Antipodarum ullatenus est fabulis accommodandus assensus, vel aliquis refert historicus vidisse vel audisse vel legisse, qui meridianus in partes solem transierunt hibernum ita ut eo post tergum relicto, transgressis Aethiopum fervoribus, temperatas ultra eos hinc calore illinc rigore atque habitabiles mortalium reperint sedes.4

La opinión de estos autores prestigiosos se aceptaba y se repetía a lo largo de muchos siglos, pero de vez en cuando surgía una opinión contraria. El papa Zacarías, contemporáneo de Beda, escribió en 748 a San Bonifacio sobre los alegatos contra un sacerdote, de nombre Virgilio (¿Fergal?): «De perversa enim et iniqua doctrina, quae contra Deum et animam suam locutus est: si clarificatum fuerit, ita eum confiteri, quod alius mundus et alii homines sub terra sint seu sol et luna, hunc habito concilio ab ecclesia pelle, sacerdotii honore privatum».5 Por desgracia, no se conservan las palabras de Virgilio. Sí se conserva, sin embargo, el trabajo de otro contemporáneo de Beda, Beato de Liébana: todas las versiones de su mapa incluyen un cuarto continente, aunque no es seguro que represente las Antípodas (se sugiere a veces que constituiría la parte meridional de África).6 En algunas versiones de su mapa, este continente tiene un habitante: un esciópode, un hombre con un solo pie enorme, con el cual se protege contra el sol.7 Es posible que Beato haya querido de este modo prescindir del problema teológico: si los habitantes de las Antípodas son una raza monstruosa cuya relación con la raza humana es discutible (véase Friedman 1984: caps. 5 y 9), la cuestión de su ascendencia no es tan urgente. Otras razas monstruosas son ubicadas en las Antípodas por autores tanto anteriores como posteriores a Beato (Moretti 1994: 98–103).

Al pasar los siglos, parece haber mayor tolerancia en cuanto a la idea de las Antípodas habitadas (véase Wright 1965: 159–165), pero principalmente porque se convierten cada vez más en tema literario, con cierta vaguedad en cuanto a su posición geográfica. A veces se dice, por ejemplo, que allí espera Arturo el regreso a su reino.8 Sin embargo, las Antípodas en su sentido literal, el de una tierra más allá del intenso calor ecuatorial, conservaban un halo de tierras prohibidas, de conocimientos peligrosos. Cualquier viajero que tratara de acercarse a ellos se expondría no sólo a los obvios peligros físicos del viaje sino también a la condena con la cual Dios amenazó a Adán si adquiría los conocimientos prohibidos: «Ex omni ligno paradisi comede. De ligno autem scientiae boni et mali ne comedas, in quocumque enim die comederis ex eo, morte morieris» (Gen. 2:16-17). No debe de sorprendernos, por lo tanto, que la idea de este viaje prohibido se haya asociado en la Edad Media con dos de los viajeros más atrevidos de la Antigüedad clásica, uno histórico pero novelado, mitologizado; el otro ficticio, inventado por Homero: Alejandro Magno y Ulises.

Maravillas, peregrinaciones y utopías

Подняться наверх