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¿QUÉ FUERA DE LAS COSAS HUMANAS SI DE CUANDO EN CUANDO NO SE CONMOVIESEN?

La crítica a los legados del colonialismo fue un recurso de enorme resonancia en la paleta temática del período independentista, sobre todo entre quienes pujaban por radicalizar el discurso en medio de un escenario todavía incierto. Citando a John Milton, figura referencial para el imaginario de las libertades civiles, Camilo Henríquez acude aquí a la imagen de la dominación colonial —y al de la independencia como superación de la infancia—, no tanto para aunar voluntades frente al enemigo externo, sino más bien para fustigar a quienes mostraban sospechas frente a la viabilidad de avanzar a formas más atrevidas de autonomismo. La libertad es presentada aquí como forma de reparación de un pasado ignominioso, y aparece también en su sentido más convencional, como lo opuesto a una esclavitud que no se podía seguir tolerando.


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Aurora de Chile, Santiago, 13 de agosto de 1812, Núm. 27

Cuando después de tantos años de dependencia colonial y nulidad política se deja ver la libertad sobre el horizonte americano, ¡qué diferentes sensaciones, qué diversos pensamientos se excitan en los hombres! Las almas abyectas condenadas a la servidumbre o por el vil interés, principio de todos los vicios degradantes, o por la ignorancia y la pusilanimidad, llaman pretendida libertad aquella a que aspiramos. ¡Qué! ¿no puede existir la verdadera libertad en este mundo? ¿No ha existido y aun existe en nuestro mismo continente? En el momento en que los pueblos declaran y sostienen su independencia, gozan de la libertad nacional, su libertad civil y política son obra de su constitución y de sus leyes. ¿Y quién puede negarnos la posibilidad de establecer nuestra libertad interior, o lo que es lo mismo, el buen orden y la justicia? Aun nos resentimos de los defectos del antiguo sistema; la ignorancia de tres siglos de barbarie está sobre nosotros; nos ha detenido la irresolución natural a un pueblo esclavo por tantos años, y que jamás tuvo la menor influencia en la legislación ni en los negocios públicos; han habido oscilaciones momentáneas, propias de la infancia de las naciones, pero en medio de estos instantes de crisis, en medio de nuestra inexperiencia, y oprimidos bajo el peso de nuestros heredados defectos, hemos respetado, y ha sido inviolable para nosotros la equidad y la humanidad.

Nuestros mismos enemigos deben haber admirado en medio de su ingratitud y obstinación la lenidad y la mansedumbre propias de los pechos americanos. Esta misericordia ha sido en verdad excesiva: ha entorpecido la marcha de nuestra revolución; pero a lo menos la sangre humana no ha deslustrado nuestra gloria, ni hemos dado al mundo el espectáculo escandaloso de un pueblo en anarquía. Muchas oscilaciones y vaivenes preceden al equilibrio de todos los cuerpos. ¿Qué fuera de las cosas humanas, decía Milton, si de cuando en cuando no se conmoviesen? Todo se encamina en el mundo a la corrupción y aun a la disolución; los cuerpos políticos no están exentos de esta ley de la naturaleza: el movimiento restablece el orden y conserva la vida de los seres. Las revoluciones son en el orden moral lo que son en el orden de la naturaleza los terremotos, las tempestades. Los meteoros son terribles, pero hasta ahora nos han sido saludables. La vida de la patria permanece, su salud es más robusta, y todo promete que saldrá de la infancia con felicidad. Su sistema se consolida, y ella se apresura a aparecer con dignidad y consideración en la jerarquía de las naciones. Entre tanto nuestra marcha vacilante en sus principios, pero ya majestuosa, es aplaudida por los hombres liberales, que nos observan. El nombre de libertad es tan dulce, dice un filósofo, que los que combaten por ella deben estar seguros de que interesan los votos secretos de todos. Su causa es la del género humano. Los pueblos se vengan de sus opresores exhalando su odio contra los opresores extranjeros. Al ruido de las cadenas que se despedazan, se cree que se aligeran las propias. Al saber que el universo cuenta algunos tiranos menos, parece que se respira un aire más puro. Así han pensado en todas las revoluciones de América cuantos hombres de luces, cuantos hombres de bien tuvo la Europa. Ellos admiraron nuestra larga paciencia, y en vista de los desórdenes, debilidad e ignorancia de la nación dominante, y de los progresos de la población y de las luces entre nosotros, predijeron la revolución de nuestros días. El sentimiento de la justicia, que se complace en compensar los infortunios pasados con prosperidades futuras, se prometía que esta parte del mundo subyugada con tantas atrocidades; despoblada, abismada en la ignorancia por una tiranía lenta; pobre y sin industria por la codicia de una corte corrompida, absurda, y que creía que se arruinaba si nosotros prosperábamos; por todo esto se prometía que había de venir tiempo en que esta parte del mundo floreciese. Pero lo que parece que no alcanzaron los sabios, lo que excede toda la fuerza del pensamiento y aun de la imaginación, es que haya en América almas tan serviles que se horrorizan al aspecto de la libertad que les ofrece la fortuna. Tantos pueblos prefirieron la libertad a todas las calamidades; pero estos hombres se exponen a todos los peligros por la infamia de ser esclavos. Las almas varoniles se envuelven en los horrores de la guerra por sacudir el yugo de los tiranos; estos llaman a los tiranos para que destierren de la patria las dulzuras de la paz.

Cuando íbamos a ser libres

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